Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (22 page)

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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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BOOK: Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy
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«Contra Miguel Servet en el Remo de Aragón, en España: porque su libro llama a la Trinidad demonio y monstruo de tres cabezas; porque contraría a las escrituras decir que Jesús Cristo es un hijo de David; y por decir que el bautismo de los pequeños infantes es una obra de la brujería, y por muchos otros puntos y artículos y execrables blasfemias con las que el libro está así dirigido contra Dios y la sagrada doctrina evangélica —Restitución del cristianismo—, para seducir y defraudar a los pobres ignorantes. Por estas y otras razones te condenamos, Miguel Servet, a que te aten y lleven al lugar de Champel, que allí te sujeten a una estaca y te quemen vivo junto a tu libro manuscrito e impreso, hasta que tu cuerpo quede reducido a cenizas y así termines tus días para que quedes como ejemplo para otros que quieran cometer lo mismo».

Al día siguiente Miguel Servet fue conducido a Champel, lugar donde se celebró su ejecución, utilizándose leña verde para que la agonía fuera lenta. Tenía cuarenta y dos años y había conseguido polemizar con todos los sectores recalcitrantes del cristianismo. Sin duda, este mártir del librepensamiento merece nuestro respeto.

El juicio de Juana de Arco

El caso que dio con el frágil cuerpo de esta heroína francesa en una pira inquisitorial se convirtió en paradigma de mártires cristianos sometidos a la injusticia y el oprobio de intereses eclesiales corruptos. Nacida en enero de 1412 en el pueblo de Donrèmy, sintió a los trece años como unas voces que ella entendió sobrenaturales le indicaban la manera de ayudar a Francia en aquel momento acuciante por el que atravesaba la guerra de los Cien Años. En ese peligroso capítulo de confusión, ingleses y borgoñones asolaban el territorio galo. Todo hacía ver que el conflicto se decantaría por el bando aliado frente a la facción que defendía la legitimidad del delfín Carlos VII. Sin entrar en pormenores, la aparición fulgurante de Juana consiguió dar un giro espectacular a los acontecimientos y, tras demostrar sus dones adivinatorios ante Carlos, dirigió a las tropas que liberaron Orleans del asedio inglés. Empero, su aureola casi mesiánica se tornó en su contra, siendo el propio delfín, más bien por desidia que por inquina, el que permitió su captura impune y posterior juicio a manos de sus enemigos.

El apresamiento de la doncella se produjo en mayo de 1430, cuando ésta y quinientos hombres defendían la plaza de Compiègne, que finalmente cayó en manos del borgoñés Juan de Luxemburgo, un distinguido militar, el cual accedió previo pago a entregar a los ingleses a esa muchacha que tantas humillaciones les había procurado. Sin embargo, los ingleses no podían juzgarla por las derrotas sufridas y buscaron la tan socorrida argucia de condenarla por herejía.

Todo estaba preparado para uno de los juicios más humillantes de la historia, sin que Carlos VII —rey coronado por Juana— quisiera hacer nada por impedirlo. Ése fue el agradecimiento mostrado hacia la mujer que posibilitó su reinado. Seguramente, la doncella de Orleans se había convertido en un elemento demasiado perturbador para ese infeliz sujeto. Así pues, nadie movió un dedo a fin de evitar que nuestra protagonista fuera internada en el castillo de Rouen —capital de Normandía—, desde donde esperó resignada su suerte. Las condiciones de vida en una fortaleza del siglo XV no eran las más óptimas para una joven virgen de diecinueve años. Juana solicitó ser recluida en las dependencias de una iglesia, donde pudiera ser asistida por mujeres. Esta posibilidad le fue negada y la mantuvieron en una celda custodiada por ingleses. En enero de 1431, comenzaron las sesiones preparatorias para el juicio y el 21 de febrero Juana apareció ante sus jueces. Una vez más, la doncella demostró que la pureza era su virtud más poderosa, dejando a los inquisidores más que asombrados ante las respuestas ofrecidas. A pesar de esto, le negaron toda clase de derechos, como el de tener un abogado defensor, así como el de no poder asistir a misa, ni recibir la comunión. En esos días la muchacha tuvo que soportar su confinamiento en una jaula de hierro, encadenada por el cuello, manos y pies, y temerosa siempre de una más que posible violación a cargo de la soldadesca inglesa. En aquellos tiempos, se pensaba que Satán nunca entraba en el cuerpo de una virgen y, durante el juicio, los inquisidores intentaron demostrar que la doncella había perdido su flor, aunque no lo consiguieron. Las sesiones se tornaron virulentas cuando los inquisidores intentaron verificar el origen demoníaco de aquellas voces que acompañaban a Juana, y lo cierto es que ya nada se pudo hacer ante unos individuos dispuestos a la prevaricación con el fin de servir a los intereses de quienes les pagaban.

