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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (40 page)

BOOK: Entra en mi vida
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Tuve que apoyarme en la pared del Museo de Cera para respirar y localizar visualmente la parada. No tenía tiempo que perder. Me decidí por la más cercana y prácticamente me abalancé sobre dos taxistas que hablaban con las puertas de los coches abiertas.

—Por favor, ¿conocen a un taxista de nombre Daniel? Es muy urgente.

—¿Daniel? ¿Daniel? ¿Su apellido?

Era increíble, Verónica lo sabía todo de mí, y yo no sabía ni cómo se apellidaba. Me encogí de hombros.

—Es un hombre alto y bien parecido, con gafas. Su hija se llama Verónica.

—¡Ah! Daniel —dijo uno.

—Es un caso de vida o muerte, ¿puede localizarlo?

Me miraron de arriba abajo y luego se miraron entre ellos. Estaban hartos de cosas raras, y yo era rara. Me pasé las manos por el pelo para arreglármelo un poco.

—Tengo que hacer una carrera —dijo el otro.

—Por favor —le dije al que quedaba—. Sólo quiero que le diga que Laura, la amiga que está buscando Verónica, está en peligro y le necesita. Él lo comprenderá.

—Tendría que llamar a la central y no sé si querrán darle ese mensaje tan personal.

—Es muy sencillo, si él no quiere hacerme caso no lo hará —dije mirando a todas partes, escrutando los coches que pasaban a nuestro lado.

Lo hizo. Llamó a la central. Un pasajero se subió al taxi y él me deseó suerte por la ventanilla.

No sabía qué hacer, si esconderme para que no me descubrieran Lilí y Greta o dejarme ver por si venía el padre de Verónica. Opté por refugiarme en la puerta de un banco, lo bastante amplia como para que pudieran dormir varios mendigos a cubierto. Era difícil saber si el Mercedes habría pasado y si me habrían visto, pero debía esperar, debía confiar en que Daniel quisiera echarme una mano. También a él le atormentarían las dudas de si era o no mi padre, y si no le atormentaban, le picaría la curiosidad. ¿Y si no venía? Tendría que ir pensando en dónde pasar la noche. Podría ir a casa de los padres de Pascual y explicarles mi situación, aunque también a Lilí tarde o temprano se le pasaría por la cabeza esa posibilidad y tendría que marcharme porque Lilí era persuasiva y muy lista y era mi abuela y no era razonable que nadie pensara que una abuela quisiera hacerle daño a su nieta.

A los veinte minutos, prácticamente decidida ya a pedirle a alguien dinero para el metro, vi andar de un lado para otro por la fila de taxis al que parecía Daniel y me lancé hacia él. Llevaba vaqueros, un anorak sin cerrar y una camisa blanca debajo.

—¿Daniel? —dije al llegar a su altura.

Me miró de arriba abajo, como sus compañeros, muy serio, un poco asustado.

—¿Laura?

Le tendí la mano, helada, por el frío y porque no me corría la sangre. Sin embargo, había dejado de aterrarme ver el Mercedes venir hacia mí.

Daniel se quitó el anorak y me lo puso por los hombros.

—Tengo el taxi al final. Vamos.

Anduvimos en silencio y con rapidez. Cuando llegamos me quitó el anorack y lo metió en el maletero. Me dijo que me sentara delante porque no podía dejar de trabajar. Cerró las puertas y se volvió hacia mí.

—¿Tú eres…?

—Sí, soy Laura, Verónica dice que ella podría ser mi hermana y usted mi padre.

—No sé si te ha dicho que no estoy de acuerdo con esa teoría. Mis hijos son Verónica y Ángel. Me gustaría dejar esto claro antes de seguir adelante.

Cabeceé afirmativamente.

—Está claro que necesitas ayuda. ¿Qué te ha pasado?

Le pedí que nos marchásemos de allí porque mi abuela nos podría localizar en cualquier momento. Puso el coche en marcha.

—Yo aún no he comido y seguro que tú tampoco.

Capítulo 42

Verónica ante el peligro

Con las trescientas mil pesetas compré más productos. A mi madre no le habría hecho gracia que perdiese un trabajo tan bueno y que tanto esfuerzo le había costado consolidar. Al mediodía estaría libre para acercarme por la zapatería y comprobar si había algún cambio en la situación de Laura. Esta vez subiría al piso con productos para Greta. En cuanto viese las cajas negras y doradas, las cremas perfumadas para el cuerpo, no se resistiría y me llevaría a sus dominios, y cuando estuviera allí ya me las arreglaría para sacar a Laura de su cuarto y del piso.

Esta vez me llevé al polígono una mochila para no tener que cargar con una caja en los brazos. La encargada me dijo que había llamado una clienta preguntando por una comercial de mis características que le había entregado unas muestras de una línea que se estaba lanzando y que quería saber dónde localizarla. Por la descripción que le daba, la encargada le dijo que podría ser yo, pero que no estaba autorizada a proporcionarle mis datos personales. Le di las gracias por ser tan discreta mientras rogaba a las fuerzas del universo que Greta no soltara mi nombre delante de Ana porque entonces también las piezas encajarían para ellas.

