En el principio fue la línea de comandos (9 page)

BOOK: En el principio fue la línea de comandos
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Cuando hablan de ello, empero, no suelen estar hablando de vídeos.

Los vídeos modernos habitualmente tienen algún tipo de programación en pantalla, lo cual significa que se puede fijar la hora y controlar las demás funcionalidades mediante una especie de GUI primitivo. Los GUI también tienen botones virtuales, claro, pero también tienen otros tipos de controles virtuales, como botones de radio, casillas que tachar, espacios para introducir textos, esferas y barras. Las interfaces compuestas de estos elementos parecen ser mucho más fáciles para muchas personas que pulsar esos botoncitos en la máquina, y así el propio 12:00 parpadeante está desapareciendo lentamente de los salones de Estados Unidos. El
problema del doce parpadeante
ha pasado a otras tecnologías.

Así que la GUI ha pasado de ser una interfaz para ordenadores personales a convertirse en una especie de metainterfaz que se emplea en cualquier nueva tecnología de consumo. Raramente es ideal, pero tener una interfaz ideal o incluso buena ya no es la prioridad; lo importante ahora es tener algún tipo de interfaz que los clientes usen realmente, de tal modo que los fabricantes puedan afirmar con toda seriedad que ofrecen nuevas posibilidades.

Queremos GUI básicamente porque son convenientes y porque son fáciles —o al menos la GUI hace que así parezca—. Por supuesto, nada es realmente fácil y simple, y poner una bonita interfaz no cambia ese hecho. Un coche controlado a través de una GUI sería más fácil de conducir que uno controlado por los pedales y el volante, pero sería increíblemente peligroso.

Al usar GUI todo el tiempo, hemos aceptado sin darnos cuenta una premisa que pocas personas aceptarían si se les planteara directamente, a saber: que las cosas difíciles pueden hacerse fáciles, y las complicadas pueden volverse simples, acoplándoles la interfaz adecuada. Para comprender lo raro que es todo esto, imagínense que las críticas de libros se escribieran según el mismo sistema de valores que aplicamos a las interfaces de usuario: la escritura de este libro es maravillosamente simple; el autor pasa por encima de temas complicados y emplea generalizaciones ramplonas casi en cada oración. Los lectores rara vez tendrán que pensar, y se les ahorrará toda la dificultad y el tedio generalmente asociados con la lectura de libros anticuados. Mientras nos limitemos a operaciones sencillas como fijar la hora en nuestro vídeo, no es para tanto. Pero cuando tratamos de hacer cosas más ambiciosas con nuestra tecnología, inevitablemente nos topamos con el problema de «el trasquilón metafórico».

El trasquilón metafórico

Empecé a usar Microsoft Word en cuanto sacaron la primera versión en torno a 1985. Tras algunos problemas iniciales descubrí que era mejor herramienta que MacWrite, que era su único competidor en aquel momento. Escribí un montón de cosas en versiones tempranas de Word, guardándolo todo en disquetes, y transferí los contenidos de todos mis disquetes a mi primer disco duro, que adquirí en torno a 1987. A medida que salían nuevas versiones de Word yo actualizaba fielmente, razonando que como escritor tenía sentido que me gastara una cierta cantidad de dinero en herramientas.

En algún momento, a mediados de los ochenta, traté de abrir uno de mis antiguos documentos Word que databa más o menos de 1985 usando la versión entonces vigente de Word: 6.0. No funcionó. Word 6.0 no reconocía un documento creado por una versión anterior de sí mismo. Abriéndolo como archivo de texto, pude recuperar las secuencias de letras que constituían el texto del documento. Mis palabras seguían allí. Pero el formato parecía pasado por un colador —las palabras que yo había escrito iban interrumpidas por cuadros rectangulares vacíos y basura.

