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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (43 page)

BOOK: Entra en mi vida
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Me puse la ropa del día anterior. Tendría que decirle a Verónica que no había logrado coger ni un euro. Me avergonzaba ser un problema para ellos.

La ducha me confortó, e increíblemente, con el problemón que tenía encima, había dormido a pierna suelta. Toda la vida preocupada por mi futuro, dejándome la piel en la tienda, que era mi futuro, y ahora que acababa de perder el futuro, me sentía bien.

Fui hacia la cocina, con cautela por si me encontraba con el padre. Afortunadamente sólo estaba Verónica. Me dio un buenos días alegre y dijo ahí están las tazas, ahí los churros, los pasteles que sobraron anoche y el café y la leche. Me preguntó si había dormido bien. Le conté que me sentía muy bien, sin un euro y sin futuro, pero bien.

—¿Aún crees que estás loca? —dijo.

Capítulo 48

Verónica, tanta alma

Ya no había vuelta atrás. Ahora todos estábamos metidos en el ajo. ¿Y si me había equivocado? ¿Y si mi madre cortó esta vía porque era falsa? Al menos Laura era mayor de edad y dueña de sus actos, yo sólo le había hecho ver algunas cosas que no encajaban en su vida. Y además, en cuanto nos hiciésemos las pruebas saldríamos de dudas.

Mi padre me emocionó. Seguro que mamá estaría orgullosa de él. Trajo a Laura a casa, la salvó de las garras de Lilí y Greta y por la noche trabajó hasta las tantas para que no se sintiera incómoda; luego trajo unos pasteles, y por la mañana se marchó temprano por lo mismo. Y cuando por la noche nos quedamos solos viendo la televisión nos dio un abrazo a Ángel y a mí y nos dijo que no podía comprender por qué un hombre del montón y sin imaginación como él tenía tanta suerte y la vida le había dado unos hijos con tanta alma. Dijo que siempre estaba deseando llegar a casa para vernos, y tuvo que quitarse las gafas y limpiárselas con el pico de la camisa porque se le empañaron. Dijo que siempre le había fallado a Betty y que no lo entendía, porque para él no había habido ni habría más mujer que ella. Dijo que era muy torpe. Ni Ángel ni yo queríamos seguir escuchando esas cosas tan íntimas, pero nos retuvo para decirnos que no consentiría que nadie le faltara el respeto a Laura.

Fue un alivio que sonara el teléfono. Nos miramos dudando si cogerlo. Eran las once y no queríamos más problemas. Contestó nuestro padre.

—Hola, Ana. Sí, todo bien. Claro, el tiempo pasa rápido… Es muy tarde, mañana tengo que madrugar. Te lo agradezco mucho, pero mejor otro día.

La desfachatez de Ana no tenía comparación con nada. Esperé a ver la reacción de mi padre.

—Era Ana. Está por aquí cerca y me proponía que les diésemos una vuelta a los perros por el parque.

—No puede saber que Laura está aquí, pero quiere asegurarse. Están desesperados —dije.

—No nos pongamos paranoicos —dijo mi padre.

—Tiene razón Verónica —terció Ángel—. Papá, reacciona. Ana está metida hasta las cejas en esto, y el respeto a Laura y a nosotros nos lo perdió hace muchos años.

Nos quedamos mudos mirando a Ángel. Nunca había tomado partido tan abiertamente por nada ni por nadie.

—Dos más dos son cuatro, papá. Esta gente tiene algo que ocultar y algo muy gordo —dijo Ángel, que a partir de ese momento merecería ser mayor de edad.

¿Empezaban a encajar las piezas en la cabeza de mi padre? Debía de sentirse muy mal por haberse empeñado en que ese problema no existía. María tenía razón una vez más: no se puede ir contracorriente.

Se levantó para irse a la cama y entonces le dije que Laura estaba en mi cuarto, Ángel en el cuarto de invitados, él en el dormitorio de Ángel y su habitación vacía. Yo tendría que dormir en el sofá.

—Está bien —dijo—. Ángel puede volver a su cuarto. Hay camas para todos.

Si Laura no se hubiese escapado y no hubiera venido a nuestra casa, mi padre nunca habría dado el paso de volver al dormitorio de matrimonio. Mi madre ya no existía y no podía mover los hilos para que esto sucediera, pero sí creía que los había movido en vida y que, sin ella saberlo, había dejado este momento dispuesto y arreglado, y yo sentí una felicidad que desde su muerte no creía que pudiera volver a sentir.

• • •

Le dije a Laura, cuando la vi en la cocina, que eligiera de mi armario lo que mejor le quedara porque debía de tener dos tallas menos que yo. Lo primero que haríamos sería ir a comprarle ropa interior y algún vaquero, lo que necesitara. Me dio las gracias y salió a hacer unos estiramientos al jardín y lo que ella llamó un saludo al sol, y al pasar por el salón noté que miraba el retrato de mamá. Sólo tomó café con leche y una pera.

Al verla con mis mallas y mi plumas imaginé que echaría mucho de menos su ropa de diseño y los fantásticos zapatos que llevaba en la tienda. Cogí un billete del millón de pesetas que había dejado mamá para montar mi hipotética clínica.

