Esto fue lo que debió haber pensado también el intruso que la espiaba cuando llegó al claro. El silencio fantasmal del corazón del bosque le habría resultado significativo a cualquier conocedor. Para Cordelia, que poco sabía de aquellas tierras salvajes, no había nada extraño en que cesaran los trinos o no se observaran movimientos furtivos entre los arbustos. Dedicó su atención al pie y luego intentó levantarse, comprobando con espanto que algo la retenía clavada al piso. Tiró inútilmente de su túnica, pero le bastó un instante para descubrir la amenazadora presencia a sus espaldas.
Un hombre de aspecto brutal, vestido con ropas que parecían de explorador, la miraba sonriendo con una mueca repulsiva. La barba acentuaba su aire de villano, aunque lo que más repugnaba era su mirada vidriosa. Daba la impresión de estar bebido. Y su pie, enfundado en un tosco borceguí, pisaba el ruedo del vestido de la muchacha. Cordelia sintió el corazón desbocado, pero tuvo la entereza de hablar como si aquel encuentro fuese de lo más normal.
—Buenos días, señor. Si me permite... —y volvió a tirar de su túnica, sin éxito.
El hombre rió entre dientes y, para horror de Cordelia, se agachó hasta quedar muy cerca.
—Qué extraordinaria coincidencia, señorita. Con usted queríamos hablar.
"¿Queríamos?", pensó de inmediato Cordelia, cuando ya el hombre estaba haciendo un gesto con la mano que atrajo hacia el claro a otro sujeto de parecida catadura, sólo que más flaco. Éste llevaba en la mano un rifle y no parecía tan confiado como su compañero, ya que lanzaba miradas furtivas en derredor.
—Usted podría decirnos algo sobre su amiguito del bosque, ¿sí?
Muda de asombro y temor, Cordelia sólo atinaba a mantener tirante el género de su vestido, lista para huir ante la menor oportunidad. ¿Quiénes eran aquellos dos? Una mano helada le oprimió el corazón ante el pensamiento de que los que habían intentado asesinar a Newen se encontraban libres todavía.
—Disculpe, señor, no le comprendo.
La expresión del primer hombre se tornó impaciente.
—Ésta no es una conversación de salón, pedazo de estúpida. Queremos saber dónde está el tipo para clavarle un cuchillo en las tripas.
—Rodo...
—¡No digas mi nombre, maldito seas!
—Está bien, está bien. Pero vamonos ya, que este lugar no está tan aislado.
El hombre de la barba volvió su atención a Cordelia.
—Va a venir con nosotros, señorita "comosellame", y nos va a decir cómo encontrar a su amigo.
—No sé de qué amigo me habla, señor. Creo que ustedes dos se equivocan completamente. Voy en busca de una amiga que me espera, así que... —un nuevo tirón y un nuevo fracaso.
—Que siga esperándola, entonces —exclamó el más flaco, y tomó a Cordelia de un brazo, tirando de ella hacia arriba, lo que provocó que la túnica se rasgara a la altura de la rodilla—. Vamos, vamos...
"Ahora o nunca", pensó Cordelia, y antes de que ninguno de ellos pudiera evitarlo, soltó un alarido digno de una soprano enloquecida, que retumbó en medio del bosque y se propagó en infinitos ecos. Los dos hombres titubearon, pues era cierto que el lugar no se encontraba tan alejado de otras viviendas. Optaron entonces por la fuerza bruta y arrastraron a Cordelia entre ambos, conduciéndola hasta una camioneta pick-up de modelo antiguo. Mientras uno la ponía en marcha, el otro arrojaba a Cordelia al interior y se sentaba al mismo tiempo, aprisionando a la muchacha de tal modo que casi ni podía respirar.
El vehículo salió del bosque, después de arrasar con arbustos y raíces que se interponían, dando baquetazos que hacían saltar a Cordelia hasta dar con su cabeza en el techo. Algo mareada por el miedo y las vueltas a gran velocidad, casi ni reparó en que ya no se encontraban en la zona boscosa, sino en una ruta de ripio que avanzaba entre mesetas de color rojizo, ocre y gris. En un santiamén, el paisaje conocido se transformó en un desierto rocoso donde parecía no haber vida alguna.
La camioneta hacía rechinar sus ruedas cada vez que, por el exceso de velocidad, el conductor perdía el control y el auto se desplazaba hacia la mano contraria. Hacia delante, aquella ruta parecía no tener fin. Las rocas enhiestas se sucedían como imágenes de película, borrosas, y el polvo que ellos mismos levantaban dificultaba la visión. Nadie sabría que esa camioneta vieja llevaba a una muchacha prisionera y a punto de desmayarse de miedo.
* * *
Newen se tomó unos minutos para pasar por lo de Damiana antes de encaminarse a su ronda habitual. Quería averiguar algo y sospechaba que la
machi
tendría una respuesta. La encontró alimentando a las gallinas, encorvadita bajo su poncho de lana gris.
Damiana adivinó los pasos del puelche, a pesar de que Newen solía ser silencioso como un gato montes.
