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Authors: José Saramago

Ensayo sobre la ceguera (30 page)

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
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La mujer del médico puso en la mesa un poco de la comida que quedaba, después los ayudó a sentarse, dijo, Masticad despacio, ayuda a engañar al estómago. El perro de las lágrimas no vino a pedir comida, estaba habituado a ayunar, además, habrá pensado que no tenía derecho, después del banquete de la mañana, a quitar, por poca que fuese, la comida de la boca a la mujer que había llorado, los otros no parecían tener para él mucha importancia. En medio de la mesa, el candil de tres picos esperaba que la mujer del médico diera la explicación que había prometido, ocurrió al final, cuando ya acababan de comer, Dame tus manos, dijo ella al niño estrábico, luego se las guió lentamente mientras iba diciendo, Esto es la base, redonda, como ves, y esto es la columna que sostiene la parte superior, que es el depósito de aceite, aquí, cuidado no te quemes, están los picos, uno, dos, tres, de ellos salen las mechas, unas tiritas de paño retorcido que chupan el aceite de dentro, se les acerca una cerilla y arden hasta que el aceite se acaba, son unas lucecillas débiles, pero lo suficiente para que podamos ver, Yo no veo, Un día verás, ese día te regalaré el candil, De qué color es, Has visto alguna vez una cosa de latón, No sé, no me acuerdo qué es latón, El latón es amarillo, Ah. El niño estrábico reflexionó un poco, Ahora va a preguntar por su madre, pensó la mujer del médico, pero se equivocaba, el chiquillo sólo dijo que quería agua, tenía mucha sed, Tendrás que esperar hasta mañana, no tenemos agua en casa, en ese mismo momento recordó que sí, que había agua, unos cinco litros o más de preciosa agua, el contenido intacto de la cisterna del retrete, no podía ser peor que la que bebieron durante la cuarentena. Ciega en la oscuridad, fue al cuarto de baño, a tientas levantó la tapa de la cisterna, no podía ver si realmente había agua, la había, se lo dijeron los dedos, buscó un vaso, lo sumergió, lo llenó con todo cuidado, la civilización había regresado a sus primitivas fuentes de sumersión. Cuando entró en la sala, todos seguían sentados en su sitio. Las llamas iluminaban los rostros, dirigidos hacia ellas, era como si el candil estuviese diciéndoles, Estoy aquí, vedme, aprovechaos, que esta luz no va a durar siempre. La mujer del médico acercó el vaso a los labios del niño estrábico, dijo, Aquí tienes agua, bebe lentamente, lentamente, saboréala, un vaso de agua es una maravilla, no hablaba para él, no hablaba para nadie, simplemente comunicaba al mundo la maravilla que es un vaso de agua, Dónde la has encontrado, es agua de lluvia, preguntó el marido, No, es de la cisterna, Y no teníamos un garrafón de agua cuando nos fuimos, preguntó él de nuevo, la mujer exclamó, Sí, es verdad, cómo no se me ha ocurrido, un garrafón, que estaba a medias y otro que ni lo habíamos empezado, qué alegría, no bebas, no bebas más, esto se lo decía al niño, vamos todos a beber agua pura. Se llevó esta vez el candil y fue a la cocina, volvió con la garrafa, la luz entraba por el plástico y hacía centellear la joya que tenía dentro. Colocó el recipiente en la mesa, fue a por vasos, los mejores que tenían, de cristal finísimo, luego, lentamente, como si estuviese oficiando un rito, los llenó. Al fin, dijo, Bebamos. Las manos ciegas buscaron y encontraron los vasos, los alzaron temblando, Bebamos, repitió la mujer del médico. En el centro de la mesa el candil era como un sol rodeado de astros brillantes. Cuando posaron los vasos, la chica de las gafas oscuras y el viejo de la venda negra estaban llorando.

