—No necesitas saber las unidades —rezongó—. Basta con saber que hay treinta mil soldados entre tú y la Esfinge, de donde Aenea saldrá mañana. Tres mil de esos efectivos son guardias suizos. Ahora bien, ¿cómo pasarás a través de ellos?
Quise reír a carcajadas. Dudaba que toda la Guardia Interna de Hyperion, con soporte aéreo y espacial, pudiera «pasar a través» de media docena de guardias suizos. Sus armas, su entrenamiento y sus sistemas defensivos eran excelentes. En vez de reírme, estudié de nuevo el mapa.
—Usted dice que las aeronaves salen de la Ciudad de los Poetas... ¿Conoce los aviones?
El poeta se encogió de hombros.
—Cazas. Los vehículos electromagnéticos no sirven aquí, así que han traído aviones. Jets, creo.
—¿Turbos, retros, de chorro? —Trataba de aparentar que sabía de qué hablaba, pero los conocimientos militares que había adquirido en la Guardia Interna consistían principalmente en desarmar mi rifle, limpiar mi rifle, disparar mi rifle, marchar en medio del mal tiempo sin que mi rifle se mojara, tratar de echarme un sueñecito cuando no estaba marchando, limpiando o desarmando, tratar de no morir congelado cuando estaba dormido y —en ocasiones— bajar la cabeza para que los francotiradores de Ursus no me la volaran.
—¿Qué cuernos importa la clase de avión? —gruñó Martin Silenus. Perder tres siglos de edad aparente no había contribuido a apaciguarlo—. Son cazas. Hemos medido que... Nave, ¿cuál era la velocidad que medimos para esas últimas señales?
—Mach tres —dijo la nave.
—Mach tres —repitió el poeta—. Suficiente para volar hasta aquí, despedazar este sitio y regresar al continente norte antes de que se les enfríen las cervezas.
Aparté los ojos del mapa.
—Eso quería preguntar —señalé—. ¿Por qué no lo han hecho?
El poeta me miró.
—¿Por qué no han hecho qué?
—Volar aquí, despedazar este sitio y regresar antes de que se les enfríen las cervezas. Usted es una amenaza para ellos. ¿Por qué lo toleran?
—Yo estoy muerto —gruñó Martin Silenus—. Ellos creen que estoy muerto. Un muerto no amenaza a nadie.
Suspiré y volví a mirar el mapa.
—Tiene que haber un transporte de tropas en órbita, pero supongo que usted no sabe qué clase de nave lo escoltó hasta aquí.
Asombrosamente, la nave se encargó de responder.
—El transporte es una gironave clase Akira de trescientas mil toneladas. Lo escoltaban dos naves-antorcha estándar clase Pax, el
San Antonio
y el
San Buenaventura
. También hay una nave C
3
en órbita alta.
—¿Qué cuernos es una nave C
3
? —gruñó el holo del poeta.
Lo miré de soslayo. ¿Cómo podía alguien vivir mil años sin aprender algo tan básico?
Los poetas eran raros.
—Comando, Comunicaciones, Control —dije.
—¿Entonces el hijo de perra de Pax que está a cargo se encuentra allá arriba? —preguntó Silenus.
Me froté la mejilla y miré el mapa.
—No necesariamente. El comandante de la fuerza espacial estará allá, pero el jefe de operaciones puede estar en tierra. Pax entrena a sus comandantes para operaciones combinadas. Con tantos guardias suizos aquí, alguien importante está al mando en tierra.
—De acuerdo. ¿Cómo pasarás a través de ellos para sacar a mi pequeña amiga?
—Perdón —intervino la nave—, pero hay otra nave en órbita. Llegó hace tres semanas estándar, y envió una lanzadera al Valle de las Tumbas de Tiempo.
—¿Qué clase de nave? —pregunté.
Hubo un brevísimo titubeo.
