Read Encuentros (El lado B del amor) Online
Authors: Gabriel Rolón
Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis
Pero ¿en qué momento sus códigos empezaron a cambiar? ¿Cuándo pasaron de ese estado relajado del que no espera demasiado a esa angustia ansiosa que sólo se calma con la aparición del otro?
En el momento en el que entraron en juego otras cuestiones que van más allá de la seducción y de la ansiedad por concretar el deseo. En el momento en el que surge la necesidad de ser amado y ser reconocido como alguien especial.
Porque mientras que el deseo surge de un modo intermitente y busca la satisfacción inmediata, la reducción de la tensión que genera, el amor, en cambio, anhela la permanencia en el tiempo. Entonces ya no ocurre como con el puro deseo erótico que, una vez satisfecho, permite la ausencia del otro hasta que vuelva a surgir el ansia de reencuentro. Por el contrario, aquí es necesaria la presencia del amado, ahora, después y, si fuera posible, toda la vida.
¿Y cómo se entrecruza, entonces, el tema de la infidelidad con los del amor y el deseo?
La infidelidad sorprende
La infidelidad es un hecho inesperado, vivido generalmente como algo extraño, como si el infiel hubiera quebrantado un modo natural de relacionarse y la persona que ha sido traicionada no llega a comprender los motivos del engaño y busca una explicación que, de todos modos, no va a servir para que entienda, ni para aliviar su dolor. Pero ocurre que lo que a veces nos cuesta entender es que la fidelidad no es un acto natural sino el producto de una decisión. Decisión que, generalmente, se sostiene con gran esfuerzo.
Pienso en lo que ocurre cuando abrimos una canilla. ¿Cuándo nos sorprendemos y preguntamos qué pasó? Seguramente, cuando el agua no sale. Porque nos hemos acostumbrado tanto a que siempre brote agua al abrir la canilla que nos parece natural que así sea, cuando es mucho más difícil que el agua aparezca a que no lo haga, ya que basta con que algo obstruya la cañería para que el paso se interrumpa. En cambio, para que todo funcione bien, hay que traer el agua desde los depósitos que están muy lejos, a kilómetros de distancia a veces, lograr que venza la fuerza de gravedad con la ayuda de motores, depositarla en tanques desde los que otras cañerías la harán bajar, que se detenga a la espera de que decidamos girar la llave de la canilla y recién allí aparecer en nuestra cocina. Sin embargo, repito, nos asombra cuando esto no sucede.
Algo parecido ocurre con la infidelidad. La percibimos como algo extraño, un hecho que nos sorprende, sin pensar que es mucho más difícil ser fiel que no serlo. Porque la fidelidad debe enfrentarse a la fuerza del deseo que, como dijimos, no se detiene por más que estemos enamorados, y el amante fiel le presenta una batalla cotidiana a sus tentaciones en pos de algo que considera mejor para él.
Un momento doloroso
La primera sensación por la que atraviesa la persona que ha sufrido una infidelidad es, entonces, la sorpresa. Pero inmediatamente se siente desgarrada, víctima de un gran dolor. Evidentemente hay algo del propio narcisismo que ha sido herido, algo de su autoestima lastimada, porque esa persona que anhelaba ser todo para el otro se da cuenta de que no es así; de que esa ilusión de hacer de dos uno que genera el amor mostró su quiebre.
Dijimos ya que la ilusión del amor es encontrar a alguien que de algún modo nos complete, nos haga sentir que estamos cuidados, protegidos, que somos deseados, y no está mal que así sea. Pero lo que la infidelidad viene a mostrar es que eso era sólo una ilusión y el enamorado no solamente se siente dolido sino también desconcertado. No encuentra el motivo por el cual le ocurrió esto, porque no es fácil entender que, muchas veces, el único motivo es la existencia de un deseo que no se satisface nunca.
Muchas personas tienen la teoría de que cuando alguien es infiel eso indica que
algo le faltaba en su casa
, razón por la cual fue a buscar afuera lo que no encontraba en su pareja.
Creo entender en esa explicación un razonamiento que actúa como mecanismo de defensa ante la angustia que genera el hecho de que nadie puede garantizarse la fidelidad del otro. Creer que alguien lo hizo porque no estaba bien abre la puerta a la esperanza. «Bueno —piensan— pero eso a mí no me va a pasar porque en mi pareja todo está bien, conmigo no le falta nada», cuando la verdad es que a todos, siempre, nos falta algo.
¿Se puede amar y ser infiel?
Ésta es una pregunta que aparecía de un modo recurrente cada vez que en alguno de aquellos encuentros ha salido el tema. Y he podido comprobar que la mayoría de las personas tiende a creer que cuando alguien engaña es porque ha dejado de amar; y me permito pensar que esto no es necesariamente así. Por supuesto puede darse el hecho de que alguien haya perdido el interés por su pareja, que ya no quiera estar a su lado y busque otra relación que le brinde satisfacción o que le dé el empujón, la fuerza que necesita para separarse y que no tiene estando solo. Pero muchas veces no es esto lo que ocurre.
