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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (9 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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Cuando termina de llenar el estómago decide tomar un par de güisquis en el bar de la 33 para gozar un poco más de la euforia del momento. En realidad termina tomando cuatro, y la euforia puramente psicológica está ya muy mojada en alcohol cuando de vuelta al hotel, bajo unos andamios oscuros de la calle 33, se cruza con un blanco alto y delgado, vestido con una sudadera gris con capucha. El tipo se le planta delante con las manos metidas en el bolsillo central de la sudadera y dice algo ininteligible. T se disculpa por no haberlo entendido y el tipo reacciona de malos modos:


The time!: the time!: what's the time!

T piensa que quizá están tratando de robarle el reloj y casi se alegra de que alguien intente algo así. De momento se pone serio y le planta al tipo la muñeca delante de las narices, sobre todo para que valore por sí mismo si un Casio de cien dólares, por mucho bulto que haga, vale la pena de habérselas con un desconocido de su envergadura y estado de forma. El tipo mira detenidamente la esfera y las pantallas digitales, murmura la hora para sí mismo e inicia el gesto de marcharse sin dar las gracias. Pero T está ya muy estimulado por la mezcla de alcohol y adrenalina:


Hey, you, wait a moment
—dice presentando el perfil y sujetándole al tipo la manga de la sudadera con la izquierda. El tipo se saca la derecha del bolsillo central:


What d'you want?


I like your shirt...


Do you really?

El tipo mantiene la compostura, pero parece querer marcharse cuanto antes, lo indica su mirada a izquierda y derecha en busca de testigos. T sonríe sólo con los labios, tratando conscientemente de resultar siniestro:


Sure, it looks very nice... Where did you huy it?


I don't remember... Leave me alone.

T se queda un momento mirándolo fijo a los ojos y sabe que el tipo tiene miedo. Es justo entonces el momento de agarrar con las dos manos su codo izquierdo, que permanece doblado en asa porque tiene la mano metida en el bolsillo de la sudadera, enseguida rotar sobre sí mismo al estilo de un lanzador de martillo, y soltar la presa en el momento justo para que salga trastabillando de espaldas hacia la oscuridad casi absoluta de bajo los andamios. El tipo tiene tiempo de gritar,
Help...,
pero apenas le sale un gallo que se interrumpe en el violento choque contra una persiana. No le da tiempo a más antes de que T se acerque dando pequeños saltos de boxeador y le lance un crochet de derecha a la mandíbula. El golpe, perfectamente horizontal, hace primero chocar el diente canino inferior izquierdo contra el superior del mismo lado, con tal violencia que se rompe de raíz el segundo, más débil, y desencaja después el largo hueso maxilar, cuya pata superior alojada en la sien pellizca el nervio propicio para producir la pérdida de conciencia casi inmediata.

El tipo queda sentado contra la persiana en estado de
grogui,
mueve brazos y piernas pero no es capaz de levantarse pese a que lo intenta igual que un niño después de girar como una peonza. Y tampoco puede gritar palabras articuladas, su mandíbula está desencajada y parte de su aparto fonador ha quedado súbitamente anestesiado por el traumatismo. T se acerca con intención de terminar el trabajo quizá con un punterazo en las costillas, pero una baba sanguinolenta sale de la boca del tipo y amenaza con manchar la sudadera. «No me seas cerdo...», le dice T en español, y se apresura a quitarle la prenda. El tipo es poco más que un muñeco que parpadea con insistencia y mira a T sin entender qué pretende hacer con él. Finalmente parece que la sudadera termina saliendo por su cabeza sin llegar a mancharse, y el tipo, ahora en camiseta de tirantes, insiste en levantarse por el método de apoyarse en uno de sus finos y blancos brazos y tratar de hacer algo coherente con las piernas.

Está a punto de conseguirlo, ha logrado hincar una rodilla en el suelo cuando T cambia de opinión respecto al remate previsto y dispara un golpe de talón que alcanza el pómulo del semigenuflexo. Eso le rompe directamente el hueso esfenoides, pero es la palanca que ejerce el propio cuerpo al caer en una posición inverosímil el que le disloca la cabeza del fémur. Se ha oído un «Oh» profundo en el momento de la patada, pero ahora sólo se distinguen unos estertores quejumbrosos, algo que recuerda el duermevela inquieto de un recién operado.

T no ha llegado a entrar en calor, pero la sensación de prurito satisfecho lo mueve a respirar ampliamente. Se compone un poco la camisa y mira la sudadera a la luz de una farola. Parece de su talla. Tiene estampadas las iniciales NY en el pecho, en azul. No le gusta mucho eso, pero a caballo regalado... La calle permanece entretanto tranquila, aunque en cualquier momento puede embocarla alguien desde alguna de las avenidas, de hecho se distingue un transeúnte acercándose por la acera del Empire State, así que hay que ir pensando en alejarse. Nota un conato de excitación sexual, un impulso que tenía adormecido desde hacía días, quizá semanas. Considera si vale la pena volver atrás hasta la puerta del bar y pedirle a alguna de las prostitutas que lo acompañe al hotel. Pero son casi las cinco, y mirando su recién adquirida sudadera colgando de su mano, vuelve a acordarse de que por la mañana tiene una cita galante.

