En busca del rey (17 page)

Read En busca del rey Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: En busca del rey
7.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

El ojo de gato brillaba con más intensidad; de eso no cabía duda; la música calló. La voz de la condesa sonaba como la voz de un sueño. Blondel trató de moverse, de apartar la mirada, de esquivar ese ojo reluciente, pero la cabeza no le obedecía y tenía que mirarlo hasta cesar de existir, hasta que del mundo no quedara nada salvo un ojo brillante que lo rodeara.

Finalmente movió la cabeza. Le costó un gran esfuerzo pero al cabo lo logró. La luz giraba en círculos detrás de sus párpados, ojos de gato diminutos y centelleantes, cientos de ellos, todos lo observaban y refulgían.

Entonces abrió los ojos. Estaba en un cuarto grande. En la pared colgaban tapices; vigas labradas sustentaban el techo. Dos antorchas ardían a cada lado de una silla maciza y allí estaba sentada la condesa, sonriente, los ojos pálidos como el hielo de invierno. Y no llevaba la diadema con el ojo de gato.

Blondel trató de moverse, pero descubrió que tenía las manos atadas detrás de la espalda, sujetas a la cama baja donde estaba tendido. Se sentía mareado y exhausto.

—¿Has dormido bien? —preguntó ella.

—¿He dormido? —La voz de Blondel apenas resonó en sus propios oídos.

—Si, has dormido toda la noche y ahora es de día, casi a punto de volver a anochecer.

—Quisiera levantarme.

—Todavía no, todavía no. Debes reposar un poco más. Debes de estar cansado aún.

—Oh… —Esto era demasiado. Cerró los ojos; al menos no tendría que mirar a esa demente. Se preguntó por qué estaba tan cansado. Por supuesto: le habían administrado una droga. Irreflexivamente, empezó a palpar las sogas que lo maniataban. No estaban anudadas con fuerza. Con cuidado, empezó a aflojarlas aún más. En tanto no lo sacaran de esa cama tenía una posibilidad de liberarse. Abrió los ojos otra vez y echó una ojeada a la habitación; sus ropas estaban apiladas en un rincón, junto con la viola. Luego, fatigosamente, cerró los ojos y siguió aflojando las cuerdas.

—Sientes fatiga, ¿no es así? —observó la condesa.

—Sí. —Movió la cabeza para no verla. Cuando la movió sintió un repentino y agudo dolor en la base del cuello—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Qué me ha pasado en el cuello?

Ella respondió con una sonrisa y Blondel comprendió; su corazón casi dejó de latir cuando se dio cuenta de lo que le había hecho: la condesa había sorbido su sangre; lo estaba matando. Se estremeció.

—¿Volv… volverás a… hacerme esto?

Ella asintió.

—En un día o dos. —¿Y moriré?

Ella volvió a asentir.

—En pocas semanas. Pero será tan paulatino que cuando llegue el momento te parecerá que duermes. Quizá vivas tres semanas, pues pareces fuerte.

Él cerró los ojos y siguió aflojando las cuerdas.

—¿Tienes hambre? —preguntó la condesa. Luego, sin esperar respuesta, tocó la campanilla y uno de los sirvientes silenciosos trajo una bandeja de comida; obviamente esto se había repetido muchas veces antes y el hombre ya esperaba la llamada. Alzó la cabeza de Blondel y empezó a introducirle alimentos en la boca. Blondel, hambriento, comió lo que le daban. Ella siguió hablándole sin interrupción.

—Cada vez me veo más necesitada de extraños como tú —dijo—. Mi aldea es vieja y los habitantes están demasiado emparentados entre sí, algo muy insatisfactorio, y por supuesto no puedo dejarlos morir; de modo que por la noche paso del uno al otro, secretamente, y nunca se enteran de mi visita hasta que por la mañana ven mi marca en su piel. Dicen que en la aldea me odian pero no se atreven a rebelarse por temor a la magia: muy sensato, sin duda. En realidad, son muy pocos los que mueren por mi causa. Sólo a los extraños los aprovecho por completo.

Blondel sintió un estremecimiento; hacía frío en el cuarto.

—¿Puedo al menos ponerme la capa? —preguntó. Ella meneó la cabeza.

