Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (27 page)

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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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BOOK: Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy
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Afortunadamente, desde el año 1992 los mongoles eligieron el cauce democrático. Esa opción ha permitido que jóvenes generaciones establecidas en la taiga, la estepa y el desierto puedan conocer y reivindicar la figura del hombre más importante de su país. Hoy en día, la imagen de Gengis Khan puede contemplarse sin temor a la represión por las calles y comercios de la capital, Ulan Bator, o de cualquier ciudad mongol. También puede verse sobreimpresionada en el papel moneda.

Lejos de la prohibición impuesta por soviéticos, chinos y gobiernos mongoles afines, el viejo guerrero resurge poderoso para proclamar el orgullo y el afán de independencia de la etnia que le vio nacer y morir como héroe.

La tumba secreta de Moisés

Sin la figura de Moisés no podría comprenderse la historia de las civilizaciones. Fue decisivo para el judaísmo y el posterior cristianismo. Pero respecto a él todo está rodeado de misterio. A propósito de su nacimiento sólo sabemos que apareció siendo un bebé en una balsilla sobre el Nilo. Se sospecha que podría haber sido hijo de alguien importante, si bien algunos estudiosos van más allá y aseguran que su figura no es otra más que la del faraón hereje Amenofis IV más conocido como Akhenaton. Éste proclamó que existía un único Dios en unos tiempos en los que el politeísmo no era discutido por nadie. Para investigadores como Amed Osman, Akhenaton y Moisés fueron la misma persona…

Pero al margen de quién fuera en realidad, su vida está coronada de sucesos mágicos de todo calibre. En los relatos bíblicos se le describe como el libertador de los judíos en el Éxodo, al tiempo que se relatan sus espectaculares encuentros con Yahvé. De hecho, se convierte en la única persona capaz de verlo, en la cumbre del Sinaí, sobre la cual se situaba esa «nube» en la que se desplazaba el iracundo Dios de los judíos.

Su sospechosa forma de morir ha despertado todo tipo de incógnitas. Según relata el Deuteronomio, al concluir el Éxodo, Moisés se encaminó en solitario a la cumbre del monte Nebo, que alcanza una altura de 835 metros. Desde allí contempló la tierra prometida, la tierra con la que habían soñado Abraham e Isaac. Allí mismo murió, pero aunque la Biblia indica que fue enterrado en las inmediaciones, nadie vio su cuerpo ni sabe exactamente dónde se encuentra su tumba. La ubicación de la misma ha sido siempre un gigantesco misterio…

Moisés siempre permanecerá como leyenda. Los milenios que nos separan y la convulsa historia del pueblo judío nos dejan muy pocas pistas sobre su vida y el lugar en que yace.

El problema del que partimos es, en parte, la localización del citado monte Nebo. Casi nadie ha dudado nunca identificarlo con el pico Abarim, que se encuentra en Oriente Próximo. Sin embargo, el Nebo es sólo una de las cumbres del Abarim. Además, en los mismos relatos bíblicos se citan otras ubicaciones próximas que son difíciles de identificar en la región en la que se encuentra dicha montaña. ¿Acaso estaba el Nebo en otro lugar? Así podría ser…

Sin embargo, en la violenta región de Cachemira, en la frontera entre Pakistán y la India, lugar en el cual convergen varios cultos religiosos, existe un monte que tiene por nombre… ¡Nebo! Pero no acaba aquí la cosa, porque determinados libros que narran la historia de esta región sitúan allí la tumba de Moisés. Y no se trata de libros de reciente manufactura, sino de obras cuyo autor no conocía lo que se relata en la Biblia. Por ejemplo, en el
Hashmat-i-Kashmir
podemos leer lo siguiente: «Moisés llegó a Cachemira y la gente lo escuchó. Unos continuaron creyendo en él; otros no. Murió y fue enterrado aquí. La gente de Cachemira llama a su tumba el santuario del Profeta del Libro”».

A finales de los años setenta, el investigador Andreas Faber-Kaiser viajó a Cachemira con objeto de comprobar una serie de informaciones sorprendentes. Una de ellas situaba a Jesús de Nazaret en aquella tierra durante los años perdidos (entre los doce y los treinta años, periodo de su vida sobre el cual no informan los Evangelios) e incluso la tradición —relatada en libros igual de antiguos— hace alusión a que sobrevivió a la crucifixión, tras lo cual regresó a esta región, en la que habría fallecido a una avanzada edad.

