—¡El tío Teddy! —exclamó Noah.
—¿El tío qué?
—¡El tío Teddy! Es dueño de una tienda de pinturas. Tiene más de tres mil variedades de pintura. «Si no la tenemos, no existe, colega», ése es su lema.
—Además —añadió el viejo tras considerar la cuestión unos instantes—, para llevar un negocio hay que ser bueno en cálculo; si no, nunca te cuadran las cuentas.
—No soy muy bueno en cálculo, aunque empezaba a mejorar. En el colegio, quiero decir. Mi profesor decía que empezaba a pillarle el truco, al menos a las fracciones y los decimales; me temo que nunca he entendido del todo la trigonometría.
—Descuida, la trigonometría tiene la misma utilidad para un niño que una bicicleta para un pez. De modo que yo en tu lugar no me preocuparía demasiado. Pero sí es importante que redactes bien, para escribirles cartas a tus proveedores.
La cabeza de Noah bullía de ideas. Miró al suelo y se palmeó las rodillas mientras consideraba sus opciones.
—Me pregunto… —empezó—. Si volviera a casa… bueno, si volviera a casa sólo una temporada… quiero decir, hasta que tuviera un par de años más. Hasta que hubiese mejorado en cálculo, por ejemplo.
—Y en tu escritura —añadió el viejo.
—Y en mi escritura —admitió Noah—. Entonces quizá podría convertirme en un artesano tan habilidoso como usted. ¡Y algún día abriría mi propia juguetería!
—Es posible —repuso el viejo, deteniéndose en un cruce y respirando con dificultad—. Cosas más raras han pasado. En cierta ocasión, por ejemplo, vi a una oruga discutir con una ballena, y ganar la disputa. ¿Te importa si nos detenemos aquí un momento? Estoy un poco cansado.
—Claro —repuso Noah, y señaló un banco a sólo unos pasos—. ¿Nos sentamos ahí?
El anciano asintió con la cabeza y se dirigieron al banco.
—Así está mejor —dijo con un suspiro—. Hacerse viejo es algo terrible. La mera idea de que yo, el más grande corredor de la historia, sea incapaz de caminar hasta el extremo de mi propio pueblo sin tener que hacer un alto es… bueno, algo que jamás habría imaginado que pudiera sucederme.
Noah se volvió para mirarlo y titubeó, pues quería plantear adecuadamente su pregunta.
—¿Piensa que…?
—A veces, hijo mío. Cuando no puedo evitarlo.
—No —dijo Noah—. Me refiero a si piensa que podría quedarme aquí con usted.
—¿Dónde, aquí? —inquirió el hombre mirando alrededor—. ¿En un banco de un cruce? No me parece un plan muy sensato.
—Aquí no. Me refiero a la juguetería. Me instalaría con usted y así podría enseñarme. Yo podría aprenderlo todo sobre carpintería y talla de madera, y mantener la tienda abierta si le apetecieran unas vacaciones.
—No tengo planes de tomarme más vacaciones —repuso el viejo sonriendo, y le dio unas palmaditas en la mano—. Mis tiempos de viajero han quedado atrás, me temo.
—Bueno, pues podría llevar la tienda por las noches. Cuando usted duerma. Así estaría abierta las veinticuatro horas.
—Pero no creo que tuviésemos clientela para permitírnoslo —repuso el viejo frunciendo el entrecejo—. No, me parece que no, muchacho. No creo que sea una idea muy sensata.
—Entonces quizá podría ser simplemente su aprendiz. Podría enseñarme todo lo que sabe. Yo podría serle de gran ayuda y…
—Noah —lo interrumpió el anciano con voz dulce y sonriéndole—, olvidas que ya tienes un hogar.
—¿Lo tengo? —preguntó el niño.
—Por supuesto que sí.
—No estoy seguro de que vaya a seguir pareciéndome mi hogar. —Noah entornó los ojos para mirar hacia la carretera, que llevaba al segundo pueblo describiendo tortuosas curvas, y al primero, y más allá hasta el bosque y su propia casa, donde su madre yacía en la cama.