—¿Para qué? Dentro de unos días no importará si tuviste frío o no.

El sirviente terminó de darle de comer y, ante un gesto de la condesa, desapareció.

Entonces ella se levantó, alta y esbelta, una columna verde como agua de mar solidificada.

—Ahora te dejo. Mis escasas horas de ausencia no te parecerán largas. Este cuarto está fuera del tiempo, y volveré en un instante. —Se marchó de la habitación.

Pero el cuarto no estaba fuera del tiempo y Blondel sabía lo que había pasado y lo que sin duda le pasaría si permanecía allí mucho tiempo. La comida había renovado sus fuerzas; la fatiga se había disipado. Siguió manipulando las cuerdas con los dedos: ya estaban más flojas. Se preguntó si todo cuanto le había dicho la condesa era verdad. ¿De veras era una especie de hechicera, una inmortal? ¿Un vampiro? Ni muerta ni viva. Si no era lo que decía, entonces estaba loca: una asesina sedienta de sangre. El miedo agilizó su mente y fortaleció sus dedos; no iba a morir en ese lugar; no iba a morir de ese modo. Pensó en lo que le gustaría hacerle a la condesa. Imaginó torturas refinadas: el fuego, las tenazas y el potro, torturas de agua con variantes sarracenas; oh, claro que sabría como tratarla. Pero tal vez lo mejor sería estrangularía, asfixiarla. Sí, eso le gustaría más; asfixiarla hasta que el cuerpo se aflojara y le pesara en las manos. Casi deseó que ella regresara en cuanto lograse liberarse. El miedo se había transformado en furor y ahora se sentía fuerte.

Con un gran esfuerzo rompió las cuerdas; los brazos estaban libres. Se levantó y por un momento una nube verde empañó el cuarto; temió desmayarse. Agachó la cabeza hasta que volvió a ver con nitidez. Sentía los efectos de la pérdida de sangre. Luego se frotó las muñecas hasta que las marcas azules de las sogas desaparecieron y se calentó frente al hogar. Su piel le pareció blanca, cadavérica. Se dio un vigoroso masaje, hizo circular la sangre con más celeridad, y luego se apresuró a vestirse. Tanto la viola como el talego estaban intactos. Una vez listo, examinó el cuarto buscando una salida. Estaba la puerta principal, por donde había salido la condesa. Al lado, semioculta por un tapiz, había una más pequeña. Estaba a punto de intentar abrirla cuando vio un cofre en una mesa, junto a la silla de la condesa. Lo abrió y extrajo un puñado de joyas: rubíes y esmeraldas engarzados en piezas de plata y oro. Metió cuanto pudo en la bolsa y, sonriendo para sí mismo, con más audacia de la que jamás habría soñado, abrió la puerta secreta.

Una escalera en penumbra, empinada como un pozo: se paró en el primer escalón y cerró la puerta tras de sí. Permaneció allí un instante hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Luego, en cuanto pudo ver algo, descendió cuidadosa y sigilosamente.

Durante un buen rato bajó de escalón en escalón, sintiendo la piedra tosca e irregular bajo sus pies. No había ventanas ni siquiera troneras en los muros. La luz al fondo de la escalera, un jirón de luz grisácea, creció hasta proyectar su sombra contra el muro. Ahora veía con claridad; llegó a la base de la torre. Había una puerta abierta y a su lado una antorcha. Pudo ver la espalda del centinela a la izquierda de la puerta; enfrente estaba la plaza de la aldea. Ésta era, sin duda, la entrada privada de la condesa. De pronto se la imaginó con vividez, sonriente, los ojos brillantes como el hielo, bajando en silencio las escaleras de la torre hacia una aventura maligna y sangrienta.

Blondel desenvainó la daga. Todo fue muy fácil: la carne desgarrada, un profundo suspiro y un ruido metálico al caer el hombre. Blondel le pasó rápidamente por encima y salió a la plaza. El aire era frío y cortante. Habían salido las estrellas. Corrió por las calles seguido por el eco claro de sus pasos, el único sonido en la noche.

