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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (7 page)

BOOK: Endymion
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—Señal de repetidor —informa el oficial de comunicaciones—. Códigos verificados. Es un correo de Pax, clase Arcángel.

De Soya frunce el ceño. ¿Qué puede ser tan importante para que el mando de Pax envíe el vehículo más veloz del Vaticano, que además es la mayor arma secreta de Pax? En el espacio táctico, De Soya ve los códigos de Pax en torno de la diminuta nave. La llama de fusión tiene cientos de kilómetros. La nave usa poca energía en los campos de contención interna, aunque las gravedades implícitas superan los niveles de la mermelada de frambuesa.

—¿No tripulada? —pregunta De Soya. Así lo espera. Las naves clase Arcángel pueden viajar a cualquier parte del espacio conocido en sólo días —¡días de tiempo real!—, en vez de las semanas de tiempo de a bordo y los años de tiempo real exigidos por las demás naves, pero nadie sobrevive a los viajes Arcángel.

La madre comandante Stone entra en el entorno táctico. Su túnica negra es casi invisible contra el espacio, de modo que su rostro pálido parece flotar sobre la eclíptica, y la luz solar de la estrella virtual ilumina sus pómulos filosos.

—No, señor —murmura. En este entorno, sólo De Soya puede oírle—. Las señales indican dos tripulantes.

—Santo Jesús —susurra De Soya. Es más una plegaria que un juramento. Aun en tanques de fuga de alta gravedad, estas dos personas, ya muertas durante el viaje C-plus, serán más una finísima capa de pasta de proteínas que una saludable mermelada de frambuesas—. Preparad los nichos de resurrección —dice por la banda común.

La madre comandante Stone se toca el empalme que tiene detrás de la oreja y frunce el ceño.

—Mensaje en código. Los correos humanos deben ser resucitados con prioridad alfa. Nivel de dispensación omega.

El padre capitán De Soya mira a su oficial ejecutiva en silencio. El humo del bosque orbital en llamas gira en torno de sus cinturas. La resurrección prioritaria desafía la doctrina de la Iglesia y las reglas de Pax. Además es peligrosa. Las probabilidades de reintegración incompleta van desde casi cero, en el ciclo habitual de tres días, a casi cincuenta por ciento en un ciclo de tres horas. Y nivel prioritario omega significa Su Santidad en Pacem.

De Soya nota que su oficial sabe. Esta nave correo es del Vaticano. Alguien de allí o alguien de Mando de Pax, o ambos, consideraron que este mensaje era tan importante como para enviar una irreemplazable nave correo Arcángel, matar a dos altos oficiales de Pax —pues una Arcángel no se confiaría a nadie más— y correr el riesgo de que esos dos oficiales tuvieran una reintegración incompleta.

En el espacio táctico, De Soya enarca las cejas en respuesta a la mirada inquisitiva de su oficial. En la banda de mando dice:

—Muy bien, comandante. Imparta órdenes para emparejar velocidades. Prepare una partida de abordaje. Quiero que transfieran los tanques de fuga y concluyan las resurrecciones a las cero-seis-treinta horas. Felicite de mi parte al capitán Hearn del
Melchor
y a la madre capitana Boulez del
Gaspar
, y pídales que se trasladen al
Baltasar
para una reunión con los correos a las cero-setecientas.

El padre capitán De Soya sale del espacio táctico para regresar a la realidad del C
3
. Stone y los demás todavía lo miran.

—Deprisa —dice De Soya, alejándose de la pantalla, volando hacia su puerta particular y atravesando la tronera circular—. Despiértenme cuando los correos hayan resucitado —ordena a esos rostros blancos mientras la puerta se desliza para cerrarse.

6

Recorrí las calles de Endymion tratando de conciliarme con mi vida, mi muerte y mi nueva vida. Debo aclarar que no me tomaba estas cosas —mi juicio, mi «ejecución», mi reunión con el mítico y viejo poeta— con tanta calma como esta narración puede sugerir. Una parte de mí estaba sacudida hasta los cimientos. ¡Habían tratado de matarme! Yo quería culpar a Pax, pero los tribunales no eran agentes directos de Pax. Hyperion tenía su propio Consejo Interno, y los tribunales de Puerto Romance se constituían en conformidad con nuestra política local. La pena capital no era una inevitable sentencia de Pax, sobre todo en aquellos mundos donde la Iglesia gobernaba por medio de la teocracia, sino un resabio de los tiempos coloniales de Hyperion. Mi precipitado juicio, su ineludible desenlace y mi ejecución sumaria expresaban, en todo caso, el temor de los empresarios de Hyperion y Puerto Romance a ahuyentar a los turistas de otros mundos. Yo era un rústico, un guía que había matado al turista rico a quien habían puesto a mi cuidado, y tenía que servir como escarmiento. Nada más. No era nada personal.

