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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (11 page)

BOOK: Endymion
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Martin Silenus asintió.

—¿Entonces por qué debo pensar en este disparate? —dije al cabo de otro momento de silencio.

El viejo sonrió.

—Tú quieres ser un héroe, Raul Endymion.

Resoplé despectivamente y apoyé las manos en el mantel.

Allí mis dedos lucían rechonchos y torpes, fuera de lugar contra el fino lino.

—Quieres ser un héroe —repitió el poeta—. Quieres ser uno de esos raros seres humanos que hacen historia, en vez de limitarse a ver cómo circula en torno de ellos como agua en torno de una roca.

—No sé de qué me habla. —Claro que lo sabía, pero no había manera de que él pudiera conocerme tanto.

—Te conozco tanto —dijo Martin Silenus, como respondiendo a mi pensamiento más que a mi última frase.

Debo aclarar que no pensé ni por un instante que el viejo fuera telépata. Ante todo, no creo en la telepatía —mejor dicho, no creía en ese momento— y además me intrigaba el potencial de un ser humano que había vivido casi mil años estándar, aunque estuviera loco, quizás hubiera aprendido a leer las expresiones faciales y los matices gestuales a tal punto que el efecto sería similar al de la telepatía.

O quizás hubiera acertado por casualidad.

—No quiero ser un héroe —retruqué—. Vi lo que sucede con los héroes cuando enviaron mi brigada a luchar con los rebeldes del continente meridional.

—Ah, Ursus —murmuró—. El oso polar del sur. La más inservible masa de hielo y lodo de Hyperion. Recuerdo que hubo rumores sobre un disturbio.

La guerra había durado ocho años de Hyperion y había costado la vida de miles de chicos lugareños como yo, que cometimos la estupidez de alistarnos en la Guardia Interna para ir a luchar. Tal vez el viejo poeta no era tan astuto como yo pensaba.

—Por héroe no me refiero al necio que se arroja sobre granadas de plasma —continuó, relamiéndose los finos labios y moviendo la lengua como un lagarto—. Me refiero al que posee una destreza y generosidad tan legendaria que llega a ser honrado como una divinidad. Héroe en el sentido literario, como protagonista consagrado a una acción insoslayable. Héroe como alguien cuyos fallos trágicos serán su perdición.

El poeta hizo una pausa expectante, pero yo guardé silencio.

—¿No tienes fallos trágicos? —dijo al fin—. ¿O no estás consagrado a una acción insoslayable?

—No quiero ser un héroe —repetí.

El viejo se arqueó sobre el café y me miró con un destello pícaro en los ojos.

—¿Dónde te haces cortar el cabello, muchacho?

—¿Cómo dice?

Se relamió los labios de nuevo.

—Me has oído. Tienes el cabello largo, pero no desgreñado. ¿Dónde te lo haces cortar?

Suspiré.

—A veces, cuando pasaba mucho tiempo en los marjales, me lo cortaba yo mismo, pero cuando estoy en Puerto Romance voy a una barbería de la calle Datoo.

—Ah —dijo Silenus, recostándose en su silla—. Conozco esa calle. Está en el distrito nocturno. Más callejón que calle. Allí el mercado abierto vendía hurones en jaulas doradas. Había barberos callejeros, pero la mejor barbería pertenecía a un viejo llamado Palani Woo. Tenía seis hijos varones, y cuando crecían, él añadía otra silla a la tienda. —Clavó los viejos ojos en mí, y me sentí abrumado por el vigor de su personalidad—. Eso fue hace un siglo.

—Me hago cortar el cabello en la barbería de Woo —dije—. El bisnieto de Palani Woo, Kalakana, es ahora el dueño de la tienda. Todavía hay seis sillas.

—Sí —dijo el poeta, asintiendo con un gesto de la cabeza—. Nada cambia demasiado en nuestro querido Hyperion, ¿verdad, Raul Endymion?

—¿Adónde quiere llegar?

—¿Llegar? —dijo, abriendo las manos como para mostrar que no ocultaba la siniestra intención de llegar a parte alguna—. No quiero llegar a nada. Conversemos, muchacho. Me divierte pensar en las figuras históricas mundiales, por no hablar de los héroes de mitos futuros, pagando para que les corten el cabello. Pensé en esto hace siglos, de paso... esta extraña disociación entre la estofa del mito y la estofa de la vida. ¿Sabes qué significa «Datoo»?

