—Pero mi mochila y los libros… —dijo Noah volviéndose hacia la clase y el director, el señor Tushingham, que avanzaba a grandes zancadas hacia ellos con expresión de indignación.
—Seguirán aquí mañana —repuso su madre—. Vamos, rápido, antes de que nos pillen.
Salieron corriendo por las puertas del colegio, agarrados de la mano, y llegaron al aparcamiento perseguidos por el señor Tushingham, al que no le gustaba lo que estaba viendo. Llamó a la madre de Noah a pleno pulmón, haciendo que los pájaros levantaran el vuelo de las ramas de los árboles, asustados. Pero ella fingió no oírlo mientras accionaba el contacto del coche y comenzaba a maniobrar. Y se habrían salido con la suya, pero el señor Tushingham prácticamente se arrojó sobre el parabrisas, de modo que a su madre no le quedó otra opción que detenerse y bajar la ventanilla con un suspiro.
—Señora Barleywater —dijo el director entre jadeos y tratando de recuperar el aliento, pues por lo visto no había hecho ejercicio desde que tenía la edad de Noah—. ¿Qué diantre cree que está haciendo? Estamos en plena jornada escolar. No puede marcharse con el niño así por las buenas.
—Pero ha salido el sol —respondió ella alzando la vista al cielo, donde las nubes habían desaparecido y un manto azul se extendía hasta el infinito—. Es un pecado quedarse encerrado en un día como éste.
—Pero va contra las normas —protestó el señor Tushingham.
—¿Qué normas? —quiso saber la madre de Noah.
—Las normas del colegio. ¡Mis normas!
—Oh, a la porra con ellas —dijo la mujer, despreciando con un ademán todas aquellas tonterías—. ¿Por qué no sube también al asiento de atrás, señor Tushingham? Puede venir con nosotros si quiere. ¿No? ¿Está seguro? Muy bien, pues. ¡Adiós!
Dicho lo cual, metió la marcha atrás, salió del aparcamiento y se alejó calle abajo, con Noah volviéndose en el asiento trasero para mirar al director, que los observaba con los brazos en jarras y una expresión furibunda.
—No parece muy contento —comentó.
—Oh, yo no me preocuparía mucho. Te escribiré una nota para mañana. Además, si quiero pasar un día con mi hijo, lo haré, y ningún director de colegio me lo impedirá. No tenemos un solo minuto que perder, tú y yo.
Noah frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir con eso? —quiso saber.
—¿Con qué? —preguntó su madre mirándolo por el retrovisor.
—Con que no tenemos un minuto que perder.
—Bah, nada en particular —repuso ella—. Sólo que la vida es corta, Noah, y debemos pasar todo el tiempo que podamos con la gente que queremos, eso es todo. Creo que he vivido siempre sin entender que es así, pero ahora… bueno, ahora lo veo de pronto con claridad. El colegio seguirá ahí mañana, de eso no hay que preocuparse. Y lo mismo pasa con la clase doble de mates. Pero hoy tú y yo vamos a divertirnos un poco.
Noah decidió no discutir con ella porque, después de todo, se estaba saltando clases y ni siquiera había tenido que fingir que tenía fiebre, de modo que se quitó la corbata, se abrió un poco la camisa y miró por la ventanilla.
—¿Adónde vamos? —preguntó al advertir que transitaban por una carretera desconocida para él.
—Hoy hay una feria en la ciudad. Lo he leído en el periódico esta mañana y he pensado que debíamos ir. Estará muy tranquilo, puesto que todos los chicos están en el colegio.
—¡Genial! —exclamó Noah.
Aparcaron en la estación y tomaron el tren a la ciudad, y la madre de Noah ni siquiera se encaró con el tipo sentado enfrente que no paraba de hablar por el móvil, ni con la mujer del asiento contiguo que hacía ruiditos asquerosos con el chicle, simplemente porque decía que a veces era más fácil vivir y dejar vivir. Prefirió charlar con su hijo y jugar con él a las adivinanzas, como si ella también tuviese ocho años.
