Read Ensayo sobre la ceguera Online
Authors: José Saramago
Al moverse en dirección a la sala de estar, y pese a la prudente lentitud con que avanzaba, deslizando la mano vacilante a lo largo de la pared, tiró al suelo un jarrón de flores con el que no contaba. Lo había olvidado, o quizá lo hubiera dejado allí la mujer cuando salió para el trabajo, con intención de colocarlo luego en el sitio adecuado. Se inclinó para evaluar la magnitud del desastre. El agua corría por el suelo encerado. Quiso recoger las flores, pero no pensó en los vidrios rotos, una lasca larga, finísima, se le clavó en un dedo, y él volvió a gemir de dolor, de abandono, como un chiquillo, ciego de blancura en medio de una casa que, al caer la tarde, empezaba a cubrirse de oscuridad. Sin dejar las flores, notando que por su mano corría la sangre, se inclinó para sacar el pañuelo del bolsillo y envolver el dedo como pudiese. Luego, palpando, tropezando, bordeando los muebles, pisando cautelosamente para no trastabillar con las alfombras, llegó hasta el sofá donde él y su mujer veían la televisión. Se sentó, dejó las flores en el regazo y, con mucho cuidado, desenrolló el pañuelo. La sangre, pegajosa al tacto, le inquietó, pensó que sería porque no podía verla, su sangre era ahora una viscosidad sin color, algo en cierto modo ajeno a él y que, pese a todo, le pertenecía, pero como una amenaza contra sí mismo. Despacio, palpando levemente con la mano buena, buscó la fina esquirla de vidrio, aguda como una minúscula espada, y, haciendo pinza con las uñas del pulgar y del índice, consiguió extraerla entera. Envolvió de nuevo el dedo herido en el pañuelo, lo apretó para restañar la sangre, y, rendido, agotado, se reclinó en el sofá. Un minuto después, por una de esas extrañas dimisiones del cuerpo, que escoge, para renunciar, ciertos momentos de angustia o de desesperación, cuando, si se gobernase exclusivamente por la lógica, todo él debería estar en vela y tenso, le entró una especie de sopor, más somnolencia que sueño auténtico, pero tan pesado como él. Inmediatamente soñó que estaba jugando al juego de Y si fuese ciego, soñaba que cerraba y abría los ojos muchas veces, y que, cada vez, como si estuviera regresando de un viaje, lo estaban esperando, firmes e inalteradas, todas las formas y los colores, el mundo tal como lo conocía. Por debajo de esta certidumbre tranquilizadora percibía, no obstante, la agitación sorda de una duda, tal vez se tratase de un sueño engañador, un sueño del que forzosamente despertaría más pronto o más tarde, sin saber, en aquel momento, qué realidad le estaría aguardando. Después, si tal palabra tiene algún sentido aplicada a una quiebra que sólo duró unos instantes, y ya en el estado de media vigilia que va preparando el despertar, pensó seriamente que no está bien mantenerse en una indecisión semejante, me despierto, no me despierto, me despierto, no me despierto, siempre llega un momento en que no hay más remedio que arriesgarse, Qué hago aquí, con estas flores sobre las piernas y los ojos cerrados, que parece que tengo miedo de abrirlos, Qué haces tú ahí, durmiendo, con esas flores sobre las piernas, le preguntaba la mujer.
No había esperado la respuesta. Ostentosamente empezó a recoger los restos del jarrón y a secar el suelo, mientras rezongaba algo, con una irritación que no intentaba siquiera disimular, Bien podrías haberlo hecho tú en vez de tumbarte a la bartola, como si la cosa no fuera contigo. Él no dijo nada, protegía los ojos tras los párpados apretados, súbitamente agitado por un pensamiento, Y si abro los ojos y veo, se preguntaba, dominado todo él por una ansiosa esperanza. La mujer se acercó, vio el pañuelo manchado de sangre, su irritación cedió en un instante, Pobre, qué te ha pasado, preguntaba compadecida mientras desataba el vendaje. Entonces él, con todas sus fuerzas, deseó ver a su mujer arrodillada a sus pies, allí, como sabía que estaba, y después, ya seguro de que no iba a verla, abrió los ojos, Vaya, has despertado al fin, dormilonazo, dijo ella sonriendo. Se hizo un silencio, y él dijo, Estoy ciego, no te veo. La mujer se enfadó, Déjate de bromas estúpidas, hay cosas con las que no se debe bromear, Ojalá fuese una broma, la verdad es que estoy realmente ciego, no veo nada, Por favor, no me asustes, mírame, estoy aquí, la luz está encendida, Sé que estás ahí, te oigo, te toco, supongo que has encendido la luz, pero estoy ciego. Ella rompió a llorar, se agarró a él, No es verdad, dime que no es verdad. Las flores se habían deslizado hasta el suelo, sobre el pañuelo manchado, la sangre volvía a gotear del dedo herido, y él, como si con otras palabras quisiera decir Del mal el menos, murmuró, Lo veo todo blanco, y luego sonrió tristemente. La mujer se sentó a su lado, lo abrazó mucho, lo besó con cuidado en la frente, en la cara, suavemente en los ojos, Verás, eso pasará, no estabas enfermo, nadie se queda ciego así, de un momento para otro, Tal vez, Cuéntame cómo ocurrió todo, qué sentiste, cuándo, dónde, no, aún no, espera, lo primero que hay que hacer es llamar al médico, a un oculista, conoces alguno, No, ni tú ni yo llevamos gafas, Y si te llevase al hospital, Para ojos que no ven, seguro que no hay servicios de urgencia, Tienes razón, lo mejor es que vayamos directamente a un médico, voy a buscar uno en el listín, uno que tenga consulta por aquí. Se levantó, y preguntó aún, Notas alguna diferencia, Ninguna, dijo él, Atención, voy a apagar la luz, ya me dirás, ahora, Nada, Nada qué, Nada, sigo viendo todo igual, blanco todo, para mí es como si no existiera la noche.
