—Revelación —dice el padre capitán De Soya—. De acuerdo, todos a acostarse. Yo vigilaré los tableros.
Durante los últimos minutos previos a la traslación, tienen por costumbre cerrar los nichos. Sólo el capitán permanece en guardia.
En los pocos minutos que está solo ante el tablero de mando, De Soya examina los registros de su entrada abortada en el sistema de Hebrón. Los había mirado antes de salir del sistema de Pacem, pero ahora revisa de nuevo los datos y registros visuales. Todo parece correcto: las tomas desde la órbita de Hebrón mientras él y sus dos hombres aún estaban en el nicho, las ciudades ardientes, el paisaje de cráteres, las destrozadas y humeantes aldeas de Hebrón, Nueva Jerusalén en ruinas radiactivas, la localización de tres cruceros éxters por radar. El
Rafael
abortó los ciclos de resurrección y escapó, elevándose a las doscientas ochenta gravedades que le permitía su motor de fusión mejorado. Los éxters, por otra parte, tenían que desviar la energía hacia sus campos internos o morir —los paganos no tenían resurrección— y no podían sumar más de ochenta gravedades durante la persecución.
Ahí estaban las imágenes: las largas colas verdes de los motores de fusión éxters, sus intentos de bombardear el
Rafael
a una UA, los escudos de defensa rechazando sin problemas los rayos de energía a esa distancia, la traslación al sistema de Mare Infinitus, punto de salto más próximo...
Todo tiene sentido. Las imágenes son elocuentes. De Soya no las cree.
El padre capitán no sabe por qué es tan escéptico. Los registros visuales no significan nada; durante más de mil años, desde el comienzo de la Era Digital, un niño con un ordenador personal ha podido fraguar imágenes visuales falsas pero convincentes. Pero los registros de una nave requerirían un esfuerzo gigantesco, una conspiración técnica. ¿Por qué no confía en la memoria del
Rafael
?
A pocos minutos de la traslación, De Soya pide los registros del salto a Sol Draconi Septem. Echa un vistazo desde el diván de mando. Los tres nichos están sellados y silenciosos, sus indicadores en verde. Gregorius, Kee y Nemes todavía están despiertos, aguardando la traslación y la muerte. De Soya sabe que el sargento reza en esos últimos minutos. Kee habitualmente lee un libro por el monitor del nicho. De Soya ignora qué hace la mujer dentro de su cómodo ataúd.
Sabe que su conducta es paranoica. «El bulbo de café no estaba en su sitio. El asa estaba movida.» Durante sus horas de vigilia De Soya ha intentado recordar si alguien pudo estar en el cubículo y mover el bulbo en el sistema de Pacem. No. No usaron el cubículo al salir del pozo de gravedad de Pacem. La mujer, Nemes, había estado a bordo antes que los demás, pero De Soya había usado el bulbo y lo había puesto en su sitio cuando ella se metió en su nicho. De Soya está seguro. Fue el último en acostarse, como de costumbre. La aceleración y la desaceleración pueden destruir bulbos no diseñados para muchas gravedades, pero el vector de desaceleración del
Rafael
coincide con la línea de viaje de la nave correo y no habría movido las cosas lateralmente. El nicho del bulbo está diseñado para mantener las cosas en su sitio.
El padre capitán De Soya forma parte de un milenario linaje de navegantes del mar y del espacio que se vuelven fanáticos acerca del lugar de cada cosa. Es un hombre del espacio. Después de dos décadas de prestar servicio en fragatas, destructores y naves-antorcha, sabe que cualquier cosa que deje fuera de lugar se le irá encima cuando la nave llegue a gravedad cero. Más aún, tiene la tradicional necesidad del navegante de poder encontrar todo sin mirar, en medio de la oscuridad o la tormenta.
Claro que el alineamiento del asa del bulbo no es importante... pero sí lo es. Cada hombre ha aprendido a usar un nicho de la mesa que usan para los mapas y para comer en el hacinado módulo de mando. Cuando usan la mesa para trazar derrotas o mirar mapas planetarios, cada uno de ellos —incluido Rettig cuando vivía— ocupa el sitio habitual. Está en la naturaleza humana. Los hábitos pulcros y predecibles son una segunda naturaleza en los navegantes.
Alguien movió el bulbo de café, tal vez al doblar la rodilla para sostenerse en gravedad cero. Paranoia. Definitivamente.
Para colmo, está esa turbadora noticia que el sargento Gregorius le susurró poco antes que la cabo Nemes despertara.
—Tengo un amigo en la Guardia Suiza del Vaticano, capitán. Bebí un trago con él la noche anterior a la partida. Él nos conocía a todos, y juró haber visto que trasladaban al lancero Rettig inconsciente, en camilla, a una ambulancia, desde la enfermería del Vaticano.
—Imposible —dijo De Soya—. El lancero Rettig murió por complicaciones en su resurrección y fue sepultado en el espacio de Mare Infinitus.
—Sí —gruñó Gregorius—, pero mi amigo afirmaba que el de la ambulancia era Rettig. Inconsciente, con paks de soporte vital, máscara de oxígeno y demás, pero Rettig.