Faber-Kaiser descubrió allí una tumba que es venerada con pasión como la auténtica sepultura de Jesús de Nazaret, ya que según la tradición también divulgó su mensaje cuando estuvo en este lugar. Curiosamente, muy cerca de la ubicación de la tumba de Jesús se encuentra otra que es atribuida a Moisés. Está en lo alto del monte Nebo, a más de tres mil metros de altura, y es adorada sin ningún tipo de conflicto junto a otras tumbas de personajes importantes para el islam. Para la tradición católica es difícil aceptar que Moisés esté sepultado en una tierra infiel, pero ciertamente no existe otro lugar en donde se ubique una tumba atribuida a él.

La tumba de Cervantes

A veces damos por sentados ciertos acontecimientos históricos sin preocuparnos de indagar un poco en su posible veracidad.

De Cervantes se cuestiona casi todo, empezando por el año, el día de su nacimiento y el lugar de su bautismo (muchos son los que dudan de que haya nacido en Alcalá de Henares). Sus manuscritos, tanto de las obras publicadas o representadas como de las inacabadas, se perdieron en su casi totalidad y no se conserva ninguna imagen gráfica auténtica de nuestro autor. Ahora le toca el turno no tanto al lugar de su fallecimiento, que fue Madrid, sino a su fecha y al sitio en el que estarían enterrados sus huesos.

Por los datos existentes, sabemos que murió a la edad de sesenta y ocho años de hidropesía, que fue amortajado con el hábito de San Francisco y que fue enterrado «de pobre», sin pompas ni ceremonias, con la cara descubierta y llevado desde la calle León al convento de las Trinitarias por sus hermanos de la Orden Tercera de San Francisco (en la que profesó el día 2 de abril), donde fue sepultado el 23 de abril. El hecho de que se eligiera esta ubicación se debe a que cuando estuvo preso en Argel, donde sufrió cinco años de cautiverio, Cervantes quedó libre después de que unos frailes trinitarios pagaran por él un rescate, el 19 de septiembre de 1580.

Hay argumentos que avalan que el día de su muerte pudo ser el 23 de abril, como un libro de difuntos de la iglesia parroquial de San Sebastián, dado a conocer en 1749 por el crítico Blas Nasarre: «El 23 de abril de 1616 años murió Miguel de Cervantes Saavedra, casado con doña Catalina de Salazar, calle de León. Recibió los Santos Sacramentos de mano del Licenciado Francisco López. Mandóse enterrar en las Monjas Trinitarias». Por entonces, esta calle se llamaba de Cantarranas. Hoy, lo que son las cosas, se desconoce la localización exacta de su tumba.

Uno de los mejores especialistas en Cervantes, Luis Astrana Marín (1889-1959), siempre sostuvo que se trata de una equivocación tener el 23 de abril por la fecha de su fallecimiento, pues ese día es el de la inhumación. La costumbre en aquella época —y la de ahora— es que se dejase pasar al menos un día desde la muerte hasta el sepelio, velando el cadáver durante la noche. Por consiguiente, si Cervantes fue sepultado el 23 de abril, como coinciden en afirmar muchos de los historiadores, tuvo que haber muerto en la víspera, y así lo testifican los propios franciscanos, que fueron, en definitiva, los que le enterraron. De ser cierto esto, resulta que estamos celebrando el Día Mundial del Libro (elegido por la Unesco) en un día equivocado, un día después de cuando se debería hacerlo, porque ni Cervantes ni Shakespeare (el calendario gregoriano aún no había entrado en vigor en Inglaterra en esa fecha) murieron un 23 de abril de 1616. Y ya puestos, tampoco Garcilaso de la Vega,
el Inca
, otro de nuestros insignes escritores del Siglo de Oro, al que se le atribuye esa misma fecha de defunción, cuando realmente falleció el 22 de abril, como así figura inscrito en la lápida de la Capilla de Animas de la catedral de Córdoba.

¿Dónde está actualmente enterrado Cervantes? No hay duda de que está en el convento de las Trinitarias Descalzas, ubicado en la calle Lope de Vega de Madrid. Una placa de mármol en la fachada, con su efigie, nos lo recuerda: «Miguel de Cervantes Saavedra que por su última voluntad yace en este convento de la orden trinitaria a la cual debió principalmente su rescate». Pero ¿en qué lugar exacto están sus restos mortales? ¿Acaso se han perdido? El encogerse de hombros sería una respuesta, porque desde hace unos cuantos siglos no se sabe en qué lugar preciso del convento se encuentran los restos del manco de Lepanto. Astrana Marín, curándose en salud, dijo que todo el convento «es un gran cenotafio a Cervantes».