Ahora bien, en el contexto de una empresa (el principal mercado de Word) este tipo de cosa sólo es una molestia —uno de los problemas rutinarios que comporta usar ordenadores—. Es fácil comprar programitas de conversión de archivos que se ocupan de este problemas. Pero si eres un escritor, cuyo oficio son las palabras, cuya identidad profesional es un corpus de documentos escritos, este tipo de cosa resulta extremadamente desasosegante. En mi tipo de trabajo hay muy pocos presupuestos establecidos, pero uno de ellos es que una vez escribes una palabra, queda escrita y no puede
desescribirse
. La tinta mancha el papel, el escoplo corta la piedra, el estilo marca la arcilla y algo ha sucedido irrevocablemente (mi cuñado es un teólogo que lee tablillas en cuneiforme de hace 3250 años —puede reconocer la escritura de algunos escribas individuales, e identificarlos por su nombre—). Pero el software de procesamiento de textos —particularmente el tipo que emplea formatos de archivo especiales y complejos— tiene el sobrenatural poder de
desescribir
las cosas. Un pequeño cambio en los formatos de archivo, o unos pocos bits revueltos, y la producción literaria de meses o años puede dejar de existir.

Esto era técnicamente un fallo de la aplicación (Word 6.0 para Macintosh), no del sistema operativo (MacOS 7 punto algo), así que el blanco inicial de mi enfado fueron los responsables de Word. Por otro lado, yo podía haber elegido la opción
guardar como texto
en Word y haber guardado todos mis documentos como simples telegramas, y este problema no habría surgido. Por el contrario, me había dejado seducir por todas esas vistosas opciones de formateo que ni siquiera existían hasta que las GUIs aparecieron y las hicieron practicables. Había caído en el hábito de usarlas para que mis documentos tuvieran un bonito aspecto (tal vez más bonito del que merecían; todos esos viejos documentos en los disquetes resultaron ser más o menos una porquería). Ahora estaba pagando el precio de mi autoindulgencia. La tecnología había avanzado y hallado maneras de que mis documentos parecieran aún más bonitos, y la consecuencia de ello era que todos los viejos y feos documentos habían dejado de existir.

Era —si me disculpan una pequeña y extraña fantasía durante un momento— como si hubiera ido a alojarme en un hotel exquisitamente diseñado, poniéndome en manos de los antiguos maestros de la
interfaz sensorial
, me hubiera sentado en mi habitación y hubiese escrito una historia con un bolígrafo en papel amarillo y, al volver de la cena, me hubiese encontrado con que la doncella se había llevado mi trabajo y en su lugar había dejado una pluma y una resma de pergamino —explicando que la habitación tenía mucho mejor aspecto así y era todo parte de una actualización rutinaria—. Pero escritas en aquellas hojas de papel, en impecable ortografía, habría largas secuencias de palabras escogidas al azar del diccionario. Espantoso, cierto, pero legalmente no podría demandar a la dirección, porque al alojarme en ese hotel había dado mi consentimiento para ello. Había entregado mis credenciales de morlock y me había convertido en un eloi.

Linux

A finales de los años ochenta y principios de los noventa me pasé un montón de tiempo programando para Macintosh, y al final decidí pagar varios cientos de dólares por un producto de Apple llamado el Macintosh Programmer's Workshop, o MPW. MPW tenía competidores, pero era incuestionablemente el mejor sistema de desarrollo de software para el Mac. Los propios ingenieros de Apple solían escribir código Macintosh con él. Puesto que MacOS era con mucho el sistema operativo más desarrollado tecnológicamente en aquel momento, y puesto que Linux ni siquiera existía todavía, y puesto que este era el programa que usaba de hecho el equipo de ingenieros creativos de elite de Apple, tenía grandes expectativas. Venía en una pila de disquetes de un pie de alto, así que tuve tiempo para que mi emoción creciera durante el interminable proceso de instalación. La primera vez que inicié MPW, probablemente me esperaba algún tipo de quisquilloso muestrario multimedia. Por el contrario, era austero, casi hasta el punto de resultar intimidatorio. Era una ventana desplazable en la que se podía escribir texto simple, sin formato. El sistema interpretaba entonces esas líneas de texto como comandos, y trataba de ejecutarlos.

