Ella me miró y saludó con la mano. Tenía la carne de gallina en el pecho desnudo, por el agua fría o el aire frío.
—Vaya diversión, ¿eh? —dijo, escupiendo agua y echándose el cabello hacia atrás. El agua le oscurecía el cabello castaño y rubio. La miré tratando de ver en ella a su madre, la morena detective lusiana. No sirvió de nada. Yo nunca había visto una imagen de Brawne Lamia, sólo había oído descripciones de los
Cantos
.
—Lo difícil es no volar desde el agua cuando llegas al borde —dijo Aenea mientras nuestra burbuja se desplazaba y contraía, la pared de agua curvándose en torno de nosotros—. ¡Una carrera hasta fuera!
Giró y pataleó. Traté de seguirla, pero cometí el error de cruzar la burbuja de aire (por Dios, espero que ni A. Bettik ni la niña vieran ese patético espasmo de brazos y piernas) y terminé en el borde de la esfera medio minuto detrás de ella. Ahí pisábamos agua; la nave y el balcón estaban debajo, fuera de nuestra vista, y la superficie acuosa se curvaba a izquierda y derecha como una catarata, mientras arriba los fractales carmesíes se expandían, explotaban, se contraían y volvían a expandirse.
—Ojalá pudiéramos ver las estrellas —dije, y me sorprendí de haber hablado en voz alta.
—Ojalá —convino Aenea. Irguió el rostro hacia el perturbador espectáculo de luces, y creí ver una sombra de tristeza sobre sus rasgos—. Tengo frío —dijo al fin. Noté que apretaba las mandíbulas en un esfuerzo para impedir que le castañetearan los dientes—. La próxima vez que ordene a la nave que construya una piscina, le recordaré que no use agua fría.
—Será mejor que salgas— dije. Nadamos por la curva de la esfera. El balcón parecía una pared que se elevaba para saludarnos, y la única anomalía era la silueta de A. Bettik al costado, extendiendo una toalla hacia Aenea.
—Cierra los ojos —dijo ella. Cerré los ojos y sentí los gruesos glóbulos de agua en gravedad cero golpeándome el rostro mientras ella salía de la tensión de superficie de la esfera y flotaba más allá. Un segundo después oí el bofetón de sus pies descalzos aterrizando en el balcón.
Aguardé unos segundos y abrí los ojos. Aenea se acurrucaba contra la voluminosa toalla en que la envolvía A. Bettik. Le castañeteaban los dientes a pesar de sus esfuerzos.
—Ten cuidado —dijo—. Rota tan pronto como puedas al salir del agua, o te caerás de cabeza y te partirás la nuca.
—Gracias —dije, sin la intención de salir de la esfera antes de que ella y A. Bettik se fueran del balcón. Se fueron poco después y yo emergí, moví brazos y piernas en un intento de girar ciento ochenta grados antes de que la gravedad se reafirmara, giré más de la cuenta y aterricé sobre mis posaderas.
Cogí la otra toalla que A. Bettik había dejado en la baranda, me sequé la cara.
—Nave, ya puedes anular el microcampo de gravedad cero.
Comprendí mi error al instante, pero no atiné a anular la orden. Varios cientos de litros de agua se desplomaron sobre el balcón, una maciza cascada de peso helado y aplastante. Si hubiera estado justo debajo, bien podría haber muerto, un final levemente irónico para una gran aventura. Como estaba sentado a un par de metros, el diluvio sólo me aplastó contra el balcón, me apresó en su vórtice mientras se derramaba y amenazó con arrojarme al espacio y más allá de la proa, hasta el fondo de la burbuja elipsoide del campo de contención, donde terminaría como un insecto ahogado en una jarra ovoide.
Cogí la baranda y me sostuve mientras pasaba el torrente.
—Lo lamento —dijo la nave, comprendiendo su error y remodelando el campo para contener esa tromba. Noté que el agua no había pasado por la puerta abierta hacia el nivel del holofoso.