EN EL MUNDO

El comisario está seguro de que el dependiente lo reconoce en cuanto entra en la tienda de discos, se le nota en la fingida indiferencia con que desploma las pestañas. Esta vez el joven viste una especie de blusa marrón, tan arrugada en pequeños pliegues que el comisario comprende que están hechos expresamente. El cinturón de charol blanco que le festonea los pantalones es, sin embargo, el mismo.

—Buenos días, joven.

—Buenos... No tenemos casetes, ¿puedo servirlo en alguna otra cosa?

—¿Todavía venden cedés, o ya han inventado algo mejor?

—En lo que llevamos de semana todavía no.

—Estupendo, pues póngame uno que sea bueno, haga el favor.

—Ya..., verá: se acostumbra a darle más pistas al dependiente...

—Bueno..., me parece que el último disco que compré fue uno de Raphael, o de aquel... Chumbelbel Jámperdin, o como se diga... Podríamos partir de ahí en adelante... Deme algo, digamos..., no sé..., de los años ochenta..., que tenga mucho estilazo.

—Uh, en los ochenta casi todo el mundo tenía mucho estilazo, no hay más que ver un vídeo de Boy George...

—¿Ah, sí?, pues en aquellos tiempos todavía se escuchaba la música en casetes.

—No sabría decirle: yo apenas había nacido, y la verdad es que me alegro.

El comisario no puede reprimirse:

—Yo también..., no me pregunte por qué.

—Tampoco quiero saberlo, esta mañana no tengo ganas de ponerme antipático. ¿Vamos a echarle un vistazo a las estanterías?

El comisario no sabe detenerse a tiempo:

—¿Y no será muy antiguo, eso de acompañar al cliente a la estantería?

—No se preocupe..., siempre somos un poco más condescendientes con los ancianos y los discapacitados.

El comisario sale de la tienda vencido pero con una recopilación de viejos éxitos de Madonna. Esta vez no se molesta en ocultar la bolsa de la tienda de discos, pasa de largo el edificio de la Central y camina hasta las galerías comerciales. Entra en el FNAC y al primer golpe de vista cree haberse metido en la sección de complementos para el automóvil de unos grandes almacenes, tal impresión le causa el interiorismo. Curiosea un poco entre los teléfonos móviles, se queda un rato mirando un videojuego que juega solo y, más allá, descubre la larga estantería de novedades editoriales destacadas. Un tal Carlos Ruiz Zafón, un tal Javier Cercas, una tal Ángela Vallvey, un tal Quique Aribau... Ni un solo nombre que al comisario le suene de algo. Piensa en nombres de escritores que conoce. Camilo José Cela. Gonzalo Torrente Ballester. Álvaro de Laiglesia. Enseguida cae en que los tres están muertos y han devenido por tanto incapaces de presentar novedades. «Los tiempos cambian, caballero.» Toma uno de los libros expuestos que le llama la atención por la encuademación amarilla y el título más estúpido que el comisario haya leído jamás:
Abonando los geranios tropecé con la manguera.
Lee un párrafo al azar pero lo deja enseguida, sorprendido por las faltas de ortografía y el lenguaje extremadamente soez. En aquella estantería desde luego no está lo que busca, y no tarda en comprender que va a necesitar ayuda para encontrarlo.

A mitad de un pasillo ve un mostrador tras el que una muchacha opera en un ordenador. Saca el papelito escrito con letra de Puértolas, el psiqui, que naturalmente tiene letra de médico.

—Señorita, estoy buscando un libro.

—¿Qué libro? —dice la muchacha levantando la vista. El comisario lee con dificultad:

—Pues..., el autor es R. Hare, o Mare, o Here... El título está en mayúsculas y sí lo tengo claro:
Sin conciencia.

—Ajá. —La chica teclea—. Lo encontrará en la estantería de Psicología, en el siguiente
set
después de «Bolsillo».

—Perdone, ¿no podría usted buscármelo?, es que no conozco el establecimiento...

La dependienta asiente, sale del mostrador y echa a andar por el pasillo central. El comisario la sigue con las manos a la espalda, sujetando el disco comprado en otra tienda de forma que no se vea demasiado. La muchacha le tiende un libro y él se concentra en la portada para evitar taladrarla con los ojos:
Robert D. Hare. Sin conciencia. El inquietante mundo de los psicópatas que nos rodean.
Después, sintiéndose ya capaz de sonreír agradecido, se aventura a mirar a la muchacha a los ojos y preguntarle «¿qué le debo?». La muchacha lo toma ligeramente de un brazo para hacerlo girar e indicarle la dirección: «No, mire, tiene que pasar por caja y allí le cobrarán».

