Ender el xenocida (17 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ender el xenocida
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—No son sólo machos —protestó Quara—. Se llaman a sí mismos maridos. Tal vez nosotros deberíamos llamarlos «hombres». —Sonrió a Ender triunfal—. No eres ni la mitad de liberal de lo que te gusta creer.

Entonces se abrió paso y atravesó la verja para volver a Milagro. Ender se acercó a Humano y permaneció de pie junto a él.

—¿Qué te ha dicho, Humano? ¿Te ha dicho que moriré antes de dejar que nadie aniquile a la descolada, si eso os dañara a ti y a tu pueblo?

Naturalmente, Humano no le ofreció una respuesta inmediata, pues Ender no tenía intención de empezar a golpear el tronco con los palos usados para producir la Lengua de los Padres. Si lo hacía, los varones pequeninos lo oirían y acudirían corriendo. No había ninguna conversación privada entre pequeninos y padres-árbol. Si un padre-árbol quería intimidad, siempre podía hablar silenciosamente con los otros padres-árbol: se comunicaban entre sí de mente a mente, como la reina colmena hablaba a los insectores que le servían de ojos y oídos, manos y pies. «Ojalá pudiera formar parte de esa cadena de comunicación —pensó Ender—. Habla instantánea hecha de pensamiento puro, proyectada a cualquier lugar del universo.»

Sin embargo, tenía que decir algo para ayudar a contrarrestar lo que Quara hubiera revelado.

—Humano, estamos haciendo todo lo posible por salvar a hombres y pequeninos por igual. Incluso intentaremos salvar al virus de la descolada, si podemos. Ela y Novinha son muy eficientes en su trabajo. Igual que Grego y Quara. Pero por ahora, por favor, confía en nosotros y no le digas nada a nadie. Por favor. Si humanos y pequeninos llegan a comprender el peligro al que nos enfrentamos antes de que estemos preparados para dar los pasos para contenerlo, los resultados serían violentos y terribles.

No había nada más que decir. Ender volvió a los terrenos experimentales. Antes del anochecer, completó con Plantador las mediciones y luego quemó y arrasó el campo entero. Ninguna molécula grande sobreviviría dentro de la barrera disruptora. Habían hecho todo lo posible por asegurarse de que todo lo que la descolada pudiera haber aprendido de este campo fuera olvidado.

Lo que nunca podrían hacer era deshacerse de los virus que llevaban dentro de sus propias células, humanas y pequeninas por igual. ¿Y si Quara tenía razón? ¿Y si la descolada dentro de la barrera, antes de morir, conseguía «transmitir» a los virus que Plantador y Ender llevaban en su interior lo que había aprendido de este nuevo cultivo de patata? ¿Sobre las defensas que Ela y Novinha intentaban insertar? ¿Sobre las formas que este virus había encontrado para derrotar sus tácticas?

Si la descolada era en efecto inteligente, con un lenguaje para extender información y pautas de conducta de un individuo a muchos otros, entonces ¿cómo podía Ender, cómo podía ninguno de ellos, esperar alzarse con la victoria al final? A la larga, podría resultar que la descolada fuera la especie más adaptable, la más capaz de someter mundos y eliminar rivales, más fuerte que humanos, cerdis, insectores o cualquier criatura viva en los mundos colonizados. Ése fue el pensamiento que Ender se llevó consigo a la cama esa noche, el pensamiento que lo preocupó incluso mientras hacía el amor con Novinha, de forma que ella sintió la necesidad de consolarlo como si fuera Ender, y no ella, el que estaba lastrado con las preocupaciones de un mundo. Él intentó disculparse, pero pronto comprendió la futilidad de hacerlo. ¿Por qué añadir preocupaciones a Novinha confesándole las suyas propias?

