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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (7 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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El edificio del comisario es uno de los más antiguos de la calle, de ladrillo rojo, de los pocos de protección oficial que en su día se construyeron en la zona. Sube al quinto en el moderno ascensor que han instalado tras la restauración de la finca y abre su puerta, la número 2. Adentro, papel pintado Morrison verde oscuro, mueble bajo con molduras, dos marinas enmarcadas en dorado, perchero de madera. Olor a tortilla de patatas.

—Hola-hola —voz alta y cantarína del comisario.

Voz femenina desde lejos:

—¿Ya estás aquí?, es pronto, ¿no?

—Es que te echaba de menos y he salido antes...

—Pues hoy voy retrasada, ha venido mi hermana a buscarme y hemos estado en El Corte Inglés hasta las siete. Por la lista de boda de María Teresa...

—Qué hermana...

—María Luisa.

El comisario deja la bolsa en el recibidor y entra en la cocina. Su mujer está de espaldas ante el fogón: metro sesenta y cinco, complexión pícnica, cabello teñido de castaño y recogido en un moño bajo. Delantal, zapatillas con pompón, expresión risueña cuando gira la cara para ofrecer los labios. Se dan un beso breve que al comisario le cae en la comisura del bigote por la diferencia de alturas.

—Apártate que te va a tomar olor a tortilla el traje.

—Bueno, olerá bien...

—No seas tonto, vete a cambiar. ¿Qué has traído, he oído ruido de bolsas?

—Ahora te lo enseño, déjame que me quite los zapatos.

El comisario abre la puerta de la galería anexa a la cocina, se descalza con un suspiro de alivio y se pone las zapatillas.

—¿Todavía te duelen?

—Ya casi no, pero llevo diez horas seguidas con ellos puestos.

—¿No te has estirado un rato después de comer?, ahora que te han puesto sofá...

—No, he aprovechado para ir a la Científica..., y para comprar una cosa...

—¿Quieres que te los lleve a la horma? Los tuve tres días con periódicos húmedos, pero como son de piel dura...

—Es igual, mañana me pondré los viejos para descansar. Voy a cambiarme y a ver cómo está el gato.

El comisario entra en el dormitorio y saluda al peluche del gato Garfield que reposa en la cama de matrimonio, entre las dos almohadas. Venía en una cesta navideña que le tocó en la rifa de la cafetería de la Central, hace tres o cuatro años, y el comisario se lo trajo a casa sin sospechar que iba a convertirse en el rey de su dormitorio. «Hola, Garfield», dice en voz muy alta para que se oiga desde la cocina. Después se quita las gafas para frotarse el puente de la nariz ante el espejo del tocador y se observa atentamente los ojos. El comisario suele ocultar la mirada como se oculta un feo eccema, al extremo de procurar evitársela incluso a su mujer, la única persona además de su óptico que tiene acceso a sus ojos desnudos. Pero tampoco con las gafas mira fijamente a nadie a menos que pueda hacerlo sonriendo, lo que siempre le arquea el bigote de una forma simpática, tipo gato Garfield. O a menos, naturalmente, que se trate de un interrogatorio, en cuyo caso sus ojos han resultado siempre muy útiles.

Cuando sale del dormitorio lleva unos pantalones viejos sujetos con tirantes y una camisa de cuadros. Recupera en el pasillo la enorme bolsa con la que ha llegado y vuelve a entrar en la cocina:

—Mira, ¿quieres ver lo que he comprado?

—Qué es...

—Una cosa que suena...

—Uy, es muy grande...

—Es un aparato para oír discos compactos.

—¿Y eso...?

—El magnetófono no vale para nada, ahora todo viene en discos compactos...

—¿Y desde cuándo te gusta a ti oír discos?

—Antes escuchábamos discos en casa...

—Y qué discos quieres que oigamos ahora, si no tenemos ninguno para este aparato...

El comisario se tira un poco de las perneras hasta descubrir los calcetines y se pone a bailotear taconeando con las zapatillas:


Me
gustan los discos y me gustas tú / me gusta la tortilla y me gustas tú.

Su mujer se ha puesto en jarras, con la rasera en la mano:

—Madre de Dios: ¿a ver si te han echado en el agua una de esas porquerías que les quitáis a los chicos?

El comisario se acerca bailando, la atrapa por la cintura, le da una palmada en una nalga. Ella trata de ponerse seria, de desembarazarse, pide que la suelte. Él reclama un beso a cambio. Ella concede, pero en la refriega el beso vuelve a caerle al comisario en el bigote, así que quiere otro. Entretanto ha empezado a sonar el teléfono: «Venga, déjate de tonterías y vete a contestar, que estoy con la tortilla».

El comisario va hacia la sala no sin antes darle otro azote a su presa. Descuelga. Desde la cocina se oye su saludo, «Hombre, el viajero...», pero el resto de la conversación resulta casi inaudible. No pasa mucho tiempo hablando, dos o tres minutos, «Bueno cuídate, y llama de vez en cuando... Ahora mismo se lo doy, de tu parte...».

Enseguida, el comisario vuelve a la cocina:

—Me acaban de dar otro beso para ti, así que ya me debes dos.

—¿Ah sí?, quién...

—Tomás, desde Nueva York.

—Ah y qué tal el viaje...

—Bien..., que la habitación del hotel es un asco, pero que casi se cae redondo cuando se tropezó con el primer rascacielos. Dice que los de aquí parecen de juguete en comparación... Se le ve contento..., por lo visto nada más llegar anoche salió de copas hasta las tantas...

—Menudo tiene que ser aquello por la noche..., qué miedo.

—Dice que no, que el centro está lleno de gente... Además, si no sabe cuidarse él...

—Bueno, bueno...

—Oye, ¿no te gustaría que fuéramos tú y yo, a Nueva York? En cuanto me jubile podemos ir a una agencia de viajes y preguntar...

—Huy, no..., un viaje tan largo..., y sin saber el idioma...

—Bueno, si Tomás se instala allí podrá hacernos de cicerone. Y dicen que mucha gente habla español.

—... y tantas horas de avión...

El comisario ha vuelto a acortar distancias:

—Bueno, de momento vamos a ver qué pasa con esos dos besos que me debes.

—Estate quieto, José María, que estás tú hoy muy pegajoso.

EN EL PARAÍSO

El miércoles, T se despierta a las ocho con la radio de la mesilla. Días atrás ha encontrado una estación que emite una mesa redonda humorística con participación telefónica de los oyentes. Le viene bien para precalentar su
listening
antes de salir a desayunar y enfrentarse a las preguntas rápidas de los camareros. Esta mañana se propone como tema de tertulia cuál es la cualidad de un hombre que más valoran las mujeres. T va al baño a orinar y, contra su costumbre, vuelve a sentarse en la cama a fumar antes de cepillarse los dientes y ducharse.

Después de una introducción a cargo de los reunidos en el locutorio, el director del programa da paso a las llamadas en directo. A T le cuesta seguir los diálogos, pero alcanza a comprender que se menciona la inteligencia, la ternura, la caballerosidad... Una oyente chistosa habla de dinero y tarjetas de crédito, y otra introduce el asunto de las tallas y medidas, lo que da ocasión a muchas risitas y juegos de palabras ininteligibles en la mesa redonda. Sin embargo, casi todas las mujeres que llaman al programa mencionan el sentido del humor como principal activo de un hombre, ése es de largo el más repetido de los tópicos. Y una especialista en temas de pareja que ha sido invitada al locutorio confirma la importancia de ese rasgo: según ella, reír equivale a ser feliz, así que un hombre capaz de hacer reír a una mujer lo tiene casi todo ganado. Aquello funciona a modo de conclusión acordada por todos los participantes en la mesa, que al fin y al cabo son humoristas y por tanto están encantados con lo dicho. Después pinchan
My baby just cares for me
y T se mete en la ducha canturreando la letra que se sabe a medias.

Bajo el agua, T piensa en cuál puede ser la cualidad que más puede valorar una veinteañera que viste trajes sastre y cuenta chistes poniendo cara de Popeye. ¿Es posible hacer reír a una mujer así? Desde luego T tiene sentido del humor, pero no acostumbra a manifestarlo, lo que bien mirado es como tener dinero pero no gastarlo. Quizá puede decirse que es tacaño con su sentido del humor... Eso es: tacaño con su sentido del humor; le parece una buena manera de expresarlo. Por otro lado es apuesto, incluso muy apuesto, tiene razones para sentirse seguro de eso. Recuerda su primer viaje en metro en la ciudad. Una negra muy guapa insistió en mirarlo persistentemente. T nunca se había enfrentado a una mirada semejante en aquella parte del mundo, pero comprendió claramente lo que estaba ocurriendo, no le cupo duda de que le hubiera bastado con sostener la vista, bajar en la misma parada que la chica, y seguirla hasta donde ella quisiera llevarlo. Sin embargo, no había ni coquetería ni voluntad de seducción en los ojos de ella, era una interpelación fría y decidida, quizá como la de los
skin-head
del jeep, pero en este caso T pasó el viaje en metro procurando mirar a otra parte y comprobando de vez en cuando que la chica insistía con descaro. En días sucesivos le había ocurrido lo mismo otras veces, aunque siempre con blancas anglosajonas, la negra del metro había sido la excepción. Y también había querido ligar con él un blanco, en el West Village, un joven muy delgado con traje de lino crudo. De manera que en pocos días habría podido tener contacto con media docena de personas distintas, gratis y sin hacer ningún esfuerzo para seducirlas, sólo gracias a su aspecto.

Ciertamente, debe de ser un hombre atractivo, piensa T. Además también puede ser amable, educado, caballeroso... Resumiendo: es un tipo guapo y cortés. ¿Algo más? Recuerda de pronto las palabras textuales de cierta mujer que pertenece a su pasado. «Eres desesperadamente triste y solitario, no hay manera de llegar a ti.» En su momento T no terminó de entender de qué lo estaban acusando, pero permaneció callado, escuchando aquel veredicto que lo hacía sentirse vagamente culpable. «No hablas de tus sentimientos, estar contigo es como estar con un autista.» Ella pronunciaba las palabras con furia creciente a medida que él se apocaba en su silencio: «Tienes que acabar con tu tristeza de una maldita vez por todas: vomita todo eso tan tremendo que guardas y termina ya, por el amor de Dios». Aquellas últimas palabras le parecieron a T insoportablemente crueles, tanto que reaccionó de forma que no recuerda. Su memoria trata a menudo de ahorrarle los malos recuerdos. Pero eso le pasa a todo el mundo, ¿no? Todos aprendemos a olvidar lo que nos duele...

Sale de la ducha y se seca. Después va en busca del rasurador eléctrico. Debería haberse afeitado antes de ducharse, ahora se le van a enganchar todos los pelos sobre la piel húmeda. Siempre al son de la radio, se rasura y luego se afeita a cuchilla hasta dejar su cara desnuda, suave y ligeramente azulada allí donde antes hubo pelo. Luego se concentra en elegir su atuendo. Además de la ropa y el relojito de esfera negra, la tarde anterior ha comprado unos zapatos negros de estilo italiano, 199 dólares, un frasco de Boucheron, 105 dólares, y una gorra de cuero que encontró en una sombrerería de Herald Square, 59 dólares. Lo extiende todo sobre la cama y después de algunas pruebas se decide por el traje gris sobre una fina camisa de Hugo Boss. Al final se encasqueta la gorra de cuero un poco ladeada. Luego se mira al espejo entero de la puerta del baño, tratando de no chapotear mucho en el suelo inundado. En realidad no parece haberse quitado muchos años de encima, y tampoco se siente muy seguro de que la gorra le dé el oportuno aspecto
Irish
que él pretende, eso sin contar con que seguramente es una simpleza el suponer que a una medio irlandesa le van a gustar los hombres con gorra. En cualquier caso puede decirse de su
look
que resulta bastante europeo, más simple y a la vez más sofisticado que el de la ciudad. Así que se da el visto bueno y sale a la calle.

