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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (39 page)

BOOK: Entra en mi vida
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Me volví hacia ella con el vaso en la mano.

—Bebe más —dijo—. La medicación hay que tomarla con un vaso entero de agua.

Bebí para no enojarla y para disipar sus dudas y al volverme para dejar el vaso en la mesa empujé la pastilla con la lengua entre las encías superiores y la mejilla, un hueco más seguro que la parte de abajo porque la saliva llegaba menos. Y de pronto me crucé con los ojos apagados de mamá, que forzosamente tenía que haber visto ese movimiento de la boca. ¿Lo relacionaría con la pastilla? ¿Se lo diría a Lilí? Contuve las ganas de suplicarle con la mirada que no dijera nada, que sería un secreto entre madre e hija, y en lugar de eso le pregunté si iba a ponerse lo que estaba cogiendo de las perchas. Mi hablar era cansino y lento aunque ya estaba en condiciones de hablar casi normal pese a la pastilla.

No me contestó.

—Si te portas bien, puede que nos vayamos de viaje —dijo Lilí detrás de mí.

Mamá tenía colgadas en el brazo varias blusas y el jersey blanco de angora que reservaba para las ocasiones especiales y que no podía ponerse cerca de algo negro porque lo llenaba de pelo. Tampoco podía meterse en la lavadora porque se destruiría. Necesitaba unos cuidados especiales que ahora no importaban nada. A la mierda el jersey de angora.

—Aún no estoy bien —dije mirando a mi abuela y tratando de mover la boca lo menos posible.

—Por eso, necesitas recuperarte en otro sitio al aire y al sol.

Me dejé caer en la silla con un golpe seco.

—No puedo andar casi.

—Nosotras y el doctor Montalvo te ayudaremos —dijo mamá cogiendo a lo loco ropa con la que no se podría hacer ninguna combinación aceptable. Tampoco esto importaba. No quería que me llevaran a ningún sitio.

—¿Cuándo nos vamos?

—Cuando diga el doctor —dijo mamá dejando el fardo de ropa sobre la cama—. Ya verás, es un sitio muy agradable. Unas vacaciones.

—¡Por Dios, Greta! —gritó Lilí con su voz llena de notas musicales—. No hace falta que deshagamos la casa.

Me levanté y me metí en la cama, tirando parte de la ropa al suelo. Se suponía que estaba siempre medio atontada.

—Habría que ventilar la habitación —dijo Lilí—. Túmbate en el sofá y luego te traemos.

Mamá no quiso porque yo dormida pesaba como una muerta y ya tendrían tiempo de ventilar cuando la habitación estuviera vacía.

Escuché sus palabras boca arriba con los ojos cerrados, exactamente como una muerta, deseando sacarme de la boca lo que quedaba de pastilla.

—Echa la cortina —dijo Lilí.

—Es igual —dijo mamá—; cuando se queda frita, se queda frita.