Humano escuchó las palabras de Ender, pero no podía estar de acuerdo con lo que éste le pedía. ¿Silencio? No cuando los humanos estaban creando nuevos virus que podrían transformar el ciclo vital de los pequeninos. Oh, Humano no se lo diría a los inmaduros machos y hembras. Pero podría decírselo, y lo haría, a todos los otros padres-árbol de Lusitania. Tenían derecho a saber lo que sucedía, y entonces decidir juntos qué hacer.

Antes del anochecer, todos los padres-árbol de todos los bosques supieron lo que Humano sabía: de los planes de los hombres, y de su estimación de hasta dónde podían confiar en ellos. La mayoría estuvo de acuerdo con él: «dejaremos que los seres humanos continúen por ahora. Pero, mientras tanto, observaremos con atención y nos prepararemos para un tiempo que puede llegar, aunque esperamos que no, en que humanos y pequeninos vayan a la guerra unos contra otros. No podemos luchar con la esperanza de ganar…, pero tal vez, antes de que nos masacren, encontraremos un modo para que algunos de los nuestros huyan».

Así, antes del amanecer, hicieron planes y acuerdos con la reina colmena, la única fuente de alta tecnología no humana de Lusitania. A la noche siguiente, las tareas de reconstrucción de una nave estelar con la que marcharse de Lusitania ya habían comenzado.

DONCELLA SECRETA

‹¿Es cierto que, en los antiguos tiempos, cuando enviasteis vuestras naves para colonizar muchos mundos, podíais hablaros unas o otras como si estuvierais en el mismo bosque.›

‹Suponemos que con vosotros sucederá lo mismo. Cuando los nuevos padres-árbol hayan crecido, estarán presentes en vosotros. Las conexiones filóticas no se ven afectadas por la distancia.›

‹¿Pero estaremos conectados? No enviaremos ningún árbol al viaje. Sólo hermanos, unas cuantos esposas y un centenar de pequeñas madres para dar a luz a nuevas generaciones. El viaje durará como mínimo décadas. En cuanto lleguen, los mejores de entre los hermanos serán enviados a la tercera vida, pero transcurrirá al menos un año antes de que el primero de los padres-árbol envejezca lo suficiente para engendrar. ¿Cómo podrá saber el primer padre de ese nuevo mundo la forma de hablarnos? ¿Cómo podremos saludarlo, si no sabemos dónde está?›

El sudor corría por el rostro de Qing-jao. Inclinada como estaba, las gotas le cosquilleaban las mejillas, bajo los ojos y en la punta de la nariz. Desde allí, el sudor caía a las aguas del arrozal, o a las plantas de arroz que se alzaban sobre la superficie del agua.

—¿Por qué no te secas la cara, sagrada?

Qing-jao alzó la cabeza para ver quién estaba lo bastante cerca para hablarle. Por regla general, los otros miembros de su grupo en la labor virtuosa no trabajaban cerca de ella: les inquietaba estar con una de las agraciadas.

Era una niña, más joven que Qing-jao, de unos catorce años, con cuerpo de muchacho y el cabello muy corto. Miraba a Qing-jao con franca curiosidad. Había en ella una frescura, una completa falta de timidez que a Qing-jao le pareció extraña y un poco desagradable. Su primer impulso fue ignorar a la niña.

Pero ignorarla sería arrogante. Sería lo mismo que decir: «Como soy una agraciada, no necesito responder cuando me hablan». Nadie supondría jamás que la razón por la que no respondía era porque estaba tan preocupada con la tarea imposible que el gran Han Fei-tzu le había encomendado que resultaba casi doloroso pensar en otra cosa.

Así que respondió, pero con una pregunta:

—¿Por qué debería secarme la cara?

—¿No te cosquillea el sudor al caer? ¿No se te mete en los ojos y pica?

Qing-jao bajó el rostro para seguir con su trabajo unos instantes, y esta vez advirtió deliberadamente lo que sentía. Sí que hacía cosquillas, y el sudor que se le metía en los ojos picaba. De hecho, resultaba bastante incómodo y molesto. Con cuidado, Qing-jao se enderezó, y advirtió el dolor, la forma en que su espalda protestaba por el cambio de postura.

