Read En busca del rey Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (23 page)

BOOK: En busca del rey
3.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Entonces supongo que el resto era verdad, pero es muy raro.

Meneó la cabeza con perplejidad, pasándose las manos por la poblada cabellera rubia.

—¿Te sientes bien? —Blondel estaba preocupado; esto era sin duda algo extraordinario, pues casi nadie había visto, y mucho menos montado, un unicornio.

—¡Oh, sí! Nunca me he sentido mejor. —Y Karl sonrió y se alisó el pelo, y alejó su recuerdo.

—Bueno, vístete entonces. Es tarde. Nos hemos retrasado mucho aquí. —Cabalgaron hasta salir del bosque sin ver nada de lo que había visto Karl. El jardín era pequeño y lo rodeaba un muro alto. Varios árboles empezaban a verdear y los bancos de rosales, feos y espinosos, esperaban la estación de las rosas.

En el extremo del jardín, gozando del sol de la mañana, se encontraba una anciana asistida por un par de doncellas, que se retiraron en silencio cuando Blondel, conducido por un sacerdote, el confesor de la reina, se acerco.

Leonor de Aquitania había envejecido desde la última vez que la había visto, hacía dos años. La cabellera era blanca debajo del velo, ceñido por una diadema de oro que parecía, pensó Blondel, una versión femenina de la corona. La cara era cuadrada, y dos surcos profundos corrían desde las comisuras de la larga nariz hasta la barbilla; tenía la mandíbula hundida y los labios, pálidos y delgados, a veces se agitaban nerviosamente; las manos también temblaban. Pero, pese a todo, parecía saludable. Lo miró con sus ojos claros y azules, los ojos de Ricardo, y dijo, con una voz profunda y masculina:

—Ya nos hemos enterado de que estabas en Inglaterra. Me alegra que hayas venido a yerme; de todos modos te habría mandado buscar. Déjenos, padre —le dijo al sacerdote. Luego—: Háblame de Ricardo.

Blondel le contó lo que había pasado. Ella asentía de cuando en cuando pero no hizo comentarios hasta que él concluyó. Blondel finalizó con la llegada a Inglaterra; por el momento evitó describir su entrevista con Longchamp.

—No oíste nada con respecto a Montferrat, ¿verdad?

—Bueno, sí y no —empezó, tratando de comprender a qué se refería.

—Me refiero —dijo la reina— a si oíste si alguna de las acusaciones contra Ricardo en el juicio iba a relacionarse con Montferrat.

—Si, en efecto, oí que ése iba a ser uno de los cargos, aunque el principal iba a ser la firma de una tregua con Saladino.

Ella asintió pensativamente, retorciendo la cadena de oro que le rodeaba el cuello.

—¿Piensas —dijo al fin, lentamente, fijando los ojos en uno de los árboles, como si lo estudiara fascinada que Ricardo de veras asesinó a Montferrat?

—No, no creo. Sé que probablemente tenía ese propósito, pero me dijo que otro lo había cumplido; Montferrat tenía muchos adversarios.

—Es muy difícil saber la verdad; algunos proclaman que Ricardo lo asesinó y otros me dicen lo contrario. Por supuesto que en circunstancias ordinarias daría lo mismo, pero éstas no son, sin duda, circunstancias ordinarias; pero comprenderás por qué debo tener la seguridad de que Ricardo no asesinó a Montferrat: ¿lo comprendes? —Se volvió y lo miró en forma tan repentina que Blondel se sobresaltó.

—No…, yo… no, no comprendo.

Ella suspiró y cerró los ojos, murmurando:

—El papa: el papa debe tener esa seguridad. —La cadena de oro tintineó entre sus dedos.

—Pero… —Seguía sin comprender.

—No debes decir nada acerca de esto —dijo la reina, abriendo mucho los ojos, mirándolo directamente de una manera que era infrecuente en Ricardo—. Ya que has hecho tanto por nosotros, por mi hijo y yo, te lo diré: estamos preparando una excomunión. —Pronunció la terrible palabra con serenidad y obviamente complacida.

