—Claro.
—¿No se lo dirá a nadie?
—A nadie en absoluto.
Noah abrió más los ojos. ¿Qué era eso? ¿Era posible? La nariz del viejo estaba… ¿creciendo?
—¡A una persona! ¡Sólo a una persona! —se apresuró a exclamar el hombre, apretándose la punta de la nariz con la palma de la mano, avergonzado—. A lo mejor se lo digo a una persona, pero sólo a una.
Ante esas palabras, la nariz pareció retraerse hasta su posición normal, y Noah parpadeó varias veces, no muy seguro de haber visto lo que creía haber visto, o de si se trataba de alguna clase de ilusión.
—Tengo un amigo —explicó el viejo con una leve sonrisa—, un cerdo bastante mayor que vive en una granja cerca de aquí y al que visito con regularidad, y compartimos nuestros secretos. ¿Te importaría si se lo contara? Es muy discreto.
Noah lo pensó un momento y luego asintió con la cabeza.
—Está bien. Pero sólo al cerdo.
—Sólo al cerdo —confirmó el hombre.
—Muy bien. Es sólo que pienso que a lo mejor me he equivocado al escaparme de casa. Me parece que no pensé en realidad en lo que podría significar. —Suspiró y miró alrededor. De pronto sacudió la cabeza como si quisiera librarse de aquellos pensamientos, y volvió a fijar la vista en las marionetas—. Creo que debería irme a casa. ¿Puedo quedarme una? Para llevármela, me refiero.
El viejo reflexionó un buen rato sobre aquel pedido, pero finalmente negó con la cabeza.
—Me parece que no. Lo siento, pero forman parte de la familia. Son parte de la vida que he tenido.
—Entonces podría tallarme una, ¿no?
—Lo siento —repuso el hombre—. Es curioso, pero siempre que tengo un trozo de madera delante y me dispongo a crear una marioneta, nunca me sale lo que pretendo tallar. Empiezo con una idea en la cabeza, pero entonces surge de la madera algo completamente distinto. Mira esto, por ejemplo —añadió sosteniendo en alto la pieza de madera, que se había transformado en un babuino—. No trataba de hacer un babuino.
—¿Qué intentaba hacer, pues?
El viejo apartó la vista unos instantes y se encogió de hombros; ya era hora de revelar la verdad.
—Bueno, quería hacerme a mí mismo, por supuesto —contestó con una sonrisa.
La verdad es que durante muchos años evité hacer marionetas. En su lugar tallaba trenes, barcos, bloques de letras, cubiletes para lápices y cualquier cosa que pudiera hacerse con madera y clavos. Seguía las técnicas tradicionales que había aprendido de mi padre, y en algunos casos hasta lograba mejorarlas.
Y aunque ya no viajara por el mundo ni corriera grandes aventuras, continué con mi rutina habitual después de su muerte. Salía a correr mañana y tarde, aunque solía hacer sólo unos miles de circuitos por el pueblo porque sabía que, si iba más allá, acabaría en algún palacio o festival, en lo alto de las pirámides egipcias o en el fondo del cañón del Colorado. Tenía un negocio del que ocuparme, y eso debía ser prioritario para mí.
Pero entonces ocurrió algo muy extraño. Un día, cuando estaba a punto de emprender mi carrera de la tarde, me noté un poco cansado. Me había agachado para atarme los cordones, y al incorporarme dejé escapar un inesperado suspiro de agotamiento y me llevé la mano a los riñones, que me dolían mucho. Y aunque esa tarde salí, volví jadeando más de lo habitual y ni siquiera cené antes de derrumbarme en la cama. No pensé mucho en ello hasta unos meses después, cuando me encontré gimiendo todas las mañanas al sonar la alarma de Alexander, con ganas de volver a hacerme un ovillo bajo las sábanas y no correr ni un par de metros.
A medida que fueron pasando los años comprendí que tendría que reducir las horas de ejercicio. Mi cuerpo se había vuelto menos ágil y las piernas tardaban más en responder. No era tan veloz como antaño. Las pequeñas venas azules marcadas en mis manos se estaban volviendo más pronunciadas. En una ocasión hasta pillé un resfriado.
Y entonces, un día, mientras arreglaba el escaparate de la juguetería, vi a mi padre allí, a sólo tres metros de distancia, con el mismo aspecto que tenía el día que partí hacia mis triunfales Juegos Olímpicos, tantos años atrás.
—¡Papá! —exclamé, encantado de volver a verlo y olvidando por un instante que había muerto muchos años antes.
Corrí hacia él con los brazos extendidos, y papá echó a correr hacia mí, con los brazos extendidos a su vez.
Chocamos, y los dos caímos de espaldas.
Entonces alcé la vista y comprobé que no era mi padre; lo que había visto era mi propio reflejo en el espejo de cuerpo entero que llevaba un montón de años en un rincón de la tienda.
«Ahora soy un viejo», me dije.
En ese momento comprendí que, muchos años antes, había tomado la decisión equivocada cuando me concedieron el deseo de convertirme en un niño de carne y hueso. Más me habría valido seguir siendo una marioneta.
