Read Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy Online
Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián
Tags: #Divulgación
¿Murió realmente? Como se pueden imaginar, no todos están de acuerdo. De él se dijo que asistió a la batalla de las Pirámides en 1798 contra los mamelucos, acompañando a Napoleón con el nombre de señor Hompesh, sin que ni una bala lo alcanzara. Muchos grupos espirituales de la Nueva Era creen que el conde de Saint Germain se ha convertido en un Maestro Ascendido, al lado de los maestros Morya o Kut Humi, que de vez en cuando se dejan ver por este plano, y que dicta libros de iniciación como el famoso
Libro de Oro de Saint Germain
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La Sociedad Teosòfica, en el siglo XIX, lanzó un comunicado en el que decía: «El Maestro que se ocupa del futuro desarrollo de Europa y América es el maestro Rakoczy. En la Logia Blanca se le llama Conde de Saint Germain y en América actúa como Administrador de los países cósmicos llevando al plano físico los planes de Cristo». En 1945 se constituyó la Hermandad Saint Germain, que la venezolana Conny Méndez se encargó de propagar. En 1990 cambió de nombre por sugerencia de él mismo y desde entonces se llama Metafísica Renovada Ray Sol.
Visto lo visto, Voltaire tal vez supiera más de lo que parece al decir lo que dijo…
Alessandro, conde de Cagliostro, se llamaba en realidad Giuseppe Balsamo. Nació en Sicilia, en Palermo, en 1743, y falleció en el castillo de San León, en Urbino, en 1795. Sobre su figura, enigmática y misteriosa, se ha tejido una gran leyenda, pues entre los rosacruces es una figura mítica, existiendo grupos que incluso se niegan a identificar a ambos nombres, sosteniendo, en contra de todas las evidencias, que el conde de Cagliostro y Giuseppe Balsamo son personas diferentes y que este último fue en realidad un embaucador contratado por los jesuitas para dañar la figura de su maestro.
La leyenda no por ser conocida es menos enigmática. Balsamo había nacido en el seno de una familia muy humilde, su padre era un modesto tendero, a pesar de lo cual, y en contra de algunas biografías que dicen que el pequeño Giuseppe prácticamente se crió en la calle, lo cierto es que a los doce años fue admitido en seminario. De éste fue expulsado al poco tiempo, por causa de una serie de hurtos, casi con toda seguridad realizados para provocar su expulsión. A pesar de estos hechos, su padre logró que fuese admitido como ayudante del boticario de un convento. No pudo haber tomado mejor decisión. Es curioso y despierto, y allí Giuseppe descubrirá un mundo nuevo entre ungüentos y pócimas. Por primera vez en su vida se dedicará con ahínco y esfuerzo al estudio de la farmacopea y la química. Sin embargo, su carácter rebelde le traerá de nuevo un disgusto, pues los monjes también le expulsaron, al descubrir que recitaba las oraciones sustituyendo los nombres de las santas por los de prostitutas famosas. A partir de entonces no tuvo más remedio que buscarse la vida por su cuenta. En principio siguió en Palermo, pero poco después se trasladó a la capital del reino, Nápoles, donde desempeñó los oficios más diversos: fue pintor, falsificador de cuadros y de documentos e incluso proxeneta. No obstante, en esos años destacó por su habilidad en los trucos de magia, convirtiéndose en un buen prestidigitador, principalmente porque incorporó a sus trucos sus conocimientos de química, logrando espectaculares resultados, aunque las iras de un espectador suyo, que se sintió estafado, provocaran su huida a Roma, ciudad en la que iba a iniciar una nueva vida.
Durante un tiempo se dedicó a lo mismo que en Palermo y Nápoles, pero un encuentro casual le transformó. Conoció a una hermosa joven, Lorenza Feliciani, hija de un honrado y modesto artesano, ambiciosa y lista, que descubrió en el joven Balsamo a un diamante en bruto. En 1768 se casaron y Lorenza decidió transformar a su marido en otra persona, el conde de Cagliostro, un personaje enigmático y sabio, en tanto que ella será en adelante Serafina. Tras invertir todo lo que tenían en dinero y lujosas ropas, parten los dos hacia España, buscando hacer fortuna en un lugar en el que nadie les conocía y en donde desembarcan en 1770. En Barcelona y Madrid la pareja de timadores se dedicó a su especialidad: el engaño y la estafa. Ya entonces Giuseppe se hacía llamar el Gran Copto y afirmaba tener conocimientos esotéricos de alto nivel. Bajo el falso título de marqués de Pellegrini —un monte de Palermo—, él y Lorenza, que no vacilaba en entrar en el lecho del primer poderoso que se pusiese al alcance para lograr sus fines, siguieron así durante algún tiempo, pero los devaneos de Giuseppe con conversos «marranos», que seguían fieles al judaísmo en Lavapiés, y sus prácticas de magia, pusieron en alerta a la Inquisición, que le vigiló de cerca. Un siciliano que les conoce les denuncia, obligándoles a huir a Lisboa, desde donde embarcaron rumbo a Inglaterra, a finales de 1771.