Cuando llegaron a la feria, sin embargo, sólo subió a una de las atracciones y dejó que Noah fuera solo a las demás.
—Pero las montañas rusas no son divertidas si vas solo —insistió él—. Por favor, mamá. Tenemos que subir juntos.
—No puedo —contestó ella. No se la veía tan enérgica como cuando se habían marchado del colegio esa mañana. Parecía muy cansada y tenía aspecto de que algo le había sentado mal—. No me encuentro muy bien, Noah. Pero estamos aquí para divertirnos y no quiero estropeártelo. Anda… puedes divertirte por los dos.
—Podemos sentarnos un ratito, si quieres —sugirió el niño señalando un banco vacío—. Y luego nos subimos a algo juntos. Quizá te siente bien descansar un poco.
—Es mejor que subas tú solo a la montaña rusa —insistió ella—. Te miraré desde aquí, te lo prometo. Te saludaré con la mano. Después intentaré subir otra vez contigo si me siento capaz.
Noah no quedó muy satisfecho con aquello, pero no quería perderse una vuelta en la Montaña del Espacio, de forma que, cuando se detuvo para que subieran los pasajeros, se montó en la primera vagoneta, confiando en no quedarse solo y deslizarse en el asiento cuando la montaña rusa describiera un rizo. Una niña de su edad se sentó a su lado, ocupada en acabarse un algodón de azúcar. El empleado ajustó la barra de seguridad.
—Hola —dijo el niño tratando de mostrarse simpático—. Me llamo Noah Barleywater.
—Lo siento —contestó la niña con una sonrisa forzada—, pero no debo hablar con extraños.
Y eso fue todo, hasta que empezaron a rizar un rizo tras otro, punto en el cual la niña le agarró la mano y le chilló tan fuerte en la oreja que Noah pensó que iba a perforarle el tímpano.
La montaña rusa había ido demasiado rápido para comprobar si su madre lo miraba desde abajo, y cuando salió después de tres vueltas seguidas se tambaleaba un poco, como le pasaba a su tío Teddy cada Navidad cuando se marchaba a su casa. Miró en todas direcciones, frunció el entrecejo y se mordió el labio, preguntándose adónde habría ido su madre. No era propio de ella no estar donde había dicho que estaría, y no era buena idea ir en su busca por si ella aparecía entretanto y se preocupaba aún más. Tal vez nunca volvieran a encontrarse.
Se sentó en el banco en que la había dejado, con expresión de tristeza y desamparo, y justo entonces vio a una mujer con uniforme blanco dirigirse presurosa hacia él, con cara de preocupación. A Noah no le gustó su aspecto, y se volvió confiando en que pasara de largo, pero la mujer se detuvo ante él y se inclinó, como el niño sabía que haría.
—¿Eres Noah Barleywater?
—No —contestó él.
—¿Estás seguro? —insistió ella, frunciendo el entrecejo—. Pareces el niño que me han mandado recoger. Me han dado una descripción.
Noah se limitó a mirar al suelo, tratando de no pensar. Confiando en que el suelo se lo tragara.
—¿Seguro que no eres Noah? —preguntó la mujer con tono más dulce.
—Sí, soy yo —contestó con un leve gesto de la cabeza.
—Oh, qué bien —repuso ella esbozando una sonrisa de alivio—. Me ha parecido que podías ser tú. ¿Quieres venir conmigo?
—No puedo. Estoy esperando a mi madre.
—Ya lo sé. Ha tenido una leve indisposición, nada preocupante. Está esperándote en la enfermería. Me ha pedido que viniera a buscarte.
Noah permaneció en silencio unos instantes, seguro de que el mundo entero conspiraba en un secreto del que él no formaba parte, pero accedió a ir con ella. La payasa de la feria trató de agarrarle la mano al pasar, pero él le dejó claro que no estaba para tonterías y hundió las manos en los bolsillos. De vez en cuando, se volvía para comprobar que su madre no había reaparecido en el banco, pero cuando entró en la tienda que funcionaba de enfermería un minuto después, la encontró tendida en una camilla con un médico a su lado.