Cuando el microcampo hubo elevado el agua en chorreantes esferas, encontré mi toalla empapada y entré. Mientras el casco se cerraba a mis espaldas y el agua era devuelta a sus tanques (donde sería purificada para nuestro uso o serviría como masa de reacción), me detuve de pronto.
—¡Nave!
—¿Sí, M. Endymion?
—Esto no habrá sido una broma de mal gusto, ¿eh?
—¿Te refieres a obedecer tu orden de anular el microcampo de gravedad cero, M. Endymion?
—Sí.
—Las consecuencias fueron producto de una leve omisión, M. Endymion. Yo no hago bromas. Ten la certeza de que no padezco de sentido del humor.
—Hummm —dije, poco convencido. Llevando conmigo mis zapatos y ropas empapadas, fui arriba a secarme y vestirme.
Al día siguiente visité a A. Bettik en lo que él llamaba la «sala de máquinas». El lugar recordaba la sala de máquinas de una nave marítima —tubos calientes, objetos oscuros pero macizos con forma de dínamo, pasarelas y plataformas de metal—, pero A. Bettik me mostró que el propósito primordial de ese sitio era crear una interfaz con los motores y generadores de campo de la nave por medio de varios conectores semejantes a simuladores. Nunca he disfrutado de las realidades generadas por ordenador, y después de probar algunas de las vistas virtuales de la nave me desconecté y permanecí sentado junto a la hamaca de A. Bettik mientras hablábamos. Me contó que había contribuido a mantener y remodelar la nave durante largas décadas, y que había empezado a temer que nunca volara de nuevo. Noté que le alegraba haber emprendido el viaje.
—¿Siempre habías planeado realizar el viaje con quien el viejo poeta escogiera para rescatar a la niña? —pregunté.
El androide me miró de hito en hito.
—Durante este último siglo he pensado en ello, M. Endymion. Pero rara vez lo consideré una realidad potencial. Te agradezco que lo hayas permitido.
Su gratitud era tan sincera que por un instante me avergonzó.
—Será mejor que no me lo agradezcas hasta que hayamos escapado de Pax —dije para cambiar de tema—. Supongo que nos estarán esperando en el espacio de Vector Renacimiento.
—Parece probable. —El hombre de tez azul no parecía preocupado por esta posibilidad.
—¿Crees que la amenaza de Aenea de abrir la nave al espacio dará resultado por segunda vez?
A. Bettik negó con la cabeza.
—Desean capturarla viva, pero esa artimaña no los engañará de nuevo.
Enarqué las cejas.
—¿De veras crees que era una artimaña? Tuve la impresión de que estaba dispuesta a hacerlo.
—Creo que no. No conozco bien a esta niña, pero tuve el placer de pasar unos días con su madre y los demás peregrinos cuando cruzaron Hyperion. M. Lamia era una mujer que amaba la vida y respetaba las vidas ajenas. Creo que M. Aenea habría cumplido la amenaza de haber estado sola, pero no creo que sea capaz de causarnos daño a nosotros.
No supe qué responder, así que hablamos de otras cosas: la nave, nuestro destino, la extrañeza de los mundos de la Red tanto tiempo después de la Caída.
—Si descendemos en Vector Renacimiento —dije—, ¿planeas dejarnos allí?
—¿Dejaros? —A. Bettik demostró sorpresa por primera vez—. ¿Por qué os iba a dejar allí?
Hice un gesto tímido con la mano.
—Bien... supongo... es decir, siempre creí que querías tu libertad y la encontrarías en el primer mundo civilizado donde aterrizáramos. —Callé antes de ponerme más en ridículo.
—Encuentro la libertad al contar con permiso para venir en este viaje —murmuró el androide. Sonrió—. Además, M. Endymion, si me quedara en Vector Renacimiento no podría pasar inadvertido.
Esto planteó un tema en el que había estado pensando.
