Read En busca del rey Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (15 page)

BOOK: En busca del rey
9.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El viajero, el extraño, el apartado: desplazándose de ninguna parte a ninguna parte, a veces evocando a un rey prisionero; eso era Blondel mientras atravesaba las colinas nevadas y encharcadas de Austria, tiritando, como todos los viajeros, cuando soplaba el viento frío.

—¿Así que acabas de llegar de Palestina? Yo estuve allí; estuve en Acre.

Todo el mundo, pensé Blondel, cada caballero de Europa había estado en Acre.

—Yo también estuve —dijo Blondel.

—¿Ah, si? Creo que ninguno de nosotros olvidará jamás esos días. Ojalá podamos contárselo a nuestros nietos. Sé que nunca olvidaré la noche anterior a la batalla definitiva; cabalgué con el duque Leopoldo por nuestro campamento y él habló a sus hombres y les dijo que se encontraban en medio de la guerra más grande e importante en la historia del mundo. ¿Puedes imaginarlo?

Blondel dijo que sí, que podía imaginarlo. El joven caballero se sirvió más vino. Era alto y corpulento, tenía los brazos fuertes y velludos. Era moreno y de pómulos altos; daba la impresión de tener algo de sangre oriental en las venas. Sus cejas se unían formando una franja de pelo negro que infundía a su rostro una expresión siniestra.

—¿Con qué ejército estuviste en Acre? —preguntó, tomándose un largo trago de vino; Blondel pudo oír el gorgoteo en su garganta y su estómago.

—Con el de Felipe Augusto; yo era uno de sus trovadores.

—¿Eres trovador? Qué bien. Siempre he pensado que me hubiera gustado ese oficio. Tengo una voz bastante buena, ¿sabes?, pero no tengo buena memoria para las canciones y estoy seguro de que no podría escribir ninguna. Traté de componer una para mi dama, la que va a ser mi esposa, creo; pero no llegué muy lejos. Nos casaremos el mes que viene, o en cuanto lo decida su padre. Viven en las afueras de Lintz; ahora voy hacia allá. Él quiere casarla con un señor realmente importante, pero ella quiere casarse conmigo, y como no hay ningún señor importante a la vista, pudo elegir mucho peor. —Flexioné los músculos de los brazos con complacencia—. Pero ¿no estábamos hablando de Acre? Al día siguiente peleamos intensamente y los franceses no hicieron demasiado; si no te molesta que lo diga.

—¿Y el ejército de Ricardo?

El joven frunció el ceño.

—Hizo casi tan poco como los franceses, pero fue mucho más ruidoso, gritando y maldiciendo. Luego, una vez que tomamos la mayor parte de las fortificaciones, él se adelanté a tomar posesión, todo porque era rey. —También derribó vuestros estandartes, si mal no recuerdo. ¿No es así?

Asintió de mala gana. No, ni siquiera las cejas podían hacerlo parecer realmente siniestro; ni siquiera inteligente, pensó Blondel.

—No pudimos hacer demasiado una vez que ese demonio tomó posesión del campo. Tenía más problemas que nosotros, ¿sabes? Nuestro duque ni siquiera se molesté en protestar; era demasiado tarde. Todos saben que Ricardo es muy codicioso. Supongo que le perdonaría ese defecto, pero esas historias que ha hecho circular acerca de su bravura: eso es lo que realmente me fastidia. Tiene un grupo de trovadores que no hacen sino dedicarle L 109 canciones y llamarlo Corazón de León, cuando en verdad es como todos los generales: cuida muy bien de su persona.

—Siempre tuve entendido —dijo Blondel con lentitud, estudiando la maltrecha mesa de madera que era realmente valeroso.

—¡Valeroso! Te enteraste de cómo asesinó a Conrado de Montferrat, ¿no? No creo que ésa fuera una demostración de valor. ¿Quieres más vino?