Es una mañana gris y húmeda, las calles sueltan vapor por todas sus rendijas y los edificios más altos desaparecen entre las nubes como fantasmas desmochados. Subiendo por la Quinta se fija en los transeúntes para comprobar si su gorra de cuero llama la atención. Ve a una rubia con minifalda saliendo de una boutique en compañía de su millonario de opereta, un cincuentón gordo vestido de etiqueta y con un puro humeante entre los dientes pese a la estricta prohibición de fumar que rige en todas partes. Un poco más arriba, un negro en calzoncillos y bata de hospital arrastra sus pertenencias en una caja de fruta que lleva ligada al pecho con un cordel. En un escaparate enmarcado en mármol africano se exhibe un esmoquin con aparatosos broches de bota de esquiar en lugar de botones. Pasa un enorme descapotable rojo tapizado en cuero blanco; en el asiento de atrás han instalado una voluminosa cámara de cine tras la que el operador filma la estela que dejan en el tráfico. Y, naturalmente, nadie repara en la gorra de T.

Ya ha conseguido olvidarse de ella cuando llega al edificio de la 42 y vuelve a verse en un espejo del vestíbulo, protegido de la vista del conserje. De pronto le parece que la gorra no le sienta tan bien como creía, quizá tiene demasiado aspecto de nueva. Se la quita, se arregla el peinado con los dedos, se acerca más al espejo, descubre que le ha quedado una marca roja en la frente... Cuando llega arriba y llama al timbre del Instituto ha perdido toda la seguridad en sí mismo.

—Buenos días. Vengo a ver a Suzanne, ayer olvidé traer mi pasaporte...


OK,
adelante —dice Diane Keaton.

* * *

Suzanne está concentrada en una conversación telefónica, ni siquiera se gira para ver quién entra. Su peinado es aproximadamente el mismo que el de ayer, recogido en un bucle trasero, pero ahora viste un cuello cisne tipo Audrey Hepburn. Eso deja una cierta libertad de movimiento a los senos bajo la tela de lana fina; no muy grandes, sin duda sostenidos con ayuda de corsetería, se diría que innecesariamente. T se para ante la mesa y ella alza un momento la vista mientras escucha al teléfono. No lo reconoce a la primera, pero se nota que lo que ve le interesa, porque vuelve a mirarlo por segunda vez. T cree notar que en esta segunda mirada ella se ha fijado especialmente en la gorra. ¿Eso es bueno o es malo? Cuando lo mira por tercera vez sí lo reconoce: sonríe maravillosamente bien y lo invita por señas a sentarse. Inmediatamente hace cara de «Menudo pesado me ha tocado al teléfono»: párpados caídos y mentón descolgado como quien está a punto de dormirse. ¿Debe T quitarse la gorra? Está en un interior y ante una mujer, pero ¿descubrirse no resultará un gesto anticuado, hasta cursi? Nunca nadie en la ciudad se quita las gorras al entrar en ningún sitio... Claro que la mayoría de las gorras que se ven son de béisbol y se llevan al revés, lo que no invita a comportarse como un caballero de fina estampa sino a rapear obscenidades. Pero ¿qué pasa si uno lleva una gorra de inmigrante irlandés decimonónico? Quizá lo apropiado es quitársela, doblarla y guardarla en el bolsillo del traje, caso de que quepa en él. Desde luego lo que no va a hacer es quedarse sosteniéndola en las manos como un gañán ante la marquesa, una actitud semejante no haría juego ni con la camisa Hugo Boss, ni con la Boucheron de cien dólares, ni con el
skyline
de vértigo que se ve por la ventana. Lo seguro es que no debía haberse puesto la maldita gorra con apresto de nueva: da calor, atufa a cuero, deja la frente marcada con una línea roja y no sabe uno qué hacer con ella ante una muchacha vestida de Audrey Hepburn.

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