—No sé —dijo la nave—. La configuración es rara. Pequeña, tamaño correo, pero el perfil de propulsión es... extraño.
—Tal vez sea un correo —le dije a Silenus—. El pobre diablo se ha pasado meses en fuga criogénica, pagando años de deuda temporal, para entregar un mensaje que la central de Pax se olvidó de dar al comandante antes de que se fuera.
La mano holográfica del poeta acarició de nuevo el mapa.
—Atengámonos al tema. ¿Cómo rescatas a Aenea de manos de estos hijos de perra?
Me alejé del piano.
—¿Cómo demonios he de saberlo? —exclamé—. Usted es el que ha tenido dos siglos y medio para planear esta estúpida fuga. —Moví la mano, señalando la nave—. Supongo que esta cosa es nuestro billete para ganarles a las naves-antorcha. —Hice una pausa—. Nave, ¿puedes vencer a una nave-antorcha de Pax en traslación C-plus? —Todos los impulsores Hawking brindaban la misma seudovelocidad por encima de la velocidad de la luz, de modo que nuestro escape y supervivencia, o captura y destrucción, dependían de la carrera hasta ese punto cuántico.
—Sí —respondió la nave de inmediato—. Faltan partes de mi memoria, pero sé que el cónsul me hizo modificar durante una visita a una colonia éxter.
—¿Una colonia éxter? —repetí estúpidamente. Sentí un hormigueo en la piel, a pesar de la lógica.
Había crecido temiendo otra invasión éxter. Los éxters eran el máximo coco.
—Sí —respondió la nave con una especie de orgullo—. Podremos elevarnos a velocidades C-plus casi veintitrés por ciento más rápido que una nave-antorcha de Pax.
—Ellos pueden destruirte a media UA —observé, poco convencido.
—Sí —convino la nave—. No es problema... siempre que tengamos quince minutos de ventaja.
Me volví hacia el holo cejijunto y el silencioso androide.
—Magnífico —dije—. Siempre que sea verdad. Pero eso no me ayuda a deducir cómo llevar a la niña a la nave o sacar la nave de Hyperion con esa ventaja de quince minutos. Las naves-antorcha estarán en lo que llaman patrulla orbital de combate. Una o más estarán sobre Equus a cada segundo, cubriendo cada metro cúbico de espacio desde cien minutos-luz hasta la atmósfera superior. A treinta kilómetros se hará cargo la patrulla aérea de combate, quizá cazas clase Escorpión, capaces de penetrar en órbita baja si es necesario. Ni la patrulla espacial ni la atmosférica concederían a la nave quince segundos en pantalla, y mucho menos quince minutos. —Miré el rostro rejuvenecido del viejo—. A menos que haya algo que no me has dicho, nave. ¿Los éxters te suministraron alguna clase de tecnología mágica para escapar? ¿Un escudo de invisibilidad o algo parecido?
—Que yo sepa no —dijo la nave. Al cabo de un segundo añadió—: Eso no sería posible, ¿verdad?
Ignoré la pregunta.
—Mire —le dije a Martin Silenus—, me gustaría ayudarle a rescatar a esa niña...
—Aenea.
—Me gustaría rescatar a Aenea de manos de esos tíos, pero si ella es tan importante para Pax como usted dice... vaya, tres mil guardias suizos, Cristo santo... No hay manera de acercarse a quinientos kilómetros del Valle de las Tumbas de Tiempo, ni siquiera con esta elegante nave.
Vi la duda en los ojos de Silenus, a pesar de la distorsión holográfica, así que continué:
—Hablo en serio. Aunque no hubiera apoyo espacial y aéreo, ni naves-antorcha, cazas o radar aéreo, están los guardias suizos. Esos tíos son mortíferos. Están entrenados para operar en grupos de cinco, y cualquiera de esos grupos podría derribar una nave espacial como ésta.
El sátiro arqueó las cejas en un gesto de sorpresa o duda.
