»Cuando llegué a la zona de la carretera que lindaba con el embalse, paré el coche y volví a colocarle en el asiento del piloto. Le así el cinturón al cuerpo y empujé el vehículo lo suficiente como para que éste cogiese inercia y se deslizase por la cuesta, mientras furiosa, llena de dolor e impotencia, fuera de mí, gritaba: “te lo dije, hijo de puta, te lo dije, te dije que te mataría”.
»Remedios me recogió un kilómetro más arriba. Durante el recorrido le expliqué lo que había sucedido. Ella lo único que hizo fue llorar, lloró como nunca antes lo había hecho. Y yo sentí haberla metido en aquella desgraciada historia. Cuando llegamos a la tienda llamamos a la policía. En nuestra declaración dijimos que alertadas por la falta de respuesta de Sheela habíamos acudido a la tienda y habíamos encontrado su cuerpo. No mencionamos a Antonio y jamás volvimos a hablar de lo sucedido. No lo hicimos hasta mi llamada desde Egipto, cuando ella me comunicó que habían encontrado su coche en el embalse. El cuerpo aún no ha aparecido.
Mañana, Omar y yo iremos a la península del Sinaí. Sheela dejará de estar conmigo. Esta pequeña bolsa de terciopelo rojo de vino, donde guardo sus cenizas se ha convertido en un pedazo de mi corazón que, como otros muchos, tendré que abandonar. Como lo fue mi querida muñeca de trapo. ¿Recuerda madre? Se llamaba
Cara de patata
. Yo siempre pensé en ponerle otro nombre, aquel no me gustaba, pero la descripción, a modo de mote, con la que fue obsequiada por Carlota, se convirtió en un seudónimo que, finalmente, quedó instaurado como su nombre oficial. Recuerdo aquellas Navidades y el tono de resignación y pena que tenía la voz de padre:
—Este año los reyes tendrán que ser sólo para el pequeño, los mayores deberán conformarse. Hay que sacrificar las cuatro vacas. El veterinario lo ha confirmado, no hay otra solución. Tenemos que solicitar un préstamo…
Ese día supe que los Reyes Magos eran los padres. Tenía ocho años. Durante las vacaciones estivales había visto una muñeca de largas trenzas en el escaparate de la tienda del pueblo. Parecía ser blandita y supuse que debería estar rellena de algodón. Soñaba con achucharla, con aplastarla junto a mí. Cuando la vi pensé que ése sería el único regalo que pediría a los Reyes Magos. Desde aquel momento contaba los días que faltaban para la Navidad. Durante todo el año había soñado con los poderes mágicos de los Magos de Oriente que la harían volar hasta los pies de mi cama. Daba por hecho que al pedir un solo regalo, sin lugar a dudas, lo tendría. Pero cuando escuché la conversación que padre mantuvo con usted me dirigí al establo y pasé toda la tarde allí, llorando y acariciando a las pobres vacas que tendrían que morir. Pensé en todo lo que ustedes habían tenido que hacer para conseguir, año tras año, cumplir nuestras ilusiones. Lloré por ustedes, por la vacas y por mi muñeca. Por aquella preciosa muñeca que nunca sería feliz con otra mamá que no fuese yo. Era imposible que ella quisiera a nadie como a mí. Me conocía. Todos los días le dejaba un beso prendido en el escaparate.
La muñeca fue a parar a casa de Nieves, la hija del practicante, mi inseparable vecina y compañera de clase. Fue su regalo de reyes más preciado. Tuve que ver a mi muñeca en los brazos de la madre de mi amiga, esperando la salida del colegio de Nieves, tarde tras tarde. Al verla, pensaba en lo triste que debería estar en unos brazos ajenos, en una casa que no era la suya. Entonces, sus ojitos de cristal brillaban con más intensidad, aguantando las lágrimas de pena. Imaginaba que sentía frío, allí, sin una toquilla de lana, a la intemperie, y me moría de ganas por tenerla, por acunarla en mis brazos. Nieves también estaba entusiasmada con su regalo de reyes y no hubo manera de que me la dejase. A pesar de mis súplicas y de las promesas y los cambios que la sugerí, nunca me dejó cogerla.
