Endymion (38 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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Me habría gustado dejar el hacha y llevar un láser para talar los árboles para la balsa —hasta una vieja motosierra habría sido preferible—, pero mi linterna láser no servía para esa tarea, y en el armario de armas curiosamente faltaban herramientas cortantes.

En un momento de autocomplacencia pensé en llevar el rifle de asalto de FUERZA y talar esos árboles a disparos, cortándolos con rayos si era necesario, pero rechacé la idea. Sería demasiado ruidoso, demasiado desprolijo y demasiado impreciso. Tendría que usar el hacha y sudar un poco. Llevé un equipo de herramientas, con martillo, clavos, destornilladores, tornillos, pernos —todas las cosas que podría necesitar para construir la balsa—, así como algunos rollos de plástico impermeable que podrían servir como tosco pero adecuado piso de la balsa. Encima del conjunto de herramientas había tres rollos de cuerda con funda de nylon. En un saco rojo e impermeable había encontrado bengalas y explosivo plástico, el cual se había usado para volar tocones y rocas durante siglos, así como varios detonadores. Los incluí también, aunque quizá no sirvieran para talar árboles para una balsa. También incluí en esa pila dos kits médicos y un purificador de agua.

Había llevado el cinturón de vuelo EM, pero era un trasto aparatoso con su arnés y su pak de potencia. Aun así, lo apoyé contra mi mochila, pensando que podíamos necesitarlo. También se apoyaba contra mi mochila la escopeta de calibre 16 que el androide no se había molestado en llevar consigo durante su vuelo al este. Al lado había tres cajas de municiones. También había insistido en llevar la pistola de dardos, aunque A. Bettik y Aenea se negaban a usarla.

En mi cinturón estaba la funda con la 45 cargada, un bolsillo para una anticuada brújula magnética que habíamos encontrado en el armario, mis gafas nocturnas y los binoculares diurnos, una botella de agua y dos cargadores adicionales para el rifle de plasma.

—¡Que vengan los velocirráptors! —musité mientras hacía el inventario.

—¿Qué? —preguntó Aenea.

—Nada.

Aenea acababa de empacar sus cosas en su nuevo saco cuando A. Bettik descendió a la arena. También había empacado las pocas pertenencias personales del androide en el segundo saco.

Siempre me gustó levantar campamento, más que instalarlo. Creo que disfruto de la pulcritud de empacar todo.

—¿De qué nos olvidamos? —pregunté mientras mirábamos los paquetes y las armas.

—De mí —dijo la nave por el comlog. La voz sonaba un poco afligida.

Aenea cruzó la playa para tocar el metal curvo de la nave encallada.

—¿Cómo anda todo?

—He iniciado las reparaciones, M. Aenea. Muchas gracias por preguntar.

—¿Aún proyectas seis meses para las reparaciones? —pregunté.

Las últimas nubes se disipaban en el cielo azul claro, sobre el vaivén de las frondas verdes y blancas.

—Aproximadamente seis meses estándar —dijo la nave—. Eso es para mi estado interno y externo. No tengo macromanipuladores para reparar elementos tales como las aeromotos.

—Está bien —dijo Aenea—. Las dejaremos aquí. Las arreglaremos cuando volvamos a verte.

—¿Cuándo será eso? —preguntó la nave. La voz parecía más baja que de costumbre, viniendo del comlog.

La niña nos miró a A. Bettik y a mí. Ninguno habló.

—Volveremos a necesitar tus servicios, nave —dijo al fin Aenea—. ¿Puedes ocultarte aquí durante meses, o años, mientras te reparas y aguardas?

—Sí —dijo la nave—. ¿El fondo del río servirá?

Miré la gran masa gris de la nave. Aquí el río era ancho y tal vez profundo, pero la idea de que la nave herida se asentara allí parecía extraña.

—¿No tendrás filtraciones? —pregunté.

—M. Endymion —dijo la nave en su tono altanero—, soy una nave interestelar capaz de penetrar nebulosas y de sentirme cómoda dentro de la capa externa de una gigante roja. No tendré filtraciones, como tú dices, por estar sumergida en H
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O durante pocos años.