—Sí —respondió a la muchachita—. Hace cosquillas y pica.

—Entonces, sécate —dijo la niña—. Con la manga.

Qing-jao se miró la manga. Ya estaba empapada con el sudor de sus brazos.

—¿Sirve de algo secarse? —preguntó.

Ahora le tocó a la muchachita el turno de descubrir algo en lo que no había pensado. Por un momento, pareció pensativa. Entonces se secó la frente con la manga.

Sonrió.

—No, sagrada. No sirve de nada.

Qing-jao asintió con gravedad y se inclinó de nuevo para continuar con su labor. Pero ahora el cosquilleo del sudor, el picor de sus ojos, el dolor de su espalda, la molestaban demasiado. Su incomodidad apartó su mente de sus pensamientos, en vez de hacer al contrario. Esta muchacha, quienquiera que fuese, acababa de aumentar sus penalidades al señalarlo… y, sin embargo, irónicamente, al hacer que Qing-jao fuera consciente de la miseria de su cuerpo, la había liberado del martilleo de las preguntas en su cerebro.

Qing-jao empezó a reír.

—¿Te ríes de mí, sagrada? —preguntó la muchacha.

—Te doy las gracias a mi manera —dijo Qing-jao—. Has quitado una gran carga de mi corazón, aunque sólo sea por un momento.

—Te estás riendo de mí por haberte dicho que te secaras la frente, aunque no sirva de nada.

—Te aseguro que no me río por eso. —Qing-jao se irguió otra vez y miró a la muchachita a los ojos—. Yo no miento.

La niña pareció avergonzada, pero ni la mitad de lo que debería parecer. Cuando los agraciados usaban el tono de voz que Qing-jao acababa de emplear, los demás se inclinaban inmediatamente y mostraban su respeto. Pero esta muchacha sólo prestó atención, comprendió las palabras de Qing-jao, y luego asintió.

Qing-jao sólo pudo llegar a una conclusión.

—¿También eres una agraciada?

La muchacha abrió mucho los ojos.

—¿Yo? Mis padres son gente muy humilde. Mi padre extiende estiércol en los campos y mi madre friega en un restaurante.

Naturalmente, eso no era ninguna respuesta. Aunque con frecuencia los dioses elegían a los hijos de los agraciados, se sabía que habían hablado a algunos cuyos padres nunca habían oído sus voces. Sin embargo, era una creencia común que si tus padres eran de muy baja extracción social, los dioses no tendrían ningún interés en ti, y de hecho era muy raro que los dioses hablaran a aquellos cuyos padres no tuvieran una buena educación.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Qing-jao.

—Si Wang-mu —respondió la niña.

Qing-jao jadeó y se cubrió la boca, para sofocar una carcajada. Pero Wang-mu no parecía enfadada: sólo sonrió y pareció impacientarse.

—Lo siento —dijo Qing-jao cuando pudo hablar—. Pero ése es el nombre de…

—La Real Madre del Oeste —completó Wang-mu—. ¿Tengo yo la culpa de que mis padre eligieran ese nombre para mí?

—Es un nombre noble. Mi antepasada-del-corazón fue una gran mujer, pero sólo era mortal, una poetisa. La tuya es una de las más antiguas diosas.

—¿Y de qué sirve eso? —preguntó Wang-mu—. Mis padres fueron demasiado presuntuosos al ponerme el nombre de una diosa tan distinguida. Por eso los dioses no me hablarán nunca.

A Qing-jao le entristeció que Wang-mu hablara con tanta amargura. Si supiera lo dispuesta que estaría a cambiar de lugar con ella… ¡Quedar libre de la voz de los dioses! No tener que arrodillarse nunca en el suelo para seguir las vetas de la madera, no lavarse las manos excepto cuando se ensuciaran…

Sin embargo, Qing-jao no podía explicárselo a la muchacha. ¿Cómo iba a comprender? Para Wang-mu, los agraciados eran la elite privilegiada, infinitamente sabia e inaccesible. Si Qing-jao le explicara que las cargas de los agraciados eran mucho mayores que las recompensas, parecería una mentira.