—Podrías modificar el color de tu piel. El cirujano automático de la nave puede hacerlo... —Callé de nuevo, viendo en su expresión algo que no entendía.
—Como sabes, M. Endymion, los androides no estamos programados como las máquinas, ni siquiera tenemos parámetros básicos y asimotivadores como las primeras IAs de ADN que evolucionaron hasta convertirse en las inteligencias del Núcleo, pero cuando diseñaron nuestro instinto nos impusieron ciertas inhibiciones. Una consiste en obedecer a los humanos cuando sea razonable e impedir que sufran daño. Este asimotivador es más antiguo que la robótica y la bioingeniería, según me han dicho. Pero otro instinto consiste en no modificar el color de mi piel.
—¿No eres capaz de ello? ¿No podrías hacerlo aunque nuestras vidas dependieran de que ocultaras tu piel azul?
—Oh, sí. Soy una criatura dotada de libre albedrío. Podría hacerlo, sobre todo si la acción fuera coherente con asimotivaciones de alta prioridad, tales como vuestra protección, pero mi elección me pondría... incómodo. Muy incómodo.
Asentí sin comprender. Hablamos de otras cosas.
Ese mismo día hice un inventario del contenido de los armarios del nivel de la cámara de presión. Había más cosas de las que había visto en una primera inspección, y algunos objetos eran tan arcaicos que tuve que preguntar a la nave para qué servían. La mayoría de los elementos de equipo extravehicular eran obvios: trajes espaciales y trajes para atmósferas inhóspitas, cuatro aeromotos pulcramente plegadas, resistentes lámparas de mano, equipo de camping, máscaras osmóticas y equipo de buceo con aletas y arpones, un cinturón EM, tres cajas de herramientas, dos kits médicos bien equipados, seis conjuntos de gafas de visión nocturna e infrarroja, igual número de auriculares livianos con micrófonos, videocámaras y comlogs.
Estos aparatos me indujeron a interrogar a la nave; en un mundo sin esfera de datos, nunca había usado esas cosas. Los comlogs iban desde los anticuados brazaletes plateados y delgados que estaban en boga décadas atrás hasta antiquísimos artilugios macizos del tamaño de un libro pequeño. Todos se podían usar como comunicadores y eran capaces de almacenar gran cantidad de datos, hurgar en la esfera de datos local y —sobre todo los más viejos— de conectarse con repetidoras planetarias de ultralínea vía control remoto, dando acceso a la megaesfera.
Sostuve en la palma uno de los brazaletes. Pesaba mucho menos que un gramo. Inútil. Por lo que comentaban los cazadores, volvían a existir algunos mundos con primitivas esferas de datos. Vector Renacimiento era uno de ellos, pero las repetidoras de ultralínea habían sido inservibles durante casi tres siglos. La ultralínea —la banda común de comunicación ultralumínica que usaba la Hegemonía— había callado desde la Caída. Decidí guardar el comlog en su estuche forrado en terciopelo.
—Puede resultarte útil si te alejas de mí durante un tiempo —dijo la nave.
Miré por encima del hombro.
—¿Por qué?
—Información. Me gustaría copiar mis catálogos de datos en uno o más comlogs. Podrías tener acceso a voluntad.
Me mordí el labio, tratando de imaginar de qué serviría llevar la engorrosa masa de datos de la nave en mi pulsera. Luego oí la voz de Grandam:
La información siempre debe atesorarse, Raul. Sólo viene después del amor y la honestidad en nuestro intento de comprender el universo.
—Buena idea —dije, sujetándome el brazalete plateado en la muñeca—. ¿Cuándo puedes copiar los bancos de datos?
—Acabo de hacerlo —dijo la nave.
Yo había inspeccionado el armario de armas antes de llegar al espacio de Parvati; ahí no había nada que pudiera detener a un guardia suizo por un segundo. Ahora estudié el contenido del armario con otro propósito en mente.