Pero yo lo tomé como algo personal. Frente a la torre, sintiendo el calor del sol que rebotaba en las anchas losas del patio, alcé lentamente las manos. Estaban temblando. Habían sucedido demasiadas cosas demasiado pronto, y la calma que me había impuesto durante el juicio y el breve período anterior a mi ejecución me había dejado exhausto.

Caminé entre las ruinas de la universidad. La ciudad de Endymion se erguía en la cima de una colina, y la universidad había estado aún a mayor altura sobre este risco en tiempos coloniales, de modo que la vista era bellísima al sur y al este. Los bosques de chalma del valle refulgían con un color amarillo brillante. No había estelas ni tráfico aéreo en el cielo color lapislázuli. Yo sabía que Pax no tenía el menor interés en Endymion. Sus tropas aún custodiaban la Meseta del Piñón, donde sus robots mineros extraían los parásitos cruciformes, pero esta sección del continente había sido inaccesible por tantas décadas que tenía un aire agreste y virginal.

A los diez minutos de caminar, comprendí que sólo la torre donde yo había despertado y los edificios circundantes parecían ocupados. El resto de la universidad estaba en ruinas —las grandes salas expuestas a la intemperie, la planta física saqueada siglos atrás, los campos de juegos cubiertos de malezas, la cúpula del observatorio despedazada— y la ciudad lucía aún más abandonada cuesta abajo. La maraña de raraleña y kudzu reclamaba manzanas enteras.

La universidad había sido bella en sus tiempos: edificios neogóticos pos-Hégira construidos con bloques de piedra arenisca extraídos de canteras que estaban a poca distancia, en los cerros de la Meseta del Piñón. Tres años antes, cuando yo trabajaba como asistente del famoso artista jardinero Avrol Hume, realizando gran parte del trabajo pesado mientras él rediseñaba las fincas de la Primera Familia en la elegante costa del Pico, había mucha demanda de
follies
o palacetes, falsas ruinas cerca de estanques, bosques o colinas. Me había vuelto experto en poner viejas piedras en artificiosos estados de descomposición para simular ruinas —la mayoría de ellas absurdamente más antiguas que la historia de la humanidad en este mundo remoto— pero ninguna
follie
de Hume era tan atractiva como estas ruinas reales. Recorrí los restos de una universidad otrora espléndida, admiré la arquitectura, pensé en mi familia.

Añadir el nombre de una ciudad local al nuestro había sido una tradición entre las familias indígenas. Pues mi familia era indígena de veras, ya que se remontaba a las naves pioneras de siete siglos atrás. Éramos ciudadanos de tercera en nuestro propio mundo, y seguíamos siéndolo, pues ahora estábamos por debajo de los ciudadanos de Pax y de los colonos de la Hégira, que llegaron siglos después de mis ancestros. Durante siglos, pues, mi gente había vivido y trabajado en estos valles y montañas. En general, mis parientes indígenas habían realizado tareas manuales, como mi padre poco antes de su prematura muerte, ocurrida cuando yo tenía ocho años, como mi madre hasta su propia muerte, ocurrida cinco años después, como yo mismo hasta esta semana. Mi abuela había nacido una década después de que Pax expulsara a todos los habitantes de estas regiones, pero Grandam tenía edad suficiente para recordar los tiempos en que las familias de nuestro clan llegaban hasta la Meseta del Piñón y trabajaban en las plantaciones de fibroplástico del sur.

No tenía la sensación de haber vuelto a mi terruño. Mi terruño eran los fríos brezales del noreste. Los marjales del norte de Puerto Romance habían sido el lugar donde yo había elegido vivir y trabajar. Esta ciudad universitaria nunca había formado parte de mi vida y tenían tan poca importancia para mí como las desaforadas historias de los
Cantos
del viejo poeta.

Al pie de otra torre, me detuve para recobrar el aliento y reflexionar sobre esto. Si lo que sugería el poeta era cierto, las «desaforadas historias» de los
Cantos
serán muy importantes para mí. Pensé en Grandam recitando ese poema épico, recordé las noches en que cuidaba ovejas en las colinas del norte, nuestros vehículos de baterías formando un círculo protector para pernoctar, las fogatas opacando apenas la gloria de las constelaciones o las lluvias de meteoritos; recordé la mesurada lentitud con que Grandam recitaba estrofas que luego me hacía repetir, recordé mi impaciencia —habría preferido sentarme a leer un libro bajo un farol— y sonreí al pensar que esa noche cenaría con el autor de esos versos. Más aún, el viejo poeta era uno de los siete peregrinos de que hablaba el poema.

Demasiadas cosas. Demasiado pronto.

Había algo raro en esa torre. Más grande y más ancha que la torre donde yo había despertado, esta estructura tenía una sola ventana, un arco a treinta metros de altura. Más interesante aún, habían tapado con ladrillos la puerta original. Había hecho trabajos de albañilería cuando era aprendiz de Avrol Hume, y mi experiencia me hizo sospechar que habían cerrado la puerta antes de que la zona fuera abandonada un siglo atrás, pero no mucho antes.

