En Silencio (71 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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«No hay ningún motivo», se dijo a sí mismo. Repetía la misma frase como si se tratase de vina letanía en estado de trance, pero en realidad era una jaculatoria recurrente. «Lo hemos revisado todo. No hay ningún motivo. No hay motivo, ningún motivo, ningún motivo.»

Su mirada se posó en la nave antirruidos. La revisión no había arrojado nada. En una carrera contra reloj, habían revisado con lupa cada centímetro cuadrado del extenso edificio con sus estructuras tubulares exteriores, habían golpeado cada tubo.

Nada.

Nada era distinto a como tenía que ser.

Lavallier se frotó los ojos. Eran las ocho menos cinco. Entre tanto el avión ya casi se había detenido. Las instrucciones por medio de señales las habían asumido el mayor Thomas Nader y un colega suyo. Ni siquiera eso les había dejado hacer a los alemanes el
Air Attaché.
El propio Nader había recorrido la pista de estacionamiento con el odómetro y marcado la posición para la rueda del morro, a pesar del tiempo de perros que hacía ahí fuera.

Lavallier recordó las discusiones interminables que el aeropuerto había sostenido con el Ministerio de Asuntos Exteriores sobre el lugar donde debía situarse el
Air Force One
cuando el presidente bajara. Si hubiese sido por los del Servicio Secreto, los periodistas hubiesen visto la cara al presidente desde bastante lejos, ya que no querían que el avión entrase a la pista de estacionamiento. Ellos hubiesen preferido que Clinton descendiese del avión en la propia pista de aterrizaje, todo un reto para cualquier teleobjetivo. «Un trato ofensivo —había objetado la dirección del aeropuerto—, un burdo menosprecio de los medios, inconcebible en una ciudad mediática como Colonia. ¿De qué servía el aterrizaje del presidente estadounidense si nadie podía sacar una foto razonable del momento?»

El tira y afloja duró todavía algún tiempo. El aeropuerto insistía en la consigna de «nariz dentro», lo que significaba que el
Air Force One
avanzara hacia la carpa VIP y se detuviera a pocos metros de ella, a fin de presentarle a la prensa al presidente desde bien cerca. El Ministerio de Exteriores, por su parte, se aferraba a la idea de la pista de aterrizaje y al final se dejó ablandar para hacer una concesión. El avión se detendría en posición lateral a la carpa VIP, lo suficientemente alejado para, en caso de emergencia, poder hacer un giro de noventa grados, salir de nuevo a la pista y esfumarse, posiblemente, sin haber parado.

En cualquier caso, esta noche tendrían la «nariz dentro» de los japoneses, que llegarían después de Clinton y serían los últimos por el día de hoy. No era un consuelo real, pero al menos era algo con lo que uno podía darse importancia.

Lavallier vio a Stankowski y a Knott hablando con el jefe del Departamento de Seguridad, el SE Brauer no parecía precisamente feliz. Había traído a seis de sus hombres, y a ellos se sumaron Lex, con una delegación de doce hombres del Servicio Secreto y la propia gente de Lavallier. Los funcionarios de la embajada se acercaron al avión charlando entre ellos. El equipo alemán de despacho de equipajes, verificados todos desde el jefe de sección hasta el último estibador, ya casi había llegado al aparato. Y por doquier estaban apostados los francotiradores. Visibles, invisibles.

¿Quién iba a poner algún inconveniente en el que ellos no hubieran pensado ya con suficiente antelación?

Y sobre todo, ¿qué?

A Lavallier no se le ocurrió nada. Soltó un suspiro y confió en que a los otros también les sucediera lo mismo.

O'CONNOR

La puerta frontal azul del
Air Force One
se abrió de golpe. En ese mismo instante, la escalerilla rodante se fue acercando al avión. El descansillo superior de la escalera transportable se adhirió con un ruido metálico al fuselaje del Jumbo, y en ese momento un funcionario de seguridad salió del aparato, echó un vistazo a su alrededor e hizo una señal hacia dentro.

Bill Clinton apareció en la oscura abertura.