—No tiene sentido —respondió De Soya. Siempre ha desconfiado de las teorías conspiratorias, sabiendo por experiencia personal que los secretos compartidos por más de dos personas rara vez son secretos por mucho tiempo—. ¿Por qué Pax y la Iglesia nos mentirían sobre Rettig? ¿Y dónde está si estaba vivo en Pacem?
Gregorius se encogió de hombros.
—Tal vez no fuera él, capitán. Eso me he dicho a mí mismo. Pero la ambulancia...
—¿Qué pasa con ella? —preguntó bruscamente De Soya.
—Se dirigía al Castel Sant'Angelo, señor —dijo Gregorius—. Cuartel general del Santo Oficio. Paranoia.
Los registros de las once horas de desaceleración son normales: frenado en alta gravedad, ciclo de resurrección de tres días para garantizar una buena recuperación. De Soya mira las cifras de inserción orbital y reproduce el vídeo de la lenta rotación de Sol Draconi Septem. Siempre le intrigan esos días perdidos en que el
Rafael
realiza sus sencillas tareas mientras él y los demás reviven. Le intriga el ominoso silencio que debe de llenar la nave.
—Tres minutos para traslación —dice la tosca voz sintética de
Rafael
—. Todo el personal debería estar en su nicho.
De Soya ignora la advertencia y pide datos sobre los dos días y medio que la nave pasó en la órbita de Sol Draconi Septem. No sabe qué busca. No hay datos sobre uso de la nave de descenso, ni indicios de activación prematura del soporte vital; todos los monitores indican un ciclo regular, con señas vitales iniciales en las últimas horas del tercer día, todos los registros orbitales normales. ¡Espera!
—Dos minutos para traslación —dice la nave.
En el primer día, poco después de alcanzar la órbita geosincrónica, y de nuevo cuatro horas después. Todo normal excepto los secos detalles de la activación de cuatro pequeños reactores. Para alcanzar y mantener una órbita geosincrónica perfecta, una nave como el
Rafael
dispara decenas de chorros. Pero la mayoría de esos ajustes recurren a los grandes propulsores de popa, cerca del motor de fusión, y del botalón del módulo de mando, en la proa de la torpe nave correo. Estos chorros son similares: primero dos disparos para estabilizar la nave, para que el módulo de mando no mire hacia el planeta y difunda el calor solar en forma uniforme sin usar congelante de campo. Pero sólo minutos aquí, y aquí. Y después del giro, esos chorros de reacción en pares. Dos y dos. Luego otros pares, que podrían acompañar los chorros más prolongados que harían girar la nave de vuelta, con las cámaras del módulo de mando apuntadas hacia el planeta. Luego, cuatro horas y ocho minutos después, se repite la secuencia. Hay treinta y ocho secuencias de disparo para mantener la posición, y ningún chorro que signifique un giro de toda la nave, pero esos interludios gemelos de cuatro chorros llaman la atención del ojo entrenado de De Soya.
—Un minuto para traslación —advierte el
Rafael
.
Los generadores de campo gimen, preparándose para activar el sistema Hawking modificado que matará a De Soya dentro de cincuenta y seis segundos. No les presta atención. Su diván de mando llevará el cadáver al nicho después de la traslación si él no se mueve ahora. Así está diseñada la nave. Descuidado, pero necesario.
El padre capitán Federico de Soya ha sido capitán de nave-antorcha durante muchos años. Ha realizado más de una docena de saltos en el correo Arcángel. Conoce esa secuencia —doble chorro, giro, doble chorro— en el registro de un propulsor. Aunque el giro esté borrado de los registros, las huellas de la maniobra resaltan. Ese giro es para orientar la nave de descenso, que está amarrada en el lado opuesto al módulo de mando, hacia la atmósfera del planeta. El segundo es para contrarrestar las descargas de combustible que separan la nave de descenso del centro del
Rafael
. El doble disparo final estabiliza la nave cuando vuelve a su posición normal, apuntando nuevamente las cámaras del módulo hacia el planeta.
Nada de ello es tan obvio como parece, pues toda la estructura gira continuamente, y hay chorros ocasionales para alinearla para mejor calentamiento o enfriado. Pero para De Soya es inequívoco. Teclea instrucciones para examinar de nuevo los demás registros. Uso de la nave de descenso: negativo. Giro para envío de nave de descenso: negativo. Inmovilidad de la nave de descenso: positiva. Activación de soporte vital antes de la resurrección de todos unas horas antes: negativo. Registros de vídeo con imágenes de nave de descenso moviéndose hacia la atmósfera: negativo. Imágenes constantes de la nave de descenso amarrada y vacía.