No deja de ser curioso —y hasta paradójico— que el principal adversario de Cervantes y su eterno rival fuera Lope de Vega, cuyos restos también han desaparecido, en este caso de la iglesia de San Sebastián, donde fue enterrado en 1635. Esta iglesia tiene solera literaria, ya que fue testigo de la boda de Gustavo Adolfo Bécquer, y se conservan en ella muchos de los certificados de defunción de famosos escritores como el de Miguel de Cervantes y el de Lope de Vega. Una vez más, juntos por el destino. Por otra parte, la casa donde vivió Lope de Vega, hoy convertida en museo, está ubicada en el número II de la calle Cervantes. Y, para colmo, a Cervantes le entierran en la calle Lope de Vega…

No es el único caso de cadáver desaparecido. Es una mala costumbre que tiene Madrid la de extraviar a sus hombres ilustres. Otro tanto le pasa a Calderón de la Barca o a Velázquez, cuyos restos mortuorios los historiadores no han sido capaces de ubicar, por diferentes causas, en una tumba concreta, señalizada y visible que pudiera haber sido así objeto de la colocación de velas, o ante la que aquellos que siempre los han admirado pudieran haber elevado una plegaria.

En el peor de los casos, siempre nos quedarán sus obras.

Capítulo VIII
Fraudes históricos
El hombre de Piltdown

En la historia del conocimiento humano ha habido numerosas meteduras de pata, errores, falsificaciones, mistificaciones, fraudes y timos de todo cuño.

Y han ocurrido en áreas tan variadas como la literatura, la arqueología, el arte, la antropología o la paleontología. El caso más conocido de estas últimas disciplinas ha sido el
hombre de Piltdown
, un auténtico serial de principios del siglo XX. El genial falsificador de este supuesto «eslabón perdido» tomó el pelo a más de un sesudo experto en paleoantropología. No está de más recordar esta clase de sucesos porque demuestran que en la historia de la ciencia no todos son aciertos y que el buen camino se consigue con tropiezos y alguna que otra pérdida de reputación.

Piltdown es la página negra de antropología, página que muchos quisieran borrar de un plumazo porque su implicación en los sucesos no les hizo ningún favor, sino todo lo contrario. No es para menos. Hasta hace muy pocos años el llamado
hombre de Piltdown
era la prueba definitiva de que la evolución del cerebro precedió a la del resto del cuerpo, desencadenando las transformaciones que conducirían al
homo sapiens
.

Pero hagamos un poco de historia para darnos cuenta de la auténtica dimensión del fraude. Un abogado rural de Sussex y agente de la propiedad aficionado a la antropología, Charles Dawson, hizo un descubrimiento en las proximidades de Piltdown, Inglaterra, considerado por la prensa como «sensacional».

Había estado excavando en unas terrazas fluviales cercanas a su casa y allí localizó, en 1908, un fragmento de parietal humano. Dos años después la fortuna le volvió a sonreír y esta vez encontró un hueso frontal. Pero ahí no quedó la cosa. Pasan los años y, dada la poca trascendencia que han obtenido sus descubrimientos, prepara el aldabonazo definitivo. En 1912, en presencia del geólogo Arthur Smith Woodward, conservador del Museo Británico, Dawson desenterró una mandíbula enorme y simiesca que encajó a la perfección en el cráneo de un hombre descubierto poco después.

El asombroso cráneo, presentado al mundo entero por el paleontólogo del British Museum, el 18 de noviembre de 1912, combinaba un gran volumen cerebral con una poderosa e inconfundible mandíbula simiesca. Se le bautizó como
Eoanthropus Dawsoni
(en honor de su descubridor, que se puso muy orgulloso), aunque popularmente empezó a ser más conocido como el
hombre de Piltdown
y se le atribuyó una antigüedad de novecientos mil años.

El hecho de haber sido hallado en Inglaterra dio más ínfulas de grandeza a ese país (en definitiva se trataba del «primer inglés»). El estamento científico, y no digamos el vulgo, aceptó sin reparos que ese homínido era a todas luces el «eslabón perdido» que tanto se había buscado y que relegaba a los demás homínidos de Neandertal, encontrados en Asia y sobre todo en África, a simples vías muertas en la prehistoria de la humanidad. Asunto zanjado. El ejemplar que realmente valía la pena analizar era ese extraño
hombre de Piltdown
, que lucía una hermosa dentadura humana sobre un maxilar de simio. Una rareza, sin duda.

Se escribieron no menos de quinientas tesis doctorales sobre la materia y cada uno que lo contemplaba no perdía ocasión de comunicar su docta opinión. El conocido paleontólogo norteamericano Henry Fairfield Osborn, cuando estaba visitando el Museo Británico en 1935, dijo: «… tenemos que recordar permanentemente que la Naturaleza está llena de paradojas y éste es un asombroso hallazgo referido al hombre primitivo…».

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