Pero para Wang-mu la agraciada no había sido inaccesible: le había hablado a Qing-jao, ¿no? Así que Qing-jao decidió decir de todas formas lo que anidaba en su corazón.

—Si Wang-mu, viviría alegremente el resto de mis días ciega si pudiera quedar libre de las voces de los dioses.

La boca de Wang-mu se abrió, llena de sorpresa. Sus ojos se ensancharon.

Había sido un error hablar. Qing-jao lo lamentó de inmediato.

—Estaba bromeando —dijo.

—No —replicó Wang-mu—. Ahora estás mintiendo. Antes decías la verdad. —Se acercó, chapoteando descuidadamente por entre los arrozales—. Toda la vida he visto llevar a los agraciados al templo en sus palanquines, con sus brillantes sedas y toda la gente inclinándose a su paso, todos los ordenadores abiertos a ellos. Cuando hablan, su lenguaje suena a música. ¿Quién no querría ser uno de ellos?

Qing-jao no podía hablar abiertamente, no podía decir: «Todos los días los dioses me humillan y me hacen ejecutar tareas estúpidas y sin sentido para purificarme, y al día siguiente vuelven a empezar».

—No me creerás, Wang-mu, pero esta vida, aquí en los campos, es mejor.

—¡No! —exclamó Wang-mu—. Te lo han enseñado todo. ¡Sabes todo lo que hay que saber! Puedes hablar muchos idiomas, sabes leer todo tipo de palabras, puedes pensar pensamientos que están tan por encima de los míos como están mis pensamientos por encima de los pensamientos de un caracol.

—Hablas muy bien —dijo Qing-jao—. Tienes que haber ido al colegio.

—¡Colegio! —desdeñó Wang-mu—. ¿Qué es el colegio para niños como yo? Aprendimos a leer, pero sólo lo suficiente para entender las oraciones y los carteles de las calles. Aprendimos nuestros números, pero sólo lo suficiente para hacer la compra. Memorizamos dichos de los sabios, pero sólo los que nos enseñaron para que nos contentáramos con nuestro lugar en la vida y obedeciéramos a aquellos que son más sabios que nosotros.

Qing-jao no sabía que los colegios podían ser así. Pensaba que los niños aprendían las mismas cosas que ella había aprendido de sus tutores. Pero comprendió de inmediato que Si Wang-mu debía de estar diciendo la verdad: un maestro con treinta estudiantes no podía enseñar todas las cosas que Qing-jao había aprendido como única estudiante de muchos maestros.

—Mis padres son muy humildes —repitió Wang-mu—. ¿Por qué iban a perder el tiempo enseñándome más de lo que una sirviente necesita saber? Porque ésa es mi mayor esperanza en la vida, ser muy limpia y convertirme en sirviente en la casa de un hombre rico. Tuvieron mucho cuidado de enseñarme a limpiar un suelo.

Qing-jao pensó en las horas que había pasado en los suelos de su casa, siguiendo las vetas en la madera de pared a pared. Nunca se le había ocurrido pensar cuánto trabajo era para los sirvientes mantener los suelos tan limpios y pulidos para que las túnicas de Qing-jao nunca se ensuciaran visiblemente, a pesar de lo mucho que se arrastraba.

—Sé algo de suelos —dijo.

—Sabes algo de todo —replicó Wang-mu amargamente—. Así que no me digas lo duro que es ser agraciada. Los dioses nunca me han dirigido un pensamiento, y te digo que eso es mucho peor.

—¿Por qué no tuviste miedo de hablarme?

—He decidido no tener miedo de nada —dijo Wang-mu—. ¿Qué podrías hacerme que sea peor de lo que ya es mi vida?

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