Suspiré y por poco me quedo dormida de verdad durante los minutos que tardaron en recoger la ropa y algunos zapatos y salir. No abrí los ojos nada más oír la puerta porque me parecía percibir la presencia de Lilí, esa energía que desprendía su persona y que a la gente le atraía tanto, como si dentro del cuerpo tuviera magma, imán. Además no había oído con claridad el correr de las ruedas hacia la salida, era poco trecho pero suficiente para hacer ruido. Me eché sobre el lado izquierdo dándole la espalda y estuvimos así unos cinco minutos. Procuraba respirar cada vez más fuerte mientras mi corazón casi movía la cama. Por fin escuché las ruedas y otra vez la puerta, y la energía disminuyó bastante. Sin embargo, antes de meter la pata me volví del otro lado y entreabrí los ojos. No había nadie. Me metí el dedo en la boca, arrastré la pastilla, la unté en el colchón y me limpié la boca todo lo que pude; me escupí los restos en la mano y también la pasé por el colchón, que sería lo último que mirarían. Me enjuagué la boca con un sorbo de agua e hice lo mismo. Aunque aún tenía algo de sueño, cada vez me encontraba más dueña de mí. Calculé qué podría ponerme si huyera porque mamá había dejado el armario medio vacío. No había cerrado las puertas y vi unos pantalones de crepé negro de mucha caída que tenía que ponerme con tacones altos para que no arrastraran por el suelo, y no servían. Afortunadamente mamá no había visto las deportivas con las que iba andando a ballet. Me levanté sin hacer ruido y las oculté debajo de la cama. El día era maravilloso, con un cielo muy azul por unas partes y ligeramente gris por otras por la polución. Las ventanas de las casas de enfrente parecían diamantes gigantescos. Ya tenía una camiseta y un jersey y busqué desesperadamente unos vaqueros; no podría correr con los pantalones de crepé, me caería. También necesitaría algo de abrigo, un anorak o el chaquetón tipo marinero. No estaban. Saqué del cajón unos calcetines gordos y unas bragas, me las cambié y las usadas las empujé en la balda de arriba hacia un rincón. Metí los calcetines en las deportivas. Aunque lo que estaba haciendo podrían parecer cosas de chalada, no sentía que estuviese loca ni confusa, al mirar el cielo tenía la misma alegría de siempre y ganas de volver a mi vida normal. No me encontraba diferente, a quienes encontraba diferentes era a mi abuela y mi madre. Eran las mismas y no eran las mismas. Definitivamente tendría que marcharme con los pantalones del pijama, con el jersey encima no resultarían tan llamativos. Eran de franela con muñequitos, un regalo de Lilí. Y necesitaría dinero. El cenicero del salón, que usaba Ana cuando nos visitaba, estaba lleno de monedas. Nada más llegar, Ana las volcaba en un lado y dejaba allí consumirse el cigarrillo. ¿Y adónde iría? Ni siquiera sabía dónde encontrar a Verónica. Podría llamar a alguna amiga, aunque estaba segura de que la pondría en un compromiso. Podría ir al conservatorio, pero allí conocían a Lilí y la adoraban y les convencería de que yo no estaba bien de la cabeza. Lilí era muy superior a mí. No debía acudir a nadie que también conociese a Lilí. Ya se me ocurriría algo si era capaz de salir de aquí, porque en cuanto llegase el doctor y me examinase las pupilas con su pequeña linterna sabría que no me tomaba la medicación.

Repasé bien dónde lo había dejado todo y me acosté con ánimo porque ya tenía la ropa para salir de aquí. Ahora sólo debía planear la forma de hacerlo. Cuando se quede la habitación vacía, habían dicho. Aquí estaba todo lo que tenía, la ropa, los libros, el escritorio. Todas mis posesiones cabían en un espacio de quince metros cuadrados. Si me marchaba, ya no heredaría la zapatería y todo el trabajo hecho lo habría tirado por la borda. La realidad era que trabajaba mucho y que mi abuela apenas me pagaba con eso de que todo era mío. Ahora me daba cuenta de que nada era mío en realidad y de que de marcharme tendría que empezar de cero. El escritorio lo había comprado yo, era muy bonito, de madera labrada, me daba pena no volver a contemplarlo ni volver a sentarme ahí para hacer la contabilidad de la tienda o para evaluar a mis alumnas y planificar las clases. A veces mi abuela, cuando llevaba horas concentrada en el escritorio, me traía un vaso de leche y se quedaba mirando lo que hacía. Incluso arrimaba una de las sillas tapizadas en terciopelo rosa y me daba su parecer, o nada más miraba y me decía: qué dedos tan bonitos tienes. Y yo ahora estaba pensando cómo huir de ella, algo que jamás me habría imaginado que podría suceder.

Oí la silla acercándose a la puerta, aunque estaba segura de que por el piso iría andando normal. La silla me ponía nerviosa. Serían las doce y media, y volví a hacerme la dormida. Y cuando llegó junto a la cama fingí que me despertaba. Me eché disimuladamente el pelo sobre la cara, no quería que me analizara.

—¿Qué hora es?

—Mediodía. ¿Quieres agua?

Negué con la cabeza. No me fiaba. Traía sobre las rodillas unas agujas de tricotar muy largas y lana blanca.

