—¡Déjame a mí! —le grité a Aenea, apartándola del androide, tratando de mantenerla detrás de mí mientras intentaba resucitarlo. Las luces del kit médico indicaron que la sangre volvía al cerebro de A. Bettik. Sus pulmones recibían y expulsaban aire, aunque no sin nuestra ayuda. Continué el movimiento, mirando por encima del hombro mientras las dos siluetas chocaban, rodaban y se estrellaban a gran velocidad. El aire apestaba a ozono. Los rescoldos del bosque en llamas formaban remolinos y las nubes de vapor formaban volutas susurrantes.
—El año próximo —gritó Aenea por encima del estrépito— iremos de vacaciones a otra parte.
Erguí la cabeza, pensando que se había vuelto loca. Ojos desorbitados pero no desquiciados, fue mi diagnóstico. La alarma del kit chilló, y continué con la respiración.
Una implosión estalló a nuestras espaldas, muy audible por encima del crepitar de las llamas, el siseo del vapor y el choque de las superficies metálicas. Miré por encima del hombro, sin dejar de atender a A. Bettik.
Una sola silueta de cromo se erguía en el aire chispeante. La superficie metálica onduló y desapareció. Allí estaba la mujer de la roca. No tenía el cabello desordenado ni mostraba signos de fatiga.
—Bien —dijo—, ¿dónde estábamos?
Se aproximó sin prisa.
En esos últimos segundos de la batalla no resultó fácil insertar la trampa esfinge. Nemes está usando todas sus energías para desviar las chirriantes hojas del Alcaudón. Es como luchar contra aspas giratorias. Nemes ha estado en mundos donde usaban aeronaves con propulsión de hélice. Dos siglos antes mató al cónsul de la Hegemonía en uno de esos mundos.
Ahora desvía esos brazos arremolinados sin apartar la vista de esos ojos relucientes. «Tu tiempo ha pasado», piensa mirando al Alcaudón, mientras los brazos y piernas de ambos chocan como guadañas invisibles dentro del campo de desplazamiento. Atravesando el campo menos focalizado de la criatura, coge una articulación del brazo superior y arranca espinas y hojas. El brazo cae, pero cinco escalpelos de la mano inferior le penetran el abdomen, tratando de destriparla a través del campo.
—No tan rápido —dice ella, haciendo trastabillar a la criatura.
El Alcaudón se tambalea, y en ese instante de vulnerabilidad ella saca la tarjeta esfinge de su muñeca, se la inserta en la palma de la mano —una pausa de cinco nanosegundos en su campo de desplazamiento— y la apoya en un pincho del cuello del Alcaudón.
—Eso es todo —grita Nemes saltando hacia atrás, pasando a tiempo rápido para impedir que el Alcaudón se saque la tarjeta, y pensando en un círculo rojo para activarla.
Retrocede aún más mientras el campo hiperentrópico se activa con un zumbido y envía al monstruo cinco minutos hacia el futuro. No podrá regresar mientras exista el campo. Rhadamanth Nemes sale de tiempo rápido y desactiva el campo. La brisa —recalentada y cubierta de brasas— le resulta deliciosamente refrescante.
—Bien —dice, disfrutando de la expresión de esos dos pares de ojos humanos—, ¿dónde estábamos?
—¡Hágalo! —grita el cabo Kee.
—No puedo —dice De Soya desde los controles. Apoya el dedo en el omnicontrol táctico—. Agua. Explosión de vapor. Los mataría a todos.
Los tableros del
Rafael
muestran que ha desviado cada erg de energía, pero no sirve de nada.
Kee se acomoda el micrófono, pone la sintonía en todos los canales y transmite en haz angosto, asegurándose de que la retícula apunte hacia el hombre y la niña, no hacia la mujer.
—No servirá de nada —dice De Soya. Nunca ha sentido tanta frustración.
—Rocas —grita Kee por el micrófono— ¡Rocas!