—M'hijo.
—Damiana.
—¿Vas a pasar?
—Hoy no. Sólo vine a preguntarle algo.
—Dale nomás.
—¿Usted invitó a Llanka a venir?
—Ésa no necesita invitación.
—¿Pero la invitó?
—Vino sólita, a pedir ayuda.
—¿Ayuda?
—De la que necesita una mujer como ella.
Newen permaneció callado, la vista fija en las manos de la anciana mientras las metía en el balde repleto de grano y luego las sacudía en el aire, para escándalo del gallinero.
La pregunta le quemaba en los labios, tenía que formularla.
—¿Tiene que ver conmigo?
—Mmm... a menos que vayan a dormir juntos esta noche, no...
Newen se sintió aliviado.
—No pienso dormir con nadie.
—Aja.
La parquedad de Doña Damiana estaba empezando a molestarlo. Sospechaba que la anciana se mostraba intrigante a propósito.
—Tampoco con la princesa —largó él de pronto.
—¿La princesa?
—Sí, su alumna de todas las tardes.
—Ah... Ayinray —una risilla se filtró por la boca desdentada—. Ella me gusta. No lo sabe, pero tiene el don.
Newen sacudió la cabeza, cada vez más fastidiado. ¡Lo único que faltaba era que la
machi
se hubiera puesto casamentera!
—Entonces, si no tiene que ver conmigo, me voy.
—Vaya, pues. Pero...
Damiana se quedó tiesa de repente, como si hubiera sufrido una punzada en el pecho. Preocupado, Newen avanzó hacia ella.
—¿Damiana?
—Qué raro... —murmuró la vieja.
—¿Qué pasa? No ande con vueltas, dígame qué pasa.
—Nada... nada... me he sentido mareada. Ha de ser que no tomé mi mate todavía.
Newen la contempló unos momentos, dudoso, pero viendo que la mujer continuaba sus tareas sin darle más importancia se volvió para retomar el camino de recorrida.
Sin embargo, un sinsabor extraño comenzó a treparle por el estómago a él también.
—Qué carajo... —masculló.
Las visitas a la
machi
tenían ese efecto. Uno no se iba nunca como había llegado. Para bien o para mal, siempre cargaba con algo nuevo.
* * *
Cuando la vieja pick-up se detuvo, Cordelia tuvo la impresión de que habían aterrizado en la luna. El panorama era desolador: marismas de sal por doquier, unos peñascos escarpados y arbustos raquíticos que se filtraban entre las piedras. Al bajar del vehículo, una lagartija se escurrió entre sus pies, pero no tuvo fuerzas ni para hacerse a un lado. El terror por su situación y la polvareda que los había acompañado durante todo el camino le atenazaban la garganta y le impedían hablar siquiera. Sus captores no parecían estar mejor que ella, aunque sí estaban seguros del lugar adonde se dirigían, ya que la empujaron hacia un grupo de rocas, sujetándola dé los brazos y apremiándola. De todas formas, cualquier lugar sería mejor que aquella extensión desnuda calcinada por el sol.
Doblando el promontorio rocoso, se abrió ante ellos una cueva. El interior se adivinaba fresco, y eso reconfortó a Cordelia, que sentía los labios agrietados.
—Por favor... un poco de agua.
Los hombres no le hicieron caso y la condujeron al interior de la cueva, donde el contraste con la luz de afuera le impidió ver al principio. Una vez acostumbrados sus ojos, pudo observar que la cueva era como un pequeño departamento, con diferentes estancias comunicadas entre sí. Cordelia fue llevada sin delicadeza a la más profunda y oscura, donde el suelo estaba cubierto de mantas deshilachadas. Evidentemente, alguien había dormido allí antes. En la pared de arenisca habían colocado ganchos de donde pendían recipientes de lata, una toalla sucia y un rollo de cuerda. Éste último estaba destinado a ella. El hombre flaco ató las manos de Cordelia a la altura del regazo y el extremo de la cuerda a uno de los ganchos en la roca. Así inmovilizada la muchacha, ambos se dispusieron a refrescarse y descansar del largo viaje. No lo hicieron en la misma habitación, sino que se dirigieron a otra parte de la cueva, desde donde Cordelia podía escuchar sólo retazos de frases, sobre todo las que salían de boca del más corpulento.
—Habrá que llamarla...
—...no hoy mismo...
—Es mejor que lo sepa ya.
—...no vimos... el tipo... no le va a gustar...
—¡Que se joda! No nos dijo nada de ésta.
—Shhh... que puede escuchar.
—Quiá...
Hubo unos murmullos más y luego silencio. Al cabo de un rato, gruesos ronquidos informaron a Cordelia que los hombres se confiaban en las ligaduras de sus manos.
"Tant pis"
, pensó Cordelia, y comenzó a friccionar la cuerda que se extendía hasta el gancho contra la saliente de una roca.