—¿Excomunión? ¿De quién?

—Del emperador.

Era demasiado; se trataba de algo casi inaudito. Sólo había pasado una vez en la historia reciente, pero no en circunstancias como éstas.

—¿Has tenido noticias del papa? ¿Ha dado su aprobación? Ella asintió.

—Sólo estamos esperando la confirmación de que mi hijo sigue con vida, y también, creo, alguna certeza de que Ricardo no mandó asesinar a Montferrat: la familia Montferrat mantiene relaciones estrechas con el papa. Pero ahora podemos actuar. Hoy enviaré un mensaje a Roma y luego veremos qué pasa. Veremos.

Su boca se estremeció espasmódicamente y ella se la tapó con la mano. Pero como no sirvió de nada, se levantó y caminó hasta uno de los rosales y fingió examinarlo.

—¿Longchamp está al corriente? ¿Está al tanto del plan? —preguntó Blondel.

Sin volverse, ella meneó la cabeza.

—Todavía no, pero ya se lo diré. Generalmente invento mi propia política y Longchamp generalmente la sigue.

Hablaron unos momentos más y luego ella dijo:

—Espero volver a verte pronto. Volverás a Londres, ¿no? Cuando Ricardo regrese te demostraremos nuestra gratitud, pero entretanto, si necesitas algo…

—No, nada, Majestad.

—Entonces nos veremos en Londres, dentro de unas semanas. Buena suerte… No me volveré.

Él se inclinó ante la figura que le daba la espalda y se apresuró a marcharse, volviéndose sólo una vez para ver que la reina, baja y más bien corpulenta, seguía examinando un arbusto espinoso y deshojado.

Regresaron a Londres.

Esa tarde llovió y se instalaron bajo un angosto puente de madera y observaron la lluvia, cortinas de agua sesgadas diagonalmente por el viento. El cielo estaba veteado de blanco y de negro: formas espectrales y espantosas, las figuras de las nubes, se cernían sobre la tierra mientras relámpagos blancoazulados centelleaban en la frontera del mundo y el trueno retumbaba desde el abismo, donde el mundo parecía encontrar su final.

—¡Escucha eso! —gritó Karl por encima del fragor del trueno—. Escúchalo, escúchalo.

—Es difícil no escucharlo —dijo Blondel hurañamente, tiritando, la voz apagada por el trueno.

—¿Y qué? Me gusta. Suena como un redoble de tambor.

El redoble de tambor de un ejército surgiendo del abismo, un ejército de formas oscuras cabalgando sobre el mundo y apuntando a la tierra las flechas de sus rayos, flechas que cortan el viento al caer. Un vago ejército de vagas figuras, moviéndose constantemente, guiadas por el viento: conquistadores del sol, símbolos de un vasto y extraño ensueño, el origen del miedo: las figuras de los muertos ambivalentes y la forma definitiva de un antiguo terror.

El cielo se oscureció aún más; el viento húmedo siseó entre los árboles y Blondel observó la creciente violencia de las aguas del riachuelo. A través de una fisura del puente, un hilillo de agua le goteaba en la pierna. Se sacudió el agua y tembló de frío. Miró a Karl, vio su cara con nitidez al súbito resplandor de un rayo blancoazulado, vio que sonreía como el día que había montado el unicornio.

Al fin el ejército desapareció, hundiéndose de nuevo en el abismo, y los tambores dejaron de redoblar. El cielo se despejó rápidamente y el sol brilló de nuevo, centelleando en la hierba mojada. La frescura impregnaba el aire. Un nuevo comienzo, la renovación del ciclo.