Era una faena que no le hubiese dado tiempo a Laura de coger el bolso en casa de Lilí, porque tenía carné de conducir y podríamos haber ido en el coche de mamá. A ella le habría encantado ver a sus dos hijas en su coche yendo de compras. Sacudí la cabeza para pensar en otras cosas, como tomar el autobús hasta el centro comercial. Estuvimos tres horas probándonos ropa. Laura entendía mucho de tejidos y marcas y dijo que me iban los rojos, verdes y marrones y que si había probado alguna vez a cortarme el pelo.

—Ana llamó anoche por teléfono —le dije mientras buscábamos supergangas en H amp;M—. Quizá deberías llamarles, decirles que estás bien y que te dejen en paz.

—Tengo que pensarlo —dijo.

—¿Por si estás loca y ellas tienen razón?

—He confiado mucho en ti, ¿no te parece? —dijo.

—Por eso, cuanto antes sepamos la verdad, mejor. Creo que deberíamos hacernos unas pruebas.

Las pruebas no le importaban. Quería saber qué había ocurrido. Tenía que comprenderlo, no podía querernos de repente, ni nosotros a ella por muy positivas que fuesen las pruebas. Ella no iba a vivir con nosotros. No podía ser en cinco minutos una hija y una hermana. Simplemente deseaba saber si había hecho lo correcto y si su familia era un fraude. ¿De verdad había una conspiración contra ella para que no supiese la verdad? Esto es lo que le hacía pensar que estaba trastornándose.

Laura rechazaba el camino más corto y nosotros, mi padre, mi hermano y yo, no podíamos darlo por zanjado después de todo lo que había pasado. Me encontraba desfondada.

—¿Tú no tendrías que estar en clase? —dijo de pronto.

—Se me pasó el plazo de matrícula. Mi madre murió creyendo que iba a la facultad todos los días.

—Lo siento.

—Deja de decir lo siento, no sirve para nada.

Con todo el cargamento de ropa nos sentamos en una falsa plaza de un falso pueblo en el centro comercial. A veces a Laura se le escapaba «Lilí dice…», «a mamá le gusta…». Tendría que pasar mucho tiempo para que sintiese resquemor por lo que le habían hecho. Se sentía dolida, pero aún no comprendía, no podía despojarse de los afectos. Estábamos bajo un tejadillo que simulaba una casita con sus jardineras y todo.

—Con el tiempo te alegrarás, estoy segura. Yo me alegro de haber dado contigo y comprobar que mi madre tenía razón y que no malgastó lo mejor de su vida buscándote.

Incomprensiblemente no se interesaba mucho por mi madre, que posiblemente era la suya. No me preguntó qué le había ocurrido ni cómo era. Le costaba trabajo sustituir a Greta por alguien que ni siquiera podía ver.

Yo me estaba tomando un capuchino y ella un té verde.

—Ahora iremos a ver a alguien que nos aconsejará sobre lo que tenemos que hacer —dije.

• • •

Afortunadamente María acababa de llegar de la calle y cuando nos echó la vista encima pareció comprender. Se quitó un abrigo de zorros, lo metió en un armario disimulado en la pared y se estiró un suéter elástico ajustado como una venda a su ancha espalda y a su ancho pecho. Se hizo una caracola con el pelo mientras nos escudriñaba.

—No os parecéis en nada —dijo.

Se me escapó una sonrisa porque era el reconocimiento del triunfo.

—Es más como mi padre y mi hermano —dije.

Nos invitó a sentarnos en los silloncitos grises. Ella se sentó en la mesa baja encima de las revistas. Se apoyó en las palmas de las manos y echó la cabeza para atrás como si estuviera tomando el sol. Laura la miraba con los ojos muy abiertos, nunca había visto un detective.

—Te presento a Laura. Se escapó y están buscándola. No sabemos de lo que serán capaces.

Laura volvió la cara hacia mí, asustada. Según iban pasando las horas iba borrando de su mente el miedo que había sentido y seguramente iba recuperando a las antiguas Lilí y Greta.

—¿Tenéis ya pruebas…?

—A Laura le interesa más saber cómo se apropiaron de ella su madre y su abuela que saber si es mi hermana. Cree que no está bien de la chimenea.

Como era habitual en ella, María no se sorprendió, lo encontró lógico.

—Me parece lo más sensato, es mejor despejar las dudas sobre la familia adoptiva y luego sentirse libre de seguir o no. Podéis empezar pidiendo un certificado de nacimiento en el Registro Civil. Ahí figurará el hospital donde nació. Id allí y solicitad ver el registro. Una cosa os llevará a otra, y no os fiéis de nadie.

Laura miraba a María con ganas de decir: abandono, vuelvo a mi vida ya hecha, es la única realidad que conozco, vosotros sois extraños para mí. Por eso yo debía aturdirla y no darle tiempo para pensar. Si ella no quería saber, yo sí.

Miré el reloj.

—Si salimos corriendo, llegamos a tiempo —dije levantándome y yendo hacia la puerta. Laura me seguía cargada con las bolsas. Me detuvo en seco la voz de María.

