Podrían haber intentado matarnos o abandonarnos para quedarse con esa fortuna, pero los chitchatuk eran un pueblo generoso, y ni siquiera la codicia alteraba su opinión de que todos los humanos eran aliados, así como todos los espectros eran enemigos y presas. Todavía no habíamos visto un espectro, salvo por las pieles que usábamos sobre nuestra ropa tropical, pues las túnicas eran increíblemente abrigadas, rivalizando con la manta térmica en su eficiencia aislante, así que pudimos empacar la mayor parte de las prendas. Pero si bien desconocíamos el vigor y la voracidad del espectro, no conservaríamos esa inocencia durante mucho tiempo.
Una vez más Aenea comunicó la idea de viajar río abajo. Señaló la muralla de hielo y representó una travesía hasta el segundo arco.
Cuchiat y su banda se entusiasmaron aún más y trataron de hablarnos sin señas. Sus toscas palabras y frases nos cayeron en los oídos como una carga de grava. Como no entendíamos, se pusieron a hablar animadamente entre sí. Al fin Cuchiat se adelantó y nos dijo una breve oración. Oímos que repetía la palabra glaucus. La habíamos oído antes en sus parlamentos, pues la palabra destacaba como ajena a su idioma. Cuando Cuchiat señaló hacia arriba y repitió la seña de que subiríamos a la superficie, asentimos ávidamente.
Así fue como, arropados en nuestras pieles de espectro, la espalda encorvada bajo el peso de las mochilas en esa extenuante gravedad, emprendimos la marcha hacia la ciudad sepultada en el hielo para reunirnos con el sacerdote.
Cuando llega la orden de liberar al padre capitán De Soya de su virtual arresto domiciliario en la Rectoría de los Legionarios de Cristo, no la imparte el Santo Oficio de la Inquisición, como se esperaba, sino monseñor Lucas Oddi, subsecretario de su excelencia el cardenal Simon Augustino Lourdusamy.
La caminata por la ciudad y los jardines del Vaticano es abrumadora para De Soya. Todo lo que ve y oye —los claros cielos de Pacem, el aleteo de pinzones en los huertos, el suave tañido de las campanas llamando a vísperas— le causa tanta emoción que debe esforzarse para contener las lágrimas. Monseñor Oddi charla mientras caminan, mezclando los chismes del Vaticano con ciertos halagos que hacen zumbar los oídos de De Soya mucho después de haber pasado aquel sector del jardín donde zumban abejas entre las flores.
De Soya estudia al anciano que lo lleva a paso tan vivaz. Oddi es muy alto y parece deslizarse. Sus piernas apenas hacen ruido dentro de la larga sotana. Tiene rostro delgado y anguloso, con arrugas talladas por muchas décadas de buen humor, y su nariz larga y ganchuda parece olfatear el aire del Vaticano en busca de rumores y humoradas. De Soya ha oído bromas acerca de monseñor Oddi y el cardenal Lourdusamy, el hombre alto y gracioso y el hombre obeso y artero. Los rumores dicen que resultarían cómicos de no ser por el poder aterrador que poseen.
De Soya se sorprende cuando salen del jardín y abordan uno de los ascensores externos que suben a las logias del Palacio Vaticano. Los guardias suizos, esplendorosos en sus antiguos uniformes de franjas rojas, azules y anaranjadas, se cuadran cuando ellos entran y salen del ascensor. Los guardias empuñan largas picas, pero De Soya recuerda que esas picas pueden usarse como rifles de pulsos.
—Recordará que Su Santidad, durante su primera resurrección, decidió ocupar nuevamente este piso porque simpatizaba con su tocayo, Julio II —dice monseñor Oddi, señalando el largo corredor con un grácil ademán.