Fue una noche inquieta. Vagos al principio, imprecisos, los sueños iban de durmiente en durmiente, cogían de aquí y de allá, se llevaban consigo nuevas memorias, nuevos secretos, nuevos deseos, por eso los dormidos suspiraban y murmuraban, Este sueño no es mío, decían, pero el sueño respondía, No conoces aún tus sueños, fue así como la chica de las gafas oscuras se enteró de quién era el viejo de la venda negra que dormía a dos pasos, y así también creyó él saber quién era ella, sólo lo creyó, porque no basta con que los sueños sean recíprocos para que sean iguales. Empezó a llover cuando clareaba la mañana. El viento lanzó contra las ventanas un aguacero que resonó como mil latigazos. La mujer del médico se despertó, abrió los ojos y murmuró, Cómo llueve, luego volvió a cerrarlos, en el dormitorio seguía siendo noche profunda, podía dormir. No llegó a estar así ni un minuto, despertó abruptamente con la idea de que tenía algo que hacer, pero sin comprender qué era, la lluvia estaba diciéndole, Levántate, qué querría la lluvia. Despacio, para no despertar al marido, salió del cuarto, atravesó la sala de estar, se detuvo un instante para mirar a los que dormían en los sofás, luego siguió por el pasillo hasta la cocina, sobre esta parte de la casa caía la lluvia aún con más fuerza, empujada por el viento. Con la manga de la bata limpió los cristales empañados de la puerta y miró hacia fuera. El cielo era, todo él, una sola nube, la lluvia caía en torrentes. En el suelo de la terraza, amontonadas, estaban las ropas sucias que se habían quitado, estaba la bolsa de plástico con los zapatos que había que lavar. Lavar. El último velo del sueño se abrió súbitamente, era eso lo que tenía que hacer. Abrió la puerta, dio un paso, de inmediato la lluvia la empapó de la cabeza a los pies como si estuviese bajo una cascada. Tengo que aprovechar esta agua, pensó. Volvió a entrar en la cocina y, evitando en lo posible cualquier ruido empezó a reunir lebrillos, cazos, palanganas, todo lo que pudiera recoger un poco de esta lluvia que caía del cielo a cántaros, en cortinas que el viento hacía oscilar, que el viento iba empujando sobre los tejados de la ciudad como una inmensa y rumorosa escoba. Los sacó, disponiéndolos a lo largo de la terraza, ahora tendría agua para lavar aquellas ropas inmundas, los zapatos asquerosos. Que no escampe, que no pare esta lluvia, murmuraba mientras buscaba en la cocina jabón, detergentes, estropajos, todo lo que sirviese para limpiar un poco esta suciedad insoportable del alma. Del cuerpo, dijo, como para corregir el metafísico pensamiento, después añadió, Es igual. Entonces, como si sólo ésa pudiese ser la conclusión inevitable, la conciliación armónica entre lo que había dicho y lo que había pensado, se quitó de golpe la bata mojada, y, desnuda, recibiendo en el cuerpo unas veces la caricia, otras veces los latigazos de la lluvia, empezó a lavar la ropa al tiempo que se lavaba a sí misma. El ruido de las aguas que la rodeaba le impidió darse cuenta de que ya no estaba sola. En la puerta de la terraza habían aparecido la chica de las gafas oscuras y la mujer del primer ciego, qué presentimientos, qué intuiciones, qué voces interiores las habían despertado es algo que no se sabe, tampoco se sabe cómo consiguieron encontrar el camino hasta aquí, no vale la pena buscar ahora explicaciones, las conjeturas son libres. Ayudadme, dijo la mujer del médico cuando las vio, Cómo, si no vemos, preguntó la mujer del primer ciego, Quitaos la ropa que lleváis puesta, cuanta menos tengamos que secar después, mejor, Pero nosotras no vemos, repitió la mujer del primer ciego, Es igual, dijo la chica de las gafas oscuras, haremos lo que podamos, Y yo acabaré después, dijo la mujer del médico, limpiaré lo que haya quedado sucio, y ahora, a trabajar, vamos, somos la única mujer con dos ojos y seis manos que hay en el mundo. Tal vez en la casa de enfrente, detrás de aquellas ventanas cerradas, algunos ciegos, hombres y mujeres, en vela por la violencia de los golpes de agua, con la cara apoyada en los fríos cristales, recubriendo con el vaho de la respiración el vaho de la noche, recuerden el tiempo en que así, tal como ahora están, veían caer la lluvia del cielo. No pueden imaginar que tienen tan cerca a tres mujeres