Yo estaba de pie, con Aenea a mis espaldas, lamentando no tener la pistola, el láser, nada, mientras la mujer se acercaba. El rifle de plasma todavía estaba en el saco hermético cerca de la orilla. Sólo tenía que saltar, abrir el saco, quitar el seguro, abrir la culata plegable, apuntar y disparar. No creía que esa mujer sonriente me diera tiempo. Tampoco creía que Aenea estuviera viva cuando yo atinara a disparar.
En ese momento el estúpido comlog comenzó a vibrar contra mi piel como uno de esos antiguos relojes de alarma sin sonido. Lo ignoré. El comlog me clavó agujas diminutas en la muñeca. Me acerqué ese tonto objeto a la oreja.
—A las rocas —me susurró—. Coge a la muchacha y corre a las rocas de lava.
Nada tenía sentido. Miré a A. Bettik, los indicadores que pasaban de verde a amarillo, y empecé a retroceder, interponiéndome entre la mujer y Aenea.
—Vaya, vaya —dijo la mujer—. Eso no está bien. Aenea, si vienes aquí, tu amiguito sobrevivirá. Tu falso hombre azul también puede vivir, si tu amigo logra salvarlo.
Eché un vistazo a Aenea, temiendo que aceptara el ofrecimiento. Ella me aferró el brazo. Sus ojos mostraban una terrible intensidad, pero no temor.
—Todo saldrá bien, pequeña —le susurré, siempre moviéndome hacia la izquierda. A nuestras espaldas estaba el río. Cinco metros a la izquierda comenzaban las rocas de lava.
La mujer se movió a la derecha, cerrándonos el paso.
—Esto se está demorando demasiado —murmuró—. Sólo me quedan cuatro minutos. Mucho, mucho tiempo. Una eternidad.
—Vamos. —Cogí la muñeca de Aenea y corrí hacia las rocas. No tenía ningún plan. Sólo tenía esas palabras descabelladas dichas en una voz que no era la del comlog.
No llegamos a las rocas de lava. Hubo un estallido de aire caliente y la silueta cromada de la mujer apareció ante nosotros, de pie en la roca negra.
—Adiós, Raul Endymion —dijo la máscara de cromo, alzando el brazo de metal titilante.
El borbotón de calor me quemó las cejas y la camisa. La niña y yo caímos hacia atrás. Chocamos contra el suelo y echamos a rodar, alejándonos del insoportable calor. Aenea tenía el cabello chamuscado, y se lo froté para que no se encendiera.
El kit de A. Bettik seguía protestando, pero el rugido del aire supercalentado ahogaba el ruido. Vi que la manga de mi camisa humeaba, y me la arranqué antes de que se encendiera. Aenea y yo dimos la espalda al calor y nos alejamos a rastras. Era como estar en el borde de un volcán.
Cogimos a A. Bettik, lo llevamos a la orilla, nos zambullimos en la corriente humeante. Procuré mantener la cabeza del inconsciente androide encima del agua mientras procurábamos que la corriente no nos arrastrase. Por encima de la superficie el aire era respirable.
Sintiendo las ampollas que se formaban en mi frente, sin saber aún que me faltaban las cejas y mechones de cabello, erguí la cabeza para mirar.
La silueta de cromo estaba en el centro de un círculo de luz anaranjada que se extendía hasta el cielo y desaparecía en un punto infinito, a cientos de kilómetros de altura. El haz de energía sólida rasgaba la atmósfera haciendo ondear el aire.
La metálica silueta trató de venir hacia nosotros, pero el rayo de alta energía ejercía demasiada presión. Aun así resistía, y el campo de cromo se puso rojo, verde, blanco. Pero resistía, alzando el puño hacia el cielo. Bajo sus pies la roca de lava hirvió, se enrojeció, se derritió. Hilillos de lava cayeron en el río a diez metros de nosotros, y las nubes de vapor se elevaron con un estruendoso zumbido. Admito que en ese momento pensé, por primera vez en mi vida, en volverme religioso.
