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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (22 page)

BOOK: Entra en mi vida
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Salió de detrás del mostrador. Vestía bastante clásica, en tonos mostaza. Falda hasta la rodilla, rebeca larga, unos tacones que le torneaban las pantorrillas y un pañuelo de seda de Loewe al cuello. Parecía que iba disfrazada de mayor.

—¡Mamá! —le dijo a la señora disfrazada de joven—. ¿Recuerdas unas carteras de piel de cocodrilo que tuvimos hace unos años?…

—Voy a tomarme un café —dijo la madre como respuesta.

—Lo siento, hace unos años estaba en el colegio, venía poco por la tienda. Podría preguntárselo a mi abuela. Ella —dijo sonriendo— no olvida absolutamente nada, lo controla todo.

¿Estaban las piezas encajando? Me quedé tan paralizada que la chica se desentendió de mí y fue hacia otros clientes dejando al paso un perfume muy agradable. Una abuela, una hija y una nieta muy unidas. Tener abuela no era extraño, yo también tenía una, pero no formábamos una comunidad.

Me quedé observándola desde fuera, por el escaparate, atravesando estanterías de zapatos y bolsos extraordinarios, reflejos de cuero y de remaches dorados. ¿Podría ser ella? El sol me calentaba la espalda. Me ablandaba, me deshacía. ¡Dios santo! Si fuese Laura, mamá lo sabría hacía mucho. Al fin y al cabo yo estaba siguiendo sus pasos y descubriendo lo que ella ya habría descubierto antes. Eché a andar en dirección norte sin un objetivo fijo. Pasé por un pub cafetería donde se veía a la señora disfrazada de joven llevándose una taza a los labios despacio. El camarero hablaba con ella.

• • •

No sabía qué hacer con lo que parecía que había descubierto. Podría ser ella, y si era ella ya no tendría que buscar certificados de defunción, ni tendría que indagar en el cementerio. Si fuese ella, habría pegado un salto astronómico hacia la verdad. Como si casi hubiese volado desde casa hasta la tienda, como si unos cuantos ángeles o águilas me hubiesen trasladado en sus alas hasta la peletería. Si me hubiera fijado antes en la cartera en sí y me hubiese preguntado por el sentido de este objeto fuera de lugar en nuestra casa, me habría ahorrado muchos viajes. Pero este objeto, traído del planeta de los tormentos de mi madre, lo había estado viendo desde los diez años. Saber que estaba escondido entre la manta era tan normal como ver el joyero sobre la cómoda o las flores de tela en el cuarto de baño. Era tan normal como ir a la playa y ver el mar. Tan normal como que pasan coches por la calle o que sale el sol por las mañanas. Sin embargo, mi madre tuvo que recorrer un vía crucis hasta encontrar esta tienda, la pista quizá definitiva. Se pondría tan nerviosa al dar con ella que compró la cartera por comprar algo, por poder quedarse todo el tiempo que quisiera, por poder hablar. En ese momento le daría todo igual y el dinero le daría igual. Aunque había que tener en cuenta que el recorrido que yo estaba haciendo era el que mi madre había hecho antes y que me guiaba por sus señales. Y que si ella se equivocó yo también me equivocaba.

La pregunta era si me lo jugaba todo a esta carta. La tienda era la carta más segura y no podía aguantar hasta la noche para hablar con mi padre, así que desanduve el trayecto recorrido hacia el metro, camino de un restaurante del que mi padre hablaba a menudo porque tenía un menú de mediodía extraordinario. Y a pesar de que la emoción me había cerrado el estómago y no me cabía ni una cucharada de sopa, le dejaría que me invitara.

El taxi estaba aparcado en la puerta. Era un Audi. Y si no estaba de servicio lo dejaba con las puertas abiertas en el garaje para que se secara la tapicería y las alfombrillas, porque no soportaba ninguna mancha ni mal olor. Más que un coche era una armadura, y ahora, al verla en la calle tan reluciente, me alegraba no haber hecho el viaje en balde.