El presidente traía esa sonrisa triunfante en el rostro a la que los republicanos, en dos elecciones, no habían podido oponer otra cosa salvo malicia y odio. El presidente levantó el brazo derecho y saludó a la gente presente en la pista; continuó sonriendo mientras el viento le revolvía su cabellera. Los movimientos de su brazo y de sus dedos se fueron haciendo visiblemente más lentos, como si el aire a su alrededor se hubiera espesado; parecían seguros del triunfo y atormentados al mismo tiempo.

Los presentes contuvieron el aliento.

La sonrisa de Clinton cobró cierto aspecto deforme. De pronto se reflejaba en ella el dolor. Las ráfagas de viento continuaban revolviendo el pelo canoso con más ímpetu, tiraban de ellos hacia todos lados, hasta que parecieron estar en llamas. La cabellera del presidente cobró un color rojizo. Las lenguas de fuego salían de su cuero cabelludo, pero Clinton seguía sonriendo valerosamente. Sobre la piel de su cara se formaron unas ampollas negras, y en el momento siguiente unas llamaradas salieron disparadas de su boca, su nariz y sus ojos, aunque la figura en llamas seguía saludando con una parsimonia cada vez más extrema.

Entonces comenzó a gritar.

Era un grito sobrenatural, hueco, como si lo que se estuviera consumiendo en el infierno no fuera un ser humano, sino algo muy distinto. Gritando, ardiendo y todavía saludando, el presidente comenzó a bajar la escalerilla del avión. El calor que emanaba de él barrió toda la pista de estacionamiento, prendiendo fuego a la carpa, la gente, las naves, los hangares, los vehículos y los aviones.

Entonces el presidente explotó.

Su cuerpo voló en mil pedazos, y O'Connor se incorporó de un salto, abrió los ojos y vio ante sí el rostro de una hermosa policía.

—El YAG —dijo.

Los gritos se acallaron. No había sido un grito en realidad, sino el estruendo de unas turbinas de avión que se alejaban rápidamente.

—Doctor O'Connor. —El policía se inclinó hacia adelante—. ¿Puede oírme?

Llevaba una chaqueta de cuero negra y tenía el pelo corto y también negro. La mirada de O'Connor se despejó, y el policía se transformó en una policía. —¡Oiga! ¿Está usted bien?

O'Connor extendió una mano en dirección a ella. Ella lo agarró por el brazo. Con mucho esfuerzo, consiguió ponerse de pie con gesto inseguro. Le dolía la espalda como si lo hubieran apaleado durante horas con una porra.

Recordó todo de nuevo.

—¿Dónde está Lavallier? —dijo el físico, en un gemido—. ¡Tengo que hablar con él, rápido!

—¿Lavallier? —La policía frunció el ceño—. Está fuera, en la pista de estacionamiento. ¿Qué quiere usted ahora de Lavallier?

O'Connor soltó el brazo de la mujer. Sólo entonces se dio cuenta de la presencia de otras personas: obreros de la construcción, sanitarios y un segundo policía. Estaban de pie o agachados alrededor de él y mostraban en el rostro la misma mezcla de desconcierto y consternación.

—Venga, tranquilo. —Uno de los sanitarios le puso una mano en el hombro para apaciguarlo—. Primero tenemos que llevarlo para que lo trate un médico, ¿de acuerdo?

—¡Ni se le ocurra la idea de llevarme a un médico! —O'Connor lo apartó de él—. Hasta ahora, cada vez que he ido a ver un médico, me he pasado luego tres semanas enfermo —dijo, al tiempo que se agarraba de la barandilla y daba un paso adelante. De inmediato, todo a su alrededor comenzó a dar vueltas. De prisa, dio un salto hacia atrás y se miró las manos.

Le salía sangre por varias heridas. En algunos lugares le colgaban unas gasas. Por lo visto, el sanitario ya había comenzado a vendarlo.

—¿Qué hora es? —dijo, jadeante.

—Son las ocho —dijo la policía—. ¿Por qué quiere saberlo?

¡Las ocho!