La figura cromada pareció vislumbrar el peligro segundos antes de que fuera demasiado tarde. Desapareció, reapareció como un borrón —alzando el puño hacia el cielo—, desapareció, reapareció por última vez y se hundió en la lava que instantes antes era roca sólida.
El rayo continuó un minuto más. Yo ya no podía mirarlo directamente, y el calor me estaba quemando la piel de las mejillas. Apreté la cara contra el fresco lodo y retuve a A. Bettik y la niña contra la orilla mientras la corriente trataba de arrastrarnos hacia el vapor, la lava y los microfilamentos.
Miré por última vez, vi que el puño cromado se hundía bajo la superficie de lava, y al fin el campo pareció partirse en colores y se apagó. La lava empezó a enfriarse de inmediato. Cuando saqué a Aenea y A. Bettik del agua e iniciamos de nuevo la respiración artificial, la roca se estaba solidificando y sólo quedaban unos riachos líquidos. Copos de roca fría flotaban en el aire caliente, sumándose a las brasas del incendio forestal que aún aullaba a nuestras espaldas. La mujer de cromo no estaba a la vista.
Asombrosamente, el kit médico aún funcionaba. Las luces pasaron de rojo a amarillo cuando hicimos circular la sangre de A. Bettik hasta el cerebro y las extremidades y le insuflamos vida. La manga del torniquete estaba ceñida. Cuando pareció estabilizarse, miré a la niña.
—¿Y ahora qué? —dije.
Oímos una implosión de aire a nuestras espaldas, y al volverme vi que el Alcaudón regresaba con un relampagueo.
—Santo cielo —mascullé.
Aenea sacudió la cabeza. Vi las ampollas que el calor le había hecho en los labios y la frente. Tenía el cabello chamuscado, y su camisa era un trapo hollinoso. Aparte de eso, parecía estar bien.
—No —dijo—, no temas.
Yo me había puesto de pie para buscar el rifle de plasma en el saco impermeable. Era inútil. Estaba demasiado cerca del haz de energía. La cubierta del gatillo estaba derretida y los elementos plásticos de la culata se habían fusionado con el cañón de metal. Era un milagro que los cartuchos de plasma no hubieran estallado, vaporizándonos. Solté el saco y enfrenté al Alcaudón apretando los puños. «Que me liquide de una vez, maldición.»
—No temas —repitió Aenea—, no hará nada. Todo está bien.
Nos agazapamos junto a A. Bettik. El androide movió las pestañas.
—¿Me perdí algo? —jadeó.
No nos reímos. Aenea tocó la mejilla del hombre azul y me miró. El Alcaudón se quedó donde había aparecido mientras las brasas flotaban junto a sus ojos rojos y el hollín se asentaba sobre su caparazón.
A. Bettik cerró los ojos, los indicadores parpadearon.
—Debemos ayudarlo —le susurré a Aenea—. De lo contrario lo perderemos.
Ella asintió. Pensé que me había respondido algo, pero no era su voz la que hablaba.
Alcé el brazo izquierdo, ignorando la camisa harapienta y las cuñas rojas. Todo el vello de mi brazo estaba quemado.
Ambos escuchamos. El comlog hablaba con una voz conocida.
El padre capitán De Soya se sorprende cuando al fin le responden por la banda común. No creía que ese comlog arcaico pudiera transmitir por haz angosto. Hay incluso una proyección visual, la borrosa imagen holográfica de dos rostros ahumados y hollinosos.
El cabo Kee mira a De Soya.
—Que me cuelguen, padre.
—Lo mismo digo —responde De Soya, y se dirige a esos dos rostros—. Soy el padre capitán De Soya, a bordo de la nave
Rafael
de Pax...
—Lo recuerdo —dice la niña.