—Quizá te parezca distinto —explicó el anciano—, pero eso no significa que no debas regresar. Yo dejé solo a mi pobre padre durante mucho tiempo, y cuando volví… bueno, ya era demasiado tarde para nosotros. Quería ver mundo y sólo me interesaba mi propia satisfacción. ¿Tú quieres ver mundo?
—¡Sí! —exclamó Noah, y añadió en voz más baja—: Bueno, algún día, al menos.
—Y si lo haces, ¿no te parece que llegará un momento en que tendrás tantos remordimientos como yo?
Noah asintió. Lo cierto era que empezaba a añorar su casa y su propia cama. Y aunque aún no sabía cómo iba a acabar la historia de su madre, ella seguía allí, no se había ido a ningún sitio todavía, y había tenido razón en querer pasar con él todo el tiempo posible mientras aún pudiese. Ya era hora de que él hiciera lo mismo. No sabía de cuánto tiempo juntos disponían todavía, pero, aunque sólo fuera un par de días, podía bastarle con eso para reunir toda una vida de recuerdos.
Noah dio golpecitos en el suelo con el pie izquierdo, abrió la boca, la cerró, titubeó y por fin tomó una decisión.
—He decidido irme a casa —anunció, y se puso en pie.
—Muy sensato por tu parte.
—Pero ¿cree que…? —Noah miró esperanzado a su nuevo amigo—. ¿Cree que podría volver en alguna ocasión? ¿De visita, nada más? ¿Y observar cómo trabaja? Podría aprender mucho de usted.
—Por supuesto. Pero tendrás que perdonarme si me paso la mayor parte del tiempo tallando viejos pedazos de madera. Por lo visto, no puedo evitarlo.
Noah sonrió y se volvió para mirar en la dirección de la que había venido. Ya había oscurecido, pero de algún modo no sentía miedo. Sabía que no sufriría ningún daño.
—¿Le gustaría que lo acompañara de vuelta a la juguetería? —preguntó—. Puedo hacerlo, si quiere.
—No, no, muchacho —contestó el anciano—. Es muy amable por tu parte, pero me quedaré aquí un rato más para disfrutar del aire nocturno. Mi amigo el burro pasa por aquí casi cada anochecer en torno a esta hora. Supongo que no tardará; podremos charlar un poco antes de que me vaya a casa.
—Muy bien, entonces —dijo Noah y le estrechó la mano—. Gracias por lo de hoy. Por el almuerzo, quiero decir. Y por haberme enseñado su juguetería.
—De nada.
—Bueno, será mejor que me vaya —añadió el niño, y se volvió en redondo.
Salió disparado calle abajo, en la oscuridad, y, corriendo deprisa, se desvaneció en la noche.
Noah Barleywater llegó a su casa ya entrada la noche, después de la puesta de sol, cuando los perros ya dormían, después de que el resto del mundo se hubiese ido a la cama.
Corrió por el sendero de entrada, sin oír otra cosa que el chirriar de los grillos y el ulular de los búhos, y alzó la vista hacia la única luz encendida, en la habitación del piso de arriba, donde dormían sus padres. Se detuvo unos instantes y contempló la ventana, tragando saliva, nervioso, y se preguntó hasta qué punto se vería en problemas por haberse escapado, aunque en realidad no importaba; lo único importante era que no hubiese llegado demasiado tarde. Temiendo entrar en la casa por si había ocurrido lo peor, podría haberse pasado horas allí parado, en la fría noche, pero la puerta de entrada se abrió y apareció su padre, que descubrió a su hijo solo en la oscuridad.
—Noah —lo llamó.
El niño se mordió el labio, sin saber qué decir.
—Lo siento —susurró por fin—. No sabía qué hacer. Tenía miedo. Por eso me escapé.
—Estaba preocupado por ti —repuso el padre, y no pareció enfadado, sino más bien aliviado—. Iba a salir en tu busca, pero de algún modo sabía que estabas a salvo.
—No llego demasiado tarde, ¿verdad? —La respuesta a esa pregunta era lo que más temía—. ¿Todavía estoy a tiempo de…?
