¿Qué diría Newen si ella quedase embarazada? Peor aún: ¿qué diría Emilio? ¿Y la tía? ¿Y el abuelo? Cada posibilidad era más terrible que la anterior.
"No hay paso hacia delante que no reconozca la huella que lo precede", recordó Cordelia que recitaba la tía José. Como un telar, la trama de su vida iba entrelazándose de manera complicada y no podía culpar a nadie, pues la hilandera era ella. Esa idea la reconfortó. Ella tejía su destino, su dicha o su desgracia. Ella decidiría, pues, qué hacer cuando llegara el momento. Si Newen Cayuki la repudiaba,
"tant pis
—reconoció—, él será quien pierda, yo tendré a mi niño".
Un poco menos entusiasmada que instantes atrás, terminó de acomodar lo necesario para partir hacia lo de Doña Damiana.
Grande debería ser la magia de la viejecita ese día para sacarla de su agobio.
* * *
La jornada se mantuvo nublada, aunque el calor iba en aumento a medida que avanzaban las horas. Los últimos días de febrero habían resultado bochornosos pero, dentro de poco, cuando las vacaciones de los turistas terminasen y los chicos de todo el país volvieran a las escuelas, el sol acortaría su camino en el cielo, las hojas de las lengas se tornarían rojo dorado y los primeros vientos helados azotarían como un látigo aquel suelo agreste.
El otoño era época de renovación también, los ancianos lo sabían. Había fechas precisas para las ceremonias y, aunque Newen no participaba en ellas, las sentía interiormente, porque su gente puelche también reverenciaba a los espíritus de la tierra.
Dirigió sus pasos primero hacia el bosque de lengas que, entreverado con los coihues, formaba un verdadero cañaveral. Sus ojos escrutaban el suelo, buscando huellas. Vio lo de siempre: rastros del huemul, el pequeño ciervo que vivía protegido en el parque, y cuevas de vizcachas. En lo alto, los alborotados loros construían sus nidos de paja revuelta. Cuando salió del bosque de lengas Newen vislumbró a los grandes centinelas de la Patagonia: los cipreses, gigantescos árboles que a veces parecían coronados de nubes. El aire se había impregnado de una humedad que acentuaba los olores: la resina de los pinos y el humo de las chimeneas lejanas. Una paz balsámica lo invadió, reconfortando su espíritu. La inmensidad de aquel paraje, con sus cumbres eternamente nevadas, los bosques profundos y los lagos cristalinos, siempre lo serenaba. Volver al trabajo había sido un acierto. Un solo día más compartiendo el techo con la bruja, y ya se veía rugiendo como un león herido. Sin querer, se agolparon en su mente los recuerdos más recientes. Cordelia volviendo de la casa de Damiana con sus envoltorios de papel, contenta por haber aprendido algo nuevo ese día, Cordelia inclinada sobre su cuerpo herido con expresión preocupada, observando las señales de su recuperación, Cordelia vestida para bajar al pueblo, del brazo de Lemos... Maldito Lemos. Por culpa suya, él había perdido los estribos con la muchacha. En lugar de consolarla por haberse perdido en el bosque nocturno, la rabia contra Lemos lo había llevado a castigarla por su liviandad, al dejar que un extraño la besase.
Un extraño como él. ¿Se dejaba besar tan fácilmente la muchacha de los cabellos de plata? La sospecha de que ella se entregaría con ganas a cualquiera que la pretendiera le horadaba el pecho. Había sido él el primero, sin embargo, por más que hubiese pensado que...
Dashe eligió ese momento para empujar el brazo con su hocico.
—Deja... —musitó Newen, distraído.
Dashe insistía.
—¿Qué...?
Un bulto oscuro, polvoriento, yacía en el borde del camino de montaña, casi oculto por la vegetación espinosa. Newen se acercó como en trance. Se arrodilló y con mano temblorosa acarició el plumaje seco que ya no surcaría el cielo andino.
—Malditos...
Dashe compartía su aflicción. Se echó boca abajo, con el hocico metido en la tierra, como rezando una plegaria por el hermoso cóndor caído.
A punto estuvo Newen de lanzar un bramido animal en medio de los cerros. Nada lo enfurecía más que esas muertes inútiles en la cordillera. ¡Después de todo el trabajo que se tomaban tratando de devolver a las montañas sus más imponentes vigías!
Con cuidado, como si el ave pudiese sentir dolor todavía, Newen tomó en sus brazos al cóndor, un cuerpo enorme en su inmovilidad, y emprendió el regreso por el sendero. Debía informar de aquella muerte. Habría que analizar las causas, verificar de qué ejemplar se trataba, ya que los cóndores puestos en libertad en el marco del proyecto estaban fichados con nombre y número. Debajo del ala, el joven macho que Newen cargaba llevaba aún el transmisor que se les colocaba para seguirlos en sus evoluciones. Más triste a medida que avanzaba, el guardaparque pensó que la vida en aquellos parajes era una terrible lucha. Contra la furia de la naturaleza, contra la soledad, contra los hombres inescrupulosos, contra el mal. El mal, que el Walichu desparramaba por la tierra.
