En el principio fue la línea de comandos (7 page)

BOOK: En el principio fue la línea de comandos
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El siguiente panel muestra a un
homo sapiens
bigotudo derribando el Árbol de la Vida con una cimitarra y a animales huyendo en todas direcciones. El panel que va después muestra al errado humano golpeado por un tsunami, parte de un Diluvio presumiblemente provocado por su estupidez.

El panel final muestra al Brote de la Vida que vuelve a crecer, pero ahora el Hombre ha abandonado su afilada arma y se ha unido a los demás animales, que lo rodean para ensalzarlo y adorarlo.

Es, en otras palabras, una profecía del
cuello de botella
: la situación, planteada habitualmente por los modernos ecologistas, de que el mundo se enfrentará pronto a un periodo de graves tribulaciones ecológicas que durarán unas pocas décadas o siglos y acabarán cuando encontremos un nuevo y armonioso
modus vivendi
con la Naturaleza.

En conjunto, el friso es una obra bastante brillante. Obviamente no es una antigua ruina india, y alguna persona o personas vivas merecen ser elogiadas. Pero no hay firmas en la reserva de caza de Maharajá en Disney World. No hay firmas en nada, porque arruinaría el efecto si largos créditos colgaran de cada ladrillo desgastado a medida, como en las películas de Hollywood.

Entre los guionistas de Hollywood, Disney tiene la reputación de ser una madrastra verdaderamente malvada. No resulta difícil ver por qué. Disney está en el negocio de los productos de ilusión sin fisuras —un espejo mágico que refleja el mundo mejor de lo que realmente es—. Pero un escritor está hablando literalmente a sus lectores, no sólo creando un ambiente o presentándoles algo donde mirar; y así como la interfaz de línea de comandos abre un canal mucho más directo y explícito entre usuario y máquina que la GUI, lo mismo sucede con palabras, escritor y lector.

La palabra, al final, es el único sistema para codificar los pensamientos —el único medio— que no es fungible, que se niega a disolverse en el torrente devorador de los medios electrónicos (los turistas más ricos en Disney World llevan camisetas con los nombres de diseñadores famosos impresos, porque los propios diseños pueden copiarse fácilmente y con impunidad. El único modo de fabricar ropa que no puede copiarse legalmente es imprimir palabras con copyright y marca registrada; una vez se ha dado ese paso, la ropa misma ya no importa realmente, y así una camiseta es tan buena como cualquier otra cosa. Las camisetas con palabras caras son ahora la insignia de la clase alta. Las camisetas con palabras baratas, o sin palabras, son para el común de los mortales).

Pero esta cualidad especial de las palabras y de la comunicación escrita tendría el mismo efecto sobre el producto de la Disney que un graffiti de spray sobre un espejo mágico. Así que la Disney lleva a cabo la mayor parte de su comunicación sin recurrir a las palabras, y en su mayor parte, no se echa de menos las palabras. Algunas de las propiedades más antiguas de la Disney, como Peter Pan, Winnie Pooh, y Alicia en el País de las Maravillas, salieron de libros. Pero los nombres de sus autores se mencionan raramente, si es que se mencionan, y no se pueden comprar los libros originales en la tienda Disney. Si se pudiera, parecerían viejos y extraños, como versiones muy raras de los originales más puros y auténticos de la Disney. Comparados con producciones más recientes como
La Bella y la Bestia
y
Mulan
, las películas de la Disney basadas en estos libros (en particular
Alicia en el País de las Maravillas
y
Peter Pan
) parecen profundamente extrañas, y no del todo apropiadas para niños. Lo cual es razonable, porque Lewis Carroll y J.M. Barrie eran hombres muy raros, y la naturaleza de la palabra escrita es tal que su rareza personal se filtra a través de todas las capas de
disneyficación
como rayos X a través de una pared. Probablemente, por esta misma razón, la Disney parece haber dejado de comprar libros y ahora encuentra sus temas y caracteres en los relatos tradicionales, que tienen la cualidad lapidaria y gastada por el tiempo de los antiguos bloques de piedra de las ruinas del Maharajá.

Si siguiéramos a esos turistas a sus casas, podríamos encontrar arte, pero sería el tipo de arte folclórico no firmado que venden en las tiendas de la Disney de tema africano y asiático. En general, sólo parecen estar cómodos con medios que han sido ratificados por su antigüedad, por su aceptación popular masiva o por ambas cosas.

En este mundo, los artistas son como los obreros anónimos y analfabetos que construyeron las grandes catedrales en Europa y luego desaparecieron en tumbas anónimas del cementerio. La catedral en conjunto es apabullante y conmovedora a pesar de, y posiblemente debido a, el hecho de que no tenemos ni idea de quién la construyó. Cuando caminamos por ella comulgamos no con obreros individuales sino con toda una cultura.