—Lo lamento —dije, y añadí, negándome a dejarle la última palabra—: No te olvides de cerrar la cámara de presión cuando te sumerjas.

La nave no hizo comentarios.

—Cuando regresemos a buscarte —dijo la niña—, ¿podremos llamarte?

—Usad las bandas del comlog o noventa-punto-uno en la banda radial general. Mantendré una antena en la superficie para recibir la llamada.

—Nos has servido bien —dijo Aenea, palmeando el casco—. Ahora recóbrate. Queremos que estés en excelente forma cuando regresemos.

—Sí, M. Aenea. Estaré en contacto y os seguiré el rastro hasta que atraveséis el próximo portal teleyector.

A. Bettik y Aenea se sentaron en la alfombra con sus mochilas. Nuestras últimas cajas de equipo ocupaban el resto. Me sujeté el aparatoso cinturón de vuelo. Eso me obligaba a llevar mi mochila contra el pecho, con una correa por encima del hombro, el rifle en la mano libre, pero daba resultado. Sabía cómo manejar esa cosa sólo por los libros —los cinturones EM no servían en Hyperion—, pero los controles eran sencillos e intuitivos. El indicador de potencia mostraba una carga completa, así que no creía que me cayera al río en ese breve viaje.

La alfombra flotaba a diez metros del río cuando apreté el controlador, salté al aire, esquivé una gimnosperma, recobré el equilibrio y me acerqué a ellos.

Ir colgado de ese arnés acolchado no era tan cómodo como ir sentado en una alfombra voladora, pero la euforia de vuelo era aún más fuerte. Con el controlador en el puño, les indiqué que partieran y volamos al este a lo largo del río, hacia el sol de la mañana.

No había muchas otras playas entre la nave y la cascada, pero había un buen sitio al pie de la cascada, en el lado sur, donde el río se ensanchaba formando un perezoso estanque más allá de los rápidos. Fue allí donde A. Bettik desempacó nuestro equipo de camping y el primer cargamento. El estruendo de la cascada era ensordecedor cuando bajamos la última caja. Cogí el hacha y miré las gimnospermas más cercanas.

—Estaba pensando —murmuró A. Bettik, con voz tan suave que el fragor de la cascada apenas me permitía oírle.

Me detuve con el hacha en el hombro. El sol estaba muy fuerte, y la camisa ya se me pegaba al cuerpo.

—El río Tetis estaba destinado a los cruceros de placer —continuó el androide—. Me pregunto cómo se las apañaban los cruceros de placer con eso. —Señaló la rugiente cascada.

—Lo sé —dijo Aenea—. Yo estaba pensando lo mismo. Entonces tenían barcazas de levitación, pero no todos los que recorrían el Tetis las usaban. Habría sido embarazoso ir en un crucero romántico y andar sobrevolando cascadas con tu novia.

Me quedé mirando la espuma irisada de la cascada y me pregunté si yo era tan inteligente como a veces creía. Esto no se me había ocurrido.

—El Tetis no se ha usado en tres siglos estándar —dije—. Tal vez la cascada sea nueva.

—Tal vez —dijo A. Bettik—, pero lo dudo. Estas cascadas parecen formadas por desplazamientos tectónicos que corren muchos kilómetros al norte y al sur por la jungla. ¿Ves la diferencia de elevación? Y han sufrido erosión durante mucho tiempo. ¿Ves el tamaño de aquellas rocas en los rápidos? Yo creo que esto ha estado aquí desde que existe el río.

—¿Y no figura en tu guía del Tetis? —pregunté.

—No —dijo el androide, examinando el libro. Aenea lo cogió.

—Tal vez no estemos en el Tetis —sugerí. Ambos me miraron—. La nave no pudo examinar las estrellas. ¿Y si estamos en un mundo que no figuraba en la excursión original por el Tetis?

Aenea asintió.

