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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (18 page)

BOOK: En busca del rey
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Bueno, nada de esto le incumbía en verdad, pese a que tenía un vago recuerdo, atávico quizá, de una época en la que no había guerras mezquinas ni intrigas, un periodo de luz y quietud en que uno podía deambular a salvo por el mundo, una época sin temores. A veces, en tiempos de los paganos, el mundo había sido así, o eso le habían dicho; las carreteras eran nuevas y comunicaban todas las comarcas de Europa y todos los señores obedecían al gobierno de Roma; ahora las carreteras eran viejas, muchas estaban cubiertas por la hierba, y las losas estaban resquebrajadas; era difícil viajar de una ciudad a otra y las gentes eran hostiles con los extraños. Ya no existía un centro, una autoridad única: el padre había muerto y los hijos disputaban.

—Estos son tiempos de tribulación —dijo fray Antonio como si acabara de descubrir ese hecho—. Y sin embargo no entiendo cómo el hombre puede obrar malintencionadamente. El infierno es sin duda algo aterrador, y casi todos creen en el infierno.

—Creo que la dificultad reside en la definición —dijo Blondel. Ya había meditado sobre el asunto—. En verdad no sabemos qué es el bien y qué es el mal. Más o menos nos guiamos por la Biblia, pero sólo los sacerdotes y pocos más saben leer, y los sacerdotes sin duda no han sido el vivo ejemplo de lo que predican. Además, el bien y el mal cambian de significado de una época a otra, de un país a otro. Los hombres no piensan seriamente en estos términos porque no pueden comprenderlos; los hombres se guían en buena medida por sus necesidades, y necesitan comer, hacer el amor y, a veces, combatir. Creo que, probablemente, la vida estaba destinada a ser así y que todo el resto es un método sugerido para vivir, necesario acaso para el bienestar general, para la seguridad física de todos nosotros, pero sin constituir una verdad última en sí mismo.

—Eso suena a herejía —dijo en tono preocupado fray Antonio, observando a Blondel para ver si hablaba en serio; no tuvo el alivio de comprobar lo contrario. Blondel hablaba en serio, pese a que rara vez se expresaba con tanta honestidad. Habitualmente aceptaba las hipocresías contemporáneas tan cínicamente como cualquiera.

—Tal vez sea una herejía —convino Blondel.

—¿Cómo puedes decir que no existen el bien y el mal? Esa condesa que conociste, sin duda era una aliada de las tinieblas; tú lo dijiste. ¿No piensas que era maligna?

—No maligna en el sentido absoluto que tú pretendes, sin matices. Para mí era peligrosa porque intentaba matarme de una manera particularmente terrible; pero necesitaba, o al menos creía que necesitaba, matarme. Puedo afirmar que eso era malo para mí, pero no necesariamente en un sentido absoluto. En nada habría afectado a las estrellas, por ejemplo, o a la corte de Leopoldo. Sólo a mi me incumbía. Sí, me gustaría hacer matar a gentes como la condesa por mi propia seguridad, pero no porque las considere abstractamente malignas sino porque para mí representan una amenaza. Estoy de acuerdo en que si queremos imponer algún orden debemos impresionar a los ignorantes y descarriados con toda suerte de historias acerca de un dios cuya única preocupación consiste en tomarse complicadas venganzas personales, en hacer de juez. Pero no creamos nuestros propios mitos políticos. Contemplémoslos simplemente como leyes para nuestra protección. Creo recordar que la Iglesia aplaudió al rey Ricardo cuando hizo ejecutar a unos cuantos miles de prisioneros sarracenos. La Iglesia no condenó ese hecho y, sin embargo, una desequilibrada como la condesa Valeria se considera perversa porque trata de desangrar a un hombre hasta matarlo. Es muy poco razonable.

—Sofismas —dijo horrorizado fray Antonio—, no es verdad. La razón no tiene nada que ver con la fe. A nuestra limitadísima comprensión de los problemas espirituales se debe que a veces nuestra razón parece contradecir nuestro conocimiento. La fe existe independientemente de lo que denominamos razón. Es erróneo y arrogante suponer que nuestras opiniones son atinadas sólo porque nuestras mentes llegan a conclusiones diferentes de las de la Iglesia. Algunas cosas las sabemos; esas cosas están más allá de la razón y no debemos cuestionarías pues son ciertas.

