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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (2 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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Enseguida entran en la recepción atravesando puertas automáticas de cristal. Tras el mostrador, la empleada con cara de susto y un accesorio para hablar por teléfono encajado en la cabeza. Lleva uno de esos pinchos plateados que están de moda, clavado en una ceja. Las labores de control de paso han sido cedidas a otros dos agentes locales que saludan al paso del comisario. Reciben otro de sus gestos vagos a modo de respuesta. Toda la recepción tiene algo de lujoso al estilo de los noventa: abeto aclarado con anilinas, acero mate, lámparas halógenas y grandes sillones de rojo vivo, como coágulos de sangre manchando el parquet. Los dos ordenadores del mostrador son de la marca Apple, el comisario ha visto antes ese modelo, parecido a un enorme huevo translúcido, también rojo. No suelen usarse en una recepción... Aventura para sí mismo que el gerente de la empresa no habrá cumplido los cuarenta, que sin duda es el heredero del viejo matadero previo a la actual nave, que habrá pasado la primera juventud estudiando en la capital, y que el Porsche de la entrada es su coche. Se plantea como un pequeño reto el averiguarlo y eso le mueve a sonreír por segunda vez en lo que va de mañana: hace exactamente doce años que no juega a las adivinanzas. Quiere aprovechar el momento, quizá no volverá a tener otra oportunidad antes de jubilarse.

Salen del ascensor en la segunda planta. El agente local que los guía se adelanta, llama a una puerta doble y anuncia la visita. Dentro se oye ruido de sillas. Cuando el comisario y Varela entran en la sala, un hombre de unos cuarenta años, jersey de cuello cisne, finas y largas patillas, pendiente brillante en la oreja izquierda, se encuentra ya tendiéndoles la mano. Se presenta:

—Berganza, de Homicidios Provincial. —Después va señalando a otros presentes—: Prades, forense; Gálvez, mi ayudante.

—Buenos días —el comisario hace un gesto de saludo genérico; le parece superfluo presentarse, así que se limita a presentar a Varela, que dice «hola»—. Bueno, veo que estamos en familia. ¿Les he interrumpido con el testigo?

El comisario se refiere a un individuo al que no le han presentado y que permanece sentado ante la larga mesa. Cabello teñido de azul, tremenda cicatriz cruzándole la cara por encima de un párpado.

—No, ya habíamos terminado. El señor es uno de los empleados que ha encontrado el cuerpo al entrar de turno... ¿Si necesita usted hacerle alguna pregunta...?

Al comisario le irrita un poco que Berganza hable acariciándose el lóbulo de la oreja, la misma en la que le brilla el pendiente. Prades, el forense, viste americana y camisa. Y gafas de pasta negra.

—No... Por el momento no tengo preguntas.

—También están los dos guardias de turno y el resto de empleados que ha encontrado la primera patrulla. No son muchos: cinco en total. Y andan también por ahí la jueza, el propietario del matadero y el delegado del gobierno, que acaba de llegar ahora mismo. Han ido a la planta de abajo a tomar café. ¿Quiere que mande llamar a alguien?

—Después, primero prefiero que hablemos nosotros.

—¿Sabe usted si el propietario es el dueño del deportivo que hay ahí afuera?

—De eso y de media comarca —contesta Berganza—. El delegado del gobierno es primo suyo, y la mayor parte de los alcaldes de la zona también. Esto no es la capital, aquí todavía funcionan los abolengos...

—¿Es joven?

Berganza se deja quieto por fin el pendiente:

—Unos setenta años, pero nadie lo diría. Viste como si tuviera treinta y cinco y conduce como los de veinte, ha llegado haciendo chirriar las ruedas del Porsche. Es una especie de joya de anticuario, ¿se ha fijado en las llantas?, están chapadas en oro mate...

—¿En serio? —dice el comisario.

—Como se lo cuento. Eso sí, habla con mucho empaque, y me he enterado de que también escribe poesías en el periódico comarcal, que de todas maneras es de su propiedad... En fin, yo diría que se esfuerza mucho en no aparentar la edad que tiene, pero se le nota lo que sabe por viejo en cuanto abre la boca.

Al comisario le satisface la respuesta del inspector y se olvida por un momento de su pendiente. Se lleva una mano a la garganta mientras aparta una silla para sentarse, justo la que preside la mesa.

—Perdone, ¿me ha dicho usted «Berganza», verdad?

—Sí señor..., Berganza para toda la vida...

—Bien, Berganza: si fuera posible quisiera tomar algo caliente antes de seguir. Tengo la voz muy mal esta mañana.

El inspector despide al testigo de la cicatriz antes de buscar monedas en su bolsillo e indicar a su ayudante que vaya a por cafés para el comisario y Varela; Prades el forense alega que ya ha tomado litros de café. Cuando quedan solos los tres policías y el médico, se distribuyen ante la mesa de juntas. El comisario en la presidencia, Berganza a la izquierda y Prades a la derecha; Varela permanece en pie detrás del comisario. El primero en hablar es de nuevo Berganza, que se acuerda otra vez de su oreja engalanada y se aplica a magreársela:

—Ya supondrá que aún no tengo el informe, pero podré enviarle una copia mañana por la mañana.

—En realidad debería remitírsela a Rodero, de Homicidios Central; está fuera de la ciudad, he venido yo en su lugar, pero en principio esto es asunto suyo. De todas maneras le agradeceré que me haga llegar otra copia a mi despacho. Antes lo estaba pensando y hace exactamente doce años que no salgo de la Central, desde septiembre del 89. Tengo la sensación de que ya no sabría escribir el informe de un botellazo entre vecinos.

Berganza sonríe:

—Hay cosas que no se olvidan.

—Ya... Como ésta de hoy, supongo.

—Yo no había visto nunca nada parecido. Y, francamente, tengo ganas de terminar el día y tomarme unas cervezas. Más de tres, a ser posible. —Vuelve a sonreír pero ahora sin ninguna alegría.

—¿A qué hora la han encontrado?

—A las cuatro de la mañana, los de la sala de corte. Son los que manejan los cuchillos, para entendernos. Este del pelo azul y la cicatriz era el matarife. Cumplió seis meses por rebanarle la oreja a un tipo...; ahora degüella doscientos cerdos cada día, a muñeca, así que supongo que no necesita emociones fuertes. Ya le ha visto la cara, y tendría que verle también el maletín de trabajo: parece el del rey Arturo, hasta lleva un guantelete de cota de malla.

—¿Aún matan a los cerdos a degüello?

Berganza asiente:

—Me parece haber entendido que durante un tiempo los electrocutaban, pero quedaban agarrotados, así que ahora sólo los atontan para que no alboroten, los cuelgan boca abajo y les dan un tajo en la yugular. Mueren por desangramiento, pero de eso sabe más Prades...

El comisario vuelve la vista a la derecha, hacia el forense. Está con los codos sobre la mesa, hurgándose las uñas.

—¿Quiere que le explique todo lo que sé con seguridad? —pregunta al sentirse interpelado por la mirada. Su tono le parece al comisario tendente a la sorna.

—Se lo agradecería —dice.

—Muy bien. —Prades cruza las manos sobre la mesa y hace una pausa para tomar aire y construir mentalmente la frase—: hemos recopilado el cadáver casi íntegro de una mujer de unos sesenta y cinco años, de raza blanca y tipo pícnico.

Aquí se detiene y se queda mirando al comisario.

—¿Eso es todo?

—Todo lo que sabemos con seguridad.

—¿Y lo que todavía no sabemos con seguridad...?

—Una pregunta incómoda para un forense. Y me consta que ha tratado usted con unos cuantos.

—Los mejores pueden permitirse el lujo de arriesgar un poco —dice el comisario.

Prades sonríe de medio lado:

—No hay mucho que decir a partir de lo que hemos encontrado. En uno de los dedos de la mano hay un corte de hace varios días, ligeramente infectado; la sujeto cicatrizaba mal, yo diría que era diabética, es frecuente en una menopáusica con sobrepeso importante. No hay deformaciones artríticas ni ninguna otra señal obvia de patología laboral, al menos reconocible por inspección ocular; la musculatura es fuerte, pero no presenta hipertrofias destacables. Sí he encontrado varices, yo lo atribuiría a una predisposición innata favorecida por la obesidad y algún problema de circulación asociado. Por otro lado, sobre el tabique nasal y tras el pabellón auricular encontramos indicios de que llevaba gafas, pero no todo el tiempo, quizá sólo para ver la televisión, o coser, hay pequeños pinchazos en los dedos... Tampoco hay evidencias de que usara joyas, excepto un anillo en el anular izquierdo que debió de ponerse por primera vez cuando pesaba cuarenta kilos menos. No queda pelo ni vello en ningún lugar del cuerpo, así que nada por ahí... La piel está completamente alterada, pero he creído reconocer los límites del bronceado y juraría que no iba nunca a la playa, aunque sí pasaba bastante tiempo al aire libre, y la nitidez de los límites sugieren un guardarropa no demasiado variado, sin prendas escotadas. También se reconoce un antiguo conjunto de desgarros vaginales que debió de coserle un zapatero metido a obstetra; vacío mamario, estrías abdominales... Todo eso y otros indicios más débiles hacen pensar en una ama de casa rural y madre de dos o tres hijos que ahora andarán entre los treinta y los cuarenta años.

—No da el perfil de yonqui, ¿verdad? —dice Berganza mirando al comisario.

—Ni de espía rasa... —dice el comisario.

—Ni de invasor alienígena —cierra el forense.

—Bueno, qué más puede decirme... —pregunta el comisario dirigiéndose al forense.

—¿No he arriesgado ya bastante? —dice Prades.

El comisario finge decepción torciendo el bigote:

—Los he conocido más audaces...