O'Connor necesitó un momento para comprender. Luego se dio la vuelta hacia atrás y miró por encima de la vieja terminal en dirección a la terminal de carga. Sintió un retortijón en el estómago.

—Dios mío —susurró. —¡Doctor O'Connor! Él volvió la cabeza hacia ella.

—¿Es usted el doctor O'Connor, no?

—Clinton —dijo él, casi en un tono ferviente.

—Sí, claro. —El sanitario esbozó una sonrisa sarcástica—. Y yo soy Madeleine Albright, no te jode. ¿Le importaría, por favor…

—¡Escúcheme, él no se puede bajar! —O'Connor miró uno por uno a todos los presentes, buscando ayuda, pero todos lo observaban fijamente, sin comprender—. ¡No puede salir de su avión bajo ningún concepto! —Dolorido, comenzó a cojear en dirección a la escalera que conducía hacia abajo. La policía se interpuso en su camino.

—¿Bill Clinton?

—¡Sí, maldita sea! —estalló O'Connor—. ¡Me cago en…! ¿Acaso estoy haciendo una adivinanza? ¿Por qué no se quita de en medio si no entiende nada?

Él la agarró por los hombros para apartarla a un lado, pero en el instante siguiente se sintió él mismo firmemente agarrado. Con la velocidad de un rayo, la policía le había pasado el brazo por el cuello y lo había oprimido contra los barrotes.

—Cuidado, amiguito —dijo ella—. No queremos ninguna rebelión aquí. Mejor explíqueme qué sucedió en ese techo. ¡Ahí abajo hay uno que está muerto y bien muerto! ¿Qué se os perdió por allá arriba?

A O'Connor le hubiese gustado mandarla a freír espárragos y luego lanzarse sobre ella, pero en su actual situación sólo podía confiar en que no lo lanzaran al vacío. Poco a poco, consiguió pensar de nuevo con claridad y se dio cuenta del efecto que sus palabras tenían que haber causado en los otros.

—Está bien —dijo con dificultad—. Suélteme.

—No estoy segura de que eso sea una buena idea —dijo la mujer—. Usted me resulta demasiado temperamental.

—Usted a mí también.

—¿Y bien?

O'Connor se retorció y ella lo apretó con más fuerza.

—¡Está bien, mujer-serpiente! —Poco a poco empezaba a faltarle el aire—. Voy a hacerle una proposición. Escúcheme un minuto sin interrumpirme. ¡Luego podrá hacer lo que quiera, pero primero suélteme, por el amor de Dios!

—Ya está bien —lo increpó el otro agente—. ¡Usted no tiene que hacernos ninguna proposición, primero tiene que explicarse!

—Es lo que quiero hacer —dijo O'Connor con voz ronca—. Sería más rápido si no intentara hablar a la par que yo.

—Usted… —el policía se puso rojo; las comisuras de su boca empezaron a temblar—. ¡Nosotros estamos haciendo nuestro trabajo! ¿Ha pensado en eso?

—Yo no me rompo la cabeza por otras personas, ni me pongo a su altura —dijo O'Connor, dominándose con esfuerzo—. No me devano ningún seso que sea más pequeño que el mío. ¿Quiere escucharme ahora o no?

El agarre alrededor de su cuello se aflojó. Luego la policía lo soltó. O'Cormor tomó aire y se dio la vuelta hacia ella, titubeante. Se sentía como después del ataque de una anaconda.

—Hable —dijo la mujer—. Tiene un minuto.

—No voy a necesitarlo. ¿Ya aterrizó Clinton?

—Sí, con retraso.

—¿Ya ha salido del avión?

—Eso no lo sé.

—No puede salir —dijo O'Connor con firmeza—. Si lo hace, morirá. Le dispararán un rayo láser. Si es un láser de gran potencia, tal y como sospecho, la descarga bastará para abrirle un agujero en el pecho. O en la cabeza.

Durante un momento, todos lo miraron fijamente.

—¿Un láser? —repitió el policía—. Usted no está bien de la cabeza.