Aún hoy ignoro por qué ese edificio me llamó la atención cuando había tantas ruinas para explorar esa tarde, pero mi curiosidad era innegable. Recuerdo que miré cuesta arriba y noté la profusión de hojas de chalma que habían trepado por la torre como hiedra de corteza gruesa.
Si uno trepa la cuesta y penetra en el bosquecillo de chalma, podría encaramarse a esa rama y llegar al antepecho de esa ventana solitaria...

Era un disparate. Con esa pueril expedición sólo lograría rasgarme la ropa y despellejarme las manos, por no mencionar el peligro de una caída de treinta metros. ¿Para qué arriesgarse? ¿Qué podía haber en esa torre clausurada, salvo arañas y telarañas?

Diez minutos después estaba encaramado a la sinuosa rama de chalma, buscando muescas en la piedra o ramas gruesas para aferrarme. Como la rama crecía contra la pared, no podía montarme a horcajadas sobre ella. Tuve que avanzar de rodillas —las ramas de arriba no me permitían andar de pie— y la sensación de peligro y el miedo a caerme eran aterradores. Cuando el viento otoñal sacudía las hojas y las ramas, yo me detenía y me aferraba con todas mis fuerzas.

Cuando llegué a la ventana maldije en voz baja. Mis cálculos —realizados con tanta facilidad desde la acera— habían sido erróneos. La rama de chalma estaba tres metros debajo del antepecho de la ventana abierta. No había lugar donde apoyar los dedos en esa extensión de piedra. Si quería llegar al antepecho, tendría que saltar con la esperanza de que mis dedos encontraran en dónde agarrarse. Era una locura. No había nada en la torre que justificara semejante riesgo.

Aguardé a que amainara el viento, me agazapé y brinqué. Durante un vertiginoso segundo mis dedos encorvados patinaron por la piedra desmigajada y el polvo, partiéndome las uñas y sin hallar sostén, pero luego encontraron los podridos restos del viejo antepecho y se clavaron.

Me encaramé, jadeando y rasgándome la camisa. Los blandos zapatos que me había dejado A. Bettik rasparon la piedra hasta encontrar apoyo.

Cuando me incorporé en el antepecho, me pregunté cómo haría para bajar por la rama de chalma. Esta preocupación aumentó cuando escruté el oscuro interior de la torre.

—Maldición —susurré. Había un viejo rellano de madera debajo del antepecho, pero la torre estaba vacía. La luz que entraba por la ventana iluminaba tramos de una escalera desvencijada que recorría el interior de la torre así como las ramas de chalma abrazaban el exterior, pero el centro de la torre era pura oscuridad. Alcé los ojos y vi manchas de luz solar por lo que quizá fuera un techo de madera provisional treinta metros más arriba. Comprendí que la torre no era más que un silo glorificado, un gigantesco cilindro de piedra de sesenta metros de altura. Con razón necesitaba una sola ventana. Con razón habían tapado la puerta aun antes de la evacuación de Endymion.

Conservando el equilibrio en el antepecho, sin confiar en el podrido rellano del interior, sacudí la cabeza con resignación. Un día mi curiosidad me llevaría a la muerte.

Escrutando la penumbra, que tanto contrastaba con el espléndido sol del atardecer, noté que el interior estaba demasiado oscuro. No podía ver la pared ni la escalera del otro lado. Comprendí que la luz difusa iluminaba la piedra —veía un tramo de escalera podrida, y todo el cilindro del interior era visible metros por encima de mí—, pero en mi nivel la mayor parte del interior había... desaparecido.

—Cielos —susurré. Algo llenaba esa torre oscura.

Apoyando mi peso en mis brazos, que aún aferraban el antepecho, bajé al rellano interior. La madera crujió pero parecía bastante sólida. Sin soltar el marco de la ventana, apoyé parte de mi peso en mis piernas y me volví para mirar.

Tardé casi un minuto en comprender lo que miraba. Una nave espacial llenaba el interior de la torre como una bala metida en la recámara de un antiguo revólver.

Apoyando todo mi peso en el rellano, olvidándome de su precariedad, avancé para ver mejor.

Era una esbelta nave de poca altura, unos cincuenta metros. El metal del casco —si era metal— era negro y opaco y parecía absorber la luz. Yo no veía lustre ni reflejos. Distinguí el perfil de la nave mirando la pared de piedra que había detrás y viendo dónde terminaban las piedras y la luz que se reflejaba en ellas.

No dudé un instante de que fuera una nave espacial. Lo era enfáticamente. Una vez leí que los niños de cientos de mundos todavía dibujan casas bosquejando una caja con una pirámide encima, con volutas de humo sobre una chimenea rectangular, aunque dichos niños vivan en habitáculos orgánicos en lo alto de árboles residenciales ARNados. También dibujan las montañas como pirámides, aunque las montañas que conocen se parezcan más a los cerros redondos del pie de la Meseta del Piñón. No sé qué explicación daba el artículo. Memoria racial, tal vez, o el cerebro condicionado para ciertos símbolos.

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