* * *
Tampoco Cordelia tuvo un buen día.
Al llegar a la casa de Doña Damiana, le sorprendió no verla enseguida, ya fuera en el corral, dando de comer a las gallinas, o tejiendo en el costado de la
ruka.
Y más aún se sorprendió al encontrar adentro de la casa a una mujer joven, de aspecto altivo, que compartía un té de hierbas con la anciana.
—Pasa, hija —le dijo suavemente Damiana.
Cordelia ya estaba acostumbrada a que la mujer presintiese su llegada.
La joven que visitaba la casa miró a Cordelia con curiosidad mal disimulada. Se notaba que era nativa de la tierra, si bien no vestía como tal. Salvo por el cabello, grueso y negro, trenzado con pulcritud, y por los inocultables rasgos mapuche, la desconocida se veía igual a cualquier mujer pueblerina. Llevaba sandalias de cuero, pantalones vaqueros y una camisa azul que acentuaba el tono cobrizo de su piel. Era muy bonita. Los pómulos altos y distinguidos, los ojos no tan rasgados, de un hermoso color café, y el cuerpo más esbelto que el de las mujeres nativas que Cordelia había visto hasta el momento.
—Ella es Llanka, Ayinray. Le hablé de ti.
Cordelia estudió el rostro de la joven y decidió que no le simpatizaba. Tenía un brillo ladino en la mirada que no había encontrado en ninguno de los nativos que conocía. Ni siquiera Cayuki, con todos sus defectos, poseía esa mirada escondedora que provocaba desconfianza. Cordelia supuso que, como Damiana no podía verla, no estaba enterada de ello.
—Mucho gusto —dijo la mujer, y su tono contrastaba notablemente con sus ojos.
No sentía el más mínimo gusto en saludarla. Bueno, lo mismo podía decir Cordelia sobre ella, entonces. Tomó asiento junto a Damiana y bebió del té que la anciana le ofreció.
—Es de aguaribay —aclaró Damiana, refiriéndose al fruto del molle, conocido árbol de la región.
El té tenía un dejo amargo que quitaba la sed. Cordelia ya lo había probado otras veces, sazonado con azúcar quemada, lo que le daba un toque especial al sabor.
—Decía a Llanka que estás aprendiendo algo de medicina conmigo, Ayinray.
—Es bueno saber —se limitó a decir la tal Llanka.
Cordelia asintió. Sorbió su té con delicadeza y cruzó sus piernas al mejor estilo francés, como si estuviese en el salón de la reina. La joven le lanzó una mirada malévola.
—Supe que está viviendo en casa de Newen —aventuró, mientras escondía sus ojos en el fondo de la taza de té.
Cordelia casi se atraganta.
—Por ahora,
oui...
—Supe también que Newen está herido.
—Estuvo, pero ya está mejor. Gracias —añadió Cordelia, dando a entender que respondía en nombre de Cayuki.
La mujer era sensible a las sutilezas, de modo que sacó a relucir sus armas también.
—Dígale entonces que pasaré a saludarlo un día de estos. Debe extrañarle que no haya ido ya.
A Cordelia le pareció que Doña Damiana rumiaba algo entre dientes, pero fingió no darse cuenta.
—Se lo diré. Y ahora —agregó, dirigiéndose a la anciana—, ¿cree que podremos hacer algo, Doña Damiana, o prefiere que vuelva otro día, ya que tiene visita?
La anciana tomó la taza que Cordelia le tendía y, mientras giraba para depositarla adentro del cubo de lavar, le respondió:
—Llanka vino a solicitar servicio y eso me agota, Ayinray. Vuelve mañana, que te enseñaré un brebaje especial.
Aliviada de poder escapar de la mirada de águila de aquella joven, Cordelia se puso de pie con elegancia y se despidió, tendiendo una mano a la desconocida.
—Hasta pronto, entonces.
—Hasta luego, Ayinray —y ese nombre sonó burlón en los oídos de Cordelia, pronunciado por los labios de la mujer mapuche.
* * *
Durante el regreso, Cordelia fue pateando piedrecillas que encontraba en el camino, desahogando su malhumor. Nada había salido bien. Lo de anoche con Cayuki, ni hablar. Esa mañana había querido hostigarlo, ignorarlo, pero él la descubrió mirándolo. Y ahora, la reunión con Damiana se había aguado por culpa de una antipática desconocida. La muchacha sintió que la presencia de Llanka estropeaba el clima amistoso que reinaba en casa de la
machi.
No entendía cómo Damiana, tan perceptiva para otras cosas, no se daba cuenta de ello.
Suspiró, cansada. La vida allí era más dura de lo que pensaba. Quién sabe si su hermano se adaptaría... Él no estaba más acostumbrado que ella a las privaciones. Trató de imaginar a Emilio cargando agua de la bomba dos veces por día, usando un cuarto de baño mínimo, sin espejo para afeitarse, cocinando su propia comida en una hornalla y encendiendo fuego cada noche. Le preocupó que su hermano no se pusiese a la altura de las circunstancias. Le costaba reconocerlo pero, de los dos, Emilio era el más mimado. Si bien ella, como mujer, había recibido una educación refinada y algo melindrosa, lo cierto era que Emilio había sido el blanco de todos los cuidados y todos los excesos, especialmente por parte de la tía José.
