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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (25 page)

BOOK: En busca del rey
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Se acercó y se sentó junto a Karl.

—¿Cuándo va a ser? —preguntó Karl, dibujando el perfil de una muchacha en las cenizas.

—Pronto —dijo Blondel. Pronto se sentiría mareado y aturdido, las palpitaciones de su propio corazón le retumbarían en la cabeza y luego, al cabo de un momento, todo sería simple y preciso; sabría lo que pasaba y golpearía con un brazo y se defendería con el otro hasta que le dolieran los hombros, hasta que la batalla, de un modo u otro, estuviera resuelta y terminada.

—¿Cómo es una batalla? Siempre he querido saberlo. Siempre he querido participar en una. No puedo creer que ahora se cumpla mi deseo. ¿Hay mucho ruido?

¿Había mucho ruido? Sí, suponía que si.

—No puedo más de impaciencia. ¿Veré al rey? ¿Estará allí?

—Oh, sí, estará.

—¿Cómo podré distinguirlo?

—Lo distinguirás. Es alto y de barba rojiza, y oirás su voz por todo el campo, y supongo que un hombre con el estandarte real cabalgará a su lado. Si estoy contigo te lo señalaré. Pero lo verás al concluir la lucha.

Al concluir la lucha. Aquí estaba, seguro, intacto, respirando rápidamente, consciente de los latidos de su corazón y del calor de su cuerpo; aquí estaba, vivo. Un pájaro cantaba y los hombres hablaban y reían cerca de él. Todos estaban vivos. Pero allá abajo, al pie de la colina, en los prados reverdecidos frente a las murallas de Nottingham, muchos hombres morirían, y tal vez moriría él, tiñendo la hierba de sangre: rojo y verde, los colores de los días festivos. Los colores más brillantes y espléndidos alternarían en el prado donde ya podía imaginar a los hombres combatiendo, ya podía imaginarse a sí mismo… Sintió una picazón en la axila y se rascó enérgicamente, preguntándose si tendría pulgas; ¿las pulgas abandonaban el cuerpo cuando…?

—¿Qué pasará si no ganamos, si algo le ocurre al rey?

—¿Qué…? Bueno, lo ignoro.

Eso no lo había pensado. Ricardo muerto en Nottingham y Juan en el trono.

—¿Volveríamos a Francia o nos quedaríamos aquí? No creo que Juan sea tan malo. Es decir, esa vez que lo vimos en Londres no parecía tan malo como dicen. Y después de todo nos dejó ir, ¿recuerdas? Por supuesto, espero que ganemos nosotros.

—Yo también —dijo Blondel, sonriendo por primera vez en muchos días. ¿Había estado tan ansioso antes de su primera batalla? No, ni él ni nadie; a Karl le brillaban los ojos: era el jinete del unicornio. Un caballero que Blondel conocía desde hacia muchos años, y que era amigo de Ricardo, se acercó a ellos.

—Lo verás pronto, Blondel.

—Así lo espero. Ha pasado mucho tiempo. —¿Qué más podía decir? En realidad, un año, dos años, no eran tanto tiempo. De pronto se irritó, enfureciéndose sin saber por qué, y se obligó a sonreír, a ser cordial—. ¿A qué hora empieza el ataque? ¿Ha habido algún nuevo mensaje de Ricardo? —El caballero capitaneaba ese grupo.

—No, siguen las mismas órdenes; pero después del alba sonará el cuerno y todos atacaremos la ciudad. Tenemos que vencer esas defensas. —Señaló una profunda trinchera frente a una sección de muralla. Soldados del príncipe, arqueros en su mayor parte, aguardaban allí, observando los bosques y las colinas, la verde oscuridad del bosque de Sherwood donde, se decía, se ocultaba el propio Ricardo.

Empezó a soplar un viento cortante y húmedo, con rastros de lluvia; el viento les congeló la cara, esparció las cenizas de la fogata.

El sol emergió del bosque.

—¿Cuántos hombres tenemos? —preguntó Blondel; eran las preguntas que uno le hacía a un capitán antes de un ataque.

