Fue el segundo comentario que oí decir a nuestra futura mesías.
Estabilicé de nuevo la alfombra, miré sobre el borde de la estera, tratando de distinguir algo en el suelo. Era una imprudencia volar tan alto. Todos los sensores tácticos, detectores, radares y procesadores de imágenes de la zona nos estarían siguiendo el rastro. Salvo por el desquicio que dejábamos atrás, yo ignoraba por qué aún no nos habían disparado. A menos que... Miré de nuevo por encima del hombro. La niña se apoyaba en mi espalda, protegiéndose de la ardiente arena.
—¿Estás bien? —pregunté.
Ella asintió, tocándome la espalda con la frente. Sospeché que estaba llorando.
—Soy Raul Endymion —grité.
—Endymion —dijo ella, alzando la cabeza. Tenía los ojos rojos, pero secos—. Sí.
—Tú eres Aenea... —Callé. No se me ocurría nada inteligente que decir. Mirando la brújula, ajusté nuestra dirección de vuelo y esperé que nuestra altitud fuera suficiente para no chocar con las dunas más allá del valle. Sin mucha esperanza, miré arriba preguntándome si la estela de plasma de la nave sería visible a través de la tormenta. No vi nada.
—El tío Martin te envió —dijo la niña. No era una pregunta.
—Sí —respondí—. Estamos yendo... bien, hacia la nave. Habíamos convenido en encontrarnos en la Fortaleza de Cronos, pero llegaremos tarde.
Un rayo rasgó las nubes a treinta metros. Ambos nos sobresaltamos. Aún hoy no sé si fue una descarga eléctrica o un disparo. Por centésima vez en ese día interminable, maldije la tosquedad de este antiguo artilugio volante, sin velocímetro ni altímetro. El rugido del viento detrás del campo de deflexión sugería que estábamos viajando a toda velocidad, pero era imposible saberlo sin tener más puntos de referencia que las cambiantes cortinas de nubes. Era tan desagradable como atravesar el Laberinto, pero al menos allá el programa de pilotaje automático era confiable. Aquí tendría que desacelerar pronto aunque tuviéramos a toda la Guardia Suiza detrás: la Cordillera de la Brida, con sus paredes verticales, se encontraba a poca distancia. A trescientos kilómetros por hora, llegaríamos a las montañas y la fortaleza en seis minutos. Yo había mirado mi cronómetro cuando acelerábamos. Lo miré de nuevo. Cuatro minutos y medio. Según los mapas que había estudiado, el desierto terminaba abruptamente en los peñascos de la Brida. Le daría otro minuto y...
Todo sucedió de golpe.
Súbitamente estuvimos fuera de la tormenta; no amainó, sino que salimos de ella tal como si emergiéramos de debajo de una manta acuática. En ese momento vi que descendíamos —o que el suelo subía— y que en pocos segundos nos estrellaríamos contra las rocas.
Aenea gritó. Yo la ignoré, toqué los controles con ambas manos, nos elevamos sobre los pedrejones con suficiente gravedad como para aplastarnos contra la estera, y vimos que estábamos a veinte metros del peñasco y volando hacia él. No había tiempo para frenar.
Yo sabía que teóricamente el diseño de Sholokov permitía que la estera volara verticalmente, y que el campo de contención impediría que el pasajero —teóricamente, su amada sobrina— cayera hacia atrás. Teóricamente.
Era hora de verificar la teoría.
Aenea me aferró con los brazos mientras acelerábamos en un ascenso de noventa grados. La estera necesitó los veinte metros de espacio libre para iniciar el ascenso, y cuando estuvimos verticales, el granito de la ladera estaba a centímetros de nosotros. Por instinto, me incliné y aferré el frente rígido de la alfombra, tratando de no apoyarme en los controles de vuelo. También por instinto, Aenea se inclinó hacia delante y me abrazó con más fuerza. El efecto fue que no pude respirar durante el minuto que tardó la alfombra en pasar sobre la cima. Traté de no mirar por encima del hombro durante el ascenso. Mil metros de espacio abierto debajo de mí era más de lo que mis maltrechos nervios podían aguantar.
Llegamos a la cima de los riscos —de pronto hubo escaleras, terrazas de piedra, gárgolas— y estabilicé la alfombra.
La Guardia Suiza había establecido puestos de observación, estaciones de rastreo y baterías antiaéreas en las terrazas y balcones del lado este de la Fortaleza de Cronos. El castillo —tallado en la piedra de la montaña— se erguía a más de cien metros sobre nosotros, con sus torreones y balcones. Había más guardias suizos en esas zonas planas.
Todos estaban muertos. Sus cadáveres, aún vestidos con armadura de impacto, estaban despatarrados en las inconfundibles posturas de la muerte. Algunos estaban agrupados, y sus formas laceradas daban la impresión de que las había segado un haz de plasma.
Pero las armaduras de Pax podían soportar una granada de plasma a esa distancia. Esos cadáveres estaban hechos trizas.