Pasé muchas noches preocupada por mi muñeca. Temía que el hermano de Nieves, apodado como «Iván el terrible», la descuartizara como hacía con todos los juguetes. Mis temores se hicieron realidad. Una tarde de febrero oí gritar a la madre de Nieves:
—Te lo dije, te lo tengo dicho, deja los juguetes lejos de las manos de tu hermano. Tú también debes poner algo de tu parte. No puedo estar todo el día castigándole. No ves que ya no le hace efecto nada, ni tan siquiera los cachetes.
Yo miraba desde la ventana temiéndome lo peor.
Doña Eugenia salió a la calle con un montón de trapos y algodón y los metió en una bolsa de plástico. Rápidamente me encargué de hacer desaparecer la bolsa.
Cara de patata
había perdido los ojos, tenía una de las manos desgarrada y las hermosas trenzas de lana negra desprendidas de su cabeza.
—¿Dónde has encontrado eso? —dijo usted.
—En la calle. ¿Me puedes ayudar a arreglarla?
—Hay que ver que manías más tontas tienes Jimena. ¡A quién habrás salido! No sé qué pretendes hacer con esos trozos de tela rotos.
—No son trozos de tela. Es una muñeca de trapo muy bonita —respondí abrazándola contra mí.
Pasé la mayor parte del invierno cosiendo a
Cara de patata
. Sus hermosos ojos que en un tiempo fueron dos preciosos círculos de cristal, se convirtieron en botones cada uno de un tamaño y un color diferente. El izquierdo rojo y el derecho negro. Carlota decía que estaba bizca. Para mí, la diferencia de tamaño de sus ojos le daba un toque lánguido a su mirada, que me hacía quererla aún más. Rehice sus trenzas, pero la falta de algunos mechones dejó su nuca un poco calva. Cosí sus manos. A una de sus piernas le faltaba un pedazo y al ponerla de pie cojeaba un poquito. Pero… ¡qué importaba! Con el tiempo, pensé, aprenderá a andar igual que las demás. Y de no hacerlo la tendría siempre en brazos, aunque se enmadrase.
Aquella muñeca fue la mejor de las amigas, el mejor de los regalos que me trajeron los Reyes de Oriente, porque aún hoy sigo pensado que ellos, los magos, tuvieron algo que ver en todo aquello. Y así,
Cara de patata
, vivió conmigo alegrías y penas, compañías y soledades. Hasta que un día, mi niña, Mena, la destrozó. Pensó que estaba bizca y que había que solucionarlo y le arrancó los ojos. Después decidió que el pelo le quedaría mejor corto y arrancó sus trenzas. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho intentó hacerla desaparecer dentro de la taza del inodoro, provocando un atasco espectacular. Del desaguisado que Mena hizo con
Cara de patata
sólo pude salvar sus ojitos bicolor. Ahora serán los de Sheela. Los dejaré junto a sus cenizas, en la cima del Sinaí.
Hace dos semanas que no escribo, desde que Omar se marchó. Su ausencia se ha convertido en un espacio de tiempo infinito que comienza a paralizar mi vida, a tergiversar la realidad. Este ascensor desvencijado me atormenta. Cada vez que sus puertas se abren es como abrir la tapa de una vieja caja de chirridos que, presos durante siglos, escapan en una loca carrera sin control hasta atravesar la puerta de mi apartamento, invadiendo mis tímpanos, haciendo que imagine que tras su apertura aparecerá él. Echo en falta su risa, sus oídos atentos, su forma de mirarme, su despertar a mi lado… Su ausencia se clava en mí como un diapasón, llegando a ser insoportable.