El 23 de mayo de 1431, cuarenta y dos jueces, de un total de cuarenta y siete, dictaron la sentencia final para la doncella de Orleans. Esta no era otra sino la de morir entre llamas por una acusación de herejía, apostasía e idolatría. Aún tuvo la farsa un último trance, cuando intentaron que la muchacha se retractara de su actitud diabólica. Pero Juana les respondió que Dios mandaba en ella, y que tan sólo lo haría bajo su indicación. Después de esto, treinta y siete de aquellos confabulados enviaron a la prisionera al cauce civil. Y así, el 30 de mayo de 1431 quedó como fecha fijada para la consumación de la pena capital. Rouen era el sitio elegido y en el centro de su plaza vieja se apilaron numerosos troncos de madera sobre los que se levantaba una estaca.

A Juana le comunicaron su penoso destino esa misma mañana, aceptándole una última confesión y posterior comunión. Después fue conducida al improvisado patíbulo, donde le esperaba una multitud expectante y apesadumbrada. Antes de ser atada al madero, solicitó poder abrazar una cruz, que quedó situada frente a ella. Sin descomponer su dulce gesto, la doncella comenzó a recitar el nombre de Jesucristo, mientras los verdugos ponían fuego sobre una leña que se resistía a la quema. Inexorablemente, el humo y las llamas cubrieron el rostro angelical de la doncella de Francia. Sus enormes ojos azules se llenaron de lágrimas ante la visión de la cruz, sin dejar de pronunciar el nombre de Jesús. Todos quedaron estremecidos ante la pureza de la joven, e incluso sus más fieros enemigos no pudieron evitar el llanto. En pocos minutos concluyó aquel acto macabro, y las cenizas de Juana de Arco fueron esparcidas por el río Sena.

En 1455 se inició un proceso de rehabilitación bajo los auspicios de la Santa Sede, que tras muchas investigaciones declara ilegal el juicio anterior, reprochando la actitud del rey de Francia y de su Iglesia. En los siglos siguientes Juana pasó de ser una bruja a todo lo contrario. En 1869, la causa de Juana de Arco fue defendida ante Roma por monseñor Dupanloup, obispo de Orleans. Tras los trámites necesarios y confirmados los requeridos milagros, el 11 de abril de 1909 era beatificada por Pío X. El capítulo final de esta historia se halla en 1920, cuando Benedicto XV canonizó a Juana de Arco, quien desde entonces sería la santa patrona de Francia.

Nostradamus, un científico y profeta aún incomprendido

Decir con cierto aire de superioridad y desprecio que Nostradamus era un visionario alocado queda muy bien en los tiempos actuales. Es como si decir eso fuera una suerte de carta de presentación de cultura y sobriedad intelectual. Pero a quien esté dispuesto a seguir la corriente a toda esa banda de falsos escépticos quizá haya que contarle que Michel de Notredame no sólo fue un profeta, sino que se trató de uno de los hombres de ciencia más destacados de su tiempo.

Y si por algo fue conocido en su época este tipo vigoroso, taciturno y poco hablador era por haber recorrido en la primera mitad del siglo XVI las regiones de Francia más atacadas por la peste para aplicar sus remedios médicos basados en la profilaxis antiséptica. Sin su buen hacer como médico, la peste podría haber provocado un cataclismo en la Europa de entonces y, quién sabe, quizá el resto de la historia del Viejo Continente hubiera sido distinta.

Ningún profeta o adivino ha gozado históricamente de la fama de Nostradamus. Sus centurias son en ocasiones tan sencillas de entender y situar en un contexto histórico que provocan una sensación sobrecogedora en el lector.

En cambio, hoy es conocido especialmente por sus 1.174 profecías escritas en poemillas difícilmente descifrables. Pero también sería un error despreciar el carácter visionario de los textos que escribió en sus viajes en el tiempo. Hacerlo es una forma de volver a demostrar desconocimiento e ignorancia, algo que muy a menudo hacen quienes pregonan escepticismo cuando en realidad sólo hacen gala de una soberana falta de recursos neuronales. Deberían saber que ya en vida se significó por ser capaz de predecir hechos futuros. Predijo, por ejemplo, la muerte del rey Enrique II durante los festejos de la boda de la hija del monarca. Una desgracia que aconteció cuando al conde de Montgomery —y eso que todo era un juego de exhibición— se le partió la lanza que portaba en un combate a caballo y se incrustó en el cráneo del rey tras penetrar por sus ojos a través del visor de su casco.