—No mires —dije por encima del hombro, reduciendo la velocidad mientras doblábamos por el extremo sur de la fortaleza. Demasiado tarde. Aenea miraba con grandes ojos.
—¡Maldito sea! —repitió.
—¿Quién? —pregunté, pero en ese momento sobrevolamos el jardín del sur de la fortaleza y vimos lo que había allí. Escarabajos en llamas y un deslizador volcado cubrían el paisaje. Había más cuerpos, que parecían juguetes desparramados por un niño malcriado. Junto a un seto ornamental ardía un cañón de contrapresión cuyos haces podían llegar a órbita baja.
La nave del cónsul flotaba en una cola de plasma azul a sesenta metros de la fuente central. Le rodeaba una aureola de vapor. A. Bettik nos hacía señas desde la puerta.
Entré en la cámara de presión tan rápidamente que el androide tuvo que apartarse de un brinco, y patinamos en el corredor bruñido.
—¡Vamos! —grité, pero o bien A. Bettik ya había dado la orden o bien la nave no la necesitaba. Los compensadores inerciales impidieron que la aceleración nos aplastara como gelatina, pero oímos el rugido de motor de fusión, el chillido de la atmósfera contra el casco, mientras la nave del cónsul se alejaba de Hyperion y entraba en el espacio por primera vez en dos siglos.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
El padre capitán De Soya aferra la túnica del enfermero.
—Eh... treinta, cuarenta minutos, señor —dice el enfermero, tratando de zafarse. No lo consigue.
—¿Dónde estoy?
Ahora De Soya siente el dolor. Es muy intenso —se centra en la pierna y se irradia a todas partes— pero soportable. Lo ignora.
—A bordo del
Santo Tomás Akira
, padre.
—El transporte... —De Soya se siente mareado, desconectado. Se mira la pierna, ahora libre del torniquete. La parte inferior está unida a la superior sólo por fragmentos de músculo y tejido. Comprende que Gregorius debió de darle un analgésico, insuficiente para bloquear el torrente de dolor, pero suficiente para provocar esta reacción.
—Me temo que los cirujanos tendrán que amputar —dice el enfermero—. Los quirófanos no dan abasto. Pero usted es el siguiente, señor. Hemos realizado una selección y...
De Soya advierte que todavía aferra la túnica del enfermero. La suelta.
—No.
—¿Cómo dice, padre?
—Me ha oído. No habrá cirugía hasta que me haya reunido con el capitán del
Santo Tomás Akira
.
—Pero señor... padre... morirá si no lo hacen...
—He muerto antes, hijo. —De Soya lucha contra el mareo—. ¿Un sargento me trajo a la nave?
—Sí, señor.
—¿Todavía está aquí?
—Sí, padre. El sargento necesitaba puntos para las heridas.
—Mándelo aquí de inmediato.
—Pero, padre, sus heridas requieren...
De Soya mira el rango del joven enfermero.
—¿Alférez?
—Sí, señor.
—¿Ha visto el disco papal? —De Soya ha verificado si el disco de platino aún cuelga de la cadena irrompible que le rodea el cuello.
—Sí, padre, es lo que nos indujo a dar prioridad a su...
—So pena de ejecución... peor aún... so pena de excomunión, mande buscar al sargento de inmediato, alférez.
Gregorius se ha quitado la armadura de combate, pero sigue siendo enorme. El padre capitán mira los vendajes y los paks médicos en el cuerpo de ese hombre fornido y comprende que el sargento estaba malherido incluso mientras sacaba a De Soya de peligro. En algún momento tendrá que comentarlo. No ahora.
—¡Sargento!
Gregorius se cuadra.
—Traiga al capitán de esta nave inmediatamente. Pronto, antes de que vuelva a desmayarme.
El capitán del
Santo Tomás Akira
es un lusio maduro, bajo y fuerte como todos los lusios.
Es calvo pero luce una barba gris pulcramente recortada.
—Padre capitán De Soya, soy el capitán Lempriére. La situación es muy apremiante, señor. Los cirujanos me aseguran que usted requiere atención inmediata. ¿En qué puedo ayudar?
—Descríbame la situación, capitán. —De Soya no conoce personalmente al capitán, pero han hablado por radio. Nota deferencia en la voz del otro. Por el rabillo del ojo, ve que el sargento Gregorius se marcha de la habitación.
—Quédese, sargento. ¿Capitán?
Lempriére se aclara la garganta.
—La comandante Barnes-Avne ha muerto. Por lo que sabemos, ha muerto la mitad de los guardias suizos del Valle de las Tumbas de Tiempo. Están llegando miles de bajas. Tenemos enfermeros en tierra que instalan centros quirúrgicos móviles, y aquí estamos tratando los casos más urgentes. Estamos recobrando los muertos y clasificándolos para resucitarlos cuando regresemos a Vector Renacimiento.
—¿Vector Renacimiento? —De Soya se siente como si flotara en el espacio estrecho de la sala de preparación quirúrgica. Está flotando, dentro de lo que le permiten las amarras de la camilla—. ¿Qué diablos ha pasado con la gravedad, capitán?
Lempriére sonríe tímidamente.