Llevo dos meses en este país. Dos meses en los que he trabajado sin descanso. En los que he realizado una veintena de óleos y cincuenta bocetos que formarán parte de una exposición. La mitad de ellos están vendidos con antelación. Lo que me ha hecho aumentar mis ingresos y ampliar el visado por un mes más y la posibilidad de establecerme definitivamente en El Cairo. Algo que Omar y yo ya habíamos sopesado. Hace dos semanas hablamos sobre ello. Incluso comencé a meditar cómo y de qué manera le plantearía a Mena mi estancia definitiva aquí. Sobre todo me preocupaba la reacción de ella, porque Adrián sé que estaría encantado de tener casa en Egipto.
Lo primero que trajo fue su cepillo de dientes, después fue dejando algún pantalón, una muda y algún libro. Más tarde comenzó a quedarse hasta el mediodía. Me acompañaba por las calles buscando modelos para mis obras, incluso, la última semana, la pasó completa en casa. Guisó para mí y me enseñó a hacer Hadj, el maravilloso arroz egipcio, que tanto me gusta. Conversamos sobre la posibilidad de que mi estancia en El Cairo se convirtiese en definitiva y él se mostró encantado, feliz con la idea. Tanto que me atreví a hablarle sobre mis inquietudes en cuanto al desconocimiento que tenía sobre él; sobre su vida, su familia, su pasado, sus injustificadas e imprevistas ausencias… Contrariamente a lo que yo siempre había supuesto, no puso ninguna objeción a ello. Me dijo que no me preocupase, que todo llegaría; que tuviera confianza en él, que llegado el momento me hablaría de todo, que tenía una sorpresa para mí. Aquel día fue el último que le vi. Desapareció sin dejar rastro, como si nunca hubiera existido. Todo fue tan extraño que si no hubiera sido porque Raquel le conocía, hubiera pensado que su existencia era una alucinación.
Después de una semana sin que diera señales de vida, preocupada porque le hubiese sucedido algo, haciendo mil conjeturas sobre su desaparición, pensé que tal vez me había precipitado y él, un alma libre, se había asustado. Incluso sopesé la posibilidad de que tuviera familia, una familia a la que no abandonaría por mí y, angustiada, le pedí ayuda a Raquel. Necesitaba saber qué había pasado, dónde estaba Omar, fuese lo que fuese, me encontrase con lo que me encontrase, necesitaba saberlo. Ella movió todos sus contactos y comenzamos su búsqueda, una investigación que no dio ningún resultado. Parecía que la tierra se lo hubiera tragado. Así fue hasta ayer.
Raquel subió con él. Los dos me miraban en silencio, con quietud y a la espera de mi reacción; temerosos por ella. Pero mi vista estaba fija en el paraguas rojo que el hombre alto y moreno sostenía en su mano derecha. De su empuñadura colgaba una tarjeta manuscrita. Reconocí la letra al instante, era de Omar:
—Sentimos no haber podido entregárselo antes, en su momento, como debería haber sido, pero las circunstancias nos obligaron a ello. Esperamos que comprenda que son causas de fuerza mayor. Acepte nuestras condolencias —dijo tendiéndome el paraguas rojo.
Llorando, temblorosa lo cogí y leí el texto de la tarjeta:
Es para que te proteja del sol de mi tierra, para que lo haga en el jardín de la casa que he pensado deberíamos alquilar para los dos. Te veo en la noche.
Grité, grité pidiendo con todas mis fuerzas que me dijeran qué había pasado, dónde estaba. Raquel me condujo dentro de la casa y el hombre árabe pasó con nosotras.
Pensé que había sido un accidente, un desafortunado accidente lo que le había ocurrido, que estaba en algún hospital inconsciente, herido, pero no, desgraciadamente, Omar había muerto hacía una semana. La misma tarde que se fue de casa y extendió sus manos diciéndome un adiós definitivo. Aquella tarde en que su imagen no se desdibujó como siempre, lo hizo bajo una extraña lluvia de diminutas flores amarillas, que sólo vi yo. Una lluvia de flores como la que tapizó las calles de Macondo el día que José Arcadio Buendía murió en
Cien años de Soledad
.