—Sí —dice De Soya. Su corazón palpita desbocadamente. El papa Julio II, el famoso papa guerrero que encargó el techo de la Capilla Sixtina durante su reinado de 1503-1513, había sido el primero en vivir en esos aposentos. Si aquel primer papa guerrero había reinado por una década, el actual papa Julio (en todas sus encarnaciones, de Julio VI a Julio XIV) ha vivido y gobernado aquí casi doscientos setenta años. ¡Por cierto, no irá a encontrarse con el Santo Padre! De Soya logra aparentar calma mientras atraviesan el vasto corredor, pero tiene las palmas húmedas y respira agitadamente.
—Iremos a ver al secretario, por cierto —dice Oddi con una sonrisa—, pero si usted no ha visto los apartamentos papales, es un grato paseo. Su Santidad se reunirá con el sínodo interestelar de obispos en la sala más pequeña del edificio Nervi, todo el día.
De Soya asiente, pero en verdad concentra la atención en las
stanze
de Rafael que ve por las puertas abiertas de los apartamentos papales. Conoce la historia a grandes rasgos: el papa Julio II se había cansado de los «anticuados» frescos de genios menores como Piero della Francesca y Andrea del Castagno, así que en el otoño de 1508 mandó buscar a un genio de veintiséis años oriundo de Urbino, Raffaello Sanzio. En una habitación De Soya ve la
Stanza della Segnatura
, un fresco abrumador que representa el triunfo de la verdad religiosa, en contraste con el triunfo de la verdad filosófica y científica.
—Ah —dice monseñor Oddi, deteniéndose para que De Soya pueda mirar—. Le gusta, ¿verdad? ¿Ve a Platón entre los filósofos?
—Sí.
—¿Sabe a quién se parece en verdad, quién fue el modelo?
—No.
—Leonardo da Vinci —dice el sonriente monseñor—. ¿Y ve a Heráclito? ¿Sabe a quién retrató Rafael?
De Soya niega con la cabeza. Está recordando la diminuta capilla mariana de adobe de su mundo natal, con la arena entrando siempre por las puertas y arremolinándose bajo la sencilla estatua de la Virgen.
—Heráclito es Miguel Ángel —dice monseñor Oddi—. Y Euclides es Bramante. Venga, acérquese.
De Soya apenas soporta pisar el rico tapiz de la alfombra.
Los frescos, estatuas, molduras doradas y altas ventanas de la habitación parecen girar alrededor de él.
—¿Ve esas letras en el cuello de Bramante? Venga, acérquese. ¿Puede leerlas, hijo mío?
—R-U-S-M —lee De Soya.
—Sí, sí —ríe monseñor Lucas Oddi—.
Raphael Urbinus Sua Manu
. Venga, hijo mío. Traduzca para un viejo. Creo que esta semana ha tenido su lección de repaso de latín.
—Rafael de Urbino —traduce De Soya en un murmullo—, por su mano.
—Sí. Venga. Cogeremos el ascensor papal para bajar a los apartamentos. No debemos hacer esperar al secretario.
El apartamento Borgia ocupa gran parte de la planta baja de esta ala del palacio. Entran por la diminuta capilla de Nicolás V, y el padre capitán De Soya cree que nunca ha visto una obra humana más encantadora que esta pequeña habitación. Los frescos fueron pintados por Fra Angelico entre 1447 y 1449 y son la esencia de la sencillez, la encarnación de la pureza.
Más allá de la capilla, las habitaciones del apartamento Borgia se vuelven más oscuras y ominosas, así como la historia de la Iglesia fue más oscura bajo los papas Borgia. Pero en la cuarta habitación —el estudio del papa Alejandro, consagrado a las ciencias y las artes liberales— De Soya comienza a apreciar el poder del radiante color, las extravagantes aplicaciones del pan de oro y el suntuoso uso del estuco. La quinta habitación explora la vida de los santos con frescos y estatuas, pero tiene un aire estilizado e inhumano que De Soya asocia con antiguas pinturas del arte egipcio de Vieja Tierra. La sexta habitación, el comedor del Papa, según explica el monseñor, explora los misterios de la fe en una explosión de color y figuras que deja a De Soya sin aliento.