—Escuche —insistí—. ¿Nave?
—Sí, M. Endymion.
—¿Tienes escudos defensivos?
—No, M. Endymion. Tengo campos de contención mejorados por los éxters, pero son sólo para uso civil.
Yo ignoraba qué eran «campos de contención mejorados por los éxters», pero continué:
—¿Puedes detener haces de contrapresión o rayos energéticos?
—No —dijo la nave.
—¿Puedes eliminar torpedos C-plus o torpedos cinéticos convencionales?
—No.
—¿Puedes ganarles en velocidad?
—No.
—¿Puedes impedir la entrada de una partida de abordaje?
—No.
—¿Tienes alguna capacidad ofensiva o defensiva para vértelas con las naves de guerra de Pax?
—Salvo correr como alma que lleva el diablo, M. Endymion, la respuesta es no —dijo la nave.
Miré de nuevo a Martin Silenus.
—Estamos jodidos —murmuré—. Aunque pudiera llegar hasta la muchacha, me capturarían a mí igual que a ella.
Martin Silenus sonrió.
—Tal vez no —dijo. Le hizo una seña a A. Bettik, y el androide subió por la escalera de caracol hasta el nivel superior y regresó en menos de un minuto. Llevaba un cilindro enrollado.
—Si es el arma secreta —comenté—, espero que sea buena.
—Lo es —repuso el sonriente holograma del poeta. Hizo otra seña y A. Bettik desenrolló el cilindro.
Era una alfombra de menos de dos metros de longitud y poco más de un metro de ancho. La tela estaba carcomida y desleída, pero vi diseños y patrones intrincados. Había una compleja urdimbre de hebras de oro que aún eran tan brillantes como...
—Dios mío —exclamé, comprendiendo de golpe—. Una alfombra voladora.
El holo de Martin Silenus se aclaró la garganta como si fuera a escupir.
—No una alfombra voladora —gruñó—. La alfombra voladora.
Retrocedí un paso. Esto era material de leyenda, y yo estaba casi de pie sobre ella.
Habían existido sólo unos cientos de alfombras voladoras, y ésta era la primera, creada por el lepidopterista y legendario inventor de sistemas EM Vladimir Sholokov, de Vieja Tierra. Sholokov —que ya tenía más de setenta años estándar— se había enamorado perdidamente de su sobrina adolescente, Alotila, y había creado esa alfombra para ganar su amor. Al cabo de un interludio apasionado, la adolescente había despreciado al anciano. Sholokov se había matado en Nueva Tierra semanas después de perfeccionar el impulsor Hawking —así llamado en honor del científico pre-Hégira cuyo trabajo había permitido el descubrimiento del C-plus en el impulsor interestelar mejorado— y la alfombra había estado perdida durante siglos, hasta que Mike Osh la compró en el mercado de Carvnel y la llevó a Alianza-Maui, usándola con su compañero Merin Aspic en lo que se transformaría en otro idilio legendario, los amores de Merin y Siri. Esta segunda leyenda se había convertido en parte de los épicos
Cantos
de Martin Silenus, en cuya versión Siri había sido la abuela del cónsul. En los
Cantos
el cónsul de la Hegemonía usaba la alfombra voladora para cruzar Hyperion en un épico vuelo hacia la ciudad de Keats desde el Valle de las Tumbas de Tiempo, para liberar esta nave y conducirla de vuelta a las tumbas.
Me arrodillé y toqué el artefacto con reverencia.
—Maldición —rezongó Silenus—, es sólo una puñetera alfombra. Y bastante fea, para colmo. Yo no la tendría en casa. No hace juego con nada.
Alcé la vista.
—Sí —aclaró A. Bettik—, es la misma alfombra.
—¿Todavía vuela? —pregunté.
A. Bettik se arrodilló junto a mí y extendió su mano de dedos azules, tocando el complejo y rizado diseño. La estera se puso tiesa como una tabla y se elevó a diez centímetros del suelo.