Él oía a la mujer pasando rápidamente las hojas de la guía telefónica, sorbiéndose el llanto, suspirando, diciendo al fin, Ése nos irá bien, ojalá nos pueda atender. Marcó un número, preguntó si era el consultorio, si estaba el doctor, si podía hablar con él, No, no, el doctor no me conoce, es un caso muy urgente, sí, por favor, comprendo, entonces se lo diré a usted pero le ruego que avise inmediatamente al doctor, es que mi marido se ha quedado ciego, de repente, sí, sí, tal como se lo digo, de repente, no, no es enfermo del doctor, mi marido no lleva gafas, nunca las llevó, sí, tenía una vista excelente, como yo, yo también veo bien, ah, muchas gracias, esperaré, esperaré, sí, doctor, sí, de repente, dice que lo ve todo blanco, no sé cómo fue, ni tiempo he tenido de preguntárselo, acabo de llegar a casa y lo encuentro así, quiere que le pregunte, ah, cuánto se lo agradezco, doctor, vamos inmediatamente, inmediatamente. El ciego se levantó, Espera, dijo la mujer, déjame que te cure primero ese dedo, desapareció por un momento, volvió con un frasco de agua oxigenada, otro de mercurocromo, algodón y una caja de tiritas. Mientras le curaba el dedo, le preguntó, Dónde has dejado el coche, y, súbitamente, Pero tú así como estás no podías conducir, o ya estabas en casa cuando, No, fue en la calle, cuando estaba parado en un semáforo, alguien me hizo el favor de traerme, el coche se quedó ahí, en la calle de al lado, Bueno, entonces bajaremos, me esperas en la puerta y yo voy a buscarlo, dónde has dejado las llaves, No lo sé, él no me las devolvió, Él, quién, El hombre que me trajo a casa, fue un hombre, Las habrá dejado por ahí, voy a ver, No vale la pena que las busques, el hombre no entró, Pero las llaves han de estar en algún sitio, Seguro que se olvidó de dármelas, las metió en su bolsillo y se las llevó, Lo que faltaba, Coge las tuyas, luego veremos, Bien, vamos, dame la mano. El ciego dijo, Si voy a quedarme así para siempre, me mato, Por favor, no digas disparates, para desgracia basta ya con lo que nos ha ocurrido, Soy yo quien está ciego, no tú, tú no puedes saber lo que es esto, El médico te curará, ya verás, Ya veré.