—Noah —dijo ella intentando incorporarse y sonreír, pero sin lograr ninguna de las dos cosas.
Tenía el semblante muy pálido, casi gris, y en la enfermería había un olor repulsivo. Le recordó a aquella vez que Charlie Charlton se había quedado a dormir y tomó demasiado chocolate y refrescos con gas y vomitó en el suelo durante la noche.
—Perdona todo esto —añadió su madre con voz débil—, pero de verdad que no hay de qué preocuparse. Sólo he tenido una pequeña indisposición, nada más. Debe de haber sido por el algodón de azúcar.
—Pero si no has comido algodón de azúcar —repuso Noah mirándola fijamente y manteniendo cierta distancia entre ambos.
Esa tarde no tomaron el tren de vuelta, y fue una lástima porque a Noah le gustaban los trenes. Se quedaron en la enfermería tres horas más, hasta que el padre de Noah llegó con el coche y los llevó a casa.
Estuvieron muy callados durante el trayecto, sobre todo Noah.
—Entonces, si no había comido algodón de azúcar —dijo el viejo dejando sobre la mesa la marioneta a medio tallar, para recoger los platos de postre vacíos y llevarlos despacio hasta el fregadero, donde abrió los grifos, arrojó un par de estropajos y les dejó hacer su trabajo—, ¿por qué se encontraba mal?
Noah clavó la mirada en la mesa y pasó el dedo por una marca que habría dejado, supuso, un roce de formón. No dijo nada, no levantó la vista, y confió en que el hombre no le hiciera más preguntas de esa clase.
—¿No quieres contestar? —inquirió el anciano en voz baja.
Noah lo miró y tragó saliva, y luego negó con la cabeza.
—No quiero ser grosero —respondió por fin, con tono más enérgico de lo que pretendía—, pero, ahora que me he escapado de casa, creo que es mejor que no piense en mis padres ni que hable de ellos.
—Vaya cosa rara acabas de decir —repuso el viejo, volviéndose para mirarlo con cara de sorpresa—. Primero tu madre te defiende de un guardia de seguridad que te acusa sin razón, luego convierte una piscina en una playa, y después te saca del colegio para llevarte a una feria, ¿y no quieres hablar de ella? Si yo hubiera tenido una madre así… —Se interrumpió, para luego añadir con tristeza—: Bueno, yo nunca tuve madre, sólo tenía a papá. Pero sigo sin comprender por qué no quieres estar con ella.
Noah pensó largo rato en aquellas palabras antes de responder.
—No es que no quiera estar con ella —empezó, sintiéndose frustrado—. ¡Oh, qué difícil es de explicar! Verá, lo que pasa es que ella me hizo una promesa. Y me parece que va a romperla. Y no quiero estar allí cuando eso ocurra.
—¿Crees que va a romperla?
—Sí.
—¿Y qué promesa es ésa?
Noah negó con la cabeza, dejando claro que no quería decirlo.
—Bueno, pues lo lamento —dijo el anciano con un suspiro—. Aunque supongo que a veces todos hacemos promesas que luego no podemos cumplir.
—Apuesto a que usted nunca las ha hecho.
—Si piensas eso te equivocas de medio a medio. Deberías haber oído las promesas que hice de niño. ¿Sabes una cosa? Todo lo que mi padre hizo en su vida fue por mi bienestar, pero yo lo defraudaba una y otra vez, largándome en busca de aventuras y metiéndome en toda clase de líos. Y hablando de promesas… bueno, he tenido que vivir con una promesa incumplida toda mi vida… Y ahora, ¿te apetece un poco de té? ¿Una taza de café, quizá?
—Yo no tomo té ni café —respondió Noah con una cara que sugería que acababa de comerse un kilo de manzanas podridas—. Pero tomaré un vaso de leche, si tiene.