—No llegas tarde —contestó su padre con una leve sonrisa—. Mamá aún está con nosotros.
Noah suspiró aliviado y entró en la casa, pero, al hacerlo, su padre le apoyó las manos en los hombros y lo miró a los ojos.
—Noah, ya no falta mucho. Lo comprendes, ¿verdad? Ya no le queda mucho tiempo.
—Lo sé —repuso el niño, asintiendo con la cabeza.
—Entonces, subamos —dijo el padre, y le rodeó los hombros con el brazo—. Querrá vernos. No tardará el momento en que deba despedirse.
Subieron juntos, y Noah se detuvo en el umbral de la habitación, mirando a su madre.
—Ya estás aquí —dijo ella, volviéndose con una sonrisa—. Sabía que regresarías a casa para estar conmigo.
El anciano permaneció en el banco un rato más, pensando en lo ocurrido aquel día, y sólo se sintió listo para volver a la juguetería cuando pasaron por allí sus amigos, el perro salchicha y el burro.
—¿El chico se ha ido a casa? —preguntó el chucho mirando alrededor—. Me pareció que acabaría haciéndolo.
—Sí —respondió el hombre, y saludó con un ademán al reloj de cuco, que se cernía ahora en lo alto para hacerle saber que había transcurrido una hora más.
—Nunca me he fiado de la gente que vive al otro lado del bosque —comentó el burro—. Me parecen bastante desagradables. He ido por allí unas cuantas veces, sólo para ver cómo era, y he advertido que hacen cosas muy raras. ¿Sabéis que una vez vi a una joven que paseaba con un labrador sujeto con una correa, como si fuera su dueña o algo así?
—Sí, tienen costumbres curiosas —admitió el viejo—, pero no todos son malos. Recordad que yo mismo viví allí antes. Mi padre y yo teníamos una casita, y desde la ventana de mi habitación veía extenderse el bosque ante mis ojos. No fueron malos tiempos, en realidad.
—Sí, pero luego vinisteis a vivir a nuestro pueblo —dijo el salchicha—. Fuisteis sensatos.
—Fue decisión más de mi padre que mía. Aunque me alegro de que nos trajera aquí.
—¡
Ji, jaaa! ¡Ji, jaaa
! —exclamó el burro al oír eso.
—Oh, no —contestó el viejo—. No, en eso no estoy de acuerdo contigo. Las cosas habrían sido distintas, desde luego. Pero yo no habría deseado vivir en cualquier otro sitio. Me ha venido bien esta vida en la juguetería. He sido feliz aquí. —Titubeó al llegar ante la puerta. Alzó la vista hacia el maltrecho edificio levantado con tanto amor por su padre, y sintió que los antiguos remordimientos volvían para atormentarlo.
—¿Crees que regresará algún día? —preguntó el salchicha, volviéndose un instante cuando ya se alejaba trotando—. Me refiero al niño. Al menos de visita…
—Es posible —contestó el viejo con una sonrisa—. Si ha llegado una vez hasta aquí, ¿quién dice que no volverá a encontrar el camino? Buenas noches, amigos míos. Nos veremos mañana.
Para entonces ya era casi medianoche y se sentía cansado tras aquel día agotador; nunca había disfrutado de compañía tantas horas en un solo día, y eso lo había dejado extenuado. Aun así, nunca pasaba una noche sin tallar un poco antes de acostarse, de modo que arrancó una rama del árbol de su padre —se desprendió con facilidad entre sus manos, como siempre sucedía— y cerró la puerta antes de bajar por las escaleras hasta el taller. Tras sentarse, empuñó un formón y un martillo en las envejecidas manos y empezó a trabajar, desprendiendo la corteza y alisando la madera para tallar su última figura.
La madera no tardó en adoptar la forma de la marioneta de un niño, pero siempre ocurría eso al principio. Era sólo después, cuando estaba a punto de acabarla, que se transformaba en algo distinto.
El viejo siguió trabajando.
