En Silencio (72 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Se asomó a una de las ventanas laterales del
Air ForceOne
y miró hacia la pista de estacionamiento. Había dejado de llover. Los primeros rayos de sol se abrían paso entre la capa de nubes y creaban reflejos centelleantes sobre el hormigón. La escalerilla ya estaba lista, la alfombra roja había sido desenrollada y estaba flanqueada por dos docenas de soldados del Bundeswehr en uniforme de gala, boina verde, corbata y relucientes botas negras. Con sus fusiles, parecían briosos y listos para el combate. Probablemente estarían la mar de orgullosos, aunque se tratase de una profesión de mierda, en opinión de Guterson. Cualquier trabajo en el que uno no pudiera rascarse cuando le picara era un trabajo de mierda, daba igual ante quien uno tuviera que mostrar respetos en posición de firme. Pero para eso estaban ellos allí, a fin de cuentas, para hacer el trabajo de mierda en caso de urgencia. Y la llegada de un presidente de Estados Unidos era un caso de urgencia.

Su mirada recorrió la pista de estacionamiento. Afuera se agolpaba el comité de bienvenida. Algunos de los delegados miraban furtivamente el reloj. A Guterson le dolía de todo corazón que tuvieran que esperar, pero él no podía hacer nada por cambiarlo.

Pronto tendrían a su presidente.

WAGNER

La autopista del aeropuerto estaba intransitable.

Wagner miraba incrédula las furgonetas de la policía. Las vías de acceso que conducían de la A-4 a la A-559, estaban totalmente bloqueadas. Había maltratado el coche por toda la autovía, había adelantado por la derecha, se había atravesado y había superado consecuentemente el límite de velocidad, y ahora no la dejaban acceder a la autovía más importante.

Claro, los americanos y la seguridad. La caravana de coches del presidente tomaría el camino hacia Colonia y el hotel Hyatt a través de la A-559. Hasta los puentes de la autovía debían estar bloqueados. Era un milagro que todavía hubiese podido pasar por debajo, pero eso, seguramente, cambiaría en los próximos minutos.

Maldiciendo, continuó avanzando y cambió a la A-3. El tráfico se hizo más denso. En el último kilómetro antes de la salida hacia Kónigsforst, el avance fue muy lento, hasta que por fin pudo desviarse de la autovía y acercarse al aeropuerto por la carretera comarcal. Pero tampoco allí las cosas fueron más rápidas. Radio Colonia informaba de un atasco tras otro. Llamó al número de información y pidió que la comunicaran con la comisaría de policía del aeropuerto, lo que le ocasionó algunos problemas a la telefonista. Cuando por fin la comunicaron, la información que recibió fue nula. Ni se sabía nada del paradero de O'Connor ni conocían a la oficial de policía Gerhard. Sabían que había ocurrido un accidente en la Terminal 2 y que alguien había muerto, pero nada más.

Wagner sintió que se le paraba el corazón.

Aquella serpiente de vehículos avanzaba con paso torturante en dirección al aeropuerto y se hacía cada vez más lenta.

A punto de llorar, Wagner marcó el número de Silberman.

00.07 HORAS. LAVALLIER

Mantenerse apartado podía tener ciertas ventajas.

Lavallier se había apostado a cierta distancia del grupo de diplomáticos y no los perdía de vista. De vez en cuando, su mirada, de un modo rutinario, se desviaba hasta la carpa VIP y a las vallas dispuestas alrededor. Todavía la puerta delantera del avión estaba cerrada.

Hacía unos minutos, varios grupos de agentes del Servicio Secreto habían bajado en torrente por la escalera trasera y habían caminado hasta los vehículos del convoy presidencial. El representante del Ministerio de Asuntos Exteriores alzó en ese momento la voz y una risotada estalló en el grupo. Por lo visto había soltado algún chiste.

La atmósfera era distendida. No obstante, en el mismo momento en que Lavallier oyó que alguien mencionaba su nombre en el aparato de radio, supo que no prometía nada bueno. No era una voz que diera buenas noticias:
«Monsieur le commissaire!
Eh, Lavallier, venga, por favor.»

Alzó el transmisor con fuerza y apretó el botón para hablar.

—¡O'Connor, maldita sea! ¿Qué pasa? Si se trata otra vez de una de sus bromitas…

—Yo no hago bromitas —graznó la voz de O'Connor a través del aparato—. ¿Dónde está Clinton?

—¿Qué?

—¿Ya bajó del avión?

—No, está dentro. ¿Qué significa todo esto, O'Connor?

«Estúpida pregunta —pensó en ese mismo instante—. Sabes muy bien lo que significa. Acaba de suceder lo que más has temido todo este tiempo.»

—Escúcheme atentamente —dijo el físico—. Clinton no puede salir del avión. No tengo mucho tiempo para largas explicaciones, vamos camino de donde está usted. Preste atención a los edificios más próximos a Clinton. Edificios altos, los más altos.

Busque unos espejos.

