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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (4 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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—Su ayudante se nos ha adelantado —dice Prades, dirigiéndose al comisario—. Suerte que sólo ha tomado café. El fotógrafo se había comido un cruasán...

—Varela, ¿se encuentra bien? —pregunta el comisario desde lejos. Varela trata de asentir mientras tose y traga gran cantidad de saliva y mucosidad amarga. Se ha propuesto ante todo no vomitar en el suelo.

—Salga a tomar el aire si quiere, le vendrá bien.

Varela niega con el gesto; la tos va remitiendo. Cuando los otros tres dejan de prestarle atención nota los ojos mojados de lágrimas y la mano derecha llena de babas. No lleva pañuelo; se limpia los ojos con la manga del uniforme y mete la mano en el bolsillo de los pantalones para secársela en el forro interior. Nota la humedad traspasando hasta el muslo. Pero poco a poco se siente mejor, y en cuanto puede controlar la respiración vuelve a acercarse al mostrador.

El comisario y Prades se hallan de pie ante la bandeja, y Berganza se magrea el pendiente sentado a medio metro de ella, sobre el mostrador, con las piernas colgando; Prades da explicaciones y el comisario escucha con las manos a la espalda.

Varela respira hondo y se acerca un poco más. Por encima del hombro de Prades, bastante más bajo que el comisario, puede ver algo. Lo importante es no enfrentarse a ello de golpe. Primero se detiene en la parte alta de la careta, usando el hombro de Prades como máscara para ocultar el resto. Luego puede mirar los ojos, primero uno y después los dos al tiempo. Son ojos hundidos, vacíos, sin cejas ni pestañas, cerrados sobre el párpado inferior. La nariz parece un poco enrojecida en la punta, quizá por alguna mancha de sangre, y el labio inferior y media papada quedan ocultos por el rectángulo de papel sujeto en la boca. La expresión es relajada, beatífica, como la de un Buda dormido. A los lados de la cara, donde uno espera encontrar las orejas, están las manos presentando el dorso, rollizas y blancas, apretadas a lado y lado de los carrillos. La línea de corte a la altura de la muñeca es el único lugar donde se reconoce la sangre fresca sobre la palidez rosada del conjunto, y también algunos tendones blanquecinos. Los dedos cerrados, enrojecidos en la punta desungulada, cuelgan sobre algo que no puede identificar al principio, estorbada su perspectiva por el hombro de Prades. Es algo redondeado y blando, cubierto por una piel tan fina que transparenta venillas azules. Tiene que moverse un poco para reconocer en la esquina inferior un pezón de amplia areola.

Prades, entretanto, no para de hablar:

—... dicen de Heliogábalo que comía vulva y mamas de marrana a todas horas. Ya sabe cómo eran de raros esos romanos... Según el propietario ya no se estila consumir semejante manjar, pero al parecer nuestro artista ha querido obsequiarnos como a verdaderos príncipes.

¿Vulva?, ¿dónde está la vulva?, se pregunta Varela en cuanto se ha traducido mentalmente el término. No puede resistir la tentación de asomarse al hueco que queda entre Prades y el comisario para ver la caja completa. Enseguida encuentra lo que busca, bajo la papada, encajado entre las mamas, como un par de abultados labios verticales separados por una abertura en forma de gota invertida. Ahora el conjunto entero le parece un disfraz doblado y metido en su caja, con su máscara, sus guantes y el resto de complementos. Pero ¿un disfraz de qué?, se pregunta Varela: ¿un disfraz de cerdo? No es hasta este momento cuando se da cuenta de que la aprensión con que se ha acercado, sólo en cumplimiento de lo que él considera su deber de policía, se ha convertido en expectación morbosa, algo que le hace temblar las piernas. Siente ante ello una mezcla de excitación y arrepentimiento, como un niño fascinado en la tarea de torturar a un escarabajo.

En ese estado de ánimo vuelve a fijarse en la leyenda escrita en el papel sujeto en la boca: EN EL NOMBRE DEL CERDO, una frase que en la primera lectura le ha parecido incompleta pero que ha adquirido de pronto significado pleno. Lo mismo que ocurre con un oscuro poema de amor cuando uno lo lee por fin enamorado.

EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
EN EL PARAÍSO

T es varón caucásico, complexión atlética, cabello y ojos oscuros, cuarenta y tres años. Entra en el
self-service
coreano de la Séptima con la 37. En la cola de la báscula, un blanco demasiado bajito para ser anglosajón se niega a pagar los ocho dólares que le pide el viejo con largas hebras de barba que pesa la comida. Fu Man Chu en la Balanza. Ambos argumentan a volumen creciente hasta que a una señal del viejo se acerca otro empleado oriental y le arrebata la bandeja al blanco bajito. El movimiento seco hace que se derrame parte de los fideos chinos por el suelo y el blanco empieza a gritar reclamando a la policía:
Help me, Police.
La policía debe de estar ocupada en otros asuntos y los que llegan son otros dos empleados vestidos con el uniforme del local; agarran al blanco bajito y se lo llevan a la calle en volandas. T es el siguiente en la cola de la báscula. Fu Man Chu pesa su bandeja y dice
nine fifteen.
T paga sin rechistar procurando no pisar fideos; sube al comedor con la bandeja y se sienta cerca del ventanal con vistas a las bolsas de basura apiladas en la avenida. En la mesa contigua, a la izquierda, dos ancianos negros vestidos de
jazzmen;
a la derecha, cuatro jóvenes catalanes charlando en su idioma. La conversación de los negros, lánguida y llena de silencios; la de los catalanes, jocosa y atropellada. T come su popurrí de vegetales rebozados, sus alitas de pollo especiadas, y sus trocitos de costilla caramelizados en una gelatina roja que roe con gran placer. Al terminar vacía los restos de la bandeja en el contenedor y vuelve a la calle esquivando a un negro desastrado que insulta atrozmente a todo el que sale del local. Diógenes Cabreado.

T enciende un cigarrillo y se incorpora a la corriente de transeúntes tras un blanco cincuentón, gordezuelo, con traje y corbata, convencional en todo excepto en el contoneo de caderas y el bolso transparente ribeteado en fucsia que le cuelga en bandolera. En el cruce con la 35 un taxi gira sin detenerse en el paso de peatones; el gordo maldice a gritos y le sacude un bolsazo en el maletero. T se rezaga para distanciarse de él; aun así el cigarrillo anda mediado cuando llega bajo la marquesina del hotel Pennsylvania.

Termina el cigarrillo apoyado en la fachada. El mozo con guardapolvo y gorra que detiene taxis para los clientes ofrece espectáculo gratuito a los fumadores congregados: dos metros de estatura, contorno equivalente al de cuatro hombres corrientes, sin reparos para invadir la calzada gesticulando, gritando órdenes, tocando el silbato. Goliat Mangoneando el Tráfico.

T pisa la colilla y accede a la recepción por la gran puerta central. Ambiente de estación, gente entrando, saliendo, esperando ante el mostrador en colas delimitadas por cintas rojas. También hay cola en los teléfonos públicos, y T decide no hacer más colas antes de la siesta. El guardia de seguridad le pide que enseñe la tarjeta en el paso hacia los ascensores. Negro musculoso, traje oscuro de seis botones, corbata naranja, patillas rasuradas. Cuando T está ya sacando la cartera el guardia le da paso:
OK, I remember you.

Se escapa por poco un ascensor muy lleno. En el inmediato sube de los sótanos una anciana blanca cargada con bolsas de plástico y un carrito destartalado. Despeinada, labios mal pintados, un paraguas con pequeñas
Tour Eiffel
estampadas asomando entre su impedimenta. El televisor de TFT sobre la botonera del ascensor emite un noticiario local; la anciana hace una parodia del parloteo del presentador y se queja con voz cazallosa del acento de la ciudad. T, incapaz de discriminar acentos locales, sólo sonríe. La anciana espera algo más y llegados a su piso se despide con un
See you later, Alligator
a todas luces impertinente. T baja en la planta 15 y recorre con precisión ensayada la maraña de pasillos mal iluminados. Mientras abre su puerta le llegan desde algún lugar cercano las voces de dos empleadas de la limpieza hablando en español. De fondo, el resuello del aspirador industrial que las sigue como un sátiro. Las Doncellas y el Minotauro.

Cuando T entra en la habitación ve la cama todavía sin hacer. Ya no pasarán a hacerla si él se queda adentro. No es problema la cama, pero el agua de la ducha encharca el cuarto de baño; habrá que andar chapoteando durante el resto del día. Calcetines mojados, huellas húmedas en la moqueta quemada de colillas. Se acerca a la ventana de guillotina que da al profundo patio interior. Sólo son visibles varias docenas de ventanas del propio hotel, algunas con zapatos puestos a ventilar en el antepecho. Rumor de tráfico, sirenas, una impresión de voces mezcladas y sistemas en funcionamiento. La hoja de guillotina de la ventana está bloqueada con un tirante metálico para que no se pueda abrir más de un palmo. T la cierra completamente, manipula los mandos del aparato de aire acondicionado y le da unos golpes para suavizar su traqueteo de avioneta. Se sienta en la cama, toma el teléfono y pulsa el botón de recepción confiando en que quienquiera que se ponga al aparato sabrá hablar español.

Así es: no tiene más que dar a la recepcionista el número preciso y esperar un poco escuchando toda clase de pitidos.

—Sí, diga —dice una voz masculina, nítida, bien reconocible.

—Comisario...

—Hombre, el viajero... Qué tal...

—Bien, llegué anoche...

—Y qué tal, ¿todo bien?

—El vuelo bien. La habitación del hotel un asco, pero casi me caigo de culo cuando me tropecé con el primer rascacielos, los nuestros en comparación parecen de juguete.

—Ya... Y qué ambiente hay...

—El centro está repleto de gente... Anoche estuve de copas hasta las tantas, entre eso y el cansancio del viaje me he despertado pasadas las doce. Ahora son las tres de la tarde.