Parpadeé ante este repentino cambio de rumbo.

—No.

—Un viento de Gibraltar. Tenía una bella fragancia. Los artistas y poetas que fundaron Puerto Romance habrán pensado que los bosques de chalma y raraleña de las colinas olían bien. ¿Sabes qué es Gibraltar, muchacho?

—No.

—Un peñón de la Tierra —jadeó el viejo. Mostró de nuevo los dientes—. Nótese que no he dicho Vieja Tierra.

Lo había notado.

—La Tierra es la Tierra, muchacho. Viví allá antes de que desapareciera, así que sé de qué hablo.

La idea me dio vértigo.

—Quiero que la encuentres —dijo el poeta, con un destello en los ojos.

—¿Encontrarla? ¿Vieja Tierra? Creí que quería que yo viajara con la muchacha... Aenea.

Sus manos huesudas restaron importancia a mi comentario.

—Si vas con ella, encontrarás la Tierra, Raul Endymion.

Asentí, preguntándome si valía la pena explicarle que Vieja Tierra había sido engullida por el agujero negro que había caído en sus entrañas durante el Gran Error del 38. Pero el anciano había huido de ese mundo despedazado y no tenía sentido contradecir sus ilusiones. Sus
Cantos
mencionaban una conspiración del TecnoNúcleo IA para robar Vieja Tierra, para llevarla al Cúmulo de Hércules o la Nube Magallánica, pero eso era fantasía. La Nube Magallánica era otra galaxia. Estaba a más de 160.000 años-luz de la Vía Láctea, si yo no recordaba mal, y ninguna nave de Pax o de la Hegemonía había salido de la pequeña esfera que ocupábamos en un brazo espiralado de nuestra galaxia. Aunque el motor Hawking se burlaba de las realidades einsteinianas, un viaje a la Gran Nube Magallánica llevaría muchos siglos de tiempo de a bordo, decenas de miles de años de deuda temporal. Ni siquiera los éxters, tan amantes de los abismos interestelares, habrían emprendido semejante travesía. Además, los planetas no se secuestran.

—Quiero que encuentres la Tierra y la traigas de vuelta —continuó el viejo poeta—. Quiero verla de nuevo antes de morir. ¿Harás eso por mí, Raul Endymion?

Miré al viejo a los ojos.

—Claro —dije—. Rescatar a esa niña de manos de la Guardia Suiza y de Pax, mantenerla a salvo hasta que se convierta en La Que Enseña, encontrar Vieja Tierra y traerla para que usted la vea de nuevo. Facilísimo. ¿Se le ofrece algo más?

—Sí —dijo Martin Silenus con el tono de absoluta solemnidad que acompaña a la demencia—. Quiero que averigües qué coño se propone el TecnoNúcleo y lo detengas.

Asentí de nuevo.

—Encontrar el desaparecido TecnoNúcleo y detener el poder combinado de miles de IAs semejantes a dioses para impedir que cumplan con sus planes —dije con sarcasmo—. Correcto. Lo haré. ¿Algo más?

—Sí. Debes hablar con los éxters y ver si pueden ofrecerme la inmortalidad, auténtica inmortalidad, no estas pamplinas de los cristianos renacidos.

Fingí escribir esto en una libreta invisible.

—Éxters... inmortalidad... sin pamplinas cristianas. Ningún problema. Anotado. ¿Algo más?

—Sí, Raul Endymion. Quiero que Pax sea destruida y el poder de la Iglesia derrocado.

Asentí.

Doscientos o trescientos mundos conocidos se habían unido voluntariamente a Pax. Billones de seres humanos se habían hecho bautizar por la Iglesia. Las fuerzas armadas de Pax eran más formidables de lo que podía soñar la FUERZA de la Hegemonía en la cúspide de su poder.

—De acuerdo —dije—. Me encargaré de eso. ¿Alguna otra cosilla?

—Sí. Quiero que impidas que el Alcaudón lastime a Aenea o extermine a la humanidad.