Cuando esa idea se asentó en mi cabeza, una curiosa sensación me cosquilleó en brazos y manos, un ansia que sólo podía satisfacer aferrando un martillo y un formón y sentándome a trabajar. Bajé al sótano, donde siempre tengo grandes reservas de madera, y para mi sorpresa, por primera vez en mi vida, descubrí que no quedaba ninguna. Solía adquirir el material necesario para mis juguetes en un almacén de madera de la zona, pero era casi medianoche y estaría cerrado hasta la mañana. Pero debía tallar una marioneta; no tenía elección. No sería capaz de dormir si no lo hacía. No sería capaz de respirar.
Salí de la juguetería y miré en todas direcciones, dejando que el aire nocturno me llenara los pulmones, y por unos instantes me pregunté si alguien me descubriría si saltaba la valla del almacén de madera y robaba lo que necesitaba. Bueno, no sería robar exactamente, pues al día siguiente pagaría lo que me hubiese llevado, pero, en cuanto se me ocurrió semejante idea, comprendí que no podía hacer algo así. Mis piernas ya no eran las de antaño. No podía saltar ninguna valla, ni siquiera trepar por ella. (Incluso de joven sólo había conseguido la plata en los 400 metros vallas, así que ahora, de viejo, era impensable). Todo el asunto parecía un disparate.
Frustrado, centré mi atención en el árbol que se alzaba a mi lado y me fijé en una gruesa rama. ¿Podía ser tan sencillo? Casi parecía que la rama estuviese llamándome. «¡Agárrame! —decía—. ¡Vamos, arráncame!»
Y eso hice.
Aferré la rama y, sorprendiéndome de mi propia fuerza, la arranqué del tronco y me quedé plantado en el camino mirando fijamente aquel sólido pedazo de madera. Volví a la tienda, cerré con llave, bajé al sótano y puse manos a la obra.
Sabía exactamente qué marioneta quería hacer. Veía con claridad las piernas rectas y estilizadas, articuladas en las rodillas: el segundo par de piernas que papá había creado para mí después de que fuera tan insensato como para permitir que las primeras se me quemaran mientras dormía. Era fácil recordar el cuerpo liso y cilíndrico, así como los brazos flacos y las sencillas manos en sus extremos; la cara alegre, impaciente; la reveladora nariz que crecía siempre que decía una mentira. Todo se encontraba ahí, bien a salvo en mis recuerdos. Estaba seguro de poder hacerlo; después de todo, era un maestro artesano y nunca había fracasado en el intento de producir la talla que fuera.
«Si lo hago bien… —me dije mientras tallaba y cincelaba—. Si consigo que quede perfecto, entonces quizá… sólo quizá…»
Y durante mucho rato creí que iba a funcionar. Las piernas parecían las que debían ser; el cuerpo parecía el que debía ser; la cara parecía la que debía ser. Pero cuando acabé aquella primera marioneta y me alejé un poco para estudiarla, quedé perplejo ante lo que vi: se había transformado misteriosamente en un zorro, un zorro que conocía bien, el mismo que, muchos años antes, me había convencido de que si enterraba mis cinco monedas de oro en el campo de los milagros, luego las regaba y después me iba durante unas horas, al regresar las encontraría convertidas en cinco mil monedas de oro. El zorro que me había robado abusando de mi ingenuidad.
«Vaya, ¿cómo ha ocurrido algo así?», me pregunté, sorprendido, y decidí que la noche siguiente me concentraría más en mi tarea y conseguiría tallar la marioneta perfecta.
A partir de ese día, noche tras noche, me empeñé en tratar de hacer una versión en madera de mi antiguo yo, pero, cada vez que acababa y observaba el resultado, la marioneta era completamente distinta. La marioneta de un jefe de estación, quizá. O de una viuda doliente. Una mujer sentada a un escritorio componiendo un soneto a un amante perdido en el mar. Una pluma flotando en la brisa. Un piano que necesitaba afinación. La estatua de Zeus en Olimpia. Charles Lindbergh levantando el vuelo en el
Spirit of Saint Loui
s. No importaba cómo empezara la marioneta o con cuánta intensidad trabajara en ella, siempre resultaba algo muy distinto y completamente inesperado.
Todas las noches arrancaba otra rama del árbol y volvía a empezar. Y unos días después, la rama había crecido de nuevo.
Hace años que sucede lo mismo. He decorado la tienda con las marionetas que mis manos han tallado del árbol de mi padre, y durante todo este tiempo he envejecido más y más, hasta que ahora comprendo que mi objetivo era imposible.
Tomé una decisión: me convertí en un niño de carne y hueso. Nunca podré volver a ser una marioneta.
Y, como señaló el doctor Wings, un niño de carne y hueso se convierte en un hombre de carne y hueso, y un hombre de carne y hueso se convierte en un anciano de carne y hueso, y después…
—Ya sé qué viene después —intervino Noah, apartando la mirada y notando que el corazón le latía más rápido.