Estos argumentos nunca habían encontrado una réplica sensata. Todos ellos hablaban así. Blondel se preguntó si había escuelas donde los eclesiásticos se entrenaban para enunciarlos, donde les enseñaban a deformar la razón, a negar la evidencia contraria, a discutir las paradojas como ilusiones diabólicas. Bueno, tal vez estaban en lo cierto; tal vez era mejor aceptar lo incomprensible y tratar de creer en ello sin pensar jamás en cuestiones como el bien y el mal, sólo obedecer al instinto cuando era posible, comprometiéndose lo menos posible con el mundo. Pronto todos habrían muerto y lo que hicieran no importaría demasiado, no afectaría a la salida del sol ni a la fría luz de una sola estrella.

Caminaban juntos, conversando. El atardecer y el crepúsculo, el sol naranja y redondo, un amargo color invernal: estrías de luz amarilla en las colinas y los campos. El aire estaba quieto; el viento había caído y ahora se arremolinaba en alguna otra región. Dejaron de hablar de religión en cuanto fray Antonio descubrió las múltiples opiniones heréticas de Blondel. Estaba pasmado, advirtió Blondel, pues Roma, rica y poderosa, políticamente tan importante que podía obligar a un emperador a peregrinar descalzo en penitencia, la Iglesia de Roma, afincada en sus dogmas, sostenía no sin razón que ésta era la edad de la fe. Nadie se atrevía a desmentir abiertamente a la Iglesia, y Blondel sólo se había animado a hablar ahora porque sabía que siempre podía negar lo que había dicho en presencia de una sola persona; además, pronto estaría fuera de Austria. Francia, tierra de trovadores, no estaba, al menos en las cortes, tan plagada de sacerdotes como los países de Europa central y el Mediterráneo. Y además, él básicamente no cuestionaba la autoridad de la Iglesia. Simplemente juzgaba su actitud para con los mortales curiosamente paradójica y, considerando las prácticas y los instintos de los seres humanos, a menudo absurda.

Hablaron del amor mientras el sol naranja desfallecía.

—Los hombres nunca aman a las mujeres, ni las mujeres a los hombres —dijo sombríamente fray Antonio—. Experimentan lujuria, ciertamente; la carne contra el espíritu, pero la carne, ay, predomina con demasiada frecuencia en este mundo.

—Pero no serías capaz de sugerir que los hombres nunca posean a las mujeres, ¿no? Nos quedaríamos sin raza, sin buenos ni malos, ni siquiera sacerdotes.

—La procreación puede llevarse a cabo sin lascivia —dijo serenamente fray Antonio—. Debería contemplársela como un deber sagrado antes que como una fuente de placer (el acicate, lamentablemente, de la mayo ría).

—¿Pero por qué piensas que un hombre no podría amar de veras a una mujer, por ejemplo?

—¿Amar a una mujer en sentido estricto? ¿Una gran emoción, una emoción desinteresada dirigida hacia algo fuera de uno mismo? No, eso sólo puede experimentarse entre el hombre y Dios. El amor como afecto, como amistad, como pasión física es, por supuesto, absolutamente posible entre hombres y mujeres.

—Entonces, ¿qué incita a alguien enamorado de otro ser humano a mirar a los demás e impacientarse al no encontrar el rostro de la que ama entre los extraños? ¿Qué incita a un hombre a pensar en una mujer cada minuto del día, amándola, obsesionado por ella, y soñando con ella por la noche? ¿Qué incita a un hombre a arriesgar la vida por otra persona, a no considerar ya importante la propia vida comparada con su amor? ¿Qué es eso?

—Locura y pecado —dijo fray Antonio.

—Pero a los hombres les sucede, no a muchos, de acuerdo, pero sí a algunos.

—¿Te ha sucedido a ti?