—Pensé en ello. Los portales son los mismos en el resto del Tetis de hoy, ¿pero cómo saber si el TecnoNúcleo no tenía otros portales... otros ríos conectados por teleyector?

Bajé el hacha y me apoyé en el mango.

—En tal caso, estamos en apuros —dije—. Nunca encontrarás a tu arquitecto, y nunca encontraremos nuestro camino de regreso a la nave y a casa.

Aenea sonrió.

—Es demasiado pronto para preocuparnos por eso. Han pasado tres siglos. Tal vez el río abrió un nuevo cauce desde los días del Tetis. O quizás haya un canal y esclusas que pasamos por alto porque la selva creció encima. No tenemos que preocuparnos por esto ahora. Sólo tenemos que ir río abajo para ver si hay otro portal.

Alcé un dedo.

—Otra idea —dije, sintiéndome un poco más listo que un momento antes—. ¿Y si nos tomamos el trabajo de construir una balsa y encontramos otra cascada entre nosotros y el portal? ¿O diez más? Anoche no localizamos el portal teleyector, así que no sabemos a qué distancia está.

—Pensé en ello —dijo Aenea.

Tamborileé el mango del hacha con los dedos. Si la niña volvía a repetir esa frase, pensaría seriamente en usar mi herramienta contra ella.

—M. Aenea me pidió que hiciera un reconocimiento —dijo el androide—. Lo hice durante mi último viaje hasta aquí.

Fruncí el ceño.

—¿Reconocimiento? No tuviste tiempo para volar cien kilómetros o más río abajo.

—No —convino el androide—, pero llevé la alfombra a gran altura y usé los binoculares para escudriñar nuestro trayecto. El río parece ir en línea recta durante doscientos kilómetros. Fue difícil, por cierto, pero vi lo que podría ser el arco ciento treinta kilómetros río abajo. No parecía haber cascadas ni otros obstáculos.

Fruncí aún más el ceño.

—¿Viste todo eso? ¿A qué altura volaste?

—La alfombra no tiene altímetro, pero a juzgar por la visible curvatura del planeta y el oscurecimiento del cielo, creo que llegué a cien kilómetros.

—¿Tenías puesto un traje espacial? —pregunté. A esa altitud la sangre de un ser humano herviría en las venas y los pulmones estallarían por descompresión explosiva—. ¿Un respirador? —Miré en torno, pero no vi nada semejante en nuestras pilas.

—No —dijo el androide, volviéndose para alzar una caja—. Sólo contuve el aliento.

Sacudiendo la cabeza, fui a talar algunos árboles. Pensé que el ejercicio y la soledad me vendrían bien.

Era de noche cuando la balsa estuvo terminada, y habría trabajado toda la noche si A. Bettik no se hubiera turnado conmigo para talar los árboles. El producto terminado no era vistoso, pero flotaba. Nuestra pequeña balsa tenía seis metros de longitud y cuatro de anchura, con una larga estaca que oficiaba de timón sobre un soporte a popa y una plataforma frente al timón. Allí Aenea instaló la tienda con aberturas delante y detrás.

Puso toscos toletes en cada flanco, con largos remos que quedarían a lo largo de la embarcación a menos que los necesitáramos para impulsarnos en aguas muertas o como timones de emergencia en un rápido. Yo temía que los helechos chuparan demasiada agua y se hundieran, pero con sólo dos capas sujetas en forma de panal con nuestra cuerda de nylon, y atornilladas en sitios estratégicos, los leños flotaban bien y mantenían el tope de la balsa a quince centímetros del agua.

Aenea había demostrado cierta fascinación con la microtienda, y tuve que admitir que la montaba con una destreza mayor de la que yo había demostrado en tantos años de usar esas cosas. Era accesible desde el timón, con un toldo delante que nos guarecía del sol y la lluvia sin estorbar la visión, y tenía bonitos aleros en ambos lados para guardar las otras cajas de equipo seco. Aenea ya había extendido nuestros cojines de espuma y sacos de dormir en varios rincones de la tienda; la plataforma del centro, desde donde teníamos la mejor vista de delante, ahora incluía una losa de un metro de anchura que serviría para apoyar nuestros utensilios de cocina y el cubo calefactor; una de las lámparas de mano oficiaba de farol y colgaba de un nudo central. El efecto general era acogedor.