Vacilé. Según el poema épico del viejo, el soldado Fedmahn Kassad había destruido al Alcaudón en una era futura. Lo mencioné, aun sabiendo que era inútil tratar de introducir la lógica en esta conversación lunática.

—¡Sí! —exclamó el viejo poeta—. Pero eso será entonces. Dentro de milenios. Quiero que detengas al Alcaudón ahora.

—De acuerdo —respondí. ¿Para qué discutir?

Martin Silenus se derrumbó en su silla como si su energía se hubiera agotado. Eché otro vistazo a esa momia, con sus pliegues de piel, sus ojos hundidos, sus dedos huesudos. Pero los ojos aún ardían intensamente. Traté de imaginar la fuerza de la personalidad de ese hombre cuando estaba en la flor de la edad. No pude.

Silenus hizo un gesto con la cabeza y A. Bettik trajo dos copas y sirvió champán.

—¿Entonces aceptas, Raul Endymion? —preguntó el poeta, con voz enérgica y formal—. ¿Aceptas la misión de salvar a Aenea, viajar con ella y realizar tus otros cometidos?

—Con una condición.

Silenus frunció el ceño y esperó.

—Quiero llevar a A. Bettik conmigo —dije. El androide aún estaba de pie junto a la mesa, sosteniendo la botella de champán. Miraba hacia delante, y no se volvió hacia ninguno de nosotros ni manifestó ninguna emoción.

El poeta se sorprendió.

—¿Mi androide? ¿Hablas en serio?

—Hablo en serio.

—A. Bettik ha estado conmigo desde antes que tu tatarabuela tuviera tetas —jadeó el poeta. Asestó un puñetazo en la mesa, con fuerza suficiente como para hacerme preocupar por sus frágiles huesos—. A. Bettik —rugió—. ¿Deseas ir?

El hombre de tez azul asintió.

—Joder —dijo el poeta—. Llévatelo. ¿Quieres algo más, Raul Endymion? ¿Mi silla flotante, tal vez? ¿Mi respirador? ¿Mis dientes?

—Nada más.

—Pues bien, Raul Endymion —dijo el poeta, de nuevo con voz formal—. ¿Aceptas la misión? ¿Salvarás, servirás y protegerás a la muchacha Aenea hasta que ella cumpla su destino, o morirás en el intento?

—Acepto —dije.

Martin Silenus alzó la copa y yo lo imité. En el último momento pensé que el androide debía beber con nosotros, pero el viejo poeta ya estaba brindando.

—Por la demencia —dijo—. Por la locura divina. Por las misiones lunáticas y los mesías que claman desde el desierto. Por la muerte de los tiranos. Por la confusión de nuestros enemigos.

Yo iba a llevarme la copa a los labios, pero el viejo no había terminado.

—Por los héroes —dijo—. Por los héroes que se hacen cortar el cabello. —Se bebió el champán de un trago.

Yo también.

9

Renacido, viendo literalmente por los asombrados ojos de un niño, el padre capitán Federico de Soya cruza la Piazza de San Pietro entre los elegantes arcos del peristilo de Bernini y se aproxima a la basílica de San Pedro. Es un día hermoso y soleado, con cielos azules y un frescor en el aire. El único continente habitable de Pacem está a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y el aire es tenue pero rico en oxígeno. Todo lo que ve De Soya está bañado en la rutilante luz de la tarde, que crea un aura en torno de las majestuosas columnas y la cabeza de los presurosos peatones. La luz pinta de blanco las estatuas de mármol y destaca el resplandor de los mantos rojos de los obispos y las franjas azules, rojas y anaranjadas de los guardias suizos que están en posición de descanso; la luz baña el alto obelisco del centro de la plaza y los pilastres acanalados de la fachada de la basílica resplandece en la gran cúpula, que se eleva a más de cien metros.

