Read Entra en mi vida Online

Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (20 page)

BOOK: Entra en mi vida
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—¿Por qué? En esa casa será muy feliz.

—Ya veremos —dijo.

Me acomodé más en el sillín, no pensaba volverme atrás.

—Mateo acabará haciéndote daño, créeme. —Puso una bota en el guardabarros—. Puede llegar a ser muy egoísta.

Iba a decirle que hoy mismo había ido a buscarme a casa, pero logré no entrar en su juego.

—No me lo parece —dije.

—¿No te lo parece? —Sonrió—. No te lo parece. Eres una cría aunque tengas ese aspecto de tía mayor.

Siempre había parecido mayor de lo que era, en los últimos cursos de colegio la gente me imaginaba en el instituto, y en el instituto creían que ya estaba en la universidad. Ahora podría tener hijos y casi treinta años. Sin embargo ella aparentaba muchos menos años de los que tenía debajo del azul de los ojos y de la piel transparente. No era ingenua, no era tierna como un corderillo.

—Creo que es egoísta contigo, no conmigo. Creo que no te quiere.

Nunca, jamás, me habría creído capaz de soltar una cosa así.

—Ni a ti tampoco —dijo dolida, quitando el pie de la moto.

¿A qué se dedicaría aparte de perseguir a Mateo? ¿Estudiaría?

—¿Tú también te dedicas a la música? —pregunté realmente interesada.

Negó con la cabeza. Los suaves flecos de la cresta se movieron como la hierba en el campo.

—¿Qué estudias?

Se alejó. Y cuando iba a preguntarle si trabajaba en algo ya no estaba allí. Se marchó dando largas zancadas, que era la forma que tenía de romper su elegancia natural. Empecé a sospechar que quizá no hiciese nada, que su cometido fuese estar enamorada de Mateo y, por lo tanto, dedicaría todas sus fuerzas a este empeño y yo nunca podría competir con ella. Y mientras esperaba a Mateo empecé a sentirme más y más ridícula y me entró un gran cansancio. Lo único que me animaba era que él había ido antes a buscarme y que tenía muchas ganas de verle.

Cuando bajé del sillín para salir corriendo de allí, apareció moviéndose deprisa hacia mí. En la oscuridad me gustaba infinitamente más. En la oscuridad era todo lo que yo quería.

No me dio tiempo de hablar.

—¡Vámonos! —dijo poniendo en marcha la moto.

Me abracé a su espalda. Había hecho bien en venir. Si no me hubiese decidido, ahora no tendría esto.

No pensaba en nada. No íbamos camino de mi casa y no tenía por qué preocuparme. Paramos junto a un portal con la puerta de barrotes de aluminio. No había ascensor y subimos tres pisos en silencio y respirando cada vez más fuerte. Mateo tosió, fumaba mucha hierba.

—Es el piso de un amigo, del largo que siempre está en la puerta.

Procuré no pensar en el largo, para mí la Estaca, ni en que le había dejado el piso. Procuré no fijarme en las sábanas. Me concentré en Mateo, y preferí verle desnudo por primera vez en la oscuridad y que hiciésemos el amor por la noche, en una casa desconocida y en una cama que en lo sucesivo sólo vería en mi memoria. Era como si no estuviera ocurriendo, como todo lo que gusta y que parece un sueño. Aunque estuviese encendida la luz, no era como por la mañana, era un deseo que se cumplía. Preferí marcharme a casa en taxi, y Mateo tampoco insistió en acompañarme.

Durante el trayecto, mientras las sombras de la noche acariciaban mi viaje, no podía dejar de mirar el anillo que Mateo había sacado del bolsillo de la gabardina. Por lo visto había ido a casa con la intención de dármelo, pero luego con la discusión se le quitaron las ganas. Era una copia de la cobra que llevaba él. Y como me estaba un poco holgado me lo coloqué en el dedo corazón.

• • •

Echaba de menos a Mateo, sobre todo cuando iba a ver a mi madre. Cuando estaba con ella se me olvidaba, pero a la salida me volvía a la cabeza. Él era la vida maravillosa. Hacía ya una semana que no lo veía y no sabía nada de él, y cuando me tentaba la idea de acercarme por el local comprendía que no debía hacerlo porque este deseo estaba cumplido y no debía forzar nada. Si la vida quería que nos encontrásemos nos encontraríamos. Deseaba que por una vez el destino se ocupase un poco de mí y no yo siempre del destino. Del mismo modo que me había concedido una hermana fantasma, podía concederme a Mateo, aunque sabía, de alguna manera sabía, que Mateo no sobreviviría en mis otras vidas, fuesen cuales fuesen esas vidas que ahora no podía tener.

Capítulo 18

Laura, París te llama

Sentía nostalgia de aquel invierno en que, como si fuese la cosa más normal del mundo, me compré un billete de avión a París con dinero que había ido ahorrando de lo que me daba Lilí por atender la zapatería. Era poco, pero yo no era una empleada, era la futura dueña del negocio y sería absurdo quitarme el dinero a mí misma. Tampoco tenía muchos gastos. Algún cine, algún restaurante, alguna discoteca; la ropa me la costeaba Lilí y no reparaba en gastos porque quería que su nieta fuese bien vestida tanto dentro como fuera de la tienda. Los zapatos y los complementos los cogía de allí y el resto de la ropa la elegíamos mi abuela y yo cuando salíamos de compras. A mamá le tiraba lo hippy, lo oriental, lo étnico, lo diferente, y no nos acompañaba.

En el aeropuerto me esperaba Pascual. Había pedido permiso en el laboratorio para ir a recogerme y tardamos en llegar a su apartamento dos horas porque estaba en un barrio de las afueras, Montreuil. Quizá quedaba algo lejos del centro, pero el metro era rápido y la ciudad maravillosa. Me gustaba mucho cómo Pascual hablaba francés con la gente y me gustaba vernos sentados en una de esas terrazas bohemias de Le Marais. Imaginaba que salía de mi propio cuerpo para quedarme contemplando a esa pareja de novios. Él mayor que ella, veintiocho, con abrigo de paño azul marino y una enorme bufanda enrollada con cuatro vueltas alrededor del cuello o que dejaba que le cayera hasta los pies. Melena muy negra y barba como intentando ser ya un viejo sabio, hablaba con entusiasmo de la vida y de su trabajo mientras se liaba un cigarrillo. Ella se encontraba muy bien, recostada en él y con la cara hundida en la bufanda, aspirando el olor a lavanda de la colonia que siempre usaba Pascual. Él, una vez liado el cigarrillo, la cogía por los hombros con el brazo izquierdo, y con la mano derecha llevaba y traía el pitillo de los labios dando largas caladas.

Lo conocí en la fiesta de cumpleaños de una amiga del colegio. Era hermano de su novio, y mi amiga me dijo que en cuanto nos vio juntos supo que nos entenderíamos de maravilla. Lo que quería decir era que yo apenas había salido con chicos y él tampoco con chicas. Yo porque siempre estaba con Lilí y él porque era muy tímido y porque lo que más le preocupaba era su futuro. Enseguida empezamos a salir. Iba a buscarme a la tienda o yo iba a buscarle a la facultad, hasta que a él le concedieron la beca en el Instituto Pasteur. Estaba muy orgullosa de todo lo que hacía Pascual y de tener un novio científico y no un pelanas. Ni Lilí ni mamá me decían nada, pero cuando se marchó creo que Lilí se alegró. Me dijo que yo también tenía que labrarme un porvenir.

Pero en París todo era distinto. Me sentía completamente libre. Apenas me acordaba de la tienda ni de mi familia, y cuando me acordaba sentía remordimientos por haberlas olvidado tan rápido, me veía como un monstruo sin sentimientos, un monstruo feliz. No me importaban los interminables trayectos, ni que el apartamento fuese tan pequeño y oscuro, porque todo ocurría dentro de una aventura, mi aventura. Ni siquiera me daba cuenta de que vivíamos con lo mínimo. Los amigos de Pascual se ofrecieron a buscarme clases de ballet y yo empecé a proponerme como profesora en los centros culturales del barrio. Me asombraba lo fácil que era dejar algo atrás, lo fácil que sería quedarme a vivir aquí y no regresar jamás. Y empezaba ya a pensar cómo comunicarles a Lilí y a mamá que me quedaría una temporada para aprender francés cuando recibí una llamada que truncó el proyecto más fantástico de toda mi vida.

Era mamá para decirme que tenía que regresar porque Lilí se había caído. Le habían fallado las rodillas y estaba en el hospital. Mamá no podía atender la tienda y cuidar a Lilí, no podía con todo y me dijo que regresara urgentemente. No me lo pidió, me lo ordenó; no había alternativa.

Cuando Pascual llegó a casa aquella noche me vio haciendo la maleta. Un amigo suyo me había encontrado clases de dos horas tres días a la semana en el centro y esto sólo era el principio. No quise escuchar más, no quería imaginarme mi maravillosa vida en París, la caída de Lilí me había dejado sin aventura.

En sólo dos días estaba de vuelta en Madrid. Mi abuela ya