—Nosotros vamos a cenar..., tortilla de patatas. ¿Así todo bien?..., ¿y el inglés?...

—Pse..., hablan muy deprisa, pero no creo que me muera de hambre...

—¿Has pasado ya por el Instituto?

—No, quiero dejar pasar el fin de semana antes de hacer la solicitud. Para conocer un poco la ciudad...

—Haces bien..., diviértete. De buena te has librado aquí...

—¿El asunto Uni-Pork?

—Sí, hijo, sí..., ando hablando con psiquis..., ¿conoces a Puértolas?...

—No me hable... «Mmmm, ¿verdad?», «Naturalmente»... ¿No le ha mencionado todavía de
El Jardín de las Delicias
?, tiene una especie de obsesión con eso...

Se oye una risita del comisario:

—Sí..., y un cerdo vestido de monja, y no sé de qué más cosas... Bueno, oye, cuídate y disfruta lo que puedas, que la llamada te va a costar un pico...

—Dele un beso a Mercedes...

—Ahora mismo, de tu parte... Llama de vez en cuando.

Después de colgar, T se desviste, programa su reloj de pulsera para que suene en media hora y se tumba en la cama. No cierra inmediatamente los ojos, se queda mirando las rasgaduras del papel pintado y los cambios de tono en los lugares donde alguna vez ha habido un cuadro. El color original cuando se inauguró el hotel en 1917 fue un azulón casi alegre, se aprecia detrás de las mesillas y en el interior del armario empotrado, pero ochenta y cuatro años después se ha convertido en un verde laguna desigual. Sólo cuelga de él una lámina forrada con plástico transparente:
Madonna ante un paisaje,
Giovanni Bellini, óleo sobre tabla, 109 34, Pinacoteca de Breda. El pie de foto no se alcanza a leer desde la cama, pero T se lo sabe de memoria.

Mira al techo y trata de hacer un cálculo de cuánta gente habrá dormido en esta habitación barata, con la ventana bloqueada para que nadie vuelva a arrojarse al patio interior y avisos de que no se abra la puerta a desconocidos. El cálculo da miles de recién llegados en busca de mejor suerte, o quizá huyendo de una suerte peor en cualquier otra parte del mundo. T se pregunta por qué razón podría desear él también quedarse en una ciudad tan sucia, tan vieja, tan repleta de locos malhumorados y vociferantes... Trata de buscar una respuesta sintética y se sorprende de encontrarla enseguida: quiere quedarse en esta ciudad porque esta ciudad está viva. O puede que esté ya muerta y sólo sea el recuerdo de lo que ha sido, pero lo mismo bulle en movimiento constante, igual que un perro muerto bulle en millones de gusanos afanados en sobrevivir sobre el cadáver.

Piensa que seguramente sí será buena idea la de solicitar al Ministerio la beca de residencia. Y poco después se duerme fantaseando ser gusano sobre una materia viscosa, de olor inesperadamente agradable.

* * *

Se ha cumplido una semana desde la llegada de T a la ciudad, es un martes. Toma su primer café en la calle, asociado a un grupo de fumadores parapetados del torrente de oficinistas que remontan la Séptima como salmones al desove. Los fumadores nunca son los mismos, pero se establece entre ellos una complicidad de compatriotas en un país extranjero, o de adolescentes apartados de la fiesta para drogarse. El café americano está empezando a gustarle, al menos el primero de la mañana, cuando el cuerpo agradece unos buenos tragos acaramelados y ricos en cafeína, el mejor combustible para enfrentarse al ajetreo de las calles. A su alrededor, como siempre, todo el mundo parece saber exactamente adonde va y se muestra decidido a llegar cuanto antes. T no lo tiene tan claro, dispone de toda la mañana para hacer la sencilla gestión de acercarse al Instituto e informarse sobre las becas. Pero le gusta tener al menos un objetivo preciso, algo que conseguir en lucha codo a codo con los gusanos del cadáver.

Se sienta a terminar el cigarrillo en las escaleras del Madison Square Garden. A pocos metros de él, sentado ante una mesa de camping montada en plena acera, un cincuentón tremendamente obeso se las tiene con un bocadillo de tres pisos que chorrea mayonesa. Va mal afeitado y peor peinado, y se distingue que no lleva calcetines bajo las zapatillas deportivas sin cordones. Sobre la mesa de camping, además de sus codos elefantíacos, el enorme vaso de Coca-Cola, y los restos de mayonesa y lechuga que se escurren del sándwich, hay una garrafa de plástico transparente, con algunas monedas y billetes enrollados en el fondo. Junto a ella, un cartel caligrafiado en grandes letras a rotulador: HELP FOR THE HOMELESS. Pese a su voracidad para con el indefenso bocadillo, el personaje tiene mucho de beatífico, con sus tobillos roñosos y su pelo revuelto; parece alguna clase de criatura celestial materializada en mitad de la hora punta. En cierto momento se empuja en la boca el último pedazo de pan, apura el bacín de Coca-Cola para ayudarse a tragar, y empieza a gritar con voz rota pero potentísima:
A help for the homeless, ladies and gentlemen, a help for the homeless...

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