El viejo abrió la nevera y se zambulló en ella, para emerger por fin con una jarra de leche de cristal esmerilado, con la que sirvió un vaso alto para Noah y luego la dejó en la mesa ante él. Volvió a tomar la madera y el formón y reanudó su talla.
Noah bebió un sorbo del vaso y después hurgó de nuevo en el cofre para escoger otra marioneta. La que sacó le hizo sonreír. Tenía un cuerpo muy flaco y la cabeza muy cuadrada; parecía haber tenido por modelo a un hombre compuesto por figuras geométricas en lugar de brazos, piernas y torso.
—Ah, el señor Quaker —dijo el viejo, y rió un poco—. Me sorprende que mi padre hiciera una marioneta suya. Porque si el señor Wickle fue el hombre que despertó mi interés por correr, el señor Quaker fue quien me hizo comprender de cuántas formas distintas podía utilizar mi talento. Hablas de promesas, Noah, y fue por culpa del señor Quaker que rompí una que le había hecho a mi padre.
Poco después de mi visita a los reyes, una tarde, al volver a casa del colegio, me encontré con un espectáculo de lo más insólito: había un cliente en la juguetería hablando con mi padre. No recordaba la última vez que había ocurrido eso, pues el burro y el perro salchicha solían ser los únicos visitantes, y no fue hasta que la campanilla de la puerta advirtió que yo estaba ahí de pie y tintineó sin mucho entusiasmo cuando el hombre se volvió y batió palmas, encantado.
—Y éste debe de ser su hijo —dijo con una extraña voz.
—Así es —repuso papá en voz baja.
—No es tan alto como esperaba.
—Bueno, todavía es pequeño. Aún no ha acabado de crecer. De hecho, apenas ha empezado.
—Hum, supongo que así es —dijo el hombre, y se acercó para estrecharme la mano con brusquedad—. Deja que me presente, chico. Me llamo Quaker. Bartholomew Quaker. Quizá hayas oído hablar de mí.
—Pues no, señor.
—Oh, caramba. —Quaker frunció tanto el entrecejo que casi se quedó sin frente—. Vaya desilusión. Sin duda, un golpe considerable para mi orgullo. Pero no importa. Soy el seleccionador oficial del pueblo para los Juegos Olímpicos de este año. Imagino que de ellos sí habrás oído hablar, ¿eh? —Se volvió hacia papá riendo, como si hubiera contado un chiste desternillante.
—No, señor —dije, encogiéndome de hombros.
—¿Que no has oído hablar de los Juegos Olímpicos? —preguntó Quaker con asombro, inclinándose y quitándose las gafas para verme mejor—. ¡Bromeas!
—Llevamos una vida muy tranquila aquí en la juguetería —expliqué—. Me temo que no me entero mucho de los sucesos del mundo exterior. Aunque hace poco visité a los reyes y…
—Pero, muchacho —me interrumpió Quaker—, las Olimpiadas constituyen el mayor espectáculo que el mundo ha conocido nunca. Existen para fomentar el sentimiento de fraternidad entre naciones y para celebrar los éxitos deportivos más extraordinarios. Hay atletas que se pasan la vida entrenando para los Juegos, y ganar una medalla supone la cima de sus carreras.
—Bueno, parece muy divertido —contesté, y corrí un poco sin moverme del sitio para que la sangre circulara mejor—. Supongo que quiere que participe, ¿no?
—¡Exacto, muchacho! —exclamó Quaker asintiendo con la cabeza—. La noticia de tus éxitos como corredor ha llegado muy lejos. Y me avergüenza decir que el pueblo no ha ganado una sola medalla desde los tiempos del gran Dmitri Capaldi. Confiamos en que serás capaz de hacer que eso cambie. Semejantes expectativas suponen un gran peso sobre los hombros de alguien tan joven, pero, por lo que he oído, los tuyos son suficientemente fuertes para soportarlo. ¿Qué me dices? No nos defraudarás, ¿verdad?