«Maldito sea el adivino que predijo tanto mal tan bien», dijo el conde. Y es que Nostradamus había escrito con anterioridad respecto al futuro que le aguardaba a Enrique II: «El joven león al viejo ha de vencer en campo bélico y en duelo singular. En jaula de oro, sus ojos saltarán y morirá cruelmente».

Independientemente de interpretaciones politizadas y tendenciosas, lo cierto es que las cuartetas de Nostradamus parecen anticipar los grandes acontecimientos que se han vivido en los últimos siglos. En ellas encontramos referencias que difícilmente no pueden atribuirse a hechos históricos como las conquistas de Napoleón, las dos guerras mundiales o la Revolución francesa. Incluso en dichas cuartetas parece adivinarse algo que parece escrito para ser interpretado en nuestro tiempo. Porque dejó escrito que Mesopotamia sufriría varias guerras en las cuales se dirimiría el futuro de la humanidad. Más de uno de sus textos parecen estar en sintonía profética con los conflictos bélicos que han tenido lugar en Irak en los últimos años y que a nadie escapa que tienen una trascendencia fundamental de cara al futuro del mundo.

Lo que cada vez parece más claro y evidente es que Nostradamus estuvo vinculado a ciertas sociedades secretas de su época. Bien parece que formaba parte de un linaje «especial», el de la tribu de Isacar, en la cual algunos de sus hombres heredaban de sus ancestros capacidad para percibir el futuro.

Al margen de esto, sus textos están profundamente cargados de simbología esotérica que no ha sido bien asimilada por sus intérpretes, razón por la cual muchas de sus cuartetas han sido muy mal traducidas. A este propósito resultan extremadamente interesantes las aportaciones del investigador galo Jean Robin, quien en su libro
Respuesta de Nostradamus a Fontbrune
explica como las líneas maestras de las profecías de Nostradamus son básicamente las mismas de otros textos anunciadores previos. Todos ellos parecen influidos por las mismas corrientes herméticas; tanto es así que Robin llegó a plantearse que, amén de sus dotes psíquicas, las obras de Nostradamus hay que interpretarlas en el contexto de estar dirigidas a una suerte de iniciados que podían leer el mensaje oculto de sus textos e ¡incluso cumplir a modo de orden lo que en ellos quedó escrito!

Con su trabajo, Robín dejaba en evidencia las interpretaciones simplistas efectuadas por Jean-Charles de Fontbrune, autor de
Nostradamus, historiador y profeta
, obra que vio la luz en 1980 y que vendió más de un millón de ejemplares. En ese trabajo, Fontbrune ve en los textos de su tocayo alusiones a una Tercera Guerra Mundial. Pero al no haber tenido en cuenta el sentido oculto del lenguaje enrevesado empleado por Nostradamus, sus traducciones deben quedar en cuarentena. Por desgracia, aún está por llegar el investigador que encuentre la llave maestra para descifrar por completo el contenido de esos más de mil poemillas, que podrían esconder claves para entender el pasado, presente y futuro de la humanidad.

Nicolás Flamel

El más grande de los alquimistas, hombre culto y notable, muy famoso en vida y de quien se dice que alcanzó a descubrir la piedra filosofal, nació, posiblemente, en Pontoise, aunque hay muchas dudas al respecto, en torno al año 1330. Era de familia humilde, con lo que eso significaba en la Europa del siglo XIV, pero de alguna manera se las arregló no sólo para aprender a leer y escribir, sino para hacer de ello su profesión, pues el primer trabajo que se le conoce fue el de escritor público, una actividad necesaria en una época de analfabetismo masivo. En estos años, duros para Francia, sumida en el caos de sus terribles derrotas ante los ingleses en las primeras décadas de la guerra de los Cien Años y arruinado el campo por la devastadora peste negra, sabemos que Nicolás Flamel se instaló en París, en la calle de Saint Jacques, y llegó a ejercer como librero jurado, desarrollando su trabajo con habilidad y maestría.

Cuentan que una noche, mientras dormía, se le apareció un ángel en sueños que sostenía un libro con unos extraños caracteres en la portada que no supo descifrar. A los pocos días, en una mañana del año 1357, entró en su tienda un hombre extraño con un libro, un grimorio, del que quería deshacerse por necesitar con urgencia dinero. La obra se titulaba
El libro de Abraham el judío, y
Flamel reparó en que el rostro del hombre era el del ángel que se le había aparecido en sueños. Sin dudar adquirió el libro. Sospechaba que en él encontraría respuesta a los más ocultos secretos de la naturaleza, del destino y del mundo. A partir de ese momento, con algo menos de treinta años, su vida iba a cambiar para siempre.

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