—Sí, supongo que lo sabes —repuso el anciano, sentándose y sonriéndole, y sus dulces ojos hicieron que el niño se sintiera querido y a salvo—. ¿No crees que ya es hora de que te vayas a casa, de estar con tu madre mientras todavía puedas hacerlo?
Noah se levantó. Se sentía cansado y confuso. Había sido un día lleno de sorpresas y aventuras, toda clase de gente e incidentes inesperados, y la verdad era que nada deseaba más que contarle a alguien todas las cosas que le habían ocurrido. A alguien a quien quisiera.
—Ojalá pudiese tener una juguetería —comentó al cabo de unos minutos, alzando la vista con expresión emocionada—. Creo que ha de ser maravilloso trabajar en un sitio como éste.
—Pensaba que querías ser astrónomo.
—Sólo es una de las profesiones que estoy considerando. A lo mejor no es la adecuada para mí. Lo cierto es que me gustan mucho los juguetes. Y la carpintería se me da bien. Así que quizá algún día pueda tener un trabajo como el suyo, ¿no cree?
—Tal vez —admitió el viejo, volviéndose para echarle un vistazo a Alexander el reloj—. Caramba, se está haciendo tarde. Dentro de poco será hora de cenar.
—Pero si acabamos de comer… —repuso Noah, convencido de que en ese momento no podía comer ni un bocado más, o explotaría.
—Y el sol ya se está poniendo —añadió el viejo mirando el cielo por la ventana, que estaba de un azul oscuro con nubes negras en el horizonte—. Supongo que tendré que salir pronto a hacer ejercicio.
—Entonces, ¿todavía corre? —preguntó Noah, pues mirando al anciano costaba imaginar que pudiese correr; para empezar estaba un poco encorvado, e incluso al subir y al bajar la escalera había ido muy despacio.
—Claro que no —contestó—. Ahora ya no podría. Pero me gusta salir de paseo cada anochecer. Sólo por los alrededores del pueblo, nada más. Para que entre un poco de aire fresco en mis pulmones y la sangre siga circulando. Quizá te apetezca acompañarme esta noche.
Noah consultó el reloj. Había decidido marcharse de casa y buscar un pueblo que le gustara, pero, ahora que había encontrado uno, no sabía qué hacer.
—De acuerdo —contestó, tomando la chaqueta del perchero, que se le acercó en el momento preciso—. Supongo que también me vendrá bien un paseo después de este atracón de comida, pero luego me pondré en marcha.
—Por supuesto —repuso el viejo, tomando a su vez el abrigo y la bufanda—. Gracias, William —le dijo al perchero, que inclinó la cabeza en que reposaban los sombreros y volvió al rincón de la juguetería—. Un niño que se ha ido de casa debe estar siempre en movimiento. Nunca puede detenerse en ningún sitio, o lo encontrarán. Vaya, si hasta corre el riesgo de hacer amigos si se queda demasiado tiempo en el mismo sitio.
—Estoy seguro de que podría detenerme en algún sitio —respondió Noah—. Con el tiempo dejarán de buscarme.
—Oh, inocente muchacho —repuso el anciano, y rió un poco—. Si piensas eso, es que no conoces a tus padres. Nunca dejarán de buscarte. Siempre querrán tenerte de vuelta. Bueno, ¿seguro que no te dejas nada?
Noah miró alrededor y asintió con la cabeza. En realidad no quería irse, pero sabía que no podía quedarse allí solo. La juguetería era un sitio extraño y desconcertante, aunque se sentía a salvo en su interior.
—Bien —dijo el viejo—. Entonces, vámonos.
Salieron al aire del anochecer, que era un poco fresco. La calle estaba tranquila y no había rastro del salchicha servicial, el burro hambriento ni la multitud congregada antes ahí fuera.
—¿No cierra la puerta con llave para que no entre nadie? —preguntó Noah.
—La forma más sencilla de impedir que entre alguien es no cerrar la puerta con llave —explicó el viejo—. Es lo más obvio del mundo, pero a nadie se le ocurre. Ven, vayamos por aquí.
Pasaron ante el árbol de su padre, y Noah lo observó una vez más. Parecía un árbol perfectamente normal, aunque la madera tenía un aspecto más brillante y lustroso que la de los árboles del bosque frente a su casa.
—Ojalá pudiese tallar algo con la madera de ese árbol —comentó Noah.
—Oh, me temo que no es posible —repuso el viejo—. Ese árbol es propiedad exclusiva de la juguetería. Además, no puedes tallar juguetes o marionetas hasta haber practicado muchos años y llegado a conocer tu oficio. Hay que trabajar muy duro para eso, y hay que disponer de un buen montón de madera.
—¡Fantástico! —exclamó Noah esbozando una sonrisa—. Porque resulta que mi padre es leñador y nuestra casa está situada junto a un bosque, de manera que tendría toda la madera necesaria. Si quisiera probar, quiero decir.
—También necesitas buenas herramientas —continuó el viejo—. Un formón resistente, un buen cepillo de carpintero, unas cuantas gubias afiladas. Y pinturas, por supuesto; pinturas de buena calidad.