Tuvieron que darme un tranquilizante y esperar a que reaccionara. Entonces el hombre me dijo que Omar había muerto durante el ejercicio de su profesión. Pertenecía al Shabak, el Servicio de Inteligencia y Seguridad General Interior de Israel. Su lema es: «Defensor y protector invisible». No me facilitaron detalles de lo acontecido, sólo se me hizo saber que se tenía conocimiento de mi existencia y que los planes de futuro que él tenía eran junto a mí. Aquel día, cuando lo asesinaron, se dirigía a formalizar el contrato de arrendamiento de la casa que quería compartir conmigo.
Todo empieza donde y como acabó. En Egipto, en el Cairo, y sola. Mi desgastada Raquel anda perdida entre el ascensor y mi casa. Dice que nunca podrá acostumbrarse a mi ausencia. Creo que yo tampoco podré acostumbrarme a vivir sólo con su recuerdo sin morir un poco; sin que mis deseos me hagan volar con el pensamiento hasta su lado, sin el perfume de sándalo que su túnica negra deja prendido por donde pasa, sin la luz que el brillo de sus zapatillas le dan a mis pupilas cansadas de ver tantas cosas llenas de oscuridad. Sé que la ausencia de su voz suave, pausada, dejará mis oídos enfermos por el abandono, porque su voz es como su mirada, como sus huesudas manos de bruja buena, el antídoto perfecto para no dejarte llevar por la sinrazón. Raquel es una reliquia llena de la exquisitez de la vida, de la paciencia, la constancia y el amor. Mi Raquel no es vieja ni es mayor, mi Raquel está desgastada por dentro y por fuera, en el alma y el corazón: como lo estoy yo.
A estas alturas de la narración ya habrá supuesto que regreso a España. He meditado mi vuelta largo y tendido, recostando mi cabeza sobre el regazo de Raquel, que ha escuchado mi llanto noche tras noche. Que, paciente, ha contemplado como mis dedos se deslizaban una y otra vez sobre el último óleo que le hice a Omar. Sobre sus ojos, sus labios, sus manos… Sin él mi estancia en este país no tiene sentido.
Dentro de unas horas Raquel y yo iremos al gran bazar de Khan el-Kalili, quiero comprar regalos para todos, pero hasta eso, el ir al gran bazar y regatear sin Omar, me va a doler. Desde hace días todo lo que hago sin él me lastima. Aquí, en el Cairo, donde su recuerdo me persigue, donde intento buscar sus ojos, escuchar su voz, ver su sombra en cada esquina, en cada hombre, me es más difícil. A cada instante que pasa lo añoro más y, cuando lo hago, me parece escuchar su voz diciendo:
—Nada muere, todo se trasforma —decía refiriéndose a Sheela—. Ella estará siempre a tu lado. ¡Siéntela! Sólo tienes que sentirla…
Y la siento, la siento a ella y, sobre todo, a él, a Omar. Pero…, me duele tanto hacerlo, tanto.
Antes de ir al gran bazar pasaré por una empresa de mensajería y le enviaré todas estas páginas que he ido escribiendo para usted. Espero que lleguen antes que yo porque me gustaría que nos encontrásemos sabiendo que, al fin, tiene pleno conocimiento de quién es su segunda hija. Aquella joven delgada, casi escuálida que un día se marchó de su hogar, que dejó a sus hijos y su marido, buscando hacer realidad un sueño, un sueño de cuento que estuvo a punto de cumplir pero que el destino, el ineludible destino, le arrebató.
Anoche, mientras iba embalando los utensilios de pintura, volví a ver a padre. Estaba sentado en el marco de la ventana y me sonreía. Su expresión era más cálida que de costumbre y su visión más cercana, como si estuviésemos en el mismo plano vital. Incluso pude percibir el olor de su colonia. Dejé la caja que estaba montando y me dirigí hacia él, pero, como siempre, su imagen desapareció. En su lugar estaba el paraguas rojo de Sheela. Lo cogí y entonces escuché su voz, la voz de Sheela diciendo: