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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (42 page)

BOOK: Entra en mi vida
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Ya estaba en el lugar de la paz y la serenidad. Era raro que coincidiese con otros clientes, como si existiesen varias puertas secretas por donde entrar y salir. Tampoco estaba nunca Martunis en su mesa detrás del panel. La luz de María estaba encendida, la de los silloncitos estaba encendida, la de Martunis, no. Abrí una de las revistas de la mesita baja y la hojeé sin enterarme de lo que veía. María hoy no se sobaba el pelo, lo llevaba recogido artísticamente, una pieza de orfebrería encaramada en la cabeza. Y toda ella encaramada en unos tacones de aguja plateados.

—¡Vaya! —dije cuando vino hacia mí.

No pasaría desapercibida en ningún espacio terrestre. Se sentó en el otro silloncito y se echó hacia delante para hablarme. Se le veía el sujetador con el relleno más grande del mercado. Espalda ancha, poco pecho, manos enormes, mirada firme. Me sentía muy segura junto a ella.

—Encontré a Laura, mi hermana fantasma, y se ha escapado de su casa. Creo que está en peligro. Me dijiste que no perdiera detalle, que las piezas irían encajando y ahora todo se ha venido abajo.

Miró hacia el techo unos segundos para atar cabos y luego volvió a mí.

—He venido hace nada de una boda y no estoy al cien por cien.

Iba a refrescarle la memoria, pero una de sus manos trazó un no en el aire.

—Si las piezas no encajan es porque te has saltado algo, te has ofuscado, has tirado por el camino equivocado. —Me pasó la mano por la cara para que cerrara los ojos, olía muy bien—. Relájate, no pienses en nada, deja la mente en blanco. Seguro que llevas un tiempo forzando las cosas sin saber por dónde tirar. Dale una oportunidad a tu intuición.

Dale una oportunidad a tu intuición, ¿podía tomarme esto en serio? Abrí los ojos cuando ella retiró la mano. Acomodó su ancha espalda en el silloncito.

—Una vez, cuando empecé a pilotar mi avioneta, me encontré perdida en una masa de viento muy jodida y si no hubiese tenido la intuición de dejarme llevar, si hubiese opuesto resistencia para ir en la dirección que yo quería, probablemente ahora no estaría contándotelo.

—Yo tengo la culpa de lo que le esté pasando, espero que alguien la ayude y que su madre, su abuela, el doctor Montalvo, el bosnio y Ana no la hayan encontrado.

No necesitaba que le contara pormenores para tener una idea del cuadro general. Cuando ella entraba en las vidas ajenas era porque esas vidas estaban torcidas, rotas, eran extrañas. Nada le sorprendía.

—Laura huye y ellos la buscan para taparle la boca. Tú la buscas para protegerla. No es nada del otro mundo.

Abrí la mochila y saqué un frasco de sérum de rosas.

—Te irá muy bien —dije examinándole la piel, dura y con las profundas huellas de algunos granos de la adolescencia—. Cuando no busco a Laura, vendo cremas.

—No te preocupes, por experiencia sé que estás a punto de dar con algo importante.

• • •

No se merecía el regalo, no me había ayudado. No me extrañaba que mi madre decidiera investigar por su cuenta. Menuda agencia de mierda. Martunis nunca estaba, nunca había clientes, y María me daba consejos budistas. Decidí marcharme a casa a dejar la mochila con los tarros, a ducharme y tomar algo y probablemente a contárselo a mi padre para salir en el taxi a buscarla, aunque no sabía dónde. ¿Quiénes serían los amigos de Laura? ¿Llevaría dinero encima? Mi casa no estaba lejos, así que fui andando mientras dejaba la mente en blanco como me había dicho María. En el fondo le hacía caso, no sé por qué.

Las luces estaban encendidas. Ahora, siempre que me iba acercando a la hilera de adosados de mi calle y llegaba a nuestro número, a nuestra verja, y veía luces mortecinas del porche, se me atravesaba el hueso de melocotón. A veces me parecía que una sombra cruzaba de un lado a otro de la ventana de la cocina y me marchaba corriendo al parque a dar unas vueltas. Menos mal que
Don
con sus ladridos me hacía volver a la realidad constantemente. En cuanto me acerqué se puso a alborotar. Él no necesitaba verme para saber que estaba llegando a casa.

Abrí con la llave y casi me tira con sus patazas.

—¡Ángel! —grité.

En el salón nada más estaba encendida la lamparita de pantalla amarilla que daba una luz muy agradable. La luz del jardín también estaba encendida y se veían las plantas. No sé por qué parecía que veía la casa con otros ojos. De la habitación de Ángel, del cuarto de invitados, llegaba música. Dejé en el armario de la entrada la mochila con los tarros y el abrigo y no tuve más remedio que aporrear la puerta de Ángel.

—¿Qué? —dijo quitándose uno de los cascos.

—Ayúdame a quitarme las botas.

Entré y me senté en la cama. Tiró de ellas.

—¿Qué te ha dicho? —dijo.

No entendía.

—Ella. ¿Qué te ha dicho?

Él estaba asombrado y yo también. No entendía nada. Se quitó los cascos del todo y salió al salón. Le seguí. Encendió las luces y entonces la vi tumbada en el sofá. Se levantó. Llevaba ropa de Ángel y mía. Yo estaba atontada.

—Lo siento —dijo—, no se me ocurrió otro sitio donde ir.

Me senté en una de las sillas alrededor de la mesa de caoba.

Las piezas acababan de encajar. Se me olvidó el detalle de que Laura podría recurrir a nosotros. Y no quería pensar en lo que mi madre habría dado por este momento porque por ella había encontrado a Laura y ella había decorado esta casa y ella era su madre y la mía y la de Ángel, y seguramente su misión había consistido en reunirnos a todos.

—No sé si soy vuestra hermana —dijo—, francamente no siento nada especial en esta casa, pero creo que es imposible que Lilí y Greta me quieran como los hijos deben ser queridos.

Ángel me miró interrogándome sobre quiénes eran Lilí y Greta.

—Aquí estás segura —dije sabiendo que en algún momento tendría que contarme cómo había llegado hasta aquí.

Laura era un meteorito caído de otro mundo y de otras vidas. Y por esta noche se había acabado la aventura, ya no tenía que salir a buscarla por esas calles de Dios. Le pregunté si quería ayudarme a hacer la cena. Entramos en la cocina y, pasando la mano por la mesa de roble macizo, dijo que le gustaba mucho. Sólo me quedaba cumplir con la promesa que le hice a Carol. Saqué el papel y marqué el número en el supletorio colgado en la pared. Casi no me dio tiempo a preguntar por ella porque la mano de Laura cortó la comunicación. Meneo la cabeza a los lados. Estaba a punto de derrumbarse y no era para menos.

—No te preocupes —dije—. No sabe que estás aquí.

—Puede que yo haya exagerado —dijo.

—Bueno, ahora vamos a hacer la cena, mañana lo verás todo con más claridad.

Capítulo 47

Laura, sal de tu vida

Mi gran preocupación, mientras preparábamos los espaguetis con una salsa desbordante de calorías y la ensalada, era la llegada de mi supuesto padre. No me creía capaz de soportar esa tensión. Podía con Verónica y Ángel, pero el taxista me impresionaba mucho. No sabía qué decirle. Uno de mis grandes defectos era no ser natural ni espontánea, tenía que pensar siempre lo que iba a decir, me quedaba paralizada ante cualquier novedad. Cuando era pequeña, Lilí siempre tenía que obligarme a saludar a la gente y a contar cómo me iba el colegio, pero también me sermoneaba siempre con eso de no dar información ni detalles sobre nuestra vida. Un pensamiento agrio, y en el fondo siempre había sabido que mi vida podría ser bastante agria si no hacía lo que Lilí quería.

Verónica no me preguntó nada. Puso música y tarareaba, y me dijo que aliñara la ensalada como a mí me gustase. Luego puso a enfriar unas cervezas y troceó una barra de pan. Vio cómo miraba el pan y la cerveza y me dijo que no tenía por qué salir de mis costumbres.

—Toma lo que te apetezca —dijo—. Nosotros somos un poco primitivos.

Ellos y yo separados por millones de kilómetros de vida. Aunque tuviésemos los mismos genes, no teníamos los mismos gustos ni el mismo pasado.

—Al rato de marcharte de tu casa, salieron todos a buscarte, todos los que yo conozco —dijo Verónica.

Me preguntaba si ya habrían vuelto a casa y qué estaría haciendo Lilí. Era más fácil imaginar a mamá, quería decir Greta, encendiendo velas en sus dominios para relajarse o quizá se estuviera relajando con Larry. Greta no pensaba a largo plazo, a no ser que planease algún viaje a Tailandia.

—No sé si estoy bien de la cabeza.

Verónica terminó de limpiar la mesa con una bayeta y se me quedó mirando.

—Si tú estás loca, yo también lo estoy y también lo estaría mi madre. Por lo menos no somos peligrosos. No retenemos ni drogamos a nadie contra su voluntad.

—No estoy segura de que me retuvieran —dije—. Eran órdenes del psiquiatra.

—¡Ja! —dijo ella—. Menudo psiquiatra. El doctor Montalvo, lo conozco. Según él yo no iba a salir del caracol si te buscaba.

También a mí me dijo lo del caracol, pero me callé. Me intrigaba más que Verónica hablase de su madre en pasado. Todo apuntaba a que había muerto y al parecer ella fue quien empezó a buscarme. Tampoco yo le pregunté, debían de haber vivido momentos muy tristes.

—Vamos a cenar —dijo Verónica—, hoy papá vendrá tarde. Llama a Ángel, por favor. Está al final del pasillo.

Fue un alivio no tener que volver a ver tan pronto a mi supuesto padre, no tener que hablar sobre la posibilidad de que yo fuese su hija. Hubiese preferido que todo fuese una confusión y que Verónica y yo nos hiciésemos las mejores amigas del mundo y que Lilí no hubiese pretendido sedarme y que Greta siguiera siendo mi madre. No es que fueran una abuela y una madre ideales, pero era lo que había tenido y a quienes había querido. Y, del mismo modo, no sabía tener un padre porque nunca lo había tenido.

Me costaba incluso andar, nunca había estado tan agotada. Era curioso: había flores por todas partes y no todas naturales. En el cuarto de baño de abajo caía hiedra de una repisa y colgaba de un rincón una enredadera de plástico. En la cocina también había muchas macetas con plantas, en el salón ficus, troncos del Brasil y otras que no conocía. En el pasillo había un ramo muy colorido. Vi entreabierta una habitación que debía de ser la de Verónica, en color malva, con ropa tirada encima de la cama y por el suelo y otra habitación con la puerta cerrada. La abrí por curiosidad. Fue como abrir una nevera, había una cama de matrimonio perfectamente hecha y debía de hacer tiempo que no entraba nadie. Dejé de husmear y llamé a Ángel, pero tuve que abrir la puerta para que me viera. Creo que al principio se sorprendió: seguramente por un momento se había olvidado de que yo estaba aquí.

Cenamos hablando de películas. Ellos optaron por los espaguetis, yo más por la ensalada. Verónica se tomó una cerveza, Ángel, coca-cola y yo agua. Tenían muy poca idea de música clásica y de danza, así que me adapté a su terreno. Verónica iba a estudiar Medicina y Ángel Astronomía, aunque también le gustaría ser taxista como su padre.

Verónica dijo que le tocaba a Ángel pelar las naranjas, que para eso no había dado ni clavo en la cena. Él no protestó, debían de tenerlo así establecido. Tenía los dedos muy largos y la naranja al final de ellos parecía la bola del mundo. Su pelo era como el mío y la piel clara también, éramos parecidos y eso me intimidaba y creo que también a él. Cuando ya había pelado las naranjas, Verónica le preguntó si se había lavado las manos. Un poco tarde, ¿no?, dijo él limpiándose con una servilleta de papel. Trataban de hacer como si no pasara nada, como si todas las noches cenáramos juntos. Como si yo entendiera sus bromas. No tenía hermanos ni seguramente una familia auténtica. Viéndoles, me parecía que me lo había perdido todo.