Sacudí la cabeza.
—Nunca lo entendí. Los sistemas electromagnéticos no funcionan en Hyperion a causa del extraño campo magnético.
—No funcionan los sistemas EM grandes —gruñó Martin Silenus—. Los vehículos EM. Las barcas de levitación. Los aparatos grandes. La alfombra sí. Y está mejorada.
Enarqué las cejas.
—¿Mejorada?
—De nuevo los éxters —dijo la nave—. No lo recuerdo bien, pero metieron mano en muchas cosas cuando los visitamos hace dos siglos y medio.
—Evidentemente —comenté. Me puse de pie y apoyé el pie en la legendaria estera. Rebotó como si estuviera apoyada sobre resortes pero siguió flotando—. De acuerdo, tenemos la estera de Merin y Siri, la cual, si mal no recuerdo, podía volar a veinte kilómetros por hora...
—Su velocidad máxima era veintiséis kilómetros por hora —dijo A. Bettik.
Asentí y volví a apoyar el pie en la alfombra.
—Veintiséis kilómetros por hora con buen viento de cola —concedí—. ¿Y a qué distancia está el Valle de las Tumbas de Tiempo?
—Mil seiscientos ochenta y nueve kilómetros —dijo la nave.
—¿Y cuánto tiempo falta para que Aenea salga de la Esfinge?
—Veinte horas —dijo Martin Silenus.
Debía de haberse cansado de su imagen más joven, porque la proyección holográfica ahora presentaba al viejo tal como yo lo había visto la noche anterior, silla flotante incluida.
Miré mi cronómetro de pulsera.
—Vaya, estoy retrasado. Debí echar a volar hace un par de días. —Regresé al piano de cola—. Y si hubiera salido... ¿qué? ¿Esta es nuestra arma secreta? ¿Tiene un súper campo defensivo para protegernos a la niña y a mí de los rayos y balas de los guardias suizos?
—No —dijo A. Bettik—. No tiene ninguna capacidad defensiva, salvo un campo de contención para desviar el viento y mantener a sus ocupantes en su sitio.
Me encogí de hombros.
—¿Y qué tal si llevo la alfombra al Valle y ofrezco a Pax un intercambio, una vieja alfombra voladora por la niña?
A. Bettik permaneció de rodillas junto a la alfombra. Sus dedos azules seguían acariciando la tela desteñida.
—Los éxters la modificaron para conservar su carga más tiempo... hasta mil horas.
Asentí. Impresionante tecnología de superconductores, pero totalmente irrelevante.
—Y ahora vuela a velocidades que superan los trescientos kilómetros por hora —continuó el androide.
Me mordí el labio. Conque sí podía llegar al día siguiente. Siempre que quisiera estar sentado en una alfombra durante cinco horas y media. ¿Y luego qué?
—Creí que queríamos meterla en esta nave —dije—. Sacarla del sistema de Hyperion y todo eso.
—Sí —admitió Martin Silenus, la voz repentinamente tan cansada como su envejecida imagen—, pero primero debes traerla a la nave.
Me alejé del piano, deteniéndome ante la escalera de caracol para volverme hacia el androide, el holo y la alfombra flotante.
—No queréis entenderlo, ¿verdad? —protesté—. ¡Estamos hablando de guardias suizos! Si creéis que ese maldito felpudo me permitirá burlar su radar, sus detectores de movimiento y otros sensores, estáis locos. Sería un blanco perfecto aleteando a trescientos kilómetros por hora. Creedme, los guardias suizos, por no mencionar los jets de la patrulla aérea de combate ni las naves-antorcha, pulverizarían esta cosa en un nanosegundo.
Hice una pausa y entorné los ojos.
—A menos que haya otra cosa que yo no sepa.
—Claro que la hay —dijo Martin Silenus, con su cansada sonrisa de sátiro—. Claro que la hay.