En el principio fue la línea de comandos (8 page)

BOOK: En el principio fue la línea de comandos
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Los morlocks, que tienen la energía e inteligencia como para aprehender los detalles, van y dominan temas complejos y producen
interfaces sensoriales
tipo Disney, de tal modo que los eloi puedan entender el meollo sin tener que forzar la mente o soportar el aburrimiento. Esos morlocks van a la India y tediosamente exploran cientos de ruinas, luego vuelven a casa y construyen versiones higiénicas y sin bichos: el
Selecciones del Reader's Digest
, por así decir. Esto cuesta un montón, porque los morlocks insisten en que les den buen café y billetes de avión en primera, pero no es problema porque a los eloi les gusta que los deslumbren y pagarán gustosos.

Me doy cuenta de que la mayor parte de esto probablemente suena desdeñoso y amargado hasta el absurdo: el típico intelectual pijo con un berrinche por culpa de esos filisteos analfabetos. Como si yo fuera una especie de Moisés bajando solo de la montaña, con las tablas de los Diez Mandamientos grabadas en piedra inmutable —la interfaz de línea de comandos original— y cabreándose con los débiles hebreos no iluminados que adoran imágenes. No sólo eso, sino que parece que creo que hay una especie de teoría de la conspiración.

Pero eso no es lo que quiero decir con todo esto. La situación que describo aquí podría ser mala, pero no tiene por qué ser mala, y no es necesariamente mala ahora.

La cuestión es que, sencillamente, estamos demasiado ocupados hoy en día como para comprenderlo todo con detalle. Y es mejor comprenderlo por una interfaz, oscuramente, que no comprenderlo en absoluto. Mejor que diez millones de eloi vayan al Safari por el Kilimanjaro en Disney World que no que mil cirujanos cardiovasculares y directivos de aseguradoras vayan de safari auténtico por Kenia. La frontera entre ambas clases es más porosa de lo que he dado a entender. Constantemente me encuentro con tipos normales —albañiles, mecánicos, taxistas, gente de a pie en general— que básicamente carecían de cultura hasta que algo hizo necesario que se convirtieran en lectores y empezaran a pensar en serio acerca de las cosas. Tal vez tuvieron que vérselas con el alcoholismo, tal vez fueron a la cárcel, o enfermaron, o sufrieron una crisis de fe, o simplemente se aburrieron. Tales personas pueden aprender sobre temas particulares a toda prisa. A veces su falta de una educación amplia les lleva a acometer empresas intelectuales desquiciadas pero bueno, al menos la empresa intelectual desquiciada es un buen ejercicio. El fantasma de una política controlada por los caprichos y veleidades de los votantes que creen realmente que hay diferencias significativas entre las cerveza Bud Lite y Miller Lite, y que creen que la lucha libre es real, es naturalmente alarmante para aquellos que no lo creen. Pero los países controlados mediante la interfaz de la línea de comandos, por así decirlo, por sesudos intelectuales, ya sean religiosos o seculares, son por lo general tristes lugares donde vivir. La gente sofisticada se burla de los entretenimientos disneyescos por facilones y asacarinados, pero si el resultado es provocar reflejos básicamente cálidos y simpáticos a nivel preverbal en cientos de millones de iletrados inmersos en los medios, no pueden ser tan malos. Anoche matamos una langosta en nuestra cocina y mi hija lloró durante una hora. Los japoneses, que solían ser el pueblo más feroz del mundo, están obsesionados con adorables personajes de dibujos animados. Mi propia familia —la gente que mejor conozco— está dividida de modo más o menos equitativo entre personas que probablemente lean este ensayo y personas que casi con toda certeza no lo hará, y no puedo decir a ciencia cierta que un grupo sea necesariamente más cálido, feliz o mejor adaptado que el otro.

Morlocks y Eloi al teclado

En los tiempos de la interfaz de línea de comandos, los usuarios eran todos morlocks que tenían que convertir sus pensamientos en símbolos alfanuméricos e introducirlos a mano, un proceso insufriblemente tedioso que eliminaba toda ambigüedad, revelaba todas las asunciones ocultas y castigaba cruelmente la pereza y la imprecisión. Entonces los hacedores de interfaces se pusieron a trabajar en sus GUI, e introdujeron una nueva capa semiótica entre la gente y las máquinas. Las personas que usan tales sistemas han renunciado a la responsabilidad, y al poder, de enviar bits directamente al chip que lleva a cabo la aritmética, y le han pasado esa responsabilidad y poder al sistema operativo. Esto resulta tentador porque dar instrucciones claras, a alguien o a algo, es difícil. No podemos hacerlo sin pensar y, dependiendo de la complejidad de la situación, debemos pensar intensamente en cosas abstractas y considerar cualquier número de ramificaciones para hacerlo bien. Para la mayoría de nosotros, esto es una ardua tarea. Queremos que las cosas sean más fáciles. La medida de cuánto lo queremos viene dada por el grueso de la fortuna de Bill Gates.