desnudas, desnudas como vinieron al mundo, parecen locas, deben de estar locas, personas en su sano juicio no se ponen a lavar en la terraza, expuestas a los reparos de la vecindad, y menos aún así, qué importa que estemos todos ciegos, son cosas que no se deben hacer, santo Dios, cómo resbala el agua por ellas, cómo se escurre entre los senos, cómo se demora y pierde en la oscuridad del pubis, cómo, en fin, baña y envuelve los muslos, tal vez hayamos pensado mal de ellas injustamente, tal vez no seamos capaces de ver lo más bello y más glorioso que haya acontecido alguna vez en la historia de la ciudad, cae del suelo de la terraza una cascada de espuma, ojalá yo pudiera ir con ella, cayendo interminablemente, limpio, purificado, desnudo. Sólo Dios nos ve, dijo la mujer del primer ciego, que a pesar de los desengaños y de las contrariedades mantiene firme la creencia de que Dios no es ciego, a lo que respondió la mujer del médico, Ni siquiera él, el cielo está cubierto, sólo yo puedo veros, Estoy fea, preguntó la chica de las gafas oscuras, Estás flaca y sucia, fea no lo serás nunca, Y yo, preguntó la mujer del primer ciego, Sucia y flaca como ella, no tan guapa, pero más que yo, Tú eres guapa, dijo la chica de las gafas oscuras, Cómo puedes saberlo, si nunca me viste, Soñé dos veces contigo, Cuándo, La segunda fue esta noche, Estabas soñando con la casa porque te sentías segura y tranquila, es natural, después de todo lo que hemos pasado, en tu sueño yo era la casa, y como, para verme, tenías que ponerme cara, la inventaste, Yo también te veo guapa, y nunca he soñado contigo, dijo la mujer del primer ciego, Eso viene a demostrar que la ceguera es la providencia de los feos, Tú no eres fea, No, realmente no lo soy, pero la edad, Cuántos años tienes, preguntó la chica de las gafas oscuras, Me acerco a los cincuenta, Como mi madre, Y ella, Ella, qué, Sigue siendo guapa, Lo era más antes, Es lo que nos pasa a todos, siempre hemos sido más alguna vez, Tú nunca lo has sido tanto, dijo la mujer del primer ciego. Las palabras son así, disimulan mucho, se van juntando unas con otras, parece como si no supieran a dónde quieren ir, y, de pronto, por culpa de dos o tres, o cuatro que salen de repente, simples en sí mismas, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un adjetivo, y ya tenemos ahí la conmoción ascendiendo irresistiblemente a la superficie de la piel y de los ojos, rompiendo la compostura de los sentimientos, a veces son los nervios que no pueden aguantar más, han soportado mucho, lo soportaron todo, era como si llevasen una armadura, decimos, La mujer del médico tiene nervios de acero, y resulta que también la mujer del médico está deshecha en lágrimas por obra de un pronombre personal, de un adverbio, de un verbo, de un adjetivo, meras categorías gramaticales, meros designativos, como lo están igualmente las dos mujeres, las otras, pronombres indefinidos, también ellos llorosos, que se abrazan a la de la oración completa, tres gracias desnudas bajo la lluvia que cae. Son momentos que no pueden durar eternamente, hace más de una hora que estas mujeres están aquí, ya deben sentir frío, Tengo frío ha dicho la chica de las gafas oscuras. Por la ropa ya no se puede hacer más, los zapatos están de lo más limpios, ahora es el momento de que se laven estas mujeres, se enjabonen el pelo y la espalda unas a otras, se ríen como sólo reían las niñas que jugaban a la gallina ciega en el jardín, en el tiempo en que no eran ciegas. Ha amanecido el día, el primer sol todavía acecha por encima del hombro del mundo antes de esconderse otra vez tras las nubes. Sigue lloviendo, pero con menos fuerza. Las lavanderas entraron en la cocina, se secaron y se frotaron con las toallas que la mujer del médico trajo del armario del cuarto de baño, la piel les huele tanto a detergente que el olor aturde, pero así es la vida, quien no tiene can caza con gato, el jabón se deshizo en un abrir y cerrar de ojos, aun así en esta casa parece que
hay de todo, o será que saben hacer buen uso de lo que tienen, al fin se vistieron, el paraíso era allá fuera, en la terraza, la bata de la mujer está empapada, pero ella se puso un vestido de ramajes y flores, que llevaba años sin ponerse y que la convirtió en la más bonita de las tres.