Blondel se estiró al sol hasta que sus articulaciones crujieron, y se preguntó si este entumecimiento era causado por la edad o por las muchas noches pasadas sobre el suelo frío: la intemperie, probablemente; aún no era viejo, aunque a veces notaba síntomas perturbadores: a veces su corazón latía con excesiva celeridad cuando hacia ejercicio y sus músculos, aunque conservaban la dureza, a menudo se ponían tiesos, le dolía…, pero eso era por culpa del clima, naturalmente. No envejecería; no cambiaría nunca, y cantó para celebrar esto, la permanencia de su juventud, y Karl, que jamás en la vida había pensado en esas cosas, cantó para acompañarlo.

Hacía varios días que estaban en Londres cuando una tarde se presentó un monje, un hombre menudo y jovial, a la puerta de su cuarto en el castillo. Karl estaba lustrando un yelmo que le había comprado Blondel, y Blondel estaba sentado bajo la tronera, tocando la viola, componiendo una balada o, mejor dicho, tratando de componerla, pues le costaba trabajar en Lon168 dres; aquí no había un centro, una verdadera corte: sólo Longchamp, los secretarios y los obispos: ni mujeres, ni intrigas ni rey.

—¿Blondel de Néel? —preguntó el monje, arqueando inquisitivamente las cejas. Blondel se levantó; asintió con la cabeza.

—¿Querrías acompañarme? Traigo un recado bastante fuera de lo común. Un viejo amigo tuyo se encuentra en la ciudad. Me… me ha dicho que no mencionara su nombre, así que no te lo diré, pero es un viejo amigo tuyo y le gustaría hablar contigo. Reside cerca de Westminster y me ha pedido que te invitara. Realmente no entiendo por qué me ha pedido que no revelara el nombre pero… bueno, tú sabes —dijo candorosamente.

A Blondel le pareció sospechoso y Karl, simple como era, frunció el ceño y dejó de lustrar el yelmo nuevo.

—No se me ocurre el nombre de ningún amigo que pudiera mandarme buscar de esta forma —dijo al fin, mirando al hombrecillo, que le devolvió la mirada con inocencia.

El monje extendió las manos para mostrar, sin duda, que no portaba ningún arma y que tampoco tenía intenciones sangrientas.

—En verdad no sé qué decirte —dijo—. Si no quieres venir, no puedo obligarte. Supongo que tendré que informar a tu amigo de que te has negado. —Se volvió para marcharse.

—Te acompaño —dijo Blondel, ciñéndose la espada—. Mi amigo también vendrá con nosotros.

—Pero temo…

—Viene conmigo.

—Muy bien —dijo el monje, encogiéndose de hombros.

Caminaron por las calles de la ciudad, calles estrechas y hediondas, atestadas de gentes sucias que maldecían y gritaban. Blondel decidió que, de todas las ciudades que conocía, Londres era la que menos le gustaba. Comprendió mejor que nunca por qué Ricardo nunca viviría allí.

Unos pocos árboles reverdecidos crecían frente al imponente y recién construido Westminster Hall. Había en Londres muchos edificios nuevos e imponentes, erigidos después de la invasión normanda. Sin embargo, en lugar de entrar en el edificio el monje los condujo por la calle lateral. Se detuvo frente a un pequeño portón en una pared de piedra descolorida. Llamó a la puerta, diciendo:

—Creo que ésta es la entrada más conveniente.

Blondel y Karl esperaron, la mano en la empuñadura de la espada.

El portón se abrió y otro monje, reconociéndolos, hizo un gesto solemne y se hizo a un lado, dejándolos pasar. Un largo corredor se extendía frente a ellos y el monje que los guiaba se internó en él; Blondel, al oír que cerraban el portón detrás de ellos, supo que no debía haber venido.

Los condujeron a un cuarto pequeño cuya única ventana daba a un patio, un patio rodeado de edificios, un lugar anónimo, perdido en la ciudad. El guía les indicó que esperaran; luego se marchó. Una mesa y una enorme silla constituían el único mobiliario del cuarto; el pequeño hogar de piedra estaba lleno de cenizas y carbones apagados. Los dos se dirigieron a la ventana y examinaron el patio en busca de alguna puerta, de alguna vía de escape, pero no vieron ninguna; sólo una pared desnuda por donde trepaba una parra pardusca.