De camino hacia el lugar que le han señalado, en parte para olvidarse de su torpeza de novato en una tienda moderna, el comisario lee una de las primeras páginas del libro, donde está escrito el lema de la obra.

Es una cita de un tal William March:

La buena gente no suele sospechar de los demás: no pueden imaginarse al prójimo haciendo cosas que ellos son incapaces de hacer; normalmente aceptan como explicación lo menos extraordinario y ahí se acaba todo. Por otro lado, la gente normal se inclina por ver al psicópata con un aspecto tan monstruoso como su mente, pero no hay nada más lejos de la realidad [...] Esos monstruos de la vida real suelen tener un aspecto y un comportamiento más corrientes que sus hermanos y hermanas normales; presentan una imagen virtuosa más convincente que la virtud misma, de la misma manera que una rosa de cera o un melocotón de plástico parecen más perfectos al ojo que el original que les ha servido de modelo.

Llegado a una de las cajas y viendo los dispositivos electrónicos entre los que tendrá que pasar, el comisario piensa que será mejor avisar a la joven que atiende en su puesto: «Este disco lo he comprado en otra parte... No sabía que vendría aquí...». La joven sonríe, «No hay problema», pasa el libro por el lector óptico y pregunta al comisario si tiene carné de socio. «¿Socio de qué?»

Terminado el trámite sale calculando cuánto son 14,25 euros en pesetas y el resultado le parece definitivamente caro para un simple librito de tapas blandas, y eso que la publicidad de la etiqueta anuncia precios mínimos garantizados.

Al llegar a sus dependencias en la Central se detiene un momento ante Varela y se dirige a él de sopetón:

—Varela: dígame usted el nombre de un escritor español que venda muchos libros.

Varela hace el vago gesto de cuadrarse:

—Eh..., no sé..., ¿Antonio Gala?

El comisario mueve ligeramente la cabeza y se mete en su despacho.

* * *

El sábado por la mañana el comisario y su mujer salen de la ciudad en su Peugeot azul marino perfumado de lavanda, una berlina del 92, grande y todavía reluciente. El día es espléndido: cielo sin mácula, 19 grados de temperatura en el termómetro del tablier, viento nulo. El paisaje parece otro a la luz olvidada de la primavera; Mercedes, la mujer del comisario, se recrea en su contemplación; él se concentra en no superar los exiguos límites de velocidad indicados, a veces difíciles de observar. Se acuerda de su último viaje con Varela por ese tramo de autopista. Eso le lleva a pensar en el asunto Uni-Pork y concretamente en el informe forense de Prades, que ha leído completo la tarde anterior. No puede comentar el asunto con su mujer, en general evita contarle los episodios truculentos, así que sigue callado y pensativo.

Prades ha encontrado evidencias de intoxicación por alcaloides en el cadáver. Alcaloides cuyo nombre no recuerda el comisario pero que, según el propio informe, remiten a la ingestión de estramonio, probablemente por infusión. El comisario sabe que el estramonio es una planta, una planta medicinal, alucinógena o venenosa según la dosis, como el beleño, o la belladona, o algunas variedades de la salvia. Pero no hay mercado negro de estramonio, seguramente porque crece espontáneamente en cualquier erial, y en cualquier caso porque no está tipificado como sustancia ilegal, de modo que su consumo no incumbe a la policía. El comisario ha tenido que documentarse un poco al respecto con lo que Varela le ha encontrado en Internet. Al parecer se presenta de tarde en tarde en los hospitales algún cuadro de intoxicación accidental por estramonio, casi siempre casos de niños pequeños que han comido flores o semillas. El tratamiento consiste en suministrar un sedante y mantener al paciente lejos de estímulos sensoriales, a ser posible acompañados de alguien de su confianza que mantenga la calma y los tranquilice. Se trata de evitarles en lo posible el miedo y las alucinaciones terroríficas. El comisario se pregunta qué clase de alucinaciones tendría una mujer secuestrada y drogada con estramonio mientras se la hace entrar en un matadero para sacrificarla. Para asesinarla. Pero ¿por qué ha pensado «sacrificarla», por qué esa palabra? En la etimología parda del comisario, si «edificar» significa hacer edificios, «sacrificar» tiene que querer decir «hacer sacro», es decir, «hacer santo», «santificar», algo así.

En este punto lo sobresalta el paso de un Audi A3 por el carril izquierdo y, escandalizado, comprueba la velocidad en su propio tablier: 120. Todo ello lo hace cambiar el hilo de sus pensamientos.

Carraspea antes de hablarle a su mujer:

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