Salieron. Abajo, en el portal, la mujer encendió la luz y le dijo al oído, Espérame aquí, si aparece algún vecino háblale con naturalidad, dile que me estás esperando, nadie que te vea pensará que estás ciego, no tenemos por qué andar contándoselo a la gente, Sí, pero no tardes. La mujer salió corriendo. Ningún vecino entró ni salió. Por experiencia, el ciego sabía que la escalera sólo estaría iluminada cuando se oyera el mecanismo del contador automático, por eso iba apretando el disparador cada vez que se hacía el silencio. Para él la luz, esta luz, se había convertido en ruido. No entendía por qué la mujer tardaba tanto, la calle estaba allí mismo, a unos ochenta, cien metros, Si nos retrasamos mucho va a marcharse el médico, pensó. No pudo evitar un gesto maquinal, levantar la muñeca izquierda y bajar los ojos para ver la hora. Apretó los labios como si lo traspasara un súbito dolor, y agradeció a la suerte que no hubiera aparecido en aquel momento un vecino, pues allí mismo, a la primera palabra que le dirigiese, se habría deshecho en lágrimas. Un coche se paró en la calle, Al fin, pensó, pero, de inmediato, le pareció raro el ruido del motor, Eso es diesel, es un taxi, dijo, y apretó una vez más el botón de la luz. La mujer acababa de entrar, nerviosa, Tu santo protector, esa alma de Dios, se ha llevado el coche, No puede ser, seguro que no miraste bien, Claro que miré bien, yo no estoy ciega, las últimas palabras le salieron sin querer, Me habías dicho que el coche estaba en la calle de al lado, corrigió, y no está, o quizá lo dejó en otra calle, No, no, fue en ésa, estoy seguro, Pues entonces, ha desaparecido, O sea que las llaves, Aprovechó tu desorientación, la aflicción en que estabas, y nos lo robó, Y yo que no lo dejé que entrara en casa, por miedo, si se hubiera quedado haciéndome compañía hasta que llegases tú, no nos habría robado el coche, Vamos, está esperando el taxi, te juro que daría un año de vida por ver ciego también a ese miserable, No grites tanto, Y que le robaran todo lo que tenga, A lo mejor aparece, Seguro, mañana llama a la puerta y nos dice que fue una distracción, nos pedirá disculpas, y preguntará si te encuentras mejor.
Se quedaron en silencio hasta llegar al consultorio del médico. Ella intentaba apartar del pensamiento el robo del coche, apretaba cariñosamente las manos del marido entre las suyas, mientras él, con la cabeza baja para que el taxista no pudiera verle los ojos por el retrovisor, no dejaba de preguntarse cómo era posible que aquella desgracia le ocurriera precisamente a él, Por qué a mí. A los oídos le llegaba el rumor del tráfico, una u otra voz más alta cuando se detenía el taxi, también ocurre a veces, estamos dormidos, y los ruidos exteriores van traspasando el velo de la inconsciencia en que aún estamos envueltos, como en una sábana blanca. Como una sábana blanca. Movió la cabeza suspirando, la mujer le tocó levemente la cara, era como si le dijese, Tranquilo, estoy aquí, y él dejó que su cabeza cayera sobre el hombro de ella, no le importó lo que pudiera pensar el taxista, Si tú estuvieras como yo, no podrías conducir, dedujo infantilmente, y, sin reparar en lo absurdo del enunciado, se congratuló por haber sido capaz, en medio de su desesperación, de formular un razonamiento lógico. Al salir del taxi, discretamente ayudado por la mujer, parecía tranquilo, pero, a la entrada del consultorio, donde iba a conocer su suerte, le preguntó en un murmullo estremecido, Cómo estaré cuando salga de aquí, y movió la cabeza como quien ya nada espera.
La mujer explicó a la recepcionista que era la persona que había llamado hacía media hora por la ceguera del marido, y ella los hizo pasar a una salita donde esperaban otros enfermos. Estaban un viejo con una venda negra cubriéndole un ojo, un niño que parecía estrábico y que iba acompañado por una mujer que debía de ser la madre, una joven de gafas oscuras, otras dos personas sin particulares señales a la vista, pero ningún ciego, los ciegos no van al oftalmólogo. La mujer condujo al marido hasta una silla libre y, como no quedaba otro asiento, se quedó de pie a su lado, Vamos a tener que esperar, le murmuró al oído. Él se había dado cuenta ya, porque había oído hablar a los que aguardaban, ahora lo atormentaba una preocupación diferente, pensaba que cuanto más tardase el médico en examinarlo, más profunda se iría haciendo su ceguera, y por lo tanto incurable, sin remedio. Se removió en la silla, inquieto, iba a comunicar sus temores a la mujer, pero en aquel momento se abrió la puerta y la enfermera dijo, Pasen ustedes, por favor, y, dirigiéndose a los otros, Es orden del doctor, es un caso urgente. La madre del chico estrábico protestó, el derecho es el derecho, ellos estaban primero y llevaban más de una hora esperando. Los otros enfermos la apoyaron en voz baja, pero ninguno, ni ella misma, encontraron prudente seguir insistiendo en su reclamación, no fuera a enfadarse el médico y les hiciera pagar luego la impertinencia haciéndolos esperar aún más, que casos así se han visto. El viejo del ojo vendado fue magnánimo, Déjenlo, pobre hombre, que está bastante peor que cualquiera de nosotros. El ciego no lo oyó, estaban entrando ya en el despacho del médico, y la mujer decía, Gracias, doctor, es que mi marido, y se quedó cortada, en realidad no sabía lo que había ocurrido realmente, sabía sólo que su marido estaba ciego y que les habían robado el coche. El médico dijo, Siéntense, por favor, y él personalmente ayudó al enfermo a acomodarse, y luego, tocándole la mano, le habló directamente, A ver, cuénteme lo que le ha pasado. El ciego explicó que estaba en el coche, esperando que el semáforo se pusiera en verde, y que de pronto se había quedado sin ver, que había acudido gente a ayudarle, que una mujer mayor, por la voz debía de serlo, dijo que aquello podían ser nervios, y que después lo acompañó un hombre hasta casa, porque él solo no podía valerse, Lo veo todo blanco, doctor. No habló del robo del coche.