Vaya marioneta insensata había sido, pensó al recordar escenas de su vida mientras tallaba la madera. Había preferido existir como un niño, y luego como un hombre, a las maravillosas aventuras que podría haber corrido durante toda la eternidad; a los palacios que podría haber visitado, los amigos que podría haber hecho. ¿Por qué había creído que estaría mejor siendo de carne y hueso? Era casi inconcebible para él. Se sintió embargado por una enorme tristeza, y trató de sofocar aquellas emociones mientras proseguía con su tarea.
«¡Qué extraño! —se dijo cuando estaba a punto de terminar—. Me resulta muy familiar. Pero cambiará en cualquier momento, sin duda».
Dejó el formón y las gubias y sostuvo la marioneta a la altura de sus ojos. Un niño pequeño, de piernas rectas y estilizadas, articuladas en las rodillas, de cuerpo liso y cilíndrico y un par de brazos flacos, con unas sencillas manos en sus extremos. Una cara alegre, impaciente. Una nariz problemática. Y, ahora, una sonrisa radiante. Por fin lo había conseguido.
—Pinocho —dijo.
La carta llegó la mañana en que Noah cumplía dieciocho años. Estaba tumbado en la cama, recordando que de niño siempre se levantaba muy pronto ese día y corría al piso de abajo para ver qué regalos lo esperaban, pero ese año decidió no hacerlo. Después de todo, ya era un hombre y resultaría un poco ridículo precipitarse escaleras abajo de aquella manera. Sonrió al acordarse de que su madre solía prepararle un desayuno especial de cumpleaños, pero ése era uno de aquellos recuerdos que ya no lo entristecían. Si algo hacía, era sonreír aún más ante aquellos recuerdos felices de sus primeros ocho años de vida que habían contribuido a convertirlo en la persona que era ahora.
En realidad era muy afortunado. Hay gente que no tiene ni un solo recuerdo feliz; él tenía ocho años con su madre y dieciocho con su padre. No estaba mal, visto en perspectiva.
Se levantó de la cama y se dirigió al escritorio que había en el otro extremo de la habitación. «Caramba —se dijo al ver el formón encima del mueble, pues estaba seguro de haberlo dejado en su taller del sótano la noche anterior—. ¿Lo habrá traído papá aquí arriba durante la noche?»
Llamaron a la puerta y un instante después entró su padre para desearle feliz cumpleaños. Había regalos de la tía Joan, el primo Mark, el tío Teddy, y un sobre bastante curioso.
—¿De quién es? —quiso saber Noah, sosteniéndolo como si fuera una bomba de relojería a punto de explotar.
—No lo sé —contestó su padre—. Ha llegado a primera hora por correo exprés. Tendrás que abrirlo para averiguarlo.
Noah lo hizo y extrajo un documento, al que le echó un vistazo antes de abrir más los ojos y releerlo con atención desde el principio.
—¿Qué es? —preguntó su padre.
Noah se limitó a mover la cabeza y tendérselo.
—Será mejor que lo leas.
Al día siguiente, Noah Barleywater recogió las llaves de la Juguetería de Pinocho y emprendió el camino hacia el pueblo. Su padre se había ofrecido a acompañarlo, pero él dijo que no, ese día no; quería ir solo. Habían transcurrido diez largos años desde la última vez que había estado allí, y lo asombró recordar aquel lejano día en que había llegado al pueblo y conocido al maestro artesano, así como todas las cosas extrañas que habían ocurrido allí. Había prometido volver a visitar al anciano alguna vez, pero de algún modo, una vez estuvo en casa, el recuerdo de aquel día había ido desvaneciéndose en su mente hasta casi desaparecer. De hecho, durante todos aquellos años prácticamente no había vuelto a pensar en él, ni siquiera cuando le dijo a su padre que quería familiarizarse con la carpintería y la talla de madera, y había organizado una zona en el sótano donde aprendió los rudimentos del alisado y el cepillado, el labrado y el cincelado, la pintura y el diseño: todo lo necesario para fabricar sus propios juguetes. Había llegado a hacerlo muy bien, además, y los vendía en los festivales de primavera y en los distintos mercadillos de los alrededores.