—¿Qué quiere decir que está en camino? ¿De qué me está hablando?

Se produjo un chasquido en el aparato de radio, luego se oyó una voz de mujer:

—Comisario Lavallier, aquí la oficial de policía Gerhard. Indíquele a su gente que nos deje pasar. Estamos en el bloqueo del lado oeste. Glaciación 0.

Glaciación.

Lavallier sintió de repente como si todo el suelo bajo sus pies vibrara. Intuitivamente, su mirada recorrió la fachada de la nave antirruidos.

«Glaciación» era la contraseña para casos de atentado. Gerhard Schróder era Glaciación 16; Tony Blair, Glaciación 5; Jacques Chirac, Glaciación 1. Bill Clinton era Glaciación 0.

20:08 HORAS. JANA

Fuera lo que fuese lo que, desde hacía un cuarto de hora, le impedía al presidente salir del
Air Force One,
sólo podía significar dos cosas.

O había sido puesto sobre aviso.

Y en ese caso habría ganado O'Connor. Los de seguridad no dejarían bajar a Clinton, pues sabían que estaba mejor protegido en el interior del aparato. Lo que, a su vez, le hacía sospechar que ya tendrían una idea sobre la forma del atentado, aunque, por otra parte, de ser así, ya el
Air Force One
se habría esfumado hacía rato.

O no tenían ni idea.

Si era eso, entonces el retraso del presidente había sido una bendición. Mientras tanto, las nubes de lluvia se habían retirado. Una tardía luz solar caía inclinada sobre la superficie de hormigón y hacía que ésta irradiara calor. Condiciones ideales para el YAG. La mirada de Jana examinó la pista. Nada parecía indicar que alguien estuviese inquieto. Los del comité de bienvenida hacían gala de su paciencia, estaban todos juntos y miraban de vez en cuando hacia la puerta cerrada en el fuselaje del
Air Force One.
Mientras tanto, el grupo encargado de los equipajes había comenzado a descargar el avión. Desde más allá de la nave antirruidos, donde la pista de estacionamiento estaba bloqueada hacia la vecina GAT, llegaban los primeros vehículos de la caravana de coches con la limusina presidencial. Por lo visto, el SE había recibido la orden correspondiente. No podía tardar mucho más.

Todavía podía decidir abortar la operación. Pero en caso de que O'Connor hubiera podido informar de lo que sabía, lo había hecho, por lo visto, demasiado tarde. En ese caso, hacía rato que los del SKE hubiesen evacuado el sector reservado a la prensa. Habrían cerrado las puertas del barracón, de modo que nadie más pudiera entrar y, sobre todo, que nadie más pudiera salir, y habrían obligado a los periodistas a permanecer allí.

Jana sabía que era eso lo que sucedería tras el atentado. La noche prometía ser larga. Tardarían horas en verificar a los periodistas uno por uno. También a Cordula Malik le esperaban cacheos, examen del equipo técnico, verificaciones con todas las instancias imaginables; en fin, todo el procedimiento.

Pero Cordula Malik era el producto de una planificación altamente profesional. Su curriculum vital y profesional no tenía fisuras de ninguna índole. Ni siquiera la sombra de una sospecha caería sobre la grácil periodista.

Jana se dio la vuelta. Las puertas del barracón seguían como hasta entonces: abiertas.

20:09 HORS. O'CONNOR

—Estamos atascados —dijo la policía.

—Lavallier —gritó O'Connor al micrófono del aparato de radio—. No conseguimos avanzar. La maldita caravana de coches lo bloquea todo.

El físico se movía inquieto en el asiento del copiloto del coche patrulla y miraba hacia fuera. Detrás de las vallas podía ver claramente el fuselaje del
Air Force One.
A la izquierda de ellos estaba, al alcance de la mano, la gigantesca nave antirruidos. Desde allí, el bloqueo de seguridad se extendía por toda la pista de estacionamiento, rodeada de policías. Pero ellos tenían el paso abierto.

Lavallier había dado instrucciones para que dejaran pasar el coche en el mismo momento en que el primer vehículo de la caravana presidencial había hecho su entrada, seguido de cuarenta y cinco camionetas y limusinas. La mitad del convoy ya estaba dentro de la pista de estacionamiento de carga del oeste; la otra mitad esperaba en el GAT.

—Entre por el lado este —dijo Lavallier—. Nos encontraremos en la carpa VIP. Mientras tanto voy a paralizar todo esto. La oficial de policía puso la marcha atrás. A gran velocidad, se apartaron de la barrera. El coche hizo un giro, salió disparado en la dirección opuesta y describió una curva. O'Connor cayó hacia atrás en el asiento. Miró hacia la nave antirruidos y se llevó el aparato de radio a la boca.

—No tiene tiempo para paralizar nada —dijo con premura—. ¡Está luchando contra la velocidad de la luz, Lavallier! Son pequeños espejos de entre diez y veinte centímetros de diámetro. No son espejos normales, probablemente sean de cristal transparente. ¡Si se destruye uno, todo el sistema se va a la mierda, de modo que dispare a esos chismes antes de que ellos hagan otra cosa!