Estaba sumida en estos razonamientos cuando advirtió la figura de Dashe custodiando el porche. ¿Tan pronto regresaba Cayuki de su ronda? ¿Se habría sentido mal?
Le bon Dieu, ese
hombre la iba a matar a sustos. Ella sabía que no debería haber salido todavía, pero estaba demasiado enojada para sugerírselo. Apuró el paso y entró en la cabaña, después de palmear la cabeza del perro lobo, que la miró con sus ojos amarillos llenos de gratitud.
Ni bien traspasó el umbral, se topó con un extraño cuadro. En el medio de la habitación, un enorme pájaro negro yacía sobre una manta de arpillera. Su aspecto era de lo más desagradable. Las patas ostentaban dedos gruesos con enormes uñas, el plumaje se veía sucio y separado, y la cabeza, torcida hacia atrás, estaba completamente pelada. Apenas una protuberancia de piel se amontonaba en la coronilla. Junto a la encimera de la cocina, Newen Cayuki le daba la espalda, aparentemente concentrado en algo. Un silbido extraño la sobresaltó, y descubrió que lo que el guardaparque hacía era intentar comunicarse por medio de un radio transmisor. Después de dos intentos frustrados, el hombre lanzó una maldición y se volvió, para encontrarse frente a Cordelia, que lo miraba asustada.
—Qué... ¿qué pasó?
Newen vio que la joven miraba la figura inerte en el centro de la pieza.
—Un cóndor. Muerto —dijo con brusquedad.
—Pero... ¿por qué? ¿Cómo fue?
Cayuki avanzó hacia donde el ave yacía y se inclinó de nuevo como tantas veces desde que lo trajera, para tocarlo con suavidad.
—Era Antiman —murmuró.
—¿Antiman?
—Significa "cóndor del sol". Lo habíamos liberado el año pasado, al terminar la primavera. Ni siquiera tuvo tiempo de formar una familia.
—¿Y qué le sucedió? —se intrigó Cordelia, un poco azorada al ver que el hombre brutal y arrogante que conocía se mostraba vulnerable ante la imagen de un cóndor muerto.
—No sé. Quisiera saberlo.
—¿Lo mataron?
Newen se puso de pie y la miró duramente.
—Aunque no le hayan disparado, igual lo mataron. Si el cóndor chocó con cables de alta tensión, lo mataron. Si comió carroña envenenada con balas de plomo, lo mataron. De cualquier forma, el hombre es culpable. Sí, señorita Cordelia, puede decirse que lo mataron.
—Es... terrible.
—¿Sabe cuánto tiempo llevó criar a este cóndor? ¿Cuántas personas están preocupadas por hacer esto? —Newen inspiró profundamente, dilatando las aletas de la nariz, tratando de controlarse—. A nadie parece importarle. La gente del lugar le dispara a veces por diversión, a ver si aciertan. Otros, no se preocupan por conservar la vida en los lugares donde los cóndores habitan. Y como no encuentran comida, ellos buscan cada vez más cerca de los poblados. Entonces, las personas creen que van a comerse sus ovejas y los matan.
—¿Y él no come las ovejas, entonces? —Cordelia tenía que admitir que nada sabía de estas cosas.
—Claro que no. Como cualquiera que tenga ojos puede ver, un cóndor es un ave de carroña.
—Eh...
—Carroña, carne de animales muertos.
—Oh... —dijo Cordelia, arrugando su linda nariz aristocrática al escuchar eso.
—Por no saberlo, señorita, es que la gente mata al cóndor. Por ignorancia. Mire.
Y Cayuki tomó a Cordelia de un brazo, obligándola a agacharse junto a la enorme ave.
—Mire el pico. ¿Lo ve?
Un poco asustada, Cordelia asintió. Antiman tenía un grueso pico curvado, de aspecto poderoso, que en ese momento se veía entreabierto. Cordelia pudo ver también que alrededor de la base del cuello el cóndor poseía una especie de bufanda de plumas de color blanco, lo que le daba un aspecto extraño.
—Ésa es una prueba de que es carroñero. El pico está hecho para destrozar la piel y el cuero de los animales y para arrancarles las tripas.
—Oh...
—No para matar. Y es así, pelado, para poder limpiarse fácilmente cuando mete la cabeza en las entrañas de los animales en descomposición. Si no, la carne y la sangre le quedarían mezclados entre las plumas.
—Oh... —Cordelia sintió una oleada de náuseas, pero Newen la sujetaba fuertemente y la instaba a mirar más de cerca al ave muerta.
—Mire las patas. ¿Qué ve?
—Pues... son grandes.
—Más que eso. Son poco desarrolladas. Y tiene tres dedos. El cuarto está atrás, ¿lo ve?
—C... creo que sí.
—Porque estas patas sólo le sirven para agarrar y romper, destrozar y sujetar. No puede matar con ellas ni llevar a un animal en vuelo. Por eso se sabe que el cóndor no caza. Y por eso no es justo que le disparen.