—Estoy haciéndote un jersey —dijo.

—No sé si viviré para llevarlo —dije separando mucho las sílabas.

—No digas tonterías. Volverás como nueva y yo tendré listo el jersey.

No sabía que supiera hacer punto, nunca había tenido tiempo de ser hogareña, debía sacarnos adelante a su hija, a mí y a sí misma, y no siempre había sido fácil, como aquella época en que no se vendía absolutamente nada y tuvo que rebajar los artículos un cincuenta por ciento perdiendo mucho dinero, hasta que se le ocurrió anunciarse en unas cuantas guías turísticas y la suerte cambió. Y también aquella vez en que mamá desapareció cuatro meses sin dar señales de vida y debía ocuparse completamente de mí. Yo tenía unos ocho años y una vez la pillé llorando y preguntando en voz alta qué había hecho ella para merecer una hija tan ingrata. Yo enseguida traté de no hacérselo más difícil y de que no tuviera queja de mí para compensar todas las que tenía de mamá. Volvió a los cuatro meses como si no hubiese pasado nada, con una colección de cuadros pintados por ella y unos cuantos piojos que nos contagió. No nos podíamos imaginar lo que era Tailandia, le habría gustado nacer allí y se habría quedado a vivir de no ser por nosotras, en cuanto pudiese volvería, dijo. Lilí colgó los cuadros por las paredes y no le reprochó nada, igual que si no hubiese pasado. Cuando seas mayor deberás cuidar de ella, me dijo. Es un desastre, pero es mi única hija y soy capaz de cualquier cosa por ella, de cualquier cosa.

Ahora todo aquello quedaba en otra vida, no tenía nada que ver con el presente.

Lilí sacó las agujas, se caló las gafas de cerca y empezó a contar los puntos.

—Como cuando eras pequeña, ¿te acuerdas? Tú hacías los deberes y yo hacía jerséis, bufandas.

Me quedé mirándola con los ojos muy abiertos, jamás la había visto haciendo jerséis ni bufandas, ni siquiera sabía que tuviese esas agujas. Pretendía que recordásemos una escena falsa, tan falsa como ésta. Por aquel entonces, Lilí iba a buscarme a la salida del colegio y me traía a la tienda; en el cuartito trasero me esperaba un bocadillo envuelto en albal y mientras me lo comía me ponía con los deberes. De fuera llegaba el murmullo de la clientela y por encima la cantarina voz de Lilí. La trastienda olía a cuero y a cajas de cartón y a veces en lugar de estudiar me dejaba fascinar por los cierres dorados de los bolsos y los adornos de los zapatos de fiesta. A la hora, Lilí o mamá, si no estaba de viaje, me llevaban en el coche a ballet, donde tenía clase hasta las nueve de la noche todos los días a las órdenes de Madame Nicoletta, que decía que tenía mucho futuro como bailarina y que ayudó a Lilí a fantasear con la idea de ser la abuela de una de las primeras bailarinas del Ballet Nacional.

A Madame Nicoletta siempre la vi envuelta en turbantes y pañuelos de seda sobre unas mallas negras, de modo que casi no se le veía el pelo ni el cuerpo. Siempre la vi reflejada en los enormes espejos de la sala de danza como si flotara, como si se elevara al techo. El caso es que yo en mi interior sabía que no era brillante, que era bastante limitada, y cuando empezaron a rechazarme una y otra vez en las pruebas le pregunté por qué no había sido sincera con mi abuela y conmigo, y entonces ella me abrazó entre sus pañuelos. Ha sido mucho mejor para ti, créeme. Al cabo del tiempo se jubiló y yo ocupé su puesto en el conservatorio. Y ahora creía comprender lo que trató de decirme. Lilí me trató mejor durante la larga época que creyó que yo la iba a hacer famosa por ser la abuela de una gran estrella del baile. Cuando el sueño acabó, yo ya era lo suficientemente mayor como para protegerme de ella.

Lilí nunca me trató mal, Madame Nicoletta exageraba, aunque algo debió de ver en ella o en mí que se me escapaba.

—¿Cuándo nos iremos?