La niña no sólo pasó la tarde haciendo una tienda acogedora. Quizá yo esperaba que ella mirase mientras los dos hombres sudaban haciendo el trabajo pesado —yo me había desnudado hasta la cintura para trajinar en el calor—, pero Aenea se nos sumó casi de inmediato, arrastrando troncos hasta el punto de ensamblaje, cortándolos, clavando clavos, colocando pernos y articulaciones y ayudando en la construcción.

Señaló que el modo en que me habían enseñado a armar un timón era ineficiente, pues si la base del trípode era más baja y estaba a mayor distancia podría mover la pértiga con mayor facilidad y mejor efecto. Dos veces me mostró diferentes modos de sujetar los travesaños de la parte inferior de la balsa para que estuvieran más ceñidos y fueran más resistentes. Cuando necesitábamos dar forma a un leño, Aenea se encargaba de ello con el machete, y A. Bettik y yo sólo podíamos apartarnos para no recibir la lluvia de astillas.

Pero aunque los tres trabajamos con ahínco, atardecía cuando la balsa estuvo terminada y el equipo cargado.

—Podríamos acampar aquí esta noche y zarpar temprano por la mañana —dije.

Aun mientras lo decía, supe que no quería hacer eso. Tampoco querían ellos dos. Subimos a bordo y nos alejamos de la costa con la larga pértiga que yo había escogido como fuente de locomoción cuando fallara la corriente. A. Bettik timoneaba, y Aenea permaneció cerca del frente de la balsa, buscando esquistos o rocas ocultas.

Durante la primera hora, el viaje fue mágico. Después del tórrido calor de la jungla y la abrumadora fatiga de ese día, era paradisíaco bogar en la lenta balsa, empujar de cuando en cuando contra el lodo del río y mirar el paso de las oscuras paredes de jungla. El sol se puso a nuestras espaldas, durante unos minutos el río estuvo rojo como lava derretida, y las gimnospermas de ambas orillas llamearon reflejando la luz. Luego el cielo gris se oscureció y pronto quedó cubierto de nubes, igual que la noche anterior.

—Me pregunto si la nave habrá logrado estudiar las estrellas —dijo Aenea.

—Llamemos para preguntar.

La nave no había podido estudiar su posición.

—Pude confirmar que no estamos en Hyperion ni en Vector Renacimiento —dijo la vocecilla por mi comlog.

—Vaya, qué alivio. ¿Alguna otra noticia?

—Me he desplazado al fondo del río. Es muy cómodo, y me estoy preparando...

De repente los relámpagos de colores ondearon en el norte y el oeste, y el viento azotó el río con tanta fuerza que todos tuvimos que apresurarnos a sujetar las cosas para impedir que volaran. La balsa empezó a zarandearse en el oleaje y el comlog escupió estática. Lo apagué y me concentré en remar mientras A. Bettik volvía a timonear. Durante varios minutos temí que la balsa se desarmara en medio del oleaje y del viento rugiente; la proa bajaba y subía, y los rojizos relámpagos eran la única iluminación. Esta noche el trueno era audible —enormes olas de sonido, como si alguien echara a rodar tambores de acero por escaleras de piedra— y los relámpagos aurorales rasgaban el cielo en vez de bailar como la noche anterior. Quedamos petrificados cuando un rayo cayó en una gimnosperma de la orilla norte del río, haciéndola estallar en llamas y chispas de color. Como ex barquero, maldije mi estupidez por encontrarnos en medio de un río tan ancho —el Tetis volvía a tener un kilómetro de anchura— sin un pararrayos ni esteras de caucho. Nos agachábamos temblando de miedo cuando los rayos de color caían en las orillas o iluminaban el horizonte.

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