Blondel tomó un poco más de vino. Ya era tarde y eran los únicos que permanecían despiertos en la posada. El resplandor del fuego teñía de rojo las ahumadas paredes del cuarto. Dos viajeros dormían en el suelo frente al hogar.

Blondel había conocido al caballero en las calles de Lintz, y el joven había sugerido que pernoctaran en la posada en vez de en el castillo, pues había oído que estaba lleno de visitantes envueltos en alguna intriga, ya que horas antes había intentado ver al señor del castillo y, pese a ser conocido, los guardias le habían cerrado el paso.

A la mañana siguiente, Blondel y su amigo descubrieron por qué no les habían permitido entrar. El castillo estaba lleno de soldados del emperador desde hacía una semana. Habían apresado a Ricardo pese al duque Leopoldo y una noche (nadie sabia exactamente cuándo) lo habían trasladado al castillo del emperador en Durenstein.

Blondel se enteró de todo esto esa mañana, por boca de soldados del duque y de un monje que había estado en el castillo y había visto personalmente a Ricardo: «un hombre robusto y de carácter violento; se rió cuando los hombres del emperador vinieron para llevárselo de Austria».

De pronto Blondel sintió una gran fatiga y, por primera vez, desaliento. De nuevo tendría que recorrer muchas millas para llegar a otro castillo, cruzar más fronteras, soportar más días de frío, para luego llegar a descubrir, muy probablemente, que habían vuelto a trasladar al rey y que debía reanudar este viaje interminable.

Apenas prestó atención al joven caballero, quien comentó excitado la novedad. Nunca se le había pasado por la imaginación que Ricardo pudiera caer en manos de Leopoldo; esta noticia era tan buena de por si que no le importaba lo que viniera después.

En Lintz, Blondel preguntó discretamente dónde se encontraba Durenstein, y luego, más o menos seguro de la dirección, salió de Lintz en compañía del joven caballero.

Durante un tiempo hablaron acerca de diversas armas; luego hablaron acerca de razas de caballos: luego hablaron de Acre y al cabo, agotada la conversación del joven, volvieron a hablar de las armas que preferían hasta que al fin, como no se les ocurría ningún otro tema, cabalgaron en silencio a través del bosque.

Los árboles eran más altos que los que crecían alrededor de Viena y el viento silbaba en las ramas más altas. La madera chocaba con la madera entre chasquidos y suspiros, las ramas crujían y ante todo se oía un extraño suspiro semejante al resuello de los moribundos. Pese a todo, pensó, era agradable volver a cabalgar acompañado: oír a otro hombre, a otro ser humano moviéndose y respirando al lado de uno, golpear ocasionalmente, con un sonido metálico, el metal de los estribos del otro.

Era extraño que no le molestara la soledad cuando viajaba y que al mismo tiempo deseara tener a alguien cerca, aun cuando fuera un caballero joven y obtuso que sabia de armas, caballos, la batalla de Acre y, lamentablemente, nada más.

Habían tratado de hablar de política y el joven había dicho que admiraba a Leopoldo, respetaba al emperador, reverenciaba al papa, adoraba al padre de su dama, desconfiaba de Felipe Augusto, despreciaba a Ricardo y odiaba a Saladino, que era el demonio en la tierra o, en caso de no ser el mismo demonio, al menos había recibido instrucciones de ese príncipe tenebroso para matar a jóvenes caballeros austriacos, y si era posible, robar sus almas. No estaba muy seguro de cuál era el procedimiento empleado para esto último, pero obviamente debía de existir un modo, pues de lo contrario, ¿para qué iba a actuar el diablo a través de Saladino? Sí, era lógico, convino Blondel.