Qué rara es la vejez de las cosas viejas. Los trajes espaciales, las aeromotos y las lámparas —casi todo lo que había a bordo de la nave— parecía obsoleto. No había dermotrajes, y el volumen, diseño y color de los objetos evocaba un holo de un texto de historia. Pero las armas eran diferentes. Eran viejas, sí, pero muy familiares para mi ojo y mi mano.
Obviamente el cónsul había sido cazador. Había media docena de escopetas bien engrasadas y guardadas. Podría haber cogido cualquiera de ellas e ido a los marjales a cazar patos. Iban desde una pequeña 310 hasta una maciza doble cañón de calibre 28. Escogí una antigua pero bien preservada arma calibre 16 con cartuchos reales y la puse en el corredor.
Los rifles y armas energéticas eran bellos. El cónsul debía de ser un coleccionista, porque esos especímenes eran obras de arte además de artefactos de muerte, con tallas en las culatas, acero azul, elementos cómodos para la mano, equilibrio perfecto. En el milenio y pico transcurrido desde el siglo veinte, cuando las armas personales se producían masivamente para ser increíblemente mortíferas, baratas y feas como cuñas de metal, algunos de nosotros —el cónsul y yo entre ellos— habíamos aprendido a atesorar hermosas armas hechas a mano o de producción limitada. En el bastidor había rifles de caza de alto calibre, rifles de plasma (el nombre era atinado, según había aprendido durante mi entrenamiento en la Guardia Interna: los cartuchos de plasma eran rayos de energía pura cuando salían del cañón, pero aprovechaban las estrías del cañón antes de volatilizarse), dos rifles de energía láser con complejas tallas (este nombre sí era incorrecto, y obedecía más a la tradición que al diseño), no muy diferentes del que Herrig había usado para matar a Izzy pocos días antes, un rifle de asalto negro de FUERZA que quizá se pareciera al que el coronel Fedmahn Kassad había llevado a Hyperion tres siglos atrás, una enorme arma de plasma que el cónsul debía de haber usado para cazar dinosaurios en algún mundo, y tres armas de mano. No había varas de muerte. Me alegré. Odiaba esas cosas.
Saqué un rifle de plasma, el arma de asalto de FUERZA y las armas de mano para inspeccionarlas mejor.
El arma de FUERZA era fea, una excepción en la colección del cónsul, pero entendí por qué había sido útil. Era un instrumento múltiple: un rifle de plasma de 18 milímetros, un arma de energía coherente de haz variable, un lanzagranadas, un lanzador de rayos de electrones de alta energía, un lanzadardos, un cegador de banda ancha, un lanzador de dardos térmicos. Diablos, un arma de asalto de FUERZA podía hacer todo menos cocinar la comida del soldado. (Y en campaña, sintonizando el haz variable en baja potencia, también podía hacer eso.)
Antes de entrar en el sistema de Parvati, yo había pensado en saludar a los guardias suizos con el arma de FUERZA, pero los trajes de combate modernos habrían rechazado todo lo que pudiera arrojar y —para ser franco— yo había temido enfurecer a los soldados de Pax.
La estudié con mayor cuidado; un arma tan flexible podía ser útil si nos alejábamos de la nave y tenía que vérmelas con un enemigo más primitivo, como un cavernícola, un avión de caza o algún pobre diablo equipado como nosotros en la Guardia Interna de Hyperion. Al final opté por no llevarlo. Era tremendamente pesado si uno no llevaba un traje de combate FUERZA de exopotencia, no tenía municiones para los lanzadores de dardos, granadas y electrones de alta energía, los cartuchos de 18 milímetros eran imposibles de encontrar, y para usar las opciones del arma energética tendría que estar cerca de la nave u otra fuente de alimentación. Dejé el rifle de asalto en su sitio, comprendiendo que quizás hubiera sido el arma personal del legendario coronel Kassad. No congeniaba con el perfil de la colección personal del cónsul, pero él había conocido a Kassad, y quizá la hubiera conservado por razones sentimentales.