Pero el capitán se limitó a encogerse de hombros.

—Nadie sabe cuántos reunió Ricardo al venir desde Sandwich; muchos, oí decir. También se rumorea que se le unió un grupo de bandidos… Hay rumores de todo tipo. No creo que sea difícil calcularlo una vez que empiece. —No.

—He oído decir que el viejo Juan no tiene a nadie en Nottingham, sólo un puñado de hombres —comentó Karl. El capitán sonrió y dijo:

—Supongo que el viejo Juan sabe lo que hace, aun cuando pierda. Tiene suficientes hombres para mantenernos ocupados todo el día.

—Pero gracias al cielo —dijo Blondel ésta será, probablemente, la única batalla; no tendremos que combatir en toda Inglaterra.

El capitán asintió.

—¿Qué le hará Ricardo?

—Nada, probablemente. —Blondel sabía cómo iba a tratar Ricardo a su hermano; también sabía como le gustaría tratarlo. El exilio, sospecho, y el cambio definitivo de la sucesión.

—Yo odiaría ser rey —dijo Karl, dibujando una corona en las cenizas.

—¿Piensas que esta vez Ricardo permanecerá mucho tiempo en Inglaterra? —preguntó el capitán. Un caballo relinchó y los tres se sobresaltaron, sonriendo tímidamente, recobraron la calma.

—No lo creo; supongo que no tardará en volver a Francia. Incluso tal vez inicie una nueva cruzada. No se.

—Le gusta la guerra —dijo pensativo el capitán—. A casi todos nosotros nos gusta, me parece. Es muy aburrido quedarse en un lugar, no viajar nunca. Creo que los hombres están hechos para combatir.

—Eso parece —dijo Blondel sin convicción.

—Bueno, será mejor que vaya a ver a los otros. —El capitán se alejó, crujiendo y tintineando al caminar en su reluciente armadura.

—¿Cuánto crees que falta? —volvió a preguntar Karl.

—No lo sé; ¿tienes que preguntar eso una y otra vez?

Parte de la irritación, de la furia, se había manifestado; Karl parecía dolido, y Blondel sintió un perverso placer; incluso frunció el ceño.

—Lo siento. No quería molestarte.

—Entonces deja de hacer preguntas. —El daño estaba hecho. Karl observó con aire triste las cenizas y no dijo una palabra.

El sol flotaba ya por encima del bosque y era de día. El viento todavía soplaba con fuerza en la arboleda, y hacia el oeste se formaban nubarrones en el horizonte. Durante unas pocas horas seguiría despejado; directamente encima de ellos aún no había nubes. Blondel se levantó y se acercó a su caballo; sin pensarlo, se estiró y flexionó los músculos, preparándose. Los otros también se encontraban tensos; nadie hablaba; ahora se movían en silencio, examinaban los yelmos, las sillas de montar.

Al fin un cuerno sonó en el bosque, claro y vibrante, y Blondel montó, ya tranquilo. Los otros montaron también.

—Buena suerte —dijo Karl con una sonrisa, acariciando un instante el caballo de su amigo.

—Buena suerte —dijo Blondel, y trató de sonreír.

—¡Ahora! —gritó el capitán. Lo siguieron; Karl inmediatamente detrás y Blondel un poco a la zaga.

Cabalgaron colina abajo. Mientras avanzaban, pudieron ver jinetes y arqueros que surgían del bosque y descendían por las otras colinas.

El cuerno volvió a sonar.

—Dios mío… —gruñó Blondel, asustado, y se persignó mientras galopaba hacia Nottingham.

3

Ruido ante todo. Hombres que gritan y aúllan, algunos de dolor. Relinchos de caballos. La voz de Ricardo de vez en cuando se elevaba por encima de los ruidos. El sonido metálico de las espadas contra los escudos, contra los yelmos y corazas; el zumbido de las flechas; un ruido caótico.