Las palomas echan a volar y reciben esa luz deslumbrante y horizontal mientras revolotean sobre la plaza, las alas ya blancas contra el cielo, ya oscuras contra la reluciente cúpula de San Pedro. A ambos lados circulan multitudes: clérigos en sotana negra con botones rosados, obispos de blanco con orlas rojas, cardenales en escarlata y magenta, ciudadanos del Vaticano en jubones negros, calzas y cuellos alechugados blancos, monjas con hábito susurrante y blancas alas de gaviota, sacerdotes de ambos sexos en austero negro, oficiales de Pax en uniforme de gala rojo y negro, como el que De Soya usa hoy, y una muchedumbre de turistas afortunados o invitados civiles —que gozan del privilegio de asistir a una misa papal— vestidos con su mejor atuendo, la mayoría de negro, pero todos con ricos paños cuyas fibras más oscuras brillan y titilan. Las multitudes se dirigen a la majestuosa basílica de San Pedro, cuchicheando, con semblante entusiasta pero grave. Una misa papal es un acontecimiento serio.

Hace sólo cuatro días que el padre capitán De Soya se ha despedido del grupo de tareas REYES, y sólo un día que ha resucitado. Lo acompañan el padre Baggio, la capitana Marget Wu y monseñor Lucas Oddi. Baggio, rechoncho y agradable, es el capellán de resurrección de De Soya; Wu, delgada y silenciosa, es edecán del almirante Marusyn de la flota de Pax; y Oddi, de ochenta y siete años estándar pero saludable y lúcido, es el factótum y subsecretario del poderoso secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Simon Augustino Lourdusamy. Se dice que el cardenal Lourdusamy es la segunda persona más poderosa de Pax, el único miembro de la Curia romana que cuenta con la confianza de Su Santidad, y un hombre temiblemente brillante. El poder del cardenal se refleja en el hecho de que también actúa como prefecto de la Sacra Congregatio pro Gentium Evangelizatione se de Propaganda Fide, la legendaria Congregación para la Evangelización de los Pueblos, o de Propaganda Fide.

Para el padre capitán De Soya, la presencia de estos dos poderosos no es más sorprendente que la luz que se refleja en la fachada mientras los cuatro suben la ancha escalinata de la basílica. La discreta muchedumbre calla aún más cuando ellos atraviesan el vasto espacio, dejan atrás más guardias suizos en ropa de gala y de combate, y entran en la nave. Aquí hasta el silencio tiene un eco, y De Soya se conmueve hasta las lágrimas ante la belleza del recinto y sus inmortales obras de arte:
la Pieta
de Miguel Ángel, en la primera capilla de la derecha; el antiguo
San Pedro en Bronce
de Arnolfo di Cambrio, su pie derecho bruñido y gastado por siglos de besos, y —alumbrada desde abajo— la imponente
Giuliana Falconieri Santa Vergine
, esculpida por Pietro Campi en el siglo dieciséis, hace más de mil quinientos años.

El padre capitán De Soya solloza abiertamente cuando se santigua con agua bendita y sigue al padre Baggio hasta su banco reservado. Los tres sacerdotes y la oficial de Pax se arrodillan para rezar mientras los últimos susurros y toses mueren en el vasto recinto. Ahora la basílica está en penumbras, y sólo unos focos halógenos iluminan los tesoros artísticos y arquitectónicos, que relucen como oro. A través de sus lágrimas, De Soya mira los pilastres acanalados y las oscuras y barrocas columnas de bronce del Baldachino de Bernini —el dorado y decorado dosel que se eleva sobre el altar central, donde sólo el papa puede dar misa— y reflexiona sobre la maravilla de las veinticuatro horas que han transcurrido desde su resurrección. Hubo dolor, sí, y confusión —como si se recobrara de un fuerte golpe en la cabeza—, y el dolor es más desgarrador y general que el de una jaqueca, como si cada célula de su cuerpo recordara la indignidad de la muerte y se rebelara contra ella, pero también hubo maravilla. Maravilla y pasmo ante las cosas más pequeñas: el sabor del caldo que le sirvió el padre Baggio, la primera vista del cielo azul celeste de Pacem por las ventanas de la rectoría, la abrumadora humanidad de los rostros que ha visto ese día, de las voces que ha oído. El padre capitán De Soya es un hombre sensible, pero no llora desde que era un niño de cinco o seis años estándar. Sin embargo, hoy llora abiertamente y sin vergüenza. Jesucristo le ha dado el don de la vida por segunda vez, el Señor Dios ha compartido con él —hijo fiel y honorable de una familia humilde de un mundo remoto— el sacramento de la resurrección. Las células de De Soya parecen recordar tanto el sacramento del renacimiento como el dolor de la muerte; está colmado de alegría.

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