—Gracias por el sérum. Lo que hizo Betty bien hecho está.

Capítulo 49

Laura, no vuelvas atrás

La madre de Verónica y Ángel, la esposa del taxista, se llamaba Betty y se había obsesionado con la idea de encontrar a una hija dada por muerta al nacer. Y creyó que esa hija era yo. Verónica tomó el testigo cuando ella enfermó, el padre soportaba resignado esta obsesión y Ángel vivía al margen. Ahora todos estábamos pringados, ninguno podíamos decir que no supiésemos nada. Yo no sabía qué pensar, qué sentir. Se suponía que tendría que querer saber la verdad, pero me daba vértigo seguir adelante. Ojalá fuese la persona normal que siempre creí que era. En el fondo ni siquiera envidiaba a Carol. Para Verónica era muy fácil investigar mi verdad, mientras que la suya la mantenía a salvo y en paz. La verdad era un veneno que iba tomándome poco a poco.

No necesitaba que un certificado me dijera dónde nací. Siempre supe que nací en la clínica Los Milagros. Mamá ingresó a las cuatro de la madrugada y a las once del día siguiente vine al mundo. A mamá no le gustaba recordar el parto y cambiaba de conversación enseguida. La que más explicaciones daba siempre era Lilí, que estuvo con ella de principio a fin. Disfrutaba contándolo, aunque con algún cambio en los detalles, cosas de la edad. Nunca había hecho caso de eso.

Y Los Milagros era la maternidad que aparecía en la partida. ¿No ves?, le dije a Verónica. Y ella me dijo que hasta que no encajaran los datos no diésemos saltos de alegría.

No me importó ir, más de una vez se me había pasado por la cabeza ver el lugar donde abrí los ojos por primera vez. En algunas puertas había centros florales y pasaban monjas con niños en las cunas. Era imposible ser así de pequeño e indefenso y llegar hasta aquí sin ayuda, mucha ayuda. Cuando solicitamos en la recepción el registro de nacimientos del 12 de julio de 1975, una monja nos preguntó por qué lo queríamos. Yo iba a decirle la verdad, pero Verónica se adelantó y dijo que en el Registro Civil estaban reformando los archivos y se había extraviado mi partida de nacimiento, por lo que necesitaban un certificado del hospital. La monja que llevaba aquello dijo que teníamos que pedirlo por escrito. Ya me daba media vuelta cuando oí a Verónica decirle que quería hablar con el director del centro. La monja dijo que al director no se le podía ver así como así, que tenían un trabajo monumental, que no podían perder el tiempo con burocracias. Verónica insistió en que no se marcharía si alguien no atendía la solicitud.

—Ustedes tienen la obligación de enseñarme el registro, lo sé.

En mi colegio jamás se nos habría ocurrido contestarle así a una hermana. La mayoría eran agradables si sabías cuál era su mundo y no las obligabas a tener que salirse de él. Algunas compañeras se empeñaban en que por dentro tenía que ser como por fuera y dentro era por dentro. Precisamente Verónica estaba cayendo en esa trampa y no salía del caracol, como diría el doctor Montalvo. Tuve que tirar de ella para marcharnos.

—Perdónela, hermana —dije—. Tiene mucho carácter.

Fuimos hacia la salida y volvimos a entrar, nos alejamos por un pasillo, subimos al primer piso. Las bolsas con las compras daban a entender que íbamos cargadas de regalos.

—Nadie nos va a enseñar los registros —dijo Verónica.

—Ya veremos.

Estaba buscando mi presa. Verónica se desesperaba porque todas las monjas le parecían iguales y quería lanzarse sobre cualquiera para preguntar. Calma, le decía, si nos precipitamos la fastidiamos. Y de pronto, allá a lo lejos, la vi. Era mi monja. Joven, buena, resignada, de las que en el colegio tenían relegadas hasta que se curtían o se quedaban para abrir y cerrar las puertas. Ésta empujaba el carro de las comidas. Al entrar en las habitaciones ponía cara de alegría. Le dije a Verónica que me esperara.

Me acerqué a la hermana y le dije que yo había estudiado en un colegio de su misma congregación, lo que era verdad. La directora del colegio era sor Esperanza, también verdad, no sabía si ella la conocería, y me había encomendado darle un recado a la encargada del registro de nacimientos, pero no encontraba el registro y tenía mucha prisa. Me acongojaba no poder darle el recado porque era importante. Trató de indicarme cómo llegar a la recepción para que me informaran allí. Pero yo no tenía tiempo porque entraba dentro de nada a trabajar y si me retrasaba me echarían.

Se llamaba sor Justina y tenía que terminar de repartir las comidas. Puse cara de enorme tristeza y entonces ella dijo que la esperara unos minutos. Verónica, apoyada en la pared, me veía hacer. Yo esperaba de pie en el pasillo y aproveché para escribir en un trozo de papel mi nombre y fecha de nacimiento. La hermana Justina me sonreía cada vez que entraba y salía de las habitaciones y le dio una enorme satisfacción deshacerse de la última bandeja y decirme que la siguiera por los pasillos. Verónica venía a distancia con las bolsas.

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