Las sobras no había que tirarlas, se guardaban para
Don
. Preferían darle las sobras que no esas bolas de los supermercados. Verónica también obligó a Ángel a recoger la mesa y nosotras fregamos los platos. Así no había que meterlos y sacarlos del lavavajillas. Estábamos terminando cuando se oyó la cerradura de la puerta. El corazón me dio un salto. El padre llegaba por fin. Verónica hizo como que no oía y yo me sequé las manos aunque no habíamos terminado porque pensaba que tendría que dársela para saludarle.

—Hola —dijo asomándose a la cocina.

—Hola —dijo Verónica. Yo no dije nada.

—Veo que ya estáis en marcha —dijo el padre y puso en la mesa una caja atada con la fina cinta de algodón de las pastelerías—. He traído postre.

Tenía una voz serena, agradable. Era muy atlético y tenía gafas y el pelo claro como Ángel y yo, y los ojos azules como yo.

—¿A ver? —dijo Verónica cortando la cinta—. Pasteles de crema. Nos los tomaremos viendo la tele. Te hemos dejado espaguetis.

Dijo que no tenía hambre y que se tomaría una cerveza. La sacó del frigorífico y se la empezó a tomar en la misma lata.

Yo no quería estar viendo la tele con ellos y no podía tomar dulces si quería volver al conservatorio. No estaba acostumbrada a estas cosas.

—Estoy cansada —dije.

—Claro —contestó Verónica—. Mañana será otro día.

El padre se había sentado en el sofá con la cerveza y se quedó mirando cómo desaparecíamos por el pasillo. Verónica abrió el cuarto malva que yo había visto un rato antes, y en ese instante me di cuenta de que yo tendría que dormir en el sofá del salón y que en ese caso ellos no podrían quedarse un rato viendo la televisión juntos.

—Me parece que he metido la pata —dije.

—Vas a dormir aquí. Ya es hora de que usemos todas las habitaciones.

Retiró las ropa que había sobre el edredón y sacó del armario unas sábanas limpias, pero no cambié la cama. No tenía ganas. Por una noche me libraba de ayudar a desnudarse a Lilí, de ponerle el camisón, de cepillarle el pelo y de estar un rato largo charlando con ella tumbada en la cama hasta que le entraba sueño. Creía que era agradable hasta que la vi levantarse de la silla de ruedas, ponerse en pie y lo dulce se convirtió en agrio. No necesitaba engañarme para que hiciese todo aquello por ella.

• • •

El día amaneció gris, con algún rayo de sol. Me despertaron los ladridos de
Don
. Oí a Verónica regañarle. Olía a café. La ventana daba al jardincito y enfrente había geranios arrugados y rosales que florecerían en primavera. En el escritorio había libros y apuntes y una agenda grande con las tapas de piel. Estaba muy usada, con direcciones y cantidades y muchas anotaciones. Con un poco de orden el cuarto resultaría muy agradable. Al ir al baño pasé por el dormitorio de matrimonio; la cama estaba deshecha, con unos pantalones del padre encima, y ya no salía frío. Encontré el cuarto de baño libre y procuré ser rápida duchándome por si alguien quería entrar, ya que no sabía qué hora era. Entre las ocho y las nueve. Usé el champú de Verónica, su gel y no me atreví a darme crema por el cuerpo, sólo un poco en la cara. Me sequé con la toalla más seca y me marché corriendo por el pasillo semienvuelta en la toalla, para no tropezarme con nadie. Tenía presente en la mente mi cuarto de baño con una hilera de perfumes en una estantería de cristal y varios juegos de difusores para el pelo. Verónica usaba un secador muy corriente con el que no se podía hacer gran cosa.

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