El médico le preguntó, Nunca le había ocurrido nada así, quiero decir, lo de ahora, o algo parecido, Nunca, doctor, ni siquiera llevo gafas, Y dice que fue de repente, Sí, doctor, Como una luz que se apaga, Más bien como una luz que se enciende, Había notado diferencias en la vista estos días pasados, No, doctor, Y hubo algún caso de ceguera en su familia, No, doctor, en los parientes que he conocido o de los que oí hablar, nadie, Sufre diabetes, No, doctor, Y sífilis, No, doctor, Hipertensión arterial o intracraneana, Intracraneana, no sé, de la otra sé que no, en la empresa nos hacen reconocimientos, Se dio algún golpe fuerte en la cabeza, hoy o ayer, No, doctor, Cuántos años tiene, Treinta y ocho, Bueno, vamos a ver esos ojos. El ciego los abrió mucho, como para facilitar el examen, pero el médico lo cogió por el brazo y lo colocó detrás de un aparato que alguien con imaginación tomaría por un nuevo modelo de confesionario en el que los ojos hubieran sustituido a las palabras, con el confesor mirando directamente el interior del alma del pecador. Apoye la barbilla aquí, recomendó, y mantenga los ojos bien abiertos, no se mueva. La mujer se acercó al marido, le puso la mano en el hombro, dijo, Verás cómo todo se arregla. El médico subió y bajó el sistema binocular de su lado, hizo girar tornillos de paso finísimo, y empezó el examen. No encontró nada en la córnea, nada en la esclerótica, nada en el iris, nada en la retina, nada en el cristalino, nada en el nervio óptico, nada en ninguna parte. Se apartó del aparato, se frotó los ojos, luego volvió a iniciar el examen desde el principio, sin hablar, y cuando terminó, de nuevo mostraba en su rostro una expresión perpleja, No le encuentro ninguna lesión, tiene los ojos perfectos. La mujer juntó las manos en un gesto de alegría, y exclamó, Ya te lo dije, ya te dije que todo se iba a resolver. Sin hacerle caso, el ciego preguntó, Puedo sacar la barbilla de aquí, doctor, Claro que sí, perdone, Si, como dice, mis ojos están perfectos, por qué estoy ciego, Por ahora no sé decírselo, vamos a tener que hacer exámenes más minuciosos, análisis, ecografía, encefalograma, Cree que esto tiene algo que ver con el cerebro, Es una posibilidad, pero no lo creo, Sin embargo, doctor, dice usted que en mis ojos no encuentra nada malo, Así es, no veo nada, No entiendo, Lo que quiero decir es que si usted está de hecho ciego, su ceguera, en este momento, resulta inexplicable, Duda acaso de que yo esté ciego, No, hombre, no, el problema es la rareza del caso, personalmente, en toda mi vida de médico, nunca vi un caso igual, y me atrevería incluso a decir que no se ha visto en toda la historia de la oftalmología, Y cree usted que tengo cura, En principio, dado que no encuentro lesión alguna ni malformaciones congénitas, mi respuesta tendría que ser afirmativa, Pero, por lo visto, no lo es, Sólo por prudencia, sólo porque no quiero darle esperanzas que podrían luego resultar carentes de fundamento, Comprendo, Es así, Y tengo que seguir algún tratamiento, tomar alguna medicina, Por ahora no voy a recetarle nada, sería recetar a ciegas, Ésa es una observación apropiada, observó el ciego. El médico hizo como si no hubiera oído, se apartó del taburete giratorio en el que se había sentado para efectuar la observación y, de pie, escribió en una hoja de receta los exámenes y análisis que consideraba necesarios. Le entregó el papel a la mujer, Aquí tiene, señora, vuelva con su marido cuando tengan los resultados, y si mientras tanto hay algún cambio, llámeme, La consulta, doctor, Páguenla a la salida, a la enfermera. Los acompañó hasta la puerta, musitó una frase dándoles confianza, algo como Vamos a ver, vamos a ver, es necesario no desesperar, y, cuando se encontró de nuevo solo, entró en el pequeño cuarto de baño anejo y se quedó mirándose al espejo durante un minuto largo, Qué será eso, murmuró. Luego volvió a la sala de consulta, llamó a la enfermera, Que entre el siguiente.