Monseñor Oddi se detiene ante un enorme fresco de la Resurrección y señala con dos dedos una figura secundaria cuya intensa piedad se siente a pesar de los siglos y del óleo desleído.
—El papa Alejandro VI —murmura Oddi—. El segundo de los papas Borgia. —Señala con displicencia a dos hombres que están cerca de él en el atestado fresco. Ambos tienen una luz y una expresión propias de los santos—. Cesare Borgia, el hijo bastardo del papa Alejandro. El hombre que está al lado es el hermano de Cesare, a quien él asesinó. La hija del Papa, Lucrecia, estaba en la quinta habitación... tal vez usted la haya pasado por alto. La santa virgen Catalina de Alejandría.
De Soya mira azorado. En el techo ve el diseño que se ha repetido en cada una de estas habitaciones, el brillante toro y la corona que eran emblema de los Borgia.
—Pinturicchio pintó todo esto —dice monseñor Oddi, nuevamente en marcha—. Su verdadero nombre era Bernardino di Betto, y estaba loco de atar. Quizá fuera un servidor de las tinieblas. —El monseñor se detiene para echar otro vistazo a la habitación mientras los guardias suizos se cuadran—. Y ciertamente era un genio —murmura—. Venga, es hora de su reunión.
El cardenal Lourdusamy aguarda detrás de un escritorio largo y bajo en la habitación sexta, la
Sala dei Pontifici
. No se levanta, sino que se mueve en la silla cuando anuncian al padre capitán De Soya. El padre capitán se arrodilla y besa el anillo del cardenal. Lourdusamy palmea la cabeza del sacerdote capitán y desecha las formalidades con un gesto.
—Siéntate en esa silla, hijo mío. Ponte cómodo. Te aseguro que esa pequeña silla es más cómoda que este trono de respaldo recto que han encontrado para mí.
De Soya había olvidado la potencia de la voz del cardenal: es un bajo profundo que no sólo parece surgir del cuerpo del hombre sino de la tierra misma. Lourdusamy es enorme, una gran masa de seda roja, lino blanco y terciopelo carmesí, un macizo geológico que culmina en una enorme cabeza sobre capas de papadas, con boca diminuta, ojos vivaces y un cráneo casi calvo coronado por el birrete carmesí.
—Federico —truena el cardenal—, me deleita que hayas salido ileso de tantas muertes y problemas. Se te ve bien, hijo mío. Cansado, pero bien.
—Gracias, excelencia —dice De Soya.
Monseñor Oddi se ha sentado a la izquierda de él, a cierta distancia del escritorio del cardenal.
—Y entiendo que ayer compareciste ante el tribunal del Santo Oficio —dice el cardenal Lourdusamy, escrutando a De Soya.
—Sí, excelencia.
—Sin tenacillas, espero. Sin vírgenes de hierro ni hierros candentes. ¿O te pusieron en el potro? —La risa del cardenal retumba en su enorme pecho.
—No, excelencia. —De Soya atina a sonreír.
—Bien, bien —dice el cardenal, y la luz de un candelabro resplandece en su anillo. Se inclina y sonríe—. Cuando Su Santidad ordenó al Santo Oficio que recobrara su viejo nombre de Inquisición, algunos incrédulos pensaron que los días de locura y terror habían regresado dentro de la Iglesia. Pero no es así, Federico. El único poder del Santo Oficio consiste en dar consejo a las órdenes de la Iglesia, y el único castigo que aplica es recomendar la excomunión.
De Soya se relame los labios.
—Pero ese castigo es terrible, excelencia.
—Sí —concede el cardenal Lourdusamy, esta vez sin socarronería—. Terrible. Pero tú no tienes que preocuparte por eso, hijo mío. Este incidente ha terminado. Tu nombre y tu reputación están totalmente a salvo. El informe que el tribunal enviará a Su Santidad te libera de toda culpa, con la posible excepción de cierta insensibilidad a los sentimientos de un obispo provincial que tiene suficientes amigos en la Curia como para exigir esta audiencia.