En muchos casos, por el contrario, la persona no desea terminar la relación que tiene con su pareja, la ama, teme que se entere porque quiere la vida que tiene junto a ella y no la cambiaría por su amante, pese a lo cual le es infiel. Digo esto aun sabiendo que no caerá bien en aquellas personas que se aferran a esperanzas vanas.
Recuerdo a una paciente cuya vida era una constante espera. Vivía expectante, como quien mira un fruto que cuelga en lo alto de un árbol y no se quiere mover de ahí porque cree que, cuando caiga, será suyo.
«Se va a separar —me decía— si hace más de un año que está conmigo; me mima, me llama todos los días, obvio que se va a separar, si no no me llamaría, no me querría ver. Si estuviera tan bien en su casa, no estaría conmigo.»
Pero su amante nunca se separó, y a ella le costó mucho hacerse a la idea de que esto iba a ser así y que lo que tenía que decidir era si podía ser feliz de esta manera o si rompía la relación. Una relación que le daba mucho, pero no lo que ella esperaba.
El amor no garantiza la fidelidad
Utilizo este ejemplo porque creo que esta idea de que alguien es infiel porque dejó de amar es algo que hay que pensar seriamente. Les aseguro que son muchas las personas que aun estando muy enamoradas de su pareja han sido infieles. Porque el amor no trae por añadidura la fidelidad. Eso forma parte de la individualidad de cada quien, de su subjetividad, de su modo de vivir la vida. Y esto es un punto nodal a la hora de ver cómo se sigue después, sobre todo si esa pareja quiere reintentar luego de una infidelidad; pero ya llegaremos a ese punto.
Antes, me gustaría remarcar lo que hemos venido planteando acerca de que el amor suele generar la falsa idea de que el enamorado encadena su deseo de manera permanente al ser amado, cuando lo cierto es que el deseo no se deja apresar y continúa su recorrido por muy enamorado que alguien esté. Pero esta idea está tan arraigada que se hace necesario, entonces, encontrar siempre un problema como causa desencadenante de la infidelidad, pasando por alto que lo problemático es la naturaleza misma del deseo.
Hemos hablado ya de los celos y la posesión y de cómo estos afectos interactúan en alguien cuando se enamora. Por eso es habitual notar el carácter posesivo o celoso que a veces toma el amor; cómo alguien desea que su pareja le pertenezca, que no mire a nadie más, que ningún otro la toque, y esto hace que esa persona vea en la posibilidad de una infidelidad una amenaza que lo angustia. Entonces, para protegerse, desarrolla esta idea de que el amor excluye al engaño y cree que si es amada, entonces puede quedarse tranquila. Porque cree en ese mandato natural: el que ama no traiciona.
Pero ya dijimos que en el amor no hay nada de natural y que las relaciones humanas son construcciones. Y en esas construcciones la cultura en la que se vive también tiene influencia en cómo se viven e interpretan estas cosas.
Me permito una pequeña digresión.
Hace poco tiempo salió en los diarios la noticia de un hombre que vivía con cuatro o cinco hermanas, y era el marido de todas ellas. Vivían juntos en la misma casa y el hombre decidía con cuál de las mujeres estaba según el día y sus deseos. Y los periodistas azorados intentaban meterse dentro de esa «minicultura» que habían armado. Hablaban con ellos e intentaban mostrar desde una perspectiva externa esta relación que les parecía tan extraña y que para esta familia, sin embargo, era de lo más natural.
Les preguntaban a las hermanas cómo se llevaban, y ellas les respondían que muy bien, que él dormía un día con una, otro con otra, que una lavaba, la otra cocinaba, la tercera cuidaba los chicos y que se sentían muy bien.
Ninguna de esas mujeres veía un acto de infidelidad cuando ese hombre pasaba de una cama a la otra, cosa que probablemente sí habrían sentido si iba en busca de una amante por fuera de este pacto tan particular.
Me apresuro a decir que no estoy juzgando la situación, sino simplemente poniendo un ejemplo de un formato diferente de relación.
Algunas religiones, por ejemplo, le permiten a un hombre tener dos mujeres, otras un harem con cincuenta o cien, pero ¿por qué cien y no todas? Porque aun en esos formatos culturales todo no se puede, y siempre habrá una norma que ponga un límite y le diga que puede estar con una mujer, con dos, con cien, pero no con todas. En el ápice de ese límite aparece la prohibición del incesto, eso que establece que algunas personas nos están totalmente prohibidas.
En nuestra cultura esa prohibición abarca a los padres, los hermanos, los hijos y los abuelos, por ejemplo, ya que como decía un paciente, con mucha gracia, en la vida de todo hombre ha habido siempre alguna prima.