Corrió hasta que el bosque le rodeó, hasta que se sintió protegido por esos árboles inhumanos, y hasta el ruido del viento que siseaba y silbaba entre las ramas le pareció un sonido amigable. Esa noche durmió a salvo en el bosque, y soñó con jardines.

6

Un día de viaje y salió del círculo encantado. De noche ya no soplaba el viento y los bosques palpitaban con los movimientos de pequeños animales. Hacía frío y el invierno se disponía a asestar el último zarpazo helado antes de que los días se alargaran y el hielo se derritiera, antes de que los ríos volvieran a rugir.

Al principio le costó viajar con rapidez; estaba más débil de lo que había sospechado y ahora no tenía caballo y no podría comprar uno hasta llegar a una ciudad, y en el camino de Durenstein no había ciudades, sólo pueblos y no demasiados. Ya no visitaba los castillos, y si por casualidad se veía obligado a pernoctar en uno de ellos preguntaba a los vecinos acerca de sus moradores. No quería repetir esa última experiencia. No veía el momento de abandonar esta tierra boscosa, mágica y callada, de ir de la noche al día, del pálido sol de invierno al esplendor del verano y el occidente.

Ahora sabía, por instinto, que estaba fuera del círculo. Los pueblos por donde pasaba se preocupaban por los problemas de la vida cotidiana. Cada noche examinaba las joyas de la condesa Valeria a la luz del fuego y se reía para sus adentros, observando los destellos de la luz en las piedras: gemas frías y traslúcidas, duras y brillantes como los ojos de los reyes. Se preguntó qué habría hecho la condesa al descubrir que él se había llevado las joyas. ¿Se habría enfurecido? ¿Habría ordenado registrar la aldea? Pensó lo que haría con el oro que obtuviera al venderlas. Compraría tierras en Picardía; tal vez edificara un pequeño castillo. Hizo planes para el futuro, para su vida posterior al rescate del rey. Pasaron los días; recuperó el vigor y volvió a sentirse bien.

En la antigua carretera romana de Durenstein, durante los últimos días de su viaje, conoció a fray Antonio, un monje italiano que se dirigía a un monasterio de Durenstein. Como Antonio era buena compañía, Blondel viajó con él; los dos iban a pie y el tiempo pasaba más rápido conversando. Ya no quería estar solo; por primera vez en su vida temía la soledad. Necesitaba sentir la presencia de otro, una especie de seguridad, aunque fuera escasa o imaginaria.

La primera noche los dos durmieron en una posada; al día siguiente se despertaron temprano, comieron en abundancia, se ciñeron las capas con firmeza y salieron a la carretera.

En este camino había más viajeros de los que Blondel había visto desde Viena. Caballeros con armadura completa seguidos por servidores y escuderos tintineaban por la carretera, galopando como si fueran a llegar tarde a batallas que no podrían ganarse sin ellos. También viajaban monjes, por lo general de dos en dos, con las caras ensombrecidas por las capuchas; calzaban sandalias y los pies parecían fríos, y sin duda lo estaban.

Era una campiña estéril, desolada y severa y, afortunadamente para los viajeros, llana. Los árboles eran delgados y puntiagudos y daban la impresión de que nunca habían tenido hojas, de que jamás volverían a florecer, la savia congelada para siempre bajo la dura corteza. Una pálida bruma flotaba entre las ramas, empañando los perfiles de la distancia.

Fray Antonio, pálido y menudo, se movía con agilidad; tenía los ojos negros y brillantes, ojos de ónice. El rostro era enjuto y la nariz larga y recta. Hablaba francés con fluidez, ya que no con corrección, y a Blondel le gustaba escucharlo. Al hablar gesticulaba apasionadamente con sus dedos largos y amarillos, cubiertos de vello negro y con las uñas rotas.