De Soya comprende que la nave está emitiendo holoimágenes y que ellos pueden verlo, sin duda un rostro fantasmal en miniatura sobre un cuello romano, todo flotando sobre el comlog que el joven lleva en la muñeca.
—Yo también te recuerdo —dice De Soya. Ha sido una larga búsqueda. Mira los ojos oscuros, la piel pálida bajo el hollín y las quemaduras superficiales. Tan cerca.
—¿Quién es? —pregunta la imagen de Raul Endymion—. ¿Qué era esa cosa?
—No lo sé —dice el padre capitán De Soya—. Su nombre era Rhadamanth Nemes. Nos la asignaron hace unos días. Dijo que formaba parte de una nueva legión que están entrenando. —Se interrumpe. Todo esto es clasificado. Está hablando con el enemigo. Mira al cabo Kee. En la leve sonrisa del cabo ve reflejada la situación de ambos. De todos modos son hombres condenados—. Decía formar parte de una nueva legión de guerreros de Pax, pero no creo que fuera cierto. No creo que fuera humana.
—Amén —dice Raul Endymion. Aparta los ojos del comlog—. Nuestro amigo se está muriendo, padre capitán De Soya. ¿Puede hacer algo para ayudarle?
El sacerdote niega con la cabeza.
—No podemos bajar. Esa criatura se adueñó de nuestra nave de descenso y anuló el piloto automático remoto. Ni siquiera logramos que la radio responda. Pero si logran llegar a ella, tiene un autocirujano.
—¿Dónde está? —pregunta la niña.
El cabo Kee aparece en el campo de la imagen.
—Nuestro radar indica que está un kilómetro y medio al sureste de ustedes. En los cerros. Tiene camuflaje, pero podrán encontrarla. Los guiaremos hasta allá.
—La voz del comlog era usted —dice Raul Endymion—. Diciéndonos que fuéramos hacia las rocas.
—Sí —dice Kee—. Habíamos desviado toda la energía de la nave hacia el sistema de control de fuego táctico, y podíamos lanzar ochenta gigavatios a través de la atmósfera. Pero el agua del suelo se habría convertido en vapor y los habría matado a todos. Las rocas parecían lo más seguro.
—Ella se nos adelantó —dice Raul con una sonrisa pícara.
—Esa era la idea —responde el cabo Kee.
—Gracias —dice Aenea.
Kee asiente con embarazo, y se aleja con rapidez del campo de la imagen.
—Como dijo el buen cabo —continúa el padre capitán De Soya—, los ayudaremos a llegar a la nave.
—¿Por qué? —dice la borrosa imagen de Raul—. ¿Y por qué mataron a su propia criatura?
—No era mi criatura —responde De Soya.
—De la Iglesia, entonces —insiste Raul—. ¿Por qué?
—Espero que no fuera la criatura de la Iglesia —murmura De Soya—. Si lo era, mi Iglesia se ha convertido en el monstruo.
Hay un silencio sólo interrumpido por el siseo del haz angosto.
—Será mejor que emprendan la marcha —dice De Soya—. Está oscureciendo.
Las dos caras de la holoimagen miran en torno cómicamente, como si hubieran olvidado dónde están.
—Sí —dice Raul— y ese rayo de energía derritió mi lámpara de mano.
—Podría alumbrarle el camino —dice De Soya sin sonreír—, pero tendría que reactivar el sistema de armas.
—No importa. Nos las apañaremos. Apagaré la imagen, pero mantendré abierto el canal de audio hasta que lleguemos a la nave de descenso.
Tardamos más de dos horas en recorrer ese kilómetro y medio. Los cerros de lava eran muy escabrosos. Habría sido fácil romperse un tobillo en esas grietas y fisuras, aun sin llevar a A. Bettik sobre mi espalda. Estaba muy oscuro —ahora había nubes que tapaban las estrellas— y creo que no habríamos llegado si Aenea no hubiera encontrado la linterna láser en la hierba cuando empacábamos para irnos.