—El campo de contención fue dañado durante la batalla, señor. En cuanto a Vector Renacimiento... bien, era nuestra base de operaciones, señor. Las órdenes estipulan que regresemos allá cuando se haya completado la misión.
De Soya ríe, deteniéndose sólo cuando se oye. No es una risa del todo cuerda.
—¿Quién dijo que la misión se ha completado, capitán? ¿De qué batalla estamos hablando?
El capitán Lempriére mira al sargento Gregorius. El guardia suizo clava los ojos en la pared.
—Las naves de apoyo y vigilancia que estaban en órbita también fueron diezmadas señor.
—¿Diezmadas? —El dolor está enfureciendo a De Soya—. Eso significa una de cada diez, capitán. ¿El diez por ciento del personal de las naves está en la lista de bajas?
—No, señor. El sesenta por ciento. El capitán Ramírez del
San Buenaventura
ha muerto, al igual que su oficial ejecutivo. Mi primer oficial también ha muerto. La mitad de los tripulantes del
San Antonio
no han dado el presente.
—¿Las naves están averiadas? —pregunta el padre capitán De Soya. Sabe que sólo tiene minutos de conciencia, quizá de vida.
—Hubo una explosión en el
San Buenaventura
. La mitad de los compartimientos de popa quedaron expuestos al espacio. El motor está intacto...
De Soya cierra los ojos.
Como capitán, sabe que una nave expuesta al espacio es la penúltima pesadilla. La última pesadilla es la implosión del núcleo Hawking, pero al menos esa indignidad es instantánea. Una fractura en el casco es —como esta pierna astillada— un camino lento y doloroso hacia la muerte.
—¿El
San Antonio
?
—Averiado pero operable, señor. El capitán Sati está vivo y...
—¿La niña? —pregunta De Soya—. ¿Dónde está? —Una creciente nube de manchas negras baila en la periferia de su visión.
—¿Niña? —dice Lempriére.
El sargento Gregorius le dice al capitán algo que De Soya no oye. Siente un zumbido en los oídos.
—Oh sí —prosigue Lempriére—, el objetivo. Evidentemente una nave la recogió y está acelerando hacia traslación C-plus.
—¡Una nave! —De Soya combate contra la inconsciencia con puro esfuerzo de voluntad—. ¿De dónde diablos salió esa nave?
Gregorius habla sin dejar de mirar la pared.
—Del planeta, señor. De Hyperion. Durante el... durante el episodio crítico, la nave atravesó la atmósfera, se posó en el castillo... en Fortaleza de Cronos... y recogió a la niña y al que la llevaba.
—¿Llevaba? —interrumpe De Soya. Le cuesta oír en medio del creciente zumbido.
—Una especie de VEM monoplaza —explica el sargento—. Aunque los técnicos ignoran cómo funciona.
De un modo u otro, esta nave los recogió, burló la patrulla de combate durante la carnicería y se aproxima al punto de traslación.
—Carnicería —repite estúpidamente De Soya. Nota que está babeando. Se enjuga la barbilla con el dorso de la mano, tratando de no mirar su pierna triturada—. Carnicería. ¿Qué la causó? ¿Contra quién luchábamos?
—No lo sabemos, señor —responde Lempriére—. Fue como en los viejos tiempos, los tiempos de FUERZA de la Hegemonía, cuando las tropas de asalto llegaban por teleyector. Miles de cosas blindadas aparecieron por todas partes y al mismo tiempo. La batalla duró apenas cinco minutos. Eran miles de ellos. Y de pronto desaparecieron.
De Soya se esfuerza por oír en medio de la creciente oscuridad y el rugido de sus oídos, pero las palabras no tienen sentido.
—¿Miles? ¿De qué? ¿Y adónde se fueron?
Gregorius se adelanta y mira al padre capitán.
—No miles, señor. Sólo uno. El Alcaudón.
—Eso es una leyenda... —comienza Lempriére.
—Sólo el Alcaudón —continúa el fornido negro, ignorando al capitán—. Mató a la mayoría de los guardias suizos y a la mitad de los efectivos regulares de Pax en Equus, derribó todos los cazas Escorpión, abatió dos naves-antorcha, mató a todos a bordo de la nave C
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, dejó su tarjeta de visita aquí y se fue en menos de treinta segundos. Todo lo demás fueron nuestros hombres disparándose entre sí, presa del pánico. El Alcaudón.
—¡Pamplinas! —grita Lempriére. La agitación le enrojece la calva—. Eso es una fantasía, un cuento de viejas, incluso una herejía. Lo que nos atacó hoy no...
—Cállese —dice De Soya. Tiene la sensación de estar mirando por un túnel largo y oscuro. Debe hablar deprisa—. Escuche, capitán Lempriére, bajo mi responsabilidad, por autoridad papal, autorice al capitán Sati a llevar a los supervivientes del
San Buenaventura
a bordo del
San Antonio
para redondear la tripulación. Ordene a Sati que siga a la niña, a la nave que lleva a la niña, que la siga hasta la traslación, que fije las coordenadas y que siga...