Era uno de esos restaurantes en los que apetece entrar. Con una puerta pequeña de madera y la carta en una hornacina pintada de verde. Me tranquilizaba saber que papá comía bien y que seguía con sus costumbres. Cuanto menos descompusiéramos nuestra vida menos tardaríamos en recomponerla.

Había que bordear una barra desde la que se veían los gorros blancos de las cocineras hasta entrar en un comedor muy agradable con pocas mesas. En ninguna estaba mi padre. Y me encontraba tan obcecada buscándole que tardé unos segundos en distinguir a Ana junto a la pared. Examinaba la carta muy seria, la sostenía entre los anillos de oro. Llevaba uno en cada meñique y en cada anular. Otras manos resultarían recargadas, pero las suyas lo soportaban todo y no perdían su ligereza de palomas.

Tenía dos posibilidades, acercarme o salir corriendo. Era incómodo para mí que mi padre y Ana quedasen para comer en un restaurante tan acogedor mientras la mujer de él y amiga de ella estaba en el hospital. Y sería muy incómodo para ellos que yo apareciese de improviso. Nadie podría creerse que era casual, que no tenía ningún interés en sorprenderles. Tampoco yo me creería que ellos se habían encontrado por las buenas. Si me marchaba, a las dudas que ya tenía se agregarían otras y serían demasiadas.

Un camarero pasó corriendo a mi lado con una bandeja llena de vasos. Seguramente mi padre quería hablar de la gravedad de mi madre con alguien sin tener que mortificar a sus hijos. Pero ni aun así me decidía a avanzar. Poco a poco, a pasos cortos, me fui situando en un rincón. Mi padre volvió a la mesa pasándose las manos por el pelo en ese gesto tan suyo después de lavarse las manos. A ella le cambió el gesto a sonriente y se levantó también camino del baño sin nada en las manos. Entonces automáticamente me puse en movimiento.

Mi padre me vio sentarme en el sitio de Ana con la boca abierta.

—Papá, ahora hablamos —dije mientras abría el bolso de Ana ante sus narices.

Mi padre trataba de entender qué estaba haciendo. Yo buscaba la foto de Laura. Si en efecto la había robado, podría llevarla en el bolso.

—Deja eso ahora mismo —dijo mi padre.

Yo, de vez en cuando, levantaba la vista hacia los baños. Sabía que si ella me pillaba todo sería horrible. Me arriesgué al límite, lo escudriñé lo mejor que pude y volví a dejarlo. Y automáticamente me levanté.

—Esta noche hablamos. No le digas nada a Ana —dije y salí corriendo.

Me quedé en el rincón viéndola salir del baño, llegar a la mesa y pasarle a mi padre la mano por el hombro. Mi padre miró la mano sin saber qué sentir. Era lento para todo. Luego se sentó y recolocó el bolso exactamente como ella lo había colgado en el respaldo de la silla, dejándome la duda de si no habría estado observándome.

• • •

Por la noche, era de esperar, mi padre abrió la puerta y se quitó la chaqueta bastante serio. Descongelé unos canelones que quedaban del día en que me lié a hacer comida para no pensar en Mateo y, mientras ponía la mesa, se abrió una cerveza. Esperábamos que fuese el otro quien rompiese el hielo.

—Jamás me imaginé encontrarme allí a Ana.

Mi padre no contestó. Se tomó otro trago.

—Necesitaba contarte urgentemente lo que he descubierto y recordé el restaurante donde te gusta comer.

Me escuchaba tan vagamente como al sonido de fondo de la radio.

—Y fue un alivio no encontrarme en su bolso la foto de Laura que falta de la cartera de cocodrilo.

Por primera vez me miró directamente. Más que serio estaba triste.

—Van a enviar a casa a mamá. Me lo han dicho hoy los médicos —dijo.