Pero volviendo a nuestro tema, decíamos que suele haber un anhelo de posesión que es bastante común que se genere en una pareja. Dos personas se conocen, se gustan, esto los estimula y alimenta su deseo hasta que se produce la concreción y entonces aparece esta desesperación por detener el momento.
Esto ocurre en nuestra cultura, pero como vimos hay posibilidades de que una pareja se maneje con códigos diferentes de los habituales.
La infidelidad, ¿siempre implica una mentira?
Cada pareja acuerda, explícita o tácitamente, las reglas con las que se quiere manejar. Hay acuerdos que son sanos y otros que son enfermos, que generan padecimiento en alguno de los dos, o en ambos, como veremos en el próximo capítulo. Y muchas veces, dentro de una pareja se pacta que cada quien tiene derecho a manejar su deseo con libertad.
Sé que puede sonar un poco fuerte, pero si es un pacto entre adultos, si ninguno de los dos sufre por esto, a esa pareja en particular ese acuerdo le funciona bien. Hay quienes quieren enterarse, otros en cambio, prefieren ignorarlo.
Recuerdo el caso de una mujer, esposa de un viajante, que me contó que al principio sufría mucho cada vez que su marido se iba, que se torturaba pensando en que pudiera estar con otra mujer, pero que hacía ya un tiempo había logrado tranquilizarse.
«Sólo quiero que me cuide, que no se ría de mí y me respete, que si hace algo lo haga con inteligencia, para que ni yo ni nadie más se entere y salga lastimado.» Así lo planteaba ella.
Otra paciente, hablando del tema de la infidelidad, me dijo en un tono parecido, aunque más audaz, lo siguiente: «Yo no puedo pedirle que no desee a nadie más, porque yo también deseo a otras personas. Pero me encargo de que nunca lo sepa. Jamás le faltaría el respeto, nunca estaría con un amigo, ni con el vecino, ni con alguien del trabajo con quien después él pudiera encontrarse si me acompaña a alguna reunión. Ni loca lo expondría a que estuviera delante de un hombre con el que yo me he acostado; eso sería una falta de respeto. Puedo desear a otros hombres, pero eso no. Nadie con quien él se vaya a cruzar o de lo que pudiera enterarse. Nunca. Porque lo que hago tiene que ver con mi deseo. No es algo en contra de él. Porque yo lo amo y, entonces, lo tengo que cuidar».
Observemos qué interesante es su razonamiento, y respetable desde mi punto de vista, que lo miro como analista y no emito un juicio de carácter moral sobre el tema. Ella no quiere dañar a nadie, aunque éste es un riesgo que corre y debe admitir. Simplemente se permite algunas cosas con su deseo. ¿Esto está bien, está mal? No me corresponde responder a esa pregunta. Excepto en casos extremos, como el abuso o la violencia, por ejemplo, no es la función de un analista hacer juicios de valor.
Pero entonces, ¿cuál es la posición que debe tomar el analista en estos casos?
Supongamos que una paciente cuenta en sesión que ha engañado a su esposo y nos dice que se siente mal, que su marido no se merece lo que ella le hizo, que puso en riesgo a su familia y que está desbordada por la angustia y el sentimiento de culpa.
Allí se abre un espacio para el trabajo analítico, una puerta para interrogar el porqué de su actitud, del riesgo que decidió correr, de su angustia actual y de esa sensación de culpa.
Pero si, en cambio, esa paciente dijera que se siente muy bien, que lo pasó genial, que su esposo no se va a enterar nunca porque lo hizo con mucha discreción y que no siente culpa alguna. En ese caso, la infidelidad no es tema de análisis. Que siga hablando de eso o de otras cosas, hasta que aparezca algún tema que la convoque a un punto angustioso.
Ésa es la característica del análisis y lo que hace que sea, como dijo Lacan, «una terapéutica que no es como las demás». Porque no mira y juzga los síntomas desde afuera, sino que escucha cuáles de sus actitudes lastiman a ese paciente en particular.
Es en ese sentido en el que decía que los acuerdos entre adultos, en tanto que no lastimen a nadie y sean decididos con libertad, son respetables.
Alguno podrá no estar de acuerdo con ellos, decir que no le gustan, que eso a él no lo convence. Perfecto, está en su derecho. Eso quiere decir que es un acuerdo que él no haría, lo cual no quita que sí lo pueda elegir otra persona.
Dijimos en el capítulo anterior que el amor y el deseo no son la misma cosa. Porque el amor se regocija en el vínculo, en la permanencia, en tanto que el deseo se comporta siguiendo a un impulso que, una vez satisfecho, desaparece para volver a aparecer después con la misma persona o con otra.
Hay una película llamada
Bleu
, que pertenece a la trilogía:
Bleu - Blanc - Rouge
, del director polaco Krzysztof Kieslowski, en la que se juega una situación muy interesante.
La protagonista es una mujer que ha enviudado y hay un hombre que siempre la amó y que está a su lado en ese momento difícil, en el que se descubre además, que el esposo muerto la engañaba con una mujer que está embarazada de él.