Prades sonríe, siempre de medio lado:

—Pero no más certeros... Muy bien, le daré cuatro detalles que le parecerán interesantes. Primero: dadas las circunstancias he tenido acceso al estómago sin necesidad de autopsia y la sujeto no tomó sólidos durante al menos veinticuatro horas antes de la muerte. Segundo: quedan dos uñas sin desprender, en los pulgares de los pies, y presentan rastros de una mezcla aparente de barro, paja y excrementos de cerdo. Tercero: se aprecian moratones y marcas desiguales en nalgas y flancos que hacen pensar en que fue golpeada y azotada
ante mortem.
Y cuarto: hay marcas profundas que sugieren que fue colgada boca abajo por los tobillos, antes y después de morir.

—¿Puede precisarse su causa exacta?

—¿De la muerte? En este momento, no. Pero tiene todas las trazas de haber experimentado un desangramiento rápido, probablemente después de un degüello a cuchillo. Tómelo como una buena hipótesis de trabajo.

—¿A qué hora?

—¿Todavía no me he mojado lo suficiente? —Más sonrisa de medio lado—. Eso es imposible de precisar: la temperatura del cuerpo ha subido y bajado varias veces de modo forzado, y por supuesto tampoco se aprecia el
rigor mortis
habitual. Quizá hacia la medianoche, pero lo digo basándome en evidencias circunstanciales, y en eso el que debería arriesgar es Berganza.

El comisario cambia de nuevo a la izquierda la dirección de su mirada:

—¿Tenemos la ropa, o los efectos personales..., ese anillo que le iba pequeño...?

—Nada. Yo diría que la trajeron aquí desnuda, en un camión de ganado. —Berganza sigue hurgándose el pendiente.

—¿Huellas...? Supongo que habrán pasado ya los de la Científica...

—Sí; no han podido empolvar el matadero entero, pero al menos donde razonablemente pudiera esperarse que las hubiera no han encontrado nada. No es raro, las instalaciones se limpian y desinfectan a cada final de jornada. Tampoco hay pisadas, ni pelos, ni colillas, ni pelotillas de lana. Nada de nada.

—¿La víctima puede ser alguien de los alrededores?

—Eso es lo que pensamos. Lo del ayuno de veinticuatro horas sugiere que fue secuestrada hace uno o dos días. Si es del pueblo tienen que haberla echado ya de menos, aunque viviera sola... Veremos qué pasa durante la mañana.

—Bueno, esperemos que al menos la identificación sea fácil. —El comisario suspira—. Otra cosa: ¿dónde han encontrado el mensaje?

—Lo lleva entre los labios —sigue contestando Berganza—, escrito en un papel. Todavía está allí, no hemos retirado nada en espera de que llegara usted.

—Bueno, si les parece vamos a echarle un vistazo, podemos seguir hablando por el camino —dice el comisario.

—¿No quiere esperar al café? Se está usted quedando sin voz por momentos.

Justo en ese momento el ayudante de Berganza aparece con tres vasos de plástico.

* * *

Varela está un poco tenso, pero como no se le indica otra cosa sigue al comisario que a su vez sigue a Prades y Berganza hacia el ascensor. Vuelven a atravesar la recepción en dirección de salida y caminan por el exterior de la nave hasta el extremo opuesto a las oficinas, donde el asfaltado gira hacia un barrizal cruzado por profundas roderas. El comisario piensa que aquello parece el ano del edificio y, sin embargo, es probablemente su verdadera boca. Lo confirma cuando, tras dos grandes portones abiertos, queda a la vista el muelle de carga y un camión de ganado aparcado ante él. Huele a pocilga.

—Primera Parada del Vía Crucis —dice Berganza.

La caja del camión parado junto al muelle está dividida en dos pisos enrejados. El comisario se acerca a los barrotes del inferior agachándose un poco. El hedor es intenso, sólo le echa un vistazo al suelo cubierto de paja sucia que limita la jaula de un metro de altura, compartimentada en varias secciones. Varela asoma también la nariz y la retira enseguida.

—¿Los restos de las uñas coinciden con la paja del camión? —pregunta el comisario.

—En apariencia sí —dice Prades—. Como ve la hay por todas partes en esta zona, pero en el suelo está muy rota y manchada de barro. Y en el cadáver he encontrado tanto briznas manchadas como limpias. En los barrotes de las jaulas han aparecido muchas huellas, pero naturalmente pueden ser las del conductor habitual que las abre y las cierra. Veremos.

—Si llegó viva en un camión, debería haber encontrado contusiones importantes... —dice el comisario—. No creo que una mujer de esa edad y constitución pueda mantener el equilibrio en la caja de un camión en marcha, y menos metida a cuatro patas en una jaula.

—Eso a menos que hubiera hecho el viaje apretada entre cuatro o cinco cerdos —dice Berganza—. Antes hemos hecho el recorrido dos veces, la primera con el propietario, nuestro amigo el poeta del Porsche, y la segunda con el matarife del pelo azul; y por cierto que tienen visiones muy distintas de cómo funciona el asunto... Según el matarife, los transportistas procuran agrupar el máximo de animales en el mismo compartimento, en parte para ahorrarse el trabajo de cambiar la paja del camión entero, pero también porque así las bestias se dan menos golpes contra los barrotes. Parece ser que si un cerdo llega muerto no se factura.

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