Cuando entraron en la sala de estar, la mujer del médico vio que el viejo de la venda negra estaba sentado en el sofá donde había dormido. Tenía la cabeza entre las manos, los dedos enredados en el pelo blanco que aún le puebla las sienes y la nuca, está inmóvil, tenso, como si quisiera retener los pensamientos o, al contrario, impedirles que sigan pensando. Las oyó entrar, sabía de dónde venían, qué habían estado haciendo, cómo habían estado desnudas, y si sabía tanto no era porque de repente recuperara la vista y paso a paso hubiera ido, como los otros viejos, a espiar no a una susana en el baño, sino a tres, ciego estaba, ciego sigue, sólo se había asomado a la puerta de la cocina y desde allí oyó lo que decían en la terraza, las risas, el rumor de la lluvia y los golpes del agua, respiró el olor a jabón, luego se volvió a su sofá, para pensar que aún existía vida en el mundo, para preguntarse si alguna parte de esta vida sería para él. La mujer del médico dijo, Las mujeres ya están limpias, ahora les toca a los hombres, y el viejo de la venda negra preguntó, Llueve todavía, Sí llueve, y hay agua en los recipientes de la terraza, Entonces prefiero lavarme en el cuarto de baño, en la pila, pronunciaba la palabra como si estuviera presentando su certificado de nacimiento, como si explicase, Soy del tiempo en que no se decía bañera, sino pila, y añadió, Si no te importa, claro, no quiero ensuciarte la casa, prometo no encharcarte el suelo, en fin, haré lo posible, En ese caso te llevaré los lebrillos al cuarto de baño, Te ayudo, Puedo llevarlos sola, Para algo podré servir, digo yo, no estoy inválido, Ven, entonces. En la terraza, la mujer del médico eligió un lebrillo casi rebosante, Agárralo de ahí, le dijo al viejo de la venda negra guiándole las manos, Ahora, levantaron el recipiente a pulso, Menos mal que me has ayudado, yo sola no podría, Conoces el proverbio, Qué proverbio, El trabajo del viejo es poco, pero quien lo desprecia es loco, Ese refrán no es así, Lo sé, donde dije viejo, es niño, donde dije desprecia, dice desdeña, pero los proverbios, si quieren seguir diciendo lo mismo porque es necesario decirlo, hay que adaptarlos a los tiempos, Eres un filósofo, Qué idea, sólo soy un viejo. Echaron el agua en la bañera, luego la mujer del médico abrió un cajón, recordando que tenía una pastilla de jabón sin estrenar. Se la puso en la mano al viejo de la venda negra, Vas a oler a gloria, mejor que nosotras, gasta todo el jabón que quieras, no te preocupes, faltará comida pero jabón hay de sobra por esos supermercados, Gracias, Ten cuidado, no te resbales, si quieres llamo a mi marido para que venga a ayudarte, No, prefiero lavarme solo, Como quieras, y aquí tienes, fíjate, dame la mano, una maquinilla de afeitar y una brocha, por si quieres raparte esas barbas, Gracias. La mujer del médico salió. El viejo de la venda negra se quitó el pijama que le había tocado en suerte en la distribución de la ropa, luego, con mucho cuidado, entró en la bañera. El agua estaba fría y era poca, no llegaba a tener un palmo de profundidad, qué diferencia entre recibirla viva, cayendo del cielo a chorros, riendo como las tres mujeres, y este chapotear triste. Se arrodilló en el fondo de la bañera, aspiró hondo, con las manos en concha se echó al pecho el primer golpe de agua, que casi le cortó la respiración. Se mojó entero rápidamente para no tener tiempo de estremecerse, luego, por orden, con método, empezó a enjabonarse, a frotarse enérgicamente, partiendo de los hombros, brazos, pecho y abdomen, el pubis, el sexo, la entrepierna, Estoy peor que un animal, pensó, después los muslos flacos, hasta la corteza de suciedad que calzaba sus pies. Dejó quieta la espuma para que la acción de la limpieza fuese más prolongada, y dijo, Tengo que lavarme la cabeza, y se llevó las manos atrás para desatar la venda, También necesitas un buen baño, se desprendió del parche y lo sumergió en el agua, ahora sentía el cuerpo caliente, mojó y se enjabonó el pelo, era un hombre de espuma, blanco en medio de una inmensa ceguera blanca donde nadie lo podría encontrar. Si lo pensó se engañaba, en ese momento sintió que unas manos le tocaban la espalda, recogían la espuma de los brazos, del pecho también, y luego se la dispersaban por la espalda, suavemente, lentamente, como si, no pudiendo ver lo que hacían, tuviesen que prestar más atención al trabajo. Quiso preguntar, Quién eres, pero se le trabó la lengua, no fue capaz, ahora sentía el cuerpo estremecido, no de frío, las manos seguían lavándolo suavemente, la mujer no dijo Soy la del médico, soy la del primer ciego, soy la chica de las gafas oscuras, las manos acabaron su obra, se retiraron, se oyó en el silencio el leve ruido de la puerta del cuarto de baño al cerrarse, el viejo de la venda negra se quedó solo, arrodillado en la bañera como si estuviera implorando una misericordia, temblando, temblando, Quién habría sido, se preguntaba, la razón le decía que sólo podría haber sido la mujer del médico, ella es la que ve, ella es la que nos ha protegido, cuidado y alimentado, no sería de extrañar que hubiera tenido también esta discreta atención, eso era lo que la razón le decía, pero él no creía en la razón. Continuaba temblando, no sabía si por la conmoción o por el frío. Buscó la venda en el fondo de la bañera, la frotó con fuerza, la escurrió, se la puso y la ató, con el ojo tapado se sentía menos desnudo. Cuando entró en la sala de estar, seco, oliendo a jabón, la mujer del médico, dijo, Ya tenemos un hombre limpio y afeitado, y luego, en el tono de quien acaba de recordar algo que debería haber hecho y no hizo, Te quedaste con la espalda por lavar, qué pena. El viejo de la venda negra no respondió, sólo pensó que había tenido razón al no creer en la razón.

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