—¿Dónde? —gritó Lavallier—. ¿Dónde, O'Connor?

—En la nave antirruidos.

—Allí no había nada.

—¡Allí, precisamente, tiene que haber uno!

El coche entró haciendo chirriar los neumáticos en la siguiente curva. De repente, se vieron en una calle notablemente ancha y pasaron volando a cierta distancia de la nave y del
Air Force One.
Por lo que parecía, la policía estaba dando toda la vuelta a la pista de estacionamiento. La mirada de O'Connor se deslizó por los edificios que se alzaban por detrás de la nave.

—La segunda posibilidad es la torre de control —dijo rápidamente—. O el edificio que está delante, el grande y amarillo.

O'Connor miró a la policía, que seguía pisando el acelerador sin piedad.

—A juzgar por su manera de conducir, estamos a punto de despegar.

—Eso no sería ningún problema —replicó ella—. Estamos en la pista de despegue.

20:09 HORAS. AIR FORCE ONE

—Esto me ha ocupado demasiado tiempo —comprobó Clinton.

Había salido de su despacho y llegado a la parte delantera, donde ya estaban listos los tripulantes y los guardaespaldas. El presidente tenía un aspecto estupendo. Quizá mostraba esa proverbial figura hasta en sus horas más negras porque realmente la poseía. Clinton superaba a la mayoría de la gente, si bien no por su carácter, sí por su estatura y su prestancia. El traje de color oscuro le sentaba perfecto, la corbata azul satinada parecía irradiar el mismo optimismo y la inconmovible confianza que su rostro, cuya eterna juventud no podía cambiar ni siquiera la cabellera canosa.

Guterson estaba bastante orgulloso de que su presidente no se tiñera el pelo, como había hecho Reagan, y también le agradaba que no fuera un cara de palo, como Bush padre.

Era la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que Clinton estaba tan de buen humor. La OTAN había ganado la guerra de los valores. Viéndolo todo en retrospectiva, no podía haberle pasado nada mejor que Slobodan Milosevic. En cierto modo, de la tormenta de bombas caída sobre Belgrado sólo había sido víctima una mujer bajita y regordeta. La ciudad de la paz ya había desplegado la alfombra roja, no sólo para el presidente de Estados Unidos, sino para el legitimado comandante en jefe del mundo libre. Había sido una penosa coincidencia que el buen humor del presidente se viera enturbiado por ese retraso.

—Bien, Norman —dijo Clinton—. ¿Llegó la hora?

Detrás de él, los guardaespaldas se prepararon para salir del
Air Force One
en compañía de su presidente. Guterson echó un último vistazo a través de la ventanilla de la puerta y dio un paso atrás.

—Abran —dijo.

20:09 HORAS. LAVALLIER

La torre de control. El edificio de UPS. La nave antirruidos.

En alguna parte parecía sonar un reloj para recordarle, a cada segundo que pasaba, que no podía hacer dos cosas a la misma vez.

Lavallier miró fijamente hacia la nave antirruidos.

Tenía que haber hecho esas dos cosas al mismo tiempo, informar a Lex, que estaba un trecho más allá, debajo del ala, y darles las indicaciones a los francotiradores. Por desgracia, no era posible hacer las dos cosas a un tiempo. De modo que decidió seguir un orden: primero a los francotiradores; luego a Lex.

—A todos —dijo en el aparato de radio—. Glaciación 0. Buscar espejos o placas de cristal, de veinte a treinta centímetros de diámetro, en la nave antirruidos, posiblemente también en la torre de control y en el edificio de UPS. Disparad dondequiera que los veáis.

Luego se le ocurrió una cosa más.

—Poned silenciador —añadió con vehemencia—. ¡Nada de tiroteos!

«Sólo faltaría una estampida de pánico si de repente empiezan a sonar disparos.»

En ese mismo instante, todo el sonido de fondo cambió a sus espaldas.

Lavallier dio la vuelta y vio que la puerta del
Air Force One
se había abierto.

Salió un hombre. Lavallier conocía su cara de algunas fotos. Era Norman Guterson, jefe de Seguridad de Clinton, que ahora pisaba el descansillo de la escalerilla y echaba un vistazo rutinario a la pista de estacionamiento. Luego hizo una señal hacia el interior del aparato.

Lavallier soltó un gemido. Sabía lo que significaba esa señal.

Guterson le hacía señas al presidente para que saliera.

YAG

Jana miró a través del visor de la Nikon e hizo girar el anillo delantero del teleobjetivo. Una señal de radio llegó entonces al ordenador portátil de Gruschkov en la empresa de transportes, situada a tres kilómetros y medio, activó el programa e hizo que éste, a su vez, enviara de vuelta otras dos señales, una hacia la nave antirruidos y otra al edificio de UPS, la gran construcción amarilla situada directamente debajo de la torre de control.

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