Convertidos ya en dos timadores de altura, se desplazan a Londres, donde, tras seducir Serafina a un viejo lord, consiguieron escapar con parte de su fortuna, pero un incidente en una fracasada sesión de satanismo acaba con los huesos de Balsamo en la cárcel. Recorrieron otras muchas ciudades de toda Europa, desde Berlín a Ámsterdam, pero finalmente deciden ir a París, donde su éxito fue absoluto, pues al poco tiempo de llegar la astuta y bella Serafina consiguió atraer a su lecho al poderoso cardenal Rohan, logrando que los nobles de la corte se sintiesen cada vez más atraídos por la original pareja. Sin embargo, ambos se habían dado cuenta de que cada vez les resultaba más difícil mantener en secreto sus andanzas por las capitales de media Europa, por lo que el conde de Cagliostro decidió adentrarse en el mundo de la alquimia y del esoterismo.
A partir de entonces se autoproclama Gran Copto de Asia y Europa y afirma ser el hijo del rey de Tresbisonda, que había sido recogido de niño por el califa de La Meca, quien le había iniciado en varias sociedades secretas de la India y Persia, e instruido en alquimia en Damasco, así como en ocultos y misteriosos laboratorios de la orden de Malta. A pesar de lo estrambótico de sus declaraciones y la forma grandilocuente en la que Cagliostro las presenta en sociedad, su éxito es inmenso. Se convierte en el hombre de moda. Va a fiestas y recepciones y es invitado a reuniones secretas de aquellos que buscan cambiar el orden establecido. Durante estos años el pícaro Balsamo no sólo parece integrarse en su fingido papel, sino que acomete profundos estudios esotéricos. Con el apoyo de dos colaboradores de Lyon, Saint-Costard y Magneval, crea todo un rito nuevo: la masonería egipcia. Hay desde hace mucho tiempo un gran debate en torno a si Balsamo trabajaba para preparar un gran timo o, si por el contrario, llegó a tomarse en serio su trabajo. En cualquier caso, su obra de ese periodo tiene un profundo efecto entre los seguidores de la masonería y logra un gran triunfo. A mediados de la década de los ochenta, con poco más de cuarenta años, nada queda ya del pequeño rufián de Palermo; ahora es el conde de Cagliostro y ha encontrado su momento de gloria.
Sin embargo, cuando vivía sus mejores días, y a pesar de su amistad con el cardenal Luis de Rohan, su conocida atracción por las piedras preciosas hizo que se viese envuelto, en 1786, en el archifamoso escándalo del collar de María Antonieta, lo que le hizo acabar en la Bastilla y, aunque fue exculpado en sólo diez días, pasó casi un año encarcelado, lo que le convirtió en uno de los símbolos de la arbitrariedad del absolutismo y del despotismo real. Tras su liberación recibió una orden de expulsión de Francia, nación que debía abandonar en sólo dos semanas. Su estrella en esos años parece languidecer. Acosado por la Iglesia, que le consideraba peligroso por sus inclinaciones a la magia y su relación con grupos masones opuestos al orden social establecido, vivió unos años perseguido y cada vez más desacreditado. Traicionado por Serafina, que le denunció ante el Santo Oficio, acusándole de tener tratos con Satanás, fue detenido por la Inquisición en 1791, y acusado de ateo y masón, permaneció en prisión en las mazmorras del castillo de San León hasta su muerte, en 1795.
Embaucador, charlatán y estafador, fue también un hombre culto, que en sus investigaciones en el campo del esoterismo alcanzó notables logros, no debiendo olvidarse que la masonería de rito egipcio, de la cual es el fundador, se sigue hoy en día practicando.
Fue el más grande conquistador de todos los tiempos. En una campaña de tan sólo once años, llevó la helenización a buena parte de Asia y sus consecuencias aún perduran en nuestros días. Tenía treinta y dos años y había explorado o conquistado casi cuatro millones de kilómetros cuadrados, sus dominios se extendían por los actuales países de Grecia, Bulgaria, Turquía, Irán, Irak, Líbano, Siria, Israel, Jordania, Uzbekistán, Turkmenistán, norte de la India, Afganistán, Pakistán occidental, Libia y, por supuesto, Egipto.