Solté los cubiertos sobre la mesa, sonó a cataclismo.

—No creen conveniente operarla. No se atreven. Por lo menos aquí estará en su casa, con nosotros.

Asentí con la cabeza. Tenía el hueso de melocotón en la garganta. Si no lloraba los ojos me iban a reventar. Y de cara al microondas dejé que me salieran unas cuantas lágrimas para aliviar el pantano de las lágrimas, que se desbordaría cuando estuviese sola.

—Ana dice que podría consultarle a alguien más. Conoce a mucha gente. Va a hacer un par de gestiones y me llamará.

Mi padre se encargó de repartir los canelones.

—Seguro que no has comido —dijo sirviéndome la mayor parte.

Yo no podía protestar, no podía hablar. Tragué como pude unos cuantos trozos, que tuvieron que luchar con el hueso de melocotón.

—Saldremos adelante —dijo—. Betty es muy fuerte.

Antes era fuerte, ahora no lo era. Ahora estaba hecha de hilos y yo no sabía si sería capaz de cuidarla bien.

—En cuanto se encuentre en su cama empezará a animarse.

Tuve que ir al cuarto de baño, orinar y respirar hondo varias veces para volver y poder preguntar muy despacio:

—¿Sabe mamá que han renunciado a operarla?

—Los médicos y yo le hemos dicho que van a probar con otro tratamiento en casa.

—¿Y?

—Ha dicho que yo tengo que trabajar y que tú no puedes perder el curso, que tenemos que pensar en algo.

Dejó caer la cabeza hacia abajo como si le estorbara.

—Le diré que he cambiado el turno y que los compañeros me pasan los apuntes.

—Bien —dijo.

• • •

Limpié el cuarto de arriba abajo. Los armarios por dentro, el papel de las paredes, las ventanas, las lámparas, y puse las sábanas que más le gustaban. Preparé su camisón preferido. Y compré flores nuevas de todas las clases. Podía comer de todo dentro de unos límites y elaboré una lista con un menú para cada día, aunque sospechaba que no sería fácil hacerle comer. La trajeron en una ambulancia y de la camilla pasó a la cama. Le pusieron un gotero con la medicación y me enseñaron a cambiársela. Todos representaban el papel de la alegría.

—Vaya hija que tienes, Betty, así da gusto.

—A estas jóvenes no hace falta casi explicarles las cosas, las pillan rápido.

—Ahora con tu hija estarás de maravilla, Betty, y no con unas brujas como nosotras.

Y cosas por el estilo.

Les habría pedido de rodillas que no se marcharan nunca, que se quedaran animándonos día y noche.

• • •

También le compré toneladas de revistas de todas las clases, moda, decoración, corazón, jardinería. Instalamos un televisor frente a la cama y, después de comer, me tumbaba con ella para ver el telediario juntas y luego me iba a trabajar aunque ella creía que tenía clase. Mi padre se había cogido media jornada y nos turnábamos. Un par de veces había salido en el turno de noche para recuperar la economía y, a mí no me engañaba, para aturdirse, y más o menos por lo mismo salía yo a trabajar todas las tardes y al mercado cada dos por tres. Cualquier novedad era bienvenida y era de agradecer que Ana, después de que le registrara el bolso, no se hubiese ofendido y viniera a visitar a mamá, porque algo me decía —íntimamente sabía— que Ana me había visto en el restaurante: tardó demasiado en salir para ni siquiera pintarse los labios, y regresó inmediatamente después de que yo me despegara de la mesa. Por supuesto a mi padre no le diría nada, no querría incomodarle, ni ser ella el reflejo de algo desagradable, Ana quería caerle bien, y quizá gustarle no sólo como amiga de Betty. Pero ahora mi padre no se daba cuenta de nada, se sentía abrumado y una víctima de la vida. Lo único que deseaba de Ana era que llegara con buenas noticias de sus amistades. Aún tenía la esperanza de que apareciese un médico que milagrosamente le viera posibilidades a su mujer.