Era, en otras palabras, un teletipo de vidrio ejecutando una interfaz de línea de comandos. Venía con todo tipo de comandos crípticos pero potentes, que podían invocarse tecleando sus nombres, y que sólo gradualmente aprendí a usar. Sólo algunos años después, cuando empecé a enredar con Unix, comprendí que la interfaz de línea de comandos encarnada en MPW era una recreación de Unix.

En otras palabras, lo primero que habían hecho los hackers de Apple cuando consiguieron que MacOS fuese funcional —posiblemente
antes
de que lo fuera— había sido recrear la interfaz de Unix, para poder hacer algún trabajo útil. En aquel momento, mi mente no daba para entender esto pero, en lo que concernía a los hackers de Apple, la muy pregonada Interfaz Gráfica de Usuario del Mac era un impedimento, algo a evitar incluso antes de que el aparatito saliera siquiera al mercado.

Incluso antes de que mi PowerBook fallara y destruyera mi gran archivo en julio de 1995, había habido señales de peligro. Un viejo amigo mío, que crea y lleva compañías de alta tecnología en Boston, había desarrollado un producto comercial usando el Macintosh. Básicamente el Mac funcionaba como terminal gráfico de alto rendimiento, escogido por su bonita interfaz de usuario, que daba al usuario acceso a una gran base de datos de información gráfica almacenada en una red de ordenadores mucho más potentes, pero de uso menos orientado al usuario. Este tipo era la segunda persona que llamó mi atención sobre el Macintosh, por cierto, y a mediados de los ochenta compartíamos la emoción de ser expertos en alta tecnología y de usar la tecnología Apple en un mundo de tontainas usuarios de DOS. Las primeras versiones del sistema de mi amigo funcionaron bien pero, cuando se unieron varias máquinas a la red, empezaron a producirse misteriosos fallos; a veces todo el sistema sencillamente se detenía. Era uno de esos fallos que no podían reproducirse fácilmente. Finalmente se dieron cuenta de que estos errores del sistema se producían cada vez que un usuario, buscando algo en los menús, mantenía el botón del ratón pulsado durante más de dos segundos.

Básicamente, el MacOS sólo podía hacer una cosa por vez. Desplegar un menú en la pantalla es una cosa. Así que cuando de desplegaba un menú, el Macintosh no era capaz de hacer nada más hasta que el usuario indeciso soltaba el botón.

Esto no es algo tan terrible en una máquina de un solo usuario y un solo proceso (aunque es una cosa bastante mala), pero es un desastre en una máquina que forma parte de una red, porque formar parte de una red conlleva algún tipo de interacción continua de bajo nivel con otras máquinas. Al no responder a la red, el Mac provocó un fallo en todo el sistema de red.

Para trabajar con otros ordenadores, y con diferentes tipos de hardware, un sistema operativo ha de ser incomparablemente más potente que MS-DOS y que el MacOS original. El único modo de conectarse con Internet que merece la pena tomarse en serio es PPP, el Protocolo Punto-a-Punto, que (no importan los detalles) convierte a su ordenador —temporalmente— en un miembro de pleno derecho de la Internet Global, con su propia dirección única, y diversos privilegios, poderes y responsabilidades. Técnicamente, significa que su máquina ejecuta el protocolo TCP/IP, que, brevemente, se basa en el envío de paquetes de datos, en ningún orden en particular, y en momentos impredecibles, siguiendo un inteligente y elegante conjunto de reglas. Pero enviar un paquete de datos es una cosa, así que un sistema operativo que sólo pueda hacer una cosa por vez no puede formar parte de Internet y hacer otra cosa simultáneamente. Cuando se inventó TCP/IP, ejecutarlo era un honor reservado a los Ordenadores Serios —
mainframes
y miniordenadores de alta potencia usados en contextos técnicos y comerciales—, así que el protocolo está diseñado con el presupuesto de que cada ordenador que lo usa es una máquina seria, capaz de hacer muchas cosas a la vez. Hablando pronto y mal, una máquina Unix. Ni MacOS ni MS-DOS se construyeron originalmente pensando en eso, así que cuando Internet se puso caliente, hubo que llevar a cabo cambios radicales.