Con la mochila iba como la seda. Con ese pedido podría servir a tres o cuatro buenos clientes y ganarme casi medio millón de pesetas, aunque por supuesto la primera sería la Vampiresa. No quería que pensara que había sacado de la caja postal más dinero del acordado, quería que supiese que podía fiarse de mí. Encerrada, sin ningún control sobre su vida y su dinero, podría tener pensamientos desesperantes.

De todos modos, el polígono industrial estaba más lejos del metro de lo que suponía. Creía que la vez anterior había tenido una falsa impresión por el peso y la incomodidad de la caja donde acarreaba los botes, tarros, frascos…, pero había tardado media hora en llegar y algo más para volver. Total, con el rato que había estado en las oficinas, llevaba más de dos horas sin ir al baño ni beber agua, apenas había desayunado. Me metí en un bar cerca de la boca del metro y pedí un café con leche, cuyo primer sorbo me abrasó la lengua, y un vaso de agua. El camarero me dijo que la tortilla estaba recién hecha y pensé que no sabría, una vez que llegara al territorio de Laura, cuándo podría comer, así que acepté y de la barra pasé a una mesa, me descargué de la mochila y le pedí al camarero que le echara un ojo mientras iba al baño. Regresé ligera como una pluma. Era un bar impersonal, con las mismas tapas en las mismas vitrinas de todos los bares, el camarero era como todos los camareros y yo como todos los clientes, la tortilla estaba deliciosa, los rayos de sol rompían el frío y calentaban un trozo de mano, una rodilla, media cara. La vida maravillosa, si no fuera porque…

Me levanté sobresaltada. ¿Qué me pasaba?, ¿cómo podía relajarme así? Parecía que había caído en el limbo de las cosas normales y que me costaba llegar a la orilla y salir. El camarero se sorprendió de que después de estar mirando las musarañas tuviese de repente tanta prisa. En el fondo había sido un intento de dejarlo todo, de que el mundo de Laura y el mundo en general siguiera su curso sin meter yo las narices en todo.

Bajé corriendo las escaleras del metro. Me llevaba tres cuartos de hora llegar a Goya y las paradas eran más largas que nunca, siempre había algún gracioso que impedía que las puertas se cerraran a tiempo. No tenía justificación y no me extrañaba que se me hubiera pasado el plazo de matrícula de la universidad. No sabía dónde tenía la mano derecha. No sé cómo pensaba salvar a Laura de su familia si no era capaz de salvarme a mí misma. Lo peor fueron los trasbordos con escaleras kilométricas hacia los infiernos y riadas de gente que no paraban de entrar e impedían que se cerraran las puertas. Todo estaba en contra.

Llegué atolondrada y sudando alrededor de las dos y media. Todavía estaría Greta en la zapatería y Lilí arriba. Prácticamente pegué la cara al escaparate esperando ver ondear las faldas de Greta, pero la única que atendía a los clientes era la dependienta. Quizá habría ido a comer a la cafetería de siempre, por lo que me fui para allá. Tenía que asegurarme de que nada más hubiese una persona con Laura en el piso.

En la cafetería no había rastro de ella ni de su Larry. Volví atrás, otra vez a la zapatería. Nada. Crucé enfrente del portal de la casa, amparada por el pórtico de Zara. Me sabía de memoria la fachada de la casa. Era de color crema, los adornos en blanco con miradores de cristal y ventanas un tanto pequeñas, de épocas en que nadie quería que se supiese lo que ocurría dentro. Casas hechas para que no entrara el frío, el calor ni ninguna mirada curiosa.

Estaba decidiendo si subir o no —¿qué podían hacer, matarme?—, cuando vi un coche aparcando en segunda fila. Lo miré sin interés, simplemente porque se movía en mi campo de visión, que era el portal y el camino que iba y venía de la zapatería a la vuelta de la esquina. Por eso me costó unos segundos darme cuenta de la trascendencia del momento. El doctor Montalvo, el psiquiatra de mi madre y al parecer de Laura, salió del coche y con paso rápido se metió en el portal. Llevaba un abrigo hasta los tobillos que le quedaba demasiado ajustado —se creería más delgado de lo que era y quizá también más alto— y el bigote sobresalía de su persona como una amenaza. Si el doctor Montalvo estaba allí para llevarse a Laura, es que no había tiempo que perder. Esperaría en el portal para cruzarme en su camino y le pediría a Laura que viniese conmigo. Al doctor podría empujarlo con la mochila, Greta a pesar de su apariencia juvenil no dejaba de ser vieja, con una patada en la espinilla me la quitaba de encima, y Lilí no estaba como para correr detrás de nosotras. ¿Y si Laura no podía correr? Pero todo el plan se vino abajo cuando asomó el bosnio que a veces empujaba la silla de la falsa inválida, se subió al coche del doctor Montalvo y tras aparcarlo bien volvió a la casa. Con éste ya no podría. Tendría que tratar de que Laura se viniese conmigo por las buenas.