* * *
Newen tuvo un mal día en la ronda. Encontró varias trampas y se cortó la mano con la cuchilla de una, por no tener la cabeza firme en su trabajo. La mente giraba en torno a Llanka y el porqué de su visita a la cabaña esa mañana. Si la mujer no había acudido invitada por Damiana, entonces su intención era buscarlo a él. No sabía bien por qué, pero le molestaba que Cordelia la hubiese conocido. Llanka era lo que los blancos llamarían una "mujer fácil", aunque ahí en la comunidad no había tantos rótulos. Desde tiempos inmemoriales, las mujeres indias habían tenido más libertades de las que después conocieron las europeas en aquellas tierras. Una mujer podía ser "raptada" según el rito matrimonial, o ser objeto de trueque por el padre y el futuro marido, aunque su cuerpo hubiera conocido el de otros hombres antes.
Saber esto no impedía que Newen se avergonzase ante los ojos de Cordelia de que una amante suya lo visitara en su presencia. Además, había visto en los ojos oscuros de Llanka un brillo de satisfacción al poder pavonearse un poco delante de la princesa de plata. Seguro que estaba celosa. Otro problema que le acarreaba Cordelia, aun sin quererlo. Cuando Ayelén se había puesto realmente enferma, Newen visitó a Llanka una sola vez, desesperado por algo de consuelo. Luego, al morir la muchacha, las visitas se hicieron esporádicas, pero jamás Llanka se había atrevido a subir hasta su cabaña.
Newen forcejeó con la última trampa, buscó con los binoculares señales de otras en la lejanía, y decidió torcer el rumbo hacia el oeste, hacia el bosque de arrayanes. Había zorros allí y quería constatar que los furtivos no hubiesen colocado sus celadas en ese sitio.
* * *
Cordelia sintió la dureza del suelo rocoso en su mejilla y eso la despertó. Se había quedado agotada después del intento de cortar la cuerda, pues era demasiado gruesa para lograrlo en tan poco tiempo.
"Qu 'importe",
se dijo, "tarde o temprano se cortará". No había contado con el cansancio que arrastraba después de su viaje alocado por la ruta, el temor contenido en la garganta durante tantas horas, y la incertidumbre acerca de su suerte. ¿Quiénes eran aquellos hombres y por qué la buscaban a ella? A ella no, a Cayuki, al parecer. Uno de ellos había preguntado por "el tipo", "tu amiguito", recordó. Se imaginó que Cayuki tendría enemigos, no era un hombre fácil de tratar, pero no entendía qué pensaban lograr raptándola a ella. ¡Ni siquiera le habían hecho preguntas!
Abrió los ojos lentamente, dolorida, y esperó unos momentos para asegurarse de que estaba sola. No le había gustado la mirada lasciva del hombre más corpulento. Además, durante el viaje en camioneta se dio cuenta de que procuraba tocarle la pierna, la misma que ahora estaba semidesnuda por la rotura de la túnica. Apoyó la espalda en la pared de la cueva y miró en torno suyo. Las cosas de antes estaban todas en su sitio. Los hombres seguirían durmiendo, aunque ya no se escuchaban ronquidos.
De repente, un rumor de pasos sobre el pedregullo la alarmó. ¡Volvían! Quiso fingirse dormida, pero no tuvo tiempo de intentar acostarse de nuevo, porque ya el recién llegado asomaba por la entrada de ese habitáculo.
Una figura alta, esbelta... y femenina. Una mujer de cabellos oscuros, levemente ondulados, que la observaba desde la abertura de la roca fijamente. Cordelia sintió un estremecimiento. La figura pareció vacilar, y después caminó hacia ella decidida, casi con furia. En su mano derecha manipulaba un látigo de cuero. Cordelia no podía verle la cara, pues el resplandor que la luz del mediodía derramaba sobre la cueva creaba un contraluz que favorecía a la mujer. Ella, en cambio, estaba expuesta por completo a la vista de la intrusa.
La mujer se detuvo a pocos pasos, con las piernas delgadas levemente abiertas y comenzó a sacudir el látigo, con lentitud primero, más nerviosamente después. Cordelia tragó saliva. Le dolía la garganta y no creía que pudiese soltar una sola palabra.
—Tú.
Cordelia se sobresaltó. Miró hacia arriba, escudriñando las facciones en sombras, y algo intangible, una especie de incredulidad teñida de miedo, la hizo dilatar los ojos.
—¡Qué hace ella aquí! —bramó de pronto la mujer, restallando el látigo sobre la pared de roca, muy cerca de Cordelia.
Parecía haberse convertido en una furia, gritando y maldiciendo, mientras los movimientos del látigo acompañaban cada una de sus palabras.
—¡Malditos, inútiles! ¡Qué hicieron!
Al instante, los hombres, que no habían abandónenlo la cueva, aparecieron como resortes en una caja de sorpresas.
—Señorita... Señora... Ella es...
—¡Ya sé quién es ella, idiota! ¡Lo sé mejor que nadie! ¡Imbéciles! A ver cómo resuelven esto ahora. Les dije que quería al guardaparque, no a una mujer.
—Pero... nos pareció que ella podía... si nos decía...
La mujer se volvió hacia los hombres enarbolando el látigo, como una amazona del demonio.