O'Connor pasó por alto ese comentario. Sin quitarle la vista de encima a la mujer, la miró fijamente a los ojos.

—¿Dónde está ese láser? —le preguntó ella serenamente.

—No lo sé. En algún lugar en un radio de algunos kilómetros. Es un láser neodimio-YAG. Probablemente un aparato enorme. El rayo es desviado a través de un sistema de varios espejos. Por lo menos dos de esos espejos tienen que estar en las inmediaciones de la pista de estacionamiento. El importante es sólo el último, el más próximo a Clinton. Tiene que destruirlo. —O'Connor hizo una pausa—. Tengo que verlo con mis propios ojos. Lléveme donde está Lavallier. ¡Por favor!

Las facciones de la policía permanecieron inmóviles. O'Connor se imaginó cómo los pensamientos de la mujer sucedían uno tras otro detrás de su frente.

Un fragmento de cristal crujió bajo el tacón de su zapato.

Crac.

La policía echó mano a su aparato de radio.

—Hágalo mientras vamos de camino —la apremió O'Connor.

—Es mejor que primero…

—Cielos, ¿todavía no lo ha entendido? ¡Tengo que ver el área! No tenemos tiempo. ¡Tengo que verla para poder decir dónde están esos malditos chismes!

La policía dejó salir el aire lenta y perceptiblemente. Luego hizo un gesto afirmativo.

—Está bien. Venga conmigo.

AIR FORCE ONE

—No, señor presidente… —dijo el presidente.

Guterson echó un vistazo al reloj y miró a través de la puerta abierta del despacho de Clinton. Desde hacía unos minutos, hablaba por teléfono con Boris Yeltsin, y todo parecía indicar que sería una larga conversación. El ruso lo había llamado inmediatamente después de que aterrizaran.

—Ya conoce usted mi punto de vista, Boris —decía Clinton en ese momento—. Las atribuciones del Kfor están claramente reguladas en el Apéndice B. Claro que sus tropas, las rusas, deben moverse libremente en Kosovo, cualquier otra cosa sería un puro sinsentido. Yo sólo creo que debemos transmitirle a Belgrado la impresión de que Rusia y la OTAN no tiran de la misma cuerda.

Clinton permaneció unos segundos escuchando con concentración. Luego levantó la vista hacia Guterson y le indicó con un movimiento de la mano que cerrara la puerta del despacho.

—Exactamente —dijo en tono cordial—. Ninguno de los dos deseamos a un húsar como ése en este encuentro, como en Prístina…

Guterson cerró la puerta y fue hasta la parte delantera del avión, donde se habían reunido los guardaespaldas de Clinton y los miembros de la tripulación. Charlaban y reían entre sí. La atmósfera era buena. A nadie le interesaba cuánto tiempo permanecerían todavía dentro del avión. Cuando Clinton tenía que telefonear, telefoneaba. Si las circunstancias hacían que el presidente de Estados Unidos deseara acampar algunas noches en el
Air ForceOne,
ninguno de ellos haría una sola mueca. En el avión del presidente no se vivía nada mal, las dos cocinas de a bordo realizaban una labor excelente, y se dormía mejor que en la mayoría de los hoteles.

Guterson sospechaba en torno a qué giraba la conversación con Yeltsin. El reparto de competencias dentro de las fuerzas de paz del Kfor había sido regulada de un modo poco satisfactorio desde el Acuerdo Técnico-Militar del 9 de junio. No tanto para los Estados miembros de la OTAN como para las fuerzas armadas rusas. A Moscú le costaba todavía digerir que esa tropa de paz internacional fuera en el fondo una tropa de la OTAN con algunos soldados rusos. No obstante, la situación se había distendido. Por lo visto, tampoco Yeltsin tenía ganas de seguir en pie de guerra. Guterson estimaba que, en Colonia, el ruso se le arrojaría al cuello a Clinton y le daría un beso a Madeleine Albright. Casi anhelaba que así fuera. Ver el rostro de la secretaria de Estado en el momento en que el ruso la plantara el beso valía un millón de dólares. ¡Por lo menos!

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