—Una vez, sí, creo que si. Una vez, hace mucho tiempo —y Blondel evocó a la primera mujer que había amado, una dama de Artois, e hizo un esfuerzo por recordar lo que había sentido por ella, pero pese a sus intentos, aun cuando pudo recordar ciertas escenas coloreadas por la luz del verano, no pudo revivir en absoluto las sensaciones de gran emoción; sólo recordaba palabras: las palabras descriptivas del amor acudieron a él, palabras que eran a lo sumo recipientes de significado comunes y vacíos, reliquias de las emociones, las heces del amor. Tal vez fray Antonio estaba en lo cierto: sólo lascivia, pero de ser así, ¿qué era el amor? Las palabras eran más desconcertantes cuanto más se las estudiaba. Era tan sencillo cantar la palabra «amor», emplear la palabra «corazón» en una balada, hablar de amantes que languidecían, pero lo cierto era que las cimas de la emoción nunca podían visualizarse en la memoria; el dolor y el placer se convertían en palabras una vez transcurrido el instante, y cuando uno no estaba enamorado, el amor dejaba de existir. No obstante, cuando uno amaba, el momento consumía por completo la mente, existía más allá de las palabras, más allá, muy probablemente, de la comprensión de los hombres como fray Antonio.

Finalmente decidieron que no estaban de acuerdo.

Ahora había anochecido y frente a ellos, bultos de negrura bajo la luna, estaba la ciudad de Durenstein; la luz de las antorchas brillaba en las calles angostas y había luces en algunas ventanas del castillo. El corazón de Blondel latió con más fuerza; pudo sentir un nudo familiar en la garganta. Había salido de la inhóspita región de las brujas y por un tiempo permanecería en un gran castillo entre gentes civilizadas, donde estaba casi seguro de encontrar a Ricardo.

Esa noche se detuvieron en el amplio monasterio de la orden de fray Antonio. Los edificios de piedra tenían dos pisos de altura y había muchos patios y edificios anejos. Aún estaban construyendo una capilla; ahora se elevaba, desigual e incompleta, un confuso cúmulo de piedras, hacia el cielo nocturno.

Un sirviente condujo a Antonio y Blondel a la capilla donde los monjes estaban reunidos para el servicio: era medianoche y estaban celebrando los maitines, el primer servicio del nuevo día. Era una escena solemne, pensó Blondel, quien rara vez había visitado monasterios: los monjes rezando a coro en una capilla sin techo, la luz de las velas tiritando convulsamente en las naves donde se filtraba el viento. Luego, cuando al fin concluyó el servicio, fray Antonio se presentó al prior, un hombre corpulento de barba blanca.

—Sé bienvenido —dijo el prior a Blondel—. No es frecuente que un trovador pase la noche con nosotros. Generalmente encuentran más comodidades en el castillo. —El prior sonrió—. Ven al refectorio a comer algo.

Los tres se sentaron en el largo refectorio, solos, frente a la única vela que alumbraba ese extremo de la mesa; un sirviente somnoliento les trajo pan y carne fría.

—¿Qué noticias traes de Roma, fray Antonio? Hace muchos meses que no recibimos a un viajero de Roma.

Fray Antonio les refirió las noticias de Roma: las actividades de varios cardenales, la salud del papa. No era tan franco, advirtió Blondel, como en la carretera. Luego, descritos los hechos y susurrados los chismes, entregó al prior una serie de papeles sellados del prior de la orden en Roma.

—Estos son para el abad.

—Se los haré llegar más tarde. Ahora, trovador, ¿dónde has estado? ¿Desde dónde hasta dónde viajas?

—De Palestina a Francia.