En el año 323 a.C., Alejandro Magno preparaba la invasión y colonización de Arabia cuando una repentina enfermedad acabó con su vida el 10 de junio. Según diferentes investigadores, son varias las causas que pudieron acabar con la vida de este indomable líder. Entre ellas, la propia conjura de sus oficiales, los cuales, hartos de las excentricidades de su jefe, lo habrían envenenado. Otros piensan que sufrió leucemia, aunque lo más fiable es que falleciera víctima de la malaria. Cuentan que, postrado en el lecho mortuorio, recibió la visita de sus generales, quienes, preocupados por el futuro del imperio, le preguntaron sobre el reparto de su presunto patrimonio. Alejandro, con sonrisa lánguida, les dijo: «Todo mi tesoro se encuentra repartido en las bolsas de mis amigos». Finalmente, acertó a pronunciar una frase que sembró el desconcierto entre sus hombres: «Dejo mi imperio al más digno, pero me parece que mis funerales serán sangrientos». Lo cierto es que el rey no dejó dicho quién era el más digno, por tanto la distribución de la herencia territorial planteó algunos problemas entre los notables macedonios, quienes, a fin de evitar males mayores, resolvieron desmembrar lo conseguido por Alejandro en tres grandes zonas: Macedonia y Grecia quedaban bajo el dominio de Antípatros, Persia fue asignada a Seleuco, mientras que Egipto era entregado a Ptolomeo, quien fundó una dinastía vigente durante los tres siglos posteriores.
La muerte de Alejandro llenó de dolor a todos sus súbditos, incluida la madre de Darío III, quien en un sentido gesto de homenaje se quitó la vida para rendir honores a la figura de aquel al que tanto quiso. Pero todavía faltaba cumplimentar el último capítulo del Magno, su entierro.
A lo largo de dos años sus compañeros se empeñaron en construir un mausoleo de dimensiones casi bíblicas; todo parecía insuficiente a la hora de rendir tributo a uno de los personajes más amados e idolatrados de la historia. En ese tiempo se emplearon ingentes recursos económicos hasta que, por fin, la obra quedó terminada; el resultado no podía ser mejor: el sarcófago era de oro macizo y mostraba la figura en relieve del Magno; en el palio de púrpura bordada estaban expuestos el casco, la armadura y las armas de Alejandro. El conjunto era dominado en sus extremos por columnas jónicas de oro y a los lados quedaban representadas diferentes escenas de la vida de Alejandro. El impresionante mausoleo, una vez terminado, fue transportado desde Babilonia hasta Alejandría por sesenta y cuatro muías que completaron un recorrido de mil quinientos kilómetros a través de Asia.
El mosaico de Pompeya, reproducción de un original contemporáneo de Alejandro, es la representación más fiable del caudillo macedonio. Todavía hoy impresiona su realismo y composición.
Mucho se ha elucubrado sobre la ubicación definitiva de la tumba alejandrina, unos afirman que se encuentra en el santuario de Shiwa, lugar donde fue proclamado faraón de Egipto; otros aseguran que el líder macedonio fue enterrado en un enclave secreto de Alejandría. Según esta última historia, el sepulcro del Magno fue custodiado por los ptolomeos hasta que la reina Cleopatra VII Philopator fundió el oro del mausoleo para financiar la guerra contra su enemigo el romano Octavio Augusto. El cuerpo de Alejandro, desprovisto de las riquezas que le escoltaban, fue, siguiendo esta hipótesis, reubicado en el sarcófago de un faraón. Aunque el planteamiento carece de cierto rigor, no debemos obviar que la pista de Alejandro se pierde en el siglo IV d.C., y que al parecer el propio Napoleón Bonaparte pudo contemplar la momia del mejor general de la historia. Y es aquí donde surge la última apuesta sobre dónde se encuentran los restos del Magno. En 2005, el historiador británico Andrew Chugg ofreció una arriesgada versión a este respecto, manifestando que el cadáver del rey macedonio se salvó a fines del siglo IV de una más que posible destrucción, todo gracias a una conspiración de mercaderes venecianos. Éstos robaron el cuerpo, supuestamente atribuido a san Marcos, y que sin embargo, según Chugg, no sería otro que el de Alejandro, previamente disfrazado con los ropajes del santo. Acaso con la complicidad del patriarca cristiano en Alejandría, temeroso de perder aquel cuerpo en grave peligro por una insurrección cristiana. De esta guisa le condujeron a Venecia, donde se levantó una basílica dispuesta para venerar los restos del ilustre evangelista. Nunca sabremos si aquellos comerciantes robaron el cadáver pensando que era san Marcos o ya sabiendo que el engaño trataba de preservar el cuerpo del mítico guerrero griego. Sea como fuere, lo ofrecido hasta ahora por Chugg no deja de ser una especulación histórica muy criticada por sectores ortodoxos. Lo realmente cierto es que la última morada de Alejandro Magno sigue siendo hoy en día una verdadera incógnita para los historiadores de medio mundo.