—Cuando el doctor tenga tiempo vendrá a examinarte y, si estás en condiciones, nos iremos. Al mediodía o por la noche. Nos da igual, el equipaje está hecho. Verás qué bien lo vas a pasar.

Acomodé la cabeza sobre la almohada y cerré los ojos, sopesando con quién me sería más fácil escapar. A las cinco Greta sustituiría a Lilí. Greta era más ágil y no me sería fácil llegar a la puerta, y además podría estar con Larry y serían dos contra una. Lilí tardaría unos segundos en levantarse de la silla; además, por su peso y su edad no podría correr. Tampoco convenía dejar pasar el tiempo y dar lugar a que llegara el doctor porque entonces no tendría nada que hacer. El problema sería Petre y aunque no se oía ningún ruido debía asegurarme.

—Petre podría ayudarme a ducharme antes de irme —dije.

—Petre no está. Te ayudará Greta.

Podría saltar de la cama, coger las deportivas que estaban a los pies y el jersey doblado en la balda central del armario. O podría levantarme bostezando, ponerme el jersey, coger las zapatillas y salir pitando. Lilí tardaría en comprender que huía y tardaría unos minutos en reaccionar. Yo tenía ganas de saltar, volar. Antes de que pudiera avisar al portero ya estaría en la calle. Metería los pies en las zapatillas mientras bajaba las escaleras. Quizá no me diese tiempo a coger la calderilla del cenicero del salón, pero según estaban las cosas eso era lo de menos. ¿Me atrevía? ¿Salía de la cama? La silla de Lilí estaba encajonada en la cama y aunque se levantara de golpe tendría que moverla para salir, lo que me daría tiempo de llegar a la puerta. Pero lo mejor sería no alarmarla al principio.

Me deslicé hasta el borde y separé el edredón cansinamente, con trabajo. La suerte estaba echada. Lilí me miraba hacer. Me senté en la cama como si estuviera agotada por el esfuerzo y con el pie atraje las zapatillas. Cambiaba de planes, iba a ponérmelas ya. Me agaché y quité de dentro los calcetines tranquilamente. Metí los pies. Lilí desde el otro lado no podía ver lo que hacía. Dejé los calcetines entre los muslos.

—¿Se puede saber qué haces? —dijo barajando seguramente la posibilidad de levantarse.

Volví la cabeza hacia ella. Tenía ganas de llorar, ¿por qué me daba tanto miedo?

—Nada. Quiero estar sentada un poco.

Volví a oír el chocar de las agujas y entonces me levanté como un rayo y tiré del jersey del armario. Lilí soltó un grito, dirigió una aguja hacia mí con el brazo estirado y, tal como había previsto, trató de levantarse.

No me entretuve con el cenicero. Abrí los cerrojos, cerré y salté volando mientras me metía el jersey por la cabeza. Al final había dejado los calcetines en el suelo de la habitación. Salí andando normal delante del portero, que me miró extrañado. Me llamó, seguramente querría preguntarme si ya estaba mejor. Le dije adiós con la mano mientras aceleraba el paso. Corrí todo lo rápido que pude, pero me faltaban las fuerzas. Bajaba la calle Goya corriendo como si hiciera footing. Sudaba y me daba miedo desmayarme: había tomado tantas pastillas y había dejado de tomarlas tan de repente… No, no debía pensar eso. Una mano me empujaba, los velos de Madame Nicoletta me hacían ligera como una pluma. Cuanto más lejos llegara, mejor. Ojalá hubiera sabido dónde vivía Verónica, pero nunca llegué a profundizar en su vida. Tenía sed. ¿Y si buscaba a su padre? Se llamaba Daniel y su parada de taxis principal, según me dijo Verónica, estaba en la plaza de Colón. Miré hacia atrás. Estaba segura de que Lilí y Greta ya estaban subidas en el Mercedes y les resultaría muy fácil dar conmigo. Podrían contarle a cualquier policía que estaba en tratamiento y que me había escapado. Ni siquiera llevaba el DNI conmigo, así que el policía sólo tendría que verme la pinta para dudar de mí y hacerles caso.

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