Disney World funciona del mismo modo. Si se es un intelectual, un lector o un escritor de libros, lo más amable que se puede decir al respecto es que la ejecución es soberbia. Pero resulta fácil encontrarlo todo un poco siniestro, porque falta algo: la traducción de todo su contenido a palabras escritas, claras y explícitas, las atribución de las ideas a personas específicas. No se puede discutir con ello. Parece como si se estuviera pasando por alto un montón de cosas, como si Disney World nos estuviera engañando, y posiblemente colándonos todo tipo de asunciones ocultas y pensamiento débil.

Pero esto es exactamente lo mismo que se pierde en la transición de la interfaz de línea de comandos a la GUI.

La Disney y Apple/Microsoft están en el mismo negocio: cortocircuitar la laboriosa y explícita comunicación verbal con interfaces de diseño caro. La Disney es una especie de interfaz de usuario en sí misma —y más que meramente gráfica—. Llamémosla
interfaz sensorial
. Puede aplicarse a cualquier cosa en el mundo, real o imaginada, aunque a un precio apabullante.

¿Por qué rechazamos las interfaces basadas en la palabra, y preferimos las gráficas o sensoriales —una tendencia que explica el éxito tanto de Microsoft como de la Disney?

Parte de ello es simplemente que el mundo es ahora muy complicado —mucho más complicado que el mundo de los cazadores-recolectores con el cual evolucionaron nuestros cerebros— y sencillamente no podemos manejar todos los detalles. Tenemos que delegar. No tenemos más opción que confiar en algún artista anónimo de la Disney o en algún programador de Apple o Microsoft para que elijan por nosotros, nos libren de algunas opciones y nos den un resumen convenientemente empaquetado.

Pero más importante es el hecho de que durante este siglo el intelectualismo falló, y todo el mundo lo sabe. En lugares como Rusia y Alemania, la gente común renunció a su control sobre los modos de vida tradicionales, costumbres y religión, y permitió que los intelectuales llevaran el cotarro, y los intelectuales lo estropearon todo y convirtieron el siglo en un matadero. Aquellos intelectuales de tanta palabrería solían percibirse como algo meramente tedioso; ahora también parecen algo peligrosos.

Los estadounidenses somos los únicos que no salimos malparados en ningún momento de todo esto. Somos libres y prósperos porque heredamos sistemas políticos y de valores fabricados por un conjunto dado de intelectuales del siglo XVIII que por casualidad acertaron. Pero hemos perdido contacto con esos intelectuales, y con cualquier cosa parecida al intelectualismo, hasta el punto de no leer libros ya, aunque sabemos leer. Estamos mucho más cómodos transmitiéndoles esos valores a las generaciones futuras de forma no-verbal, mediante el proceso de inmersión mediática. Parece que esto funciona hasta cierto punto, porque la policía en muchos países ahora se queja de que los arrestados insisten en que les lean sus derechos, como en las películas de policías estadounidenses. Cuando se les explica que están en un país diferente, se indignan. Puede que las reposiciones de Starsky y Hutch, dobladas a diversas lenguas, resulten ser, a largo plazo, una fuerza más potente en favor de los derechos humanos que la Declaración de Independencia.

Una cultura enorme, rica y nuclear que propaga sus valores nucleares mediante la inmersión mediática parece una mala idea. Está el riesgo obvio de errar. Las palabras son el único medio inmutable que tenemos, que es el motivo por el cual son el vehículo preferido para conceptos extremadamente importantes como los Diez Mandamientos, el Corán y la Declaración de Derechos. A menos que los mensajes transmitidos por nuestros medios vayan ligados a algún conjunto fijo de preceptos, pueden desperdigarse por doquier y posiblemente llenar la mente de la gente de estupideces.

Orlando tenía una base militar llamada McCoy Air Force Base, con largas pistas desde las que podían despegar los B52 para llegar a Cuba o a cualquier otro lugar, cargados de bombas nucleares. Pero ahora McCoy ha sido desmantelada y sus instalaciones se han destinado a otros fines. El aeropuerto civil de Orlando las ha absorbido. Las largas pistas se usan ahora para descargar turistas llegados en vuelos 747 desde Brasil, Italia, Rusia y Japón, afin de que vengan a Disney World y empaparse de nuestros medios durante un tiempo.

Para las culturas tradicionales, especialmente las basadas en la palabra como el Islam, esto resulta infinitamente más amenazante de lo que lo fueron jamás los B52. Resulta obvio para cualquiera fuera de los Estados Unidos que nuestras archimuletillas, multiculturalismo y diversidad, son fachadas que encubren (en muchos casos involuntariamente) una tendencia global a erradicar las diferencias culturales. El pilar básico del multiculturalismo (o de «honrar la diversidad», o como se quiera llamarlo) es que las personas tienen que dejar de juzgarse unas a otras —dejar de aseverar (y, gradualmente, dejar de creer) que esto está bien y esto está mal, que una cosa es fea y otra hermosa, que Dios existe y tiene estas o aquellas cualidades.