—¡Pero ella es tan hermosa! —Y aquí el caballero demostró al fin cierta coherencia—. Sus ojos son grises, ¿sabes?, del color de esas espadas que compras en Palestina, de ese color. Su melena es oscura pero no tanto como la mía, y creo que tiene algún tinte rojizo; pero lo más maravilloso es su sonrisa. Tiene una especie de hoyuelo, y nada menos que en la barbilla, ¿no te parece extraordinario? A mi sí. Eso fue lo primero que me llamó la atención. Ahora tiene dieciocho años, la edad ideal para casarse. Yo tengo veinte, así que nos parecemos bastante, salvo que yo tengo más experiencia, y así deben ser las cosas. Nunca me ha gustado la idea de que un viejo se case con una muchacha joven.

»Además es muy inteligente, para ser una mujer. Y no habla demasiado, a Dios gracias. Odio a esas mujeres que se pasan el tiempo hablando, y eso es precisamente lo que hacen las de Viena. Estuviste en la corte, ¿no? Bueno, son realmente terribles; casi tan insoportables como se dice que son las francesas, con tu perdón. No creo que las mujeres deban hablar mucho, porque en general no saben demasiado.

Blondel, al oír esta última observación, asintió, sonrió y pensó lo mismo respecto a los jóvenes caballeros.

A veces escuchaba al muchacho, pero más a menudo dejaba que esa voz áspera, aún adolescente, siguiera zumbando: un trasfondo para sus propios pensamientos. Ocasionalmente prestaba atención a una que otra palabra, pero por regla general no; al muchacho le gustaba hablar y con eso le bastaba. Blondel descubrió que él, por su parte, había perdido el hábito de hablar, y además el alemán todavía le resultaba difícil.

Así cabalgaban, uno junto al otro, y los arneses crujían, los estribos chocaban de cuando en cuando y el caballero recitaba interminables historias acerca de si mismo.

La primera noche que pasaron juntos en el bosque encendieron una fogata junto a un arroyo. Poco después de medianoche fueron atacados por hombres-lobo. Los gritos del joven caballero despertaron a Blondel; tres hombres con túnica gris, de piel de lobo, lo mantenían contra el suelo y otros dos se disponían a hacer lo mismo con Blondel. Él se apresuró a incorporarse y antes de que lo apresaran extrajo el pentagrama de plata y se lo mostró. Los dos hombres se detuvieron y miraron fijamente el medallón.

—¿Quién te ha dado esto? —preguntó uno de ellos, un hombre de aspecto aterrador al que le faltaba una oreja.

—Stefan, cerca de Tiernstein —dijo Blondel sin vacilar.

—¿Lo conoces?

—Si. Soy trovador; canté para él.

—A Stefan le gusta la música —dijo uno de los hombres a modo de explicación.

El hombre de una sola oreja parecía irritado.

—Claro, debemos respetar la insignia —dijo—, pero creo que tendríais que darnos un presente; la cuarta parte de lo que lleváis, digamos.

El joven caballero empezó a bramar en el suelo: pelearía con dos de ellos si lo dejaban levantarse; ya les daría una lección… Uno de los hombres lo pateó y el joven dejó de hablar.

—Desde luego —convino Blondel—, pero tendrás que dejarnos circular libremente por tu bosque; no queremos que vengan más de los tuyos en busca de presentes; nosotros también somos gente pobre.

—No seréis molestados —dijo el ladrón, y contó cuidadosamente la cuarta parte del oro del caballero, y luego, con igual escrúpulo, la cuarta parte del de Blondel.

Al fin, ya resuelto este delicado problema, agitó la mano y dijo:

—No seréis molestados por esta noche, y mañana al atardecer estaréis fuera del bosque. —Los hombres desaparecieron con tanta rapidez que, por un momento, Blondel se preguntó (como ya una vez se lo había preguntado) si después de todo no habría realmente criaturas mágicas en el mundo que podían convertirse en lobos a voluntad o desaparecer cuando lo deseaban, evaporarse en el aire.

—Debimos luchar contra ellos. No debiste entregarles el oro sin resistencia. Preferiría morir antes que permitir que esos ladrones me despojen de ese modo. —Se frotó el lugar donde lo habían pateado.