De Soya aún no está del todo tranquilo.
—El obispo Melandriano es un ladrón, excelencia.
Lourdusamy echa una ojeada a monseñor Oddi y vuelve a mirar al padre capitán.
—Sí, sí, Federico. Lo sabemos. Hace tiempo que lo sabemos. El buen obispo de esa remota ciudad flotante de aquel mundo acuoso tendrá que comparecer a su tiempo ante los cardenales del Santo Oficio, te lo aseguro. Y también te aseguro que en su caso las recomendaciones no serán tan benévolas. —El cardenal se reclina en su silla. La antigua madera cruje—. Pero debemos hablar de otras cosas, hijo mío. ¿Estás dispuesto a reanudar tu misión?
—Sí, excelencia. —De Soya se sorprende de la rapidez y sinceridad de su respuesta. Hasta ese momento había creído mejor terminar con esa parte de su vida y su servicio.
El cardenal Lourdusamy adopta una expresión más grave. Las papadas cobran firmeza.
—Excelente. Ahora bien, entiendo que uno de tus hombres murió durante la expedición a Hebrón.
—Un accidente durante la resurrección, excelencia.
Lourdusamy sacude la cabeza.
—Terrible, terrible.
—El lancero Rettig —añade De Soya, sintiendo que es preciso mencionar el nombre—. Era buen soldado.
Los ojillos del cardenal destellan, como si lagrimeara. Mira directamente a De Soya.
—Sus padres y su hermana recibirán las atenciones pertinentes. El lancero Rettig tenía un hermano que llegó al rango de sacerdote comandante en Bressia. ¿Lo sabías, hijo?
—No, excelencia.
Lourdusamy asiente.
—Una gran pérdida.
El cardenal suspira y apoya una mano regordeta en el escritorio vacío. De Soya ve los hoyuelos en el dorso de la mano y la mira como si fuera una entidad aparte, una criatura marítima sin huesos.
—Federico, tenemos una sugerencia para que alguien llene en tu nave el vacío que dejó la muerte del lancero Rettig. Pero antes debemos comentar el motivo de esta misión. ¿Sabes por qué debemos encontrar y detener a esta niña?
De Soya se yergue en su asiento.
—Su excelencia me explicó que la niña era hija de una abominación, un cíbrido. Que constituye una amenaza para la Iglesia. Que quizá sea una agente del TecnoNúcleo.
Lourdusamy cabecea.
—Todo eso es cierto, Federico. Pero no te contamos en qué sentido ella es una amenaza, no sólo para la Iglesia y para Pax, sino para toda la humanidad. Si hemos de enviarte de vuelta en esta misión, hijo mío, tienes derecho a saberlo.
Sofocados por las ventanas y murallas del palacio, llegan dos ruidos repentinos. En el mismo instante disparan el cañonazo de mediodía desde la colina Janiculum, a orillas del río, en Tratevere, y los relojes de San Pedro comienzan a dar las doce.
Lourdusamy hace una pausa, extrae un antiguo reloj de los pliegues de su túnica carmesí, asiente con satisfacción, le da cuerda y lo guarda.
De Soya espera.
Nos llevó poco más de un día atravesar los túneles de hielo para llegar a la ciudad sepultada, pero durante el trayecto hubo tres breves períodos de sueño, y el viaje en sí —oscuridad, frío, pasajes angostos en el hielo— habría sido olvidable si aquel espectro no hubiera matado a uno de nuestro grupo.
Como sucede con los auténticos actos de violencia, fue demasiado rápido para observarlo. Trajinábamos por el túnel —Aenea, el androide y yo a la retaguardia de la hilera de chitchatuk— cuando de pronto hubo una explosión de hielo y movimiento. Me quedé petrificado, pensando que había estallado una mina, y el hombre que caminaba a dos hombres de distancia de Aenea desapareció sin un grito.