La lección que la mayor parte de la gente ha extraído del siglo XX es que, para que un gran número de diferentes culturas coexistan pacíficamente en el globo (o incluso en el barrio), es necesario que la gente suspenda el juicio de este modo. De ahí (argumento) nuestra sospecha, u hostilidad, respecto de todas las figuras de autoridad en la cultura moderna. Como explicó David Foster Wallace en su ensayo
E Unibus Pluram
, este es el mensaje fundamental de la televisión; es el mensaje que la gente se lleva a casa, de cualquier modo, tras llevar inmersos en los medios el tiempo suficiente. No está expresado en esos términos altisonantes, claro. Se transmite a través de la presunción de que todas las guras de autoridad —maestros, generales, policías, sacerdotes, políticos— son bufones hipócritas, y que el cinismo descreído es el único modo de ser.

El problema es que una vez que nos hemos librado de la capacidad de juzgar lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, etc., ya no queda cultura. Todo lo que queda son los bailes folclóricos y el macramé. La capacidad de juicio, de creencia, es el fin mismo de tener una cultura. Creo que por eso aparecen a veces tipos con metralletas en lugares como Luxor, y empiezan a disparar a los occidentales. Entienden perfectamente la lección de la base aérea McCoy. Cuando los hijos llegan con gorras ladeadas de los Chicago Bulls, los padres enloquecen.

La anticultura global transmitida a todos los rincones del mundo por la televisión es una cultura en sí misma, y según los estándares de grandes y antiguas culturas como el Islam o Francia, parece inmensamente inferior, al menos al principio. Los único bueno que se puede decir de ella es que hace que guerras mundiales y holocaustos parezcan menos probables —¡y de hecho eso es algo bastante bueno!

El único problema real es que cualquiera que no tenga más cultura que esta monocultura global está completamente jodido. Cualquiera que crezca viendo la televisión, que nunca vea nada de religión o filosofía, se críe en una atmósfera de relativismo moral, aprenda ética viendo escándalos sexuales en el telediario, y vaya a una universidad donde los posmodernos se desviven por demoler las nociones tradicionales de verdad y cualidad, va a salir al mundo como un ser humano bastante incapaz. Y —de nuevo— tal vez el fin de todo esto es hacernos incapaces, de modo que no nos bombardeemos mutuamente con armas nucleares.

Por otro lado, si te crías en el ámbito de una cultura dada, acabas con un conjunto básico de herramientas que se pueden usar para pensar y comprender el mundo. Puedes usar esas herramientas para rechazar la cultura en que te criaste, pero al menos tienes algunas herramientas.

En este país, la gente que lleva el cotarro —los que llenan los bufetes y las juntas directivas— comprende todo esto a cierto nivel. Apoyan el multiculturalismo y la diversidad y la suspensión del juicio de boquilla, pero no educan a sus propios hijos así. Tengo amigos altamente educados y técnicamente sofisticados que se han mudado a pequeñas ciudades de Iowa para vivir y criar a sus hijos, y hay enclaves judíos
hasidim
en Nueva York donde muchos niños se crían según creencias tradicionales. Cualquier comunidad suburbana puede considerarse un lugar donde personas que tienen ciertas creencias (básicamente implícitas) van a vivir entre otros que piensan de igual manera.

Y esta gente no sólo se siente responsable respecto a sus propios hijos, sino con el país en general. Algunos miembros de la clase alta son viles y cínicos, por supuesto, pero muchos pasan al menos parte de su tiempo preocupándose por la dirección en que va el país, y sus propias responsabilidades. Y así, cuestiones que son importantes para los intelectuales lectores de libros, como el colapso ambiental global, acaban por filtrarse a través de la cultura de masas y aparecen como antiguas ruinas hindúes en Orlando.

Puede que se estén preguntando: ¿qué narices tiene que ver todo esto con los sistemas operativos? Como ya he dicho, no hay modo de explicar la dominación del mercado de sistemas operativos por Apple/Microsoft sin explicaciones culturales, así que no puedo llegar a ninguna parte en este ensayo sin hacerles saber antes de dónde vengo en lo que concierne a la cultura contemporánea.

La cultura contemporánea es un sistema de dos niveles, como los morlocks y los eloi de
La máquina del tiempo
, de H.G. Wells, salvo que está del revés. En
La máquina del tiempo
, los eloi eran la amanerada clase alta, mantenida por montones de morlocks subterráneos que hacían que los engranajes tecnológicos se movieran. Pero en nuestro mundo es al revés. Los morlocks son minoría, y hacen que las cosas se muevan porque comprenden cómo funciona todo. Los mucho más numerosos eloi aprenden todo lo que saben por verse inmersos desde su nacimiento en medios electrónicos dirigidos y controlados por los morlocks lectores de libros. Así que muchas personas ignorantes serían peligrosas si se las apuntara en la dirección equivocada, con lo cual hemos desarrollado una cultura popular que a) es increíblemente infecciosa y b) neutraliza a toda persona que se ve infectada, haciéndolos reticentes a emitir juicios e incapaces de tomar posiciones.

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