Cuando mi PowerBook me partió el corazón y cuando Word dejó de reconocer mis antiguos archivos, me pasé a Unix. La alternativa obvia a MacOS habría sido Windows. En realidad yo no tenía nada
contra
Microsoft, ni contra Windows. Pero ya resultaba bastante obvio que los antiguos sistemas operativos de PC estaban funcionando más allá de sus posibilidades y lo mostraban, así que tal vez era mejor evitarlos hasta que hubieran aprendido a caminar y mascar chicle al mismo tiempo.

El cambio tuvo lugar un día particular en el verano de 1995. Llevaba un par de semanas en San Francisco, usando mi PowerBook para trabajar en un documento. El documento era demasiado grande para caber en un solo disquete, así que no había realizado ninguna copia desde que salí de casa. El PowerBook se colgó y borró todo el archivo.

Sucedió justo cuando salía a visitar una compañía llamada Electric Communities, que en aquella época estaba en Los Altos. Me llevé mi PowerBook conmigo. Mis amigos en Electric Communities eran usuarios de Mac que tenían todo tipo de software para recuperar archivos y datos perdidos por fallos de disco, y estaba seguro de que podría recobrar la mayor parte del archivo.

Resultó que dos utilidades diferentes para la recuperación de datos por fallo del Mac fueron incapaces de hallar rastro alguno de que mi archivo había existido alguna vez. Estaba completa y sistemáticamente borrado. Peinamos el disco duro bloque a bloque, y encontramos fragmentos disjuntos de incontables archivos antiguos, descartados y olvidados, pero nada de lo que yo quería. El trasquilón metafórico fue especialmente brutal ese día. Fue algo así como ver cómo la chica de la que llevas diez años enamorado se mata en un accidente de tráfico, y luego estar presente en su autopsia, para darte cuenta de que bajo la ropa y el maquillaje era sólo carne y hueso.

Debí de vagar por los pasillos de la Electric Communities en una especie de fuga jungiana primaria, porque en aquel momento sucedieron tres cosas extrañamente sincrónicas.

1. Randy Farmer, cofundador de la compañía, llegó en una visita rápida con su familia (estaba recuperándose de una operación en la espalda en aquel momento). Traía noticias candentes: «Hoy han masterizado Windows 95.» Quería decir que el nuevo sistema operativo de Microsoft había sido colocado ese mismo día en un disco compacto especial conocido como el «master dorado», que se usaría para sacar trillones de copias, preparando su estruendoso lanzamiento unas pocas semanas después. Esta noticia fue recibida con fastidio por los empleados de Electric Communities, incluyendo uno que tenía la puerta del despacho llena de las viñetas y novedades habituales, por ejemplo.

2. Un cómic de Dilbert en el que Dilbert, el sufridor ingeniero de software de una empresa, se encuentra con un hombre barbudo y peludo de cierta edad, algo parecido a Santa Claus, pero más siniestro, y con cierta sorna. Dilbert reconoce a este hombre, por su apariencia y efecto, como un hacker de Unix, y reacciona con una cierta mezcla de nerviosismo, respeto y hostilidad. Dilbert realiza endebles intentos por meterse con el perturbador extraño durante un par de viñetas; el hacker de Unix le escucha con una especie de irritante calma beatífica y luego, en la última viñeta, mete la mano en el bolsillo. «Ten una moneda, chico», dice, «y ve a comprarte un ordenador de verdad».

3. El dueño de la puerta y del cómic era un tal Doug Barnes. Era sabido que Barnes tenía ciertas opiniones heréticas sobre el tema de los sistemas operativos. A diferencia de la mayoría de los
techies
del Área de la Bahía, que adoraban el Macintosh, considerando que era la máquina del verdadero hacker, a Barnes le gustaba señalar que el Mac, con su arquitectura herméticamente sellada, era de hecho hostil a los hackers, a quienes les gusta enredar y para los que la apertura es un dogma. En cambio, las máquinas compatibles con IBM, que pueden montarse y desmontarse fácilmente, eran mucho más hackeables.

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