La quinta tarde de estar en casa, cuando iba a tumbarme para ver el telediario con ella, mamá se incorporó lo que pudo y me pidió algo que me estaba temiendo que en algún momento me pediría.

—Verónica —dijo señalando el armario—. En la última balda está doblada la manta verde claro de cuando eras pequeña. Sácala con cuidado porque dentro hay una cartera de piel de cocodrilo. Tráemela.

Si alguna vez llegaba a ser madre, procuraría no estar tan ciega respecto a mis hijos. Procuraría acordarme de este momento y de todos los años en que supe que existía la foto de Laura. No podía consentir que se enterara de la desaparición de la foto, así que le dije que ahora no tenía tiempo.

—La bajaré cuando vuelva. Ahora tienes todas esas revistas y novelas —dije.

El problema era mi padre. Si le pedía la cartera, él ni siquiera se acordaría de que la foto no estaba. No le daba importancia a este asunto, le estorbaba.

—¿Sabes una cosa? —dijo mamá más animada—. No quiero que la bajes, ni ahora ni nunca. Quiero saldar la hipoteca del pasado. Creo que a veces sólo he seguido adelante para pagar y pagar.

Sonrió, se puso las gafas de cerca, cogió a
Ana Karenina
entre las manos y se acomodó en la almohada.

—¿Estarás bien hasta que llegue papá?, tardará diez minutos como mucho.

Me dijo con la mano que me marchara y suspiró.

—No se te ocurra perder ninguna clase. Soy muy feliz —dijo.

Lo sentía de verdad, lo decía de verdad, lo era. Necesitaba salir de sí misma, de su sentimiento de culpa, de su impotencia, para que la vida fuese como tenía que ser, y la enfermedad la había ayudado.

Yo también salí feliz a la calle. La verdadera Betty era así. Si a Laura no le hubiese sucedido nada extraño, mamá siempre habría sido así. Cariñosa, satisfecha y diría que más distraída, más soñadora. ¿Y qué hacía yo ahora que ya había puesto los pies en el mundo de Laura, ahora que mi madre quería saldar lo que ella había llamado su hipoteca con el pasado? ¿Me olvidaba de todo?

El día del restaurante, cuando al volver a casa mi padre me dio la noticia de que los médicos no sabían qué hacer con mamá, todo lo de Laura, el registro temerario que le había hecho al bolso de Ana, el correr de un lado a otro en busca de un fantasma, me pareció una locura y una estupidez, una pérdida de tiempo y de cordura.

La verdad es que no sabía qué hacer con el tiempo. El año pasado estaba en el instituto, y fuera de allí, en casa o con mis amigas. Ahora las paredes de mi mundo se habían roto, y agradecía que mi madre estuviese ya en casa y que por lo menos una pared siguiera en pie. Mientras distribuía los productos en el maletín sonó el teléfono. Ya no me lanzaba corriendo sobre él porque no podían darme ninguna mala noticia: mamá estaba aquí. Y contestaba con voz normal porque todo el miedo estaba dentro de la casa, no fuera. Nada de fuera podía asustarme o herirme.

Tuve que hacer un pequeño esfuerzo para encajar a Mateo en mi nueva situación.

—Estoy llamándote desde el bar de enfrente. ¿Puedo entrar? Necesito hablar contigo.

—No —dije bruscamente—. Ahora voy.

Terminé de ordenar el maletín y salí.

Era el de siempre, con la novedad de un tatuaje en el cuello. Le dije que prefería salir de mi barrio y nos subimos en la moto. Iba abrazada a él, pero no podía entregarle todos mis pensamientos, mis deseos, todo mi romanticismo. No podía ser completamente romántica, de la misma forma que mi madre hasta ahora no había sido completamente feliz.

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