—¿Blondel de Néel? —preguntó a su lado una voz suave, en francés normando—. Soy el príncipe Juan.

Blondel se volvió al instante, reconoció al príncipe y le saludó con una reverencia. Karl lo imitó. Otro hombre acompañaba a Juan, un obispo a juzgar por la indumentaria.

—Hace algún tiempo que no te veo —dijo cordialmente el príncipe—. Pero siempre me han gustado tus canciones, siempre. —Se sentó en la silla, junto a la mesa—. Este es el obispo de Coventry —dijo, señalando al hombre de aspecto sombrío y huraño que permanecía de pie a su lado, sin sonreír. Blondel y Karl volvieron a inclinarse.

Juan parecía consumido y enfermo, pensó Blondel al observar al príncipe. La barba negra se estaba volviendo gris. Arrugas de amargura y ansiedad formaban extraños triángulos en el rostro; estaba muy pálido. Las manos eran tan hermosas como Blondel las recordaba, largas, blancas, siempre en movimiento. Blondel lo observó, preguntándose qué ocurriría, qué quería de él.

El príncipe no tardó en explicárselo.

—He oído que viste a mi hermano, el rey, en Alemania. ¿Es verdad? —Blondel asintió—. ¿Estaba bien? —Blondel volvió a asentir—. Sé que ya has discutido esto con Longchamp. También me han dicho que hace unos días fuiste a Canterbury. Presumo que hablaste con la reina. —Como en su voz aún había un tono inquisitivo, Bondel asintió por tercera vez—. Sabes —dijo Juan, mirando por la ventana—, sabes que existe en Inglaterra cierta divergencia de opiniones con respecto a quién debe manejar los asuntos de estado en ausencia del rey. Supongo que es bien sabido que siempre he estado en contra de Longchamp y que, en lo referente a la sucesión, entiendo que yo, naturalmente, tengo preferencia. El administrador de justicia y yo, lamentablemente, nunca nos ponemos de acuerdo…

Habló un rato de política. Blondel no dijo nada, optando por no comprometerse. Luego:

—Estoy tan ansioso como cualquiera porque Ricardo regrese a Inglaterra… y pronto; pero claro, esto puede suponer años de negociaciones, años —repitió, frunciéndole el ceño a su pulgar como si de pronto lo hubiese encontrado desagradable—. En cualquier circunstancia las negociaciones deben realizarse con cautela; no debemos precipitarnos y no podemos amenazar… —Se interrumpió y miró a Blondel y dijo, cambiando de tono, con voz apremiante—: ¿Qué dijo la reina? ¿Qué se propone?

—Temo que no sé qué se propone.

—No seas necio, trovador. Recuerda que puedo hacerte matar en un segundo y sin que nadie se entere. He oído un rumor y quiero confirmarlo. Ahora dime qué se propone.

Blondel se preguntó cómo actuar; sin duda no sentía ningún deseo de morir en ese momento ni, llegado el caso, en ningún momento de su futuro inmediato. Pensó con celeridad, con inusitada lucidez; llegó a una decisión.

—No sé qué se propone hacer, pero me parece saber qué es lo que ha hecho. —¿Qué es?

—Ha conseguido el consentimiento del papa para excomulgar al emperador.

Esto no le sentó bien a Juan. Se cubrió los ojos con una de sus hermosas manos, que ahora temblaban, y se acarició suavemente las cejas. El obispo murmuró algo en latín.

—Gracias —dijo finalmente el príncipe, bajando la mano, la cara terriblemente blanca—. Ahora unas pocas preguntas más.

Blondel respondió a todas con soltura, siempre en forma convincente. Preguntas, en su mayor parte, acerca de la captura, acerca de la actitud de Ricardo.

BOOK: En busca del rey
3.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Dark and Distant Shore by Reay Tannahill
Improper Proposals by Juliana Ross
Linda Needham by The Bride Bed
Imagined London by Anna Quindlen
Warrior Mage (Book 1) by Lindsay Buroker