—¡Un cruzado! Entonces eres doblemente bienvenido. Sentimos un enorme respeto por los cruzados. Representáis el brazo fuerte de nuestra Iglesia, el guerrero abnegado y entregado a su causa. —El prior se aclaró la garganta y su voz retumbó solemnemente: éste era sin duda un tema familiar, aunque siempre deleitable—. ¡Cómo me habría gustado a mí participar de algún modo en vuestras gloriosas hazañas! ¡Arrancar al infiel la tumba de nuestro Señor, unirse a los más grandes soldados en la historia de la cristiandad! ¡Oh, qué suerte has tenido! ¡Cómo te envidiarán, cuando regreses a Francia, los menos afortunados, los que nunca pelearon en Tierra Santa! ¡Cómo te envidio yo! De no haber sido tan viejo, de no yerme atado por mis obligaciones para con la orden, yo mismo habría estado presente en San Juan de Acre. Bien, cada cual debe servir al Señor como puede. —Su voz se fue apagando con imponencia. Blondel miró los restos de carne de oveja fría que tenía en el plato y el prior se acarició la barba con suavidad, los ojos perdidos en los ensueños de la vejez—. Dime —dijo con voz diferente—, ¿cómo se repartió el botín en Acre? Hemos oído muchas historias contradictorias. Estuviste en Acre, ¿no es verdad?

—Sí, estuve, pero no sé con certeza cómo se dividió el botín. Casi todo entre Ricardo y Felipe, creo.

—Entonces, ¿el duque Leopoldo obtuvo muy poco?

—Eso nos dijeron; no tengo idea de si era verdad o no; los productos del saqueo fueron tantos…

—Dicen que los sarracenos son muy ricos —dijo el prior con cierta avidez, peinándose la barba, desenredándosela.

—Creo que exageran —dijo Blondel—, pero en Acre les sacamos todo lo que tenían. Y por lo que dicen, Ricardo se quedó con casi todos los despojos.

—Hemos oído eso —dijo el prior, y sonrió en secreto, una sonrisa casi perdida en la barba—. Dicen que el duque Leopoldo estaba muy consternado, pero pienso que fue culpa suya; debió mostrarse más firme al tratar con Ricardo. Debió tener en cuenta que todos los Plantagenet son deshonestos. Las cosas habrían sido diferentes de haber estado nuestro emperador.

—¿Por qué no estuvo?

—¿Cómo? Bueno, tiene mucho que hacer en Alemania, y además el duque Leopoldo lo representaba, ¿sabes? Austria forma parte del imperio, como descubrió Leopoldo. —De nuevo la sonrisa secreta que Blondel comprendía a la perfección; tal vez no los detalles del secreto, pero sí su naturaleza.

—Leopoldo y Ricardo nunca se han llevado bien —dijo Blondel, sin saber qué decir, si preguntar directamente o esperar.

—Ricardo es una vergüenza para la cristiandad —dijo el prior, frunciendo coléricamente el ceño, tratando de deshacer un nudo de la barba particularmente dificultoso—. Es un asesino; mató a Montferrat, ¿sabes?, un señor cristiano y mucho mejor que el mismo Ricardo. Luego, después de quedarse con la parte del león…, así deberían llamarle, en lugar de Corazón de León…; después de adueñarse de todo cuanto pudo, hace la paz con Saladino y se va de Palestina, reniega de nuestra causa. ¡Imagina a un rey cristiano pactando con ese infiel, Saladino, ese asesino de caballeros cristianos! —Y Blondel trató de poner cara de imaginárselo, y al imaginarlo, de quedar escandalizado. Obviamente ésa iba a ser la acusación del emperador: deserción, la firma de una paz personal con Saladino y el asesinato de Montferrat, por no mencionar la apropiación de una parte excesiva del tesoro de Acre. Se preguntó cómo presentaría los cargos el emperador, con qué pretexto, cuándo. Nada había ocurrido aún, o eso parecía; de haberse celebrado un juicio, el prior sin duda rebosaría de novedades. Probablemente, el emperador tenía dificultades para montar la maquinaria para juzgar a un rey, ya que era un estadista demasiado responsable para pedir directamente un rescate. Indudablemente, habría algún tipo de juicio. Blondel lamentó no saber lo que ocurría en Inglaterra. ¿Juan ya sería rey? Era muy probable que a Ricardo lo hubiesen dado públicamente por muerto. Pensó en todo lo que podría estar ocurriendo en Inglaterra. ¿Pero qué estaba diciéndole el prior?

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