—En Italia circulan esas historias pero sólo son leyendas, por supuesto. Nunca he conocido a nadie que haya visto a una persona semejante, con excepción de ti, desde luego. Es posible, sin duda, que tu condesa realmente haya vivido durante siglos. Los que hacen tratos con el diablo a menudo reciben recompensas materiales y ella, de eso no me cabe la menor duda, hizo un trato con el diablo. Sabes que éste es uno de los baluartes del diablo, esta zona de Europa. Aquí todavía se practica la magia y me han hablado de transformaciones, de hombres-lobo en los bosques. Por lo que dicen, es un país maligno, pese a que el pueblo es razonablemente devoto. Me han contado que en uno de estos bosques hay una entrada al infierno. Eso podría explicar la insólita abundancia de ángeles de las tinieblas en estos parajes. Me gustaría mucho ver esa entrada, pero supongo que mi alma correría un serio peligro. Extraño, extraño país. Míralo. —Y señaló con la mano hacia los campos llanos, y del color del hierro—. Es como si pesara una maldición sobre él.

—Pero estamos en invierno —dijo razonablemente Blondel—. Dicen que en verano es una tierra muy hermosa.

—Hermosa, quizá, pero siempre siniestra, creo yo. En tiempos de los paganos las brujas se congregaban en las cimas de estas montañas, miles de ellas, a caballo de las águilas; a medianoche celebraban las misas negras y el diablo, como humo y fuego, se manifestaba a sus servidores. —Fray Antonio se estremeció y se persignó al pensarlo.

—¿Seguirán congregándose las brujas?

—Dicen que sí, pero nadie lo sabe con certeza. Estoy seguro de que tu condesa debía saberlo.

—¿Las hay en Italia?

Antonio gesticuló, abrió los dedos amarillos.

—Supongo que sí, en ciertas zonas, pero no he tenido ninguna experiencia con ellas, sólo de oídas. Me dicen que en la misma Roma hay espíritus malignos.

—¿En Roma?

—Oh sí. Entre las ruinas. Sabes que allí tenemos toda clase de ruinas antiguas, casi cubiertas por el polvo, en su mayoría. No habrá paz hasta que no las sepulten, ésa es mi teoría, pero los papas opinan de otro modo y hasta se habla de restaurar algunas. ¡Dios no lo consienta! Claro, algunos templos paganos han sido convertidos en iglesias sin efectos nocivo…, hasta ahora; pero en mi opinión, siglos de maldad no pueden borrarse sino con la tierra y el tiempo o, de ser posible, la consagración.

Blondel lo escuchó hablar de los viejos tiempos anteriores a la Iglesia; se preguntó cómo sería la vida entonces. Los paganos debían de haber sido gentes notables; sus carreteras y murallas, sus templos y acueductos aún eran visibles en toda Europa, aún se utilizaban. Por lo general Blondel no simpatizaba con los sacerdotes. Estos solían adoptar un tono falsamente virtuoso, arrogándose siempre una infalibilidad que le parecía tan irritante como cuestionable. Por otra parte, habían rescatado viejos libros y habían enseñado a la gente a leer, lo cual sin duda era meritorio. Él mismo había aprendido a leer de un sacerdote de Artois, un hombre alto y gentil, de voz profunda y ojos curiosos. Pero eso había sucedido hacía muchos años. Nunca había vuelto a conocer tan a fondo a otro sacerdote.

Ahora caminaba al lado de fray Antonio, escuchando historias de Roma. Los ladrones circulaban abiertamente por las calles de la ciudad. Los cardenales vivían en medio del lujo y el papado generaba múltiples intrigas. Todo sonaba demasiado familiar: ésta era una época de inseguridad, de facciones encontradas, del individuo opuesto a los hombres que ambicionaban estados vastos y centralizados. Desde que Blondel tenía memoria el mundo estaba revuelto; pequeñas guerras entre pequeños estados; reyes que se asesinaban unos a otros. El mundo parecía carecer de orientación, salvo quizá en Roma, y por supuesto que él sabía, aun antes de hablar con fray Antonio, que Roma era como cualquier otro centro político, tan llena de intrigas, tan desorientada como cualquier otro estado, avanzando ciegamente hacia el misterio.

Other books

Lady Isobel's Champion by Carol Townend
Devil May Cry by Sherrilyn Kenyon
Bones and Heart by Katherine Harbour
PsyCop 2.2: Many Happy Returns by Jordan Castillo Price
A Matter for the Jury by Peter Murphy
Long Black Veil by Jeanette Battista
Springtime of the Spirit by Maureen Lang
Lighthouse by Alison Moore