El sistema operativo (por tanto) se ha convertido en una especie de instrumento para ahorrarse trabajo intelectual, que traduce las intenciones vagamente expresadas de los humanos a bits. De hecho, les pedimos a nuestros ordenadores que tomen responsabilidades que siempre se han considerado propias de seres humanos: queremos que comprendan nuestros deseos, que prevean nuestras necesidades, que establezcan conexiones, que desempeñen tareas rutinarias sin necesidad de pedírselo, que nos recuerden lo que tendría que recordársenos a la vez que filtran el ruido. En los niveles más elevados (es decir, más próximos al usuario) esto tiene lugar mediante una serie de convenciones —menús, botones, etc.—. Estas funcionan en el sentido en que funcionan las analogías: ayudan a los eloi a comprender conceptos abstractos o poco familiares comparándolos con algo conocido. Pero se usa el término más pretencioso de
metáfora
.

El concepto que lo englobaba todo en MacOS era la «metáfora del escritorio», que subsumía cierto número de metáforas menores (y a menudo contradictorias, o al menos mezcladas). Con una GUI, un archivo (frecuentemente llamado «documento») se metafrasea como una ventana en pantalla (al que se denomina «escritorio»). La ventana siempre es demasiado pequeña para contener el documento, así que uno «se mueve» o, más pretenciosamente, «navega» por el documento «pinchando y arrastrando» el «dedo» en la «barra de desplazamiento». Cuando se «teclea» (usando un teclado) o «dibuja» (usando un «ratón») en la «ventana» o se usan «menús» desplegables y «cuadros de diálogo» para manipular sus contenidos, los resultados del trabajo se almacenan (al menos en teoría) en un «archivo», y luego la misma información se recupera en otra «ventana». Cuando ya no se necesita, se «arrastra» a la «papelera».

Hay una mezcla masiva y promiscua de metáforas aquí y podría deconstruirla hasta que las ranas criaran pelo, pero no lo haré. Considérese sólo una palabra: «documento». Cuando documentamos algo en el mundo real, creamos registros fijos, permanentes e inmutables de ello. Pero los documentos de un ordenador son volátiles, efímeras constelaciones de datos. A veces (como cuando se abren o guardan), el documento que aparece en la ventana es idéntico al que está almacenado, bajo el mismo nombre, en un archivo de disco, pero otras veces (como cuando se hacen cambios sin guardarlos), es completamente diferente. En cualquier caso, cada vez que se pulsa «Guardar», se aniquila la versión previa del documento, reemplazándola por lo que quiera que aparezca en la ventana en ese momento. Así que, incluso la palabra
guardar
, se usa en un sentido que es grotescamente engañoso: «destruir una versión, guardar otra» sería más exacto.

Cualquiera que use un procesador de textos durante mucho tiempo inevitablemente sufrirá la experiencia de emplear horas de trabajo en un documento largo y luego perderlo porque el ordenador falla o se corta la luz. Hasta el momento en que desaparece de pantalla, el documento parece tan sólido y real como si estuviera impreso en papel y tinta. Pero un momento después, sin avisar, se ha esfumado, completa e irremediablemente, como si nunca hubiera existido. El usuario queda con una sensación de desorientación (por no hablar del cabreo) proveniente de un trasquilón metafórico: uno se da cuenta de que ha estado viviendo y pensando dentro de una metáfora que es esencialmente falsa.

Así que las interfaces gráficas usan metáforas para hacer que la informática resulte más fácil, pero son malas metáforas. Aprender a usarlas es esencialmente un juego de palabras, el proceso de aprender nuevas definiciones de palabras como «ventana» y «documento» y «guardar», que son diferentes, y en muchos casos diametralmente opuestas a las antiguas. Por muy improbable que parezca, esto ha salido muy bien, al menos desde el punto de vista comercial, lo cual significa que Apple/Microsoft han hecho mucho dinero con ello. Todos los otros sistemas operativos modernos han aprendido que, para ser aceptados por los usuarios, han de ocultar sus entrañas bajo el mismo tipo de adornos. Esto tiene ciertas ventajas: si se sabe usar un sistema operativo de GUI, probablemente se puede deducir cómo usar cualquier otro en pocos minutos. Todo funciona de modo algo distinto, como las cañerías europeas pero, enredando un poco, se puede escribir una nota y navegar por la red.

La mayor parte de la gente que compra sistemas operativos (si es que se molestan en comprarlo) no comparan las funciones subyacentes, sino el aspecto y sensación superficiales. El comprador medio de un sistema operativo no paga realmente, y no le interesa especialmente, el código de bajo nivel que asigna memoria y escribe bytes en el disco. Lo que compramos realmente es un sistema de metáforas. Y —mucho más importante— a lo que nos vendemos es al presupuesto implícito de que las metáforas son un buen modo de tratar con el mundo.