—Me ha parecido que no podíamos hacer otra cosa —dijo Blondel con irritación—. Estaban sentados encima de ti y yo estaba desarmado; además, creo que tenemos suerte de habernos librado de ellos con tanta facilidad.

—Me gustaría volver a encontrarme con ese demonio de una sola oreja. Le enseñaría a… —Durante cerca de una hora el joven caballero explicó lo que haría si volvía a ver al hombre de una sola oreja. Aullaron los lobos. Al cabo de un rato se durmieron.

Blondel fue invitado a permanecer en Wenschloss, el castillo de la dama de su compañero. Sólo recibió esa invitación después de explicar larga y detalladamente cómo había obtenido el medallón de plata de los hombres-lobo.

Wenschloss era un castillo sórdido y pequeño, instalado en un desnudo peñasco color pizarra que daba a un desfiladero donde un río bullía en un angosto cauce de piedra, entre riberas rocosas: un hilo de agua torcido por la roca.

La torre del castillo era de sólida mampostería, pero casi todos los edificios y parte de la muralla exterior eran de madera. Había una aldea al pie del peñasco donde se erguía el castillo; campos cultivados se extendían entre el río y el linde del bosque. Al norte del castillo había un puente de madera, y más allá una carretera que conducía, según le informaron, a Durenstein.

La familia de Wenschloss había asumido, como a veces ocurre, las características de sus propiedades. Eran oscuros como sus bosques, y tenían mandíbulas macizas y cuadradas como las rocas del río; los ojos eran tan grises, claros y fríos como sus aguas. Recibieron a Blondel cortésmente y escucharon de labios del caballero la descripción del ataque de los hombres-lobo. La familia de Wenschloss era gente de pocas palabras y hasta el amigo de Blondel, a punto de sumarse a la parentela, finalmente dejó de hablar. Hicieron preguntas acerca de la situación política en general; al margen de eso, no les interesaba la vida en Viena ni en Lintz.

Cuando terminó la cena en el salón, una estancia sombría y llena de corrientes de aire, con un número de antorchas ridículamente reducido considerando la vastedad de los bosques de Wenschloss, todos permanecieron sentados alrededor del fuego en sillas que parecían tronos, sin pronunciar palabra. Para gran asombro de Blondel no le pidieron que cantara. Sentados, estudiaban el fuego y, ocasionalmente, a los presentes; esa atmósfera afectó incluso al amigo de Blondel, quien callaba y miraba con insistencia a su prometida.

Era una muchacha bonita, demasiado rolliza para el gusto de Blondel, con esa clase de cuerpo que en pocos años sería absolutamente redondo. A los alemanes, sin embargo, les gustaba ese tipo. Era extraño que los gustos variaran tanto de país en país. Todo se limitaba a un hábito, en realidad, una cuestión de costumbres. Parecía una muchacha simpática y obviamente adoraba a su caballero, pues lo miraba con solemnidad y agrandando los ojos, casi como una ardilla fascinada, las manos menudas y regordetas entrelazadas al azar en el regazo. Blondel trató de imaginarlos juntos.

Su padre era un patriarca guerrero; el pelo y la barba como corteza de árbol y la cara como madera torpemente tallada. Casi nunca hablaba.

Permanecieron mirándose durante una hora y luego, finalmente, cuando el fuego se extinguió y el humo impregnó la sala y los hizo lagrimear, la familia de Wenschloss, sin una palabra, se levantó y se retiró. Los criados condujeron a Blondel y al joven caballero a sus aposentos.

BOOK: En busca del rey
9.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Three’s a Crowd by Dianne Blacklock
Fire in the Blood by Robyn Bachar
Moonstone Promise by Karen Wood
ReunionSubmission by JB Brooks
Bulletproof (Healer) by Smyth, April
Duet in Blood by J. P. Bowie
Stalking the Vampire by Mike Resnick
Eden's Mark by D.M. Sears
Shadowheart by Kinsale, Laura