La única anomalía consiste en dos secuencias de disparo de ocho minutos con cuatro horas de diferencia. Ocho minutos de giro permitirían que la nave de descenso entrara en la atmósfera sin registro visual de la cámara principal. O que reapareciera y se conectara. Las cámaras y el radar del botalón habrían registrado el suceso a menos que les ordenaran ignorarlo antes de la separación. Eso habría requerido menos distorsiones en el registro. Si alguien hubiera ordenado que el ordenador de la nave borrara todos los registros de uso de la nave de descenso, la limitada IA del
Rafael
habría alterado los datos precisamente de esta manera, sin advertir que los disparos de los propulsores dejan huellas. Y alguien menos experimentado que un veterano capitán de nave-antorcha no lo habría notado. Si De Soya tuviera una hora para revisar todos los datos de combustible de hidrógeno, cotejar las necesidades de reaprovisionamiento de la nave de descenso y los requerimientos para ingreso en el sistema, luego cotejar con el colector de hidrógeno Bussard durante la desaceleración, sabría si hubo maniobras de giro y descenso. Si tuviera una hora.
—Treinta segundos para traslación.
De Soya no tiene tiempo para llegar al nicho. Sí tiene tiempo para invocar una secuencia especial de operaciones, teclear su código de anulación, confirmarlo, cambiar parámetros de monitoreo y hacerlo dos veces más. Acaba de oír la tercera confirmación cuando la nave efectúa el salto cuántico.
La traslación despedaza a De Soya en su diván. Muere sonriendo fieramente.
—¡Raul!
Faltaba una hora para el amanecer de Qom-Riyadh. A. Bettik y yo estábamos sentados en la habitación donde Aenea dormía. Yo me había adormilado. A. Bettik estaba despierto, como de costumbre, pero yo llegué primero a la cama de la niña. La única iluminación venía de la pantalla del biomonitor. Fuera, la tormenta de polvo había aullado durante horas.
—Raul...
La pantalla indicaba que había bajado la fiebre, que sólo quedaba ese EEG errático.
—Aquí estoy, pequeña. —Le cogí la mano derecha. Sus dedos ya no parecían febriles.
—¿Viste al Alcaudón?
Esto me sorprendió, pero comprendí al instante que no se trataba de adivinación ni telepatía. Yo le había hablado a A. Bettik por radio. Él debía de tener los altavoces encendidos, Aenea estaba despierta y lo había registrado.
—Sí. Pero no te alarmes. No está aquí.
—Pero lo viste.
—Sí.
Aenea me aferró con ambas manos y se incorporó. Sus ojos oscuros resplandecían en la luz tenue.
—¿Dónde, Raul? ¿Dónde lo viste?
—En la balsa. —Usé la mano libre para recostarla en la almohada.
La funda de la almohada y su ropa interior estaban empapadas de sudor.
—Está muy bien, pequeña. No hizo nada. Estaba allí cuando me marché.
—¿Volvió la cabeza, Raul? ¿Te miró a ti?
—Bien, sí, pero... —Me interrumpí. Aenea gemía suavemente, moviendo la cabeza—. Aenea, está todo bien...
—No, no está bien. Por Dios, Raul. Le pedí que viniera conmigo. Esa última noche. ¿Sabías que le pedí que viniera? Él dijo que no.
—¿Quién dijo que no? ¿El Alcaudón? —A. Bettik se acercó. La arena roja chocaba contra las ventanas y la puerta.
—No, no, no —dijo Aenea. Tenía las mejillas húmedas, aunque no distinguí si era llanto o sudor—. El padre Glaucus. Esa última noche pedí al padre Glaucus que nos acompañara. No debí pedírselo, Raul... no era parte de mis sueños... pero se lo pedí, y debí de haber insistido.
—Está bien —dije, apartándole un mechón de pelo húmedo de la frente—. El padre Glaucus está bien.
—No, no está bien. La cosa que nos persigue lo mató. A él y a los chitchatuk.
Miré de nuevo el monitor. Todavía indicaba una mejoría, a pesar de los delirios. Miré a A. Bettik, pero el androide clavaba los ojos en la niña.
—¿Quieres decir que los mató el Alcaudón? —pregunté.
—No, no fue el Alcaudón —murmuró Aenea—. No lo creo. No, no fue el Alcaudón. —Me aferró con fuerza la mano—. Raul, ¿me amas?
Me quedé estupefacto. Sin apartar la mano, respondí:
—Claro, pequeña...
Aenea pareció mirarme por primera vez desde que se había despertado.
—No, cállate. —Rió suavemente—. Lo lamento. Me despegué del tiempo por un momento. Claro que no me amas. Me olvidé del cuándo... de lo que éramos ahora.
—Está bien —respondí sin entender. Le palmeé la mano—. Siento afecto por ti, niña. También A. Bettik, y vamos a...
—Cállate —repitió Aenea. Liberó su mano y me llevó un dedo a los labios—. Cállate. Me desorienté por un momento. Creí que éramos... nosotros. Tal como seremos... —Se recostó en la almohada y suspiró—. Por Dios, es la noche anterior a Bosquecillo de Dios. Nuestra última noche de viaje.
Aún no sabía si Aenea estaba en sus cabales. Esperé.
—M. Aenea —preguntó A. Bettik—, ¿Bosquecillo de Dios es nuestro próximo destino en el río?