Y caos en la misma batalla. Las fuerzas de Juan se enfrentaron con ellos ante las puertas. En las murallas del castillo había arqueros apostados, matando no sólo a los atacantes sino a sus propios hombres en el campo. A veces a Blondel le costaba distinguir a los hombres de Ricardo de los de Juan. Sólo luchaba con quienes lo atacaban. Cabalgaba a ciegas, avanzando progresivamente hacia la muralla; ya formaba parte de la violencia y la confusión.

Por un momento se liberó de la masa de hombres, hierros y caballos; había combatido en el flanco y ahora, de pronto, lo habían arrojado fuera de la batalla. Refrenó el caballo y se irguió sobre los estribos para ver mejor. Cientos de hombres luchaban al pie de la muralla; la mayor parte a caballo. Más atrás, desde un promontorio, los arqueros de Ricardo apuntaban a los arqueros de la muralla. El ruido era espantoso; había olvidado el ruido; había olvidado cómo sonaba un aullido o el siseo de las flechas o el cortante clamor del metal contra el metal, de la espada contra el escudo, de la espada contra el yelmo. Entornó los ojos, trató en vano de encontrar a Karl; buscó a Ricardo y al fin lo encontró. Iba montado en un caballo negro, destacándose, gritando e impartiendo órdenes. Siempre había espacio libre a su alrededor; pocos hombres se animaban a luchar contra él y su espada a menudo cortaba el aire. Tenía la cara muy enrojecida, brillante de sudor, y Blondel sabia, pese a que estaba demasiado lejos para verlo, que las venas de las sienes sobresalían como nudos incoloros. Podía oír su voz, sin embargo; pero nadie podía entender qué decía. Gritaba como un animal, sonidos ásperos y terribles, espontáneos y naturales.

El sol relampagueaba en armas y armaduras, deslumbrantes destellos que se esparcían en todas direcciones, saltando desde los combatientes como chispas de una forja gigantesca. Ahora, el sol era el martillo; caliente, caliente y cegador.

Algo le dio en el hombro y casi lo tiró del caballo. Una flecha le había acertado, mellando las escamas metálicas. Elevó los ojos hacia la muralla, hacia las torres y se preguntó cuál de esos hombres habría intentado matarlo. Luego, descansado, con una visión clara en su mente del diseño de la batalla, se lanzó a esa reluciente confusión, al aturdimiento que le rodeaba.

Se convirtió en parte de ella. Ya no podía distinguir la diferencia entre el aullido de un caballo y el de un hombre, entre un alarido de triunfo y el gemido de un moribundo. Levantó el escudo; era un luchador cauteloso, no temerario como Ricardo, quien solía mantener el escudo bajo hasta el último momento. Blondel era precavido y, cuando atacaba, peleaba con gran cuidado.

El temor se había disipado. No había nada en el mundo salvo esta masa de hombres y caballos reluciendo bajo el ardiente sol. Frente a él había una muralla con una puerta, y entre la muralla y la puerta, ambas ocultas por la pelea, había un grupo de hombres a quienes debía herir o matar. Se sucedían regularmente uno al otro. Apenas uno caía otro lo reemplazaba, y parecía que él apenas lograba avanzar. Sin embargo avanzaba y llegaría a la puerta.

Un caballero alto: labios abultados y cara enjuta, un camisote muy trabajado. El choque de la espada del caballero contra su escudo. Los tajos, la búsqueda de una abertura. Ahora se apretaban el uno contra el otro; ninguno lograba echarse atrás para ganar una nueva posición o aun para descansar. Cubrirse…, atacar…, el brazo arqueado…, cubrirse otra vez…, un golpe brutal. Casi perdió el equilibrio, casi cayó. Luego una espada contra la otra, una abertura. ¡Ahora! Rápido. Una hebra roja en los labios abultados. La boca se abrió y el caballero, con una mirada de asombro, cayó y se perdió entre los cascos de los caballos.

Blondel dejó reposar el brazo. Estaba apretujado entre hombres que luchaban y monturas sin jinete. Entrevió a Karl, la cara brillante y la boca abierta, jadeando, o tal vez gritando, como el rey. Algunos hombres gritaban instintivamente al luchar.