Me sujeté bien las asas de la mochila e iba a cruzar la calle para esperar al grupo en el mismo portal cuando vi un taxi y una larga pierna conocida que salía de él. La pierna de Ana, el cuerpo entero de Ana, con la que tampoco podría porque era tan fuerte como yo. Llevaba un abrigo beis desabrochado y zapatos planos. Se pasó la mano por el pelo y miró a los lados. Estaba tan profundamente seria que parecía fea.

Capítulo 43

Laura con su padre

Entramos en un pequeño restaurante que tenía una hornacina verde en la fachada para la carta y tejadillo falso. Me sentía desnuda, sin dinero, sin nada, me parecía que todo el mundo me miraba y le pedí que nos sentáramos en un rincón.

La gente del local lo conocía y me miraron con curiosidad, o a mí me lo parecía. Tenía la sensación de que la humanidad entera, el sol y los planetas nada más tenían ojos para mí porque iba sin calcetines, con los pantalones de muñequitos del pijama, despeinada y con cara de enferma.

Fui al baño mientras Daniel pedía los menús. Me lavé las manos, la cara, traté de peinarme con los dedos y me enjuagué la boca a conciencia para echar cualquier resto de medicamento.

Daniel se había situado de cara al baño, yo de cara a la entrada. En la mesa había un cestillo con apetitosas barritas de pan y aceitunas en un plato. Me sirvió agua. Estaba fría y rica y enseguida trajeron una sopa de verduras humeante.

—Cuando terminemos la sopa, hablamos. Te sentará bien.

La saboreé cucharada a cucharada. En el fondo había sido tan sencillo ser libre…

—Imagino que ha sido Verónica quien te ha metido en este lío.

—Es más que un lío, toda mi vida está patas arriba.

Daniel no podía hacerse una idea de cómo era mi aspecto normalmente. Nunca, nunca me habría imaginado en un restaurante con esta pinta. Parecía una de esas pesadillas en que me veía en el andén del metro desnuda de cintura para abajo.

—¿Le parezco una trastornada?

—No lo sé. ¿Te parece lógico lo que haces?

—Nada es lógico. No es lógico que un día apareciera Verónica diciéndome que mi familia es otra y que he vivido engañada hasta los diecinueve años.

—¿Hasta ese momento nunca habías salido en pijama a la calle?

Sonrió después de decir esto y yo también reí.

—Creo que hasta ahora no me he atrevido a ser una mujer.

Con el segundo plato me sentí mucho mejor. Me tomé todo el pescado, la ensalada y no dejé ni un panecillo vivo. Ya no distinguía si era por hambre o por afán de supervivencia: no sabía lo que iba a ser de mí el resto del día y no debía desperdiciar nada.

—He salido huyendo —dije saboreando un trozo de tarta de frambuesas—. Y no tengo claro si he huido de ellas o de mí misma.

—Estarán buscándote.

—Hoy iban a llevarme fuera de Madrid, al campo, a una residencia de locos, creo. He decidido escaparme antes.

—¿No exageras un poco?

—En eso no. Tenían el equipaje hecho y sólo faltaba que llegara el doctor Montalvo.

A la legua se notó que se sorprendía. Tuve que repetirle el nombre del médico.

—El doctor Montalvo es psiquiatra y es al que se le ha ocurrido la idea de encerrarme en una casa de reposo. A mi madre y a mi abuela les parece bien, a la única que no le gusta es a mí.

Estaba pensativo. A veces se subía y se bajaba las gafas y se pasaba la mano por la cara.

—¿Tenéis una amiga que se llama Ana?

Asentí.

—¿Y tiene un perro que se llama
Gus
?

Asentí.

—¿Qué hacías antes de ser una vagabunda?

Volvimos a reírnos discretamente.

—Me encargo del negocio. Una zapatería en la calle Goya, se llama…

Afirmaba con la cabeza como si todo lo que le contaba lo hubiese vivido antes.

—También soy profesora de danza —dije preguntándome si alguna vez podría volver al conservatorio. Por lo menos en ese dinero no mandaba Lilí.

Le sorprendí observándome el pelo y las orejas. Bajó la vista a la taza de café. Yo me tomé dos, necesitaba espabilarme completamente.

Cuando salimos a la calle ya no tenía tanto frío y me pareció que acababa de salir al mundo. Acababa de recibir el primer soplo de aire y de sol sin la sombra de los chales blancos de Lilí. Ahora era como cualquier chica de mi edad, como cualquiera.

—Te llevaré a casa, yo tengo que trabajar. Con un poco de suerte estará Ángel, que se supone que a estas horas estudia.

Me miró sonriente.

Ángel llegó al mismo tiempo que nosotros arrastrando a
Don
, que quería jugar un poco más y que se abalanzó sobre mí al verme. Ángel se paralizó. No entendía nada. No dijo nada. Miró a su padre.

—Que se duche y se ponga cómoda. Prepárale el cuarto de invitados.

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