Desde hace poco se ha vuelto disponible un montón de nuevo hardware que les proporciona a los ordenadores numerosos modos interesantes de afectar al mundo real: hacer que las impresoras escupan papel, dirigir haces radiactivos hacia enfermos de cáncer, crear películas realistas sobre el Titanic. Windows se usa ahora como sistema operativo para cajas registradoras y cajeros automáticos. El sistema de mi televisión por satélite emplea una especie de GUI (interfaz gráfica) para cambiar de canal y mostrar guías de programas. Los modernos teléfonos móviles llevan una cruda GUI metido en una diminuta pantalla. Incluso Lego tiene una GUI: se puede comprar un juego de Lego llamado Mindstorms que permite construir pequeños robots Lego y programarlos mediante una GUI en el ordenador.

Así que ahora le pedimos a la GUI que haga mucho más que servir de máquina de escribir glorificada. Ahora queremos que se convierta en una herramienta generalizada para tratar con la realidad. Esto ha hecho que las compañías que viven de sacar nueva tecnología al mercado de masas vivan una bonanza económica.

Obviamente, no se puede vender un complicado sistema tecnológico a la gente sin algún tipo de interfaz que les permita usarlo. La dinamo de combustión interna fue una maravilla tecnológica en su época, pero era inútil como bien de consumo hasta que le conectaron una palanca de cambios, transmisión, volante y frenos. Esa extraña colección de cacharros, que sobrevive hasta nuestros días en cada coche que surca las carreteras, constituye lo que hoy llamaríamos una interfaz de usuario. Pero si los coches se hubieran inventado después que los Macintosh, los fabricantes de coches no se habrían molestado en diseñar todos esos complicados dispositivos. Tendríamos una pantalla de ordenador por salpicadero, y un ratón (o como mucho un joystick) por volante, y cambiaríamos de marchas desplegando un menú:

APARCAR

MARCHA ATRÁS

PUNTO MUERTO

3

2

1

Ayuda...

Así, unas pocas líneas de código pueden sustituir cualquier interfaz mecánica imaginable. El problema es que en muchos casos el sustituto es defectuoso. Conducir un coche mediante una GUI sería una experiencia horrible. Incluso si la GUI estuviera totalmente libre de fallos, sería increíblemente peligroso, porque los menús y botones sencillamente no pueden responder tan bien como los controles mecánicos directos. El padre de mi amigo, el señor que restauraba el descapotable, nunca se habría tomado la molestia si hubiera ido equipado con una GUI. No habría sido divertido.

El volante y la palanca de cambios se inventaron en una era en la que la tecnología más complicada en la mayor parte de las casas era la batidora de mantequilla. Aquellos primeros fabricantes de coches tenían mucha suerte, ya que podían diseñar la interfaz que resultara más adecuada para la tarea de conducir un automóvil, y la gente la aprendía. Lo mismo sucedió con el teléfono de marcado y la radio AM. Ya en la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de la gente conocía varias interfaces: no sólo podían batir mantequillas, sino también conducir un coche, marcar en el teléfono, conectar la radio, encender un mechero y cambiar una bombilla.

Pero ahora cualquier cosita —relojes de pulsera, vídeos, hornillos— está lleno de funcionalidades, y cada funcionalidad es inútil sin interfaz. Si usted es como yo y como la mayoría de consumidores, nunca ha usado el noventa por ciento de las funcionalidades de su microondas, vídeo o teléfono móvil. Ni siquiera sabe que estas funcionalidades existen. El pequeño beneficio que podrían aportarle queda anulado por la pura molestia de tener que aprenderlas. Esto debe de ser un gran problema para los fabricantes de bienes de consumo, porque no pueden competir sin ofrecer características.

Ya no es aceptable que los ingenieros inventen toda una nueva interfaz de usuario para cada nuevo producto, como hicieron en el caso del automóvil, en parte porque resulta demasiado caro y en parte porque hay un límite en lo que puede aprender la gente normal. Si el vídeo se hubiera inventado hace cien años, tendría una ruedecita para la sintonización y una palanca para avanzar y rebobinar, y una gran asa de hierro forjado para cargar o expulsar los cassettes. Llevaría un gran reloj analógico delante, y habría que ajustar la hora moviendo las manillas en la esfera. Pero debido a que el vídeo se inventó cuando se inventó —durante una especie de incómodo periodo de transición entre la era de las interfaces mecánicas y las GUI— tiene sólo unos cuantos botones delante y, para fijar la hora, hay que pulsar los botones de modo correcto. Esto le debe de haber parecido bastante razonable a los ingenieros responsables, pero para muchos usuarios es sencillamente imposible. De ahí el famoso 12:00 que parpadea en tantos vídeos. Los informáticos lo llaman el
problema del doce parpadeante
.

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