Bajó los ojos un instante y vio un hombre contorsionándose y aullando bajo los cascos de su caballo. Miró hacia arriba al instante, miró la muralla r donde ya había menos arqueros, miró el cielo donde nubes grises y abultadas se acumulaban hacia el oeste. Luego, en marcha; buscó al próximo contrincante, preguntándose cuál seria, cómo seria su cara.

Frente a él había un camino libre de unas pocas yardas. Alguien había caído, dejando un espacio abierto: se internó en él antes de que lo cerraran. Ahora estaba cerca de la muralla, cerca de la puerta.

El siguiente contrincante tenía una barba rubia, una barba amarilla y sajona, y era de tez blanca. Era un caballero más pobre, pues el camisote estaba confeccionado con bandas de cuero sujetas con clavos de metal, y ya le habían hecho un corte que exhibía un fragmento de piel blanca por encima del pecho. Allí debía asestar el golpe, pensó Blondel, y miró fascinado la piel blanca que traspasaría con la espada.

El hombre cargó contra él lo mejor que pudo en las pocas yardas que los separaban. El primer golpe aturdió a Blondel, desviándole el escudo, abollándole el yelmo cónico. La visión se le enturbió y giraron luces en su cabeza. Pero mantuvo el escudo en alto y sacudió desesperadamente la cabeza hasta que las luces se disiparon. El hombre había perdido un poco el equilibrio después del ataque; no había podido embestir otra vez y había perdido su ventaja.

Pelearon muy juntos. Blondel podía oír la respiración del otro, sentir su aliento en la cara. Era un hombre joven, advirtió, vigoroso pero inexperto; tan joven como Karl. Luego, cumpliendo la profecía, o mejor dicho, haciendo realidad un sueño, hundió la espada y el acero traspasó la piel blanca, desgarrando las carnes. Se apresuró a sacarla y desvió los ojos cuando el hombre cayó; volvió a mirar a los arqueros. Oyó un gemido cerca de él, pero podía ser de cualquiera. Cuando volvió a mirar estaba frente a un caballo sin jinete y pudo avanzar unas yardas más.

Nunca había sentido tanto calor. La túnica liviana que llevaba bajo el camisote estaba mojada y se le adhería viscosamente, pero no tenía tiempo de pensar en eso; notó que respiraba entrecortadamente, como un perro; se pasó la lengua por los labios: estaban ásperos y sabían a sal.

Ahora otro, un sajón, otro sajón. Levantó el escudo, desvió una serie de golpes; el sajón era un espadachín más diestro y sagaz que él. Ahora estaba demasiado cansado para tener miedo; se defendió y esperó. Luego se hizo una brecha cuando dos hombres cayeron al mismo tiempo, dos hombres desmontados. Espoleó a su caballo y huyó. Volvió la cabeza y vio que la brecha se había cerrado detrás de él. El sajón estaba luchando con otro caballero.

Ya estaba muy cerca de la muralla. Las tropas de Juan retrocedían en una línea irregular, defendiendo cada palmo de terreno. Miró a su alrededor. Varios hombres, peones, luchaban con hachas y montantes. Dos caballeros peleaban junto a él, gritándose el uno al otro. Divisó a Ricardo, más cerca que antes, ahora montado en un caballo blanco.

Blondel agradeció que su caballo hubiera sobrevivido y, como cada vez que se felicitaba a sí mismo, el caballo trastabilló y cayó con el cuello atravesado por una flecha. Hubo un ruido sordo y la tierra se sacudió y vibró. Instintivamente se aferró al caballo, protegiéndose con el cuerpo de la bestia. Finalmente su cabeza se despejó y la tierra dejó de vibrar. Le dolía la pierna; tenía el tobillo y el pie apresados debajo del caballo. Miró hacia arriba y vio los vientres de las bestias y los pies con espuelas de los caballeros. Se aferró al animal mientras trataba de liberar el tobillo. Los cascos le pasaban muy cerca. Miró a través del bosque de patas de caballos, localizó la muralla, y empuñando la espada liberó su pierna, se incorporó y corrió hacia allá. Tenía el tobillo malherido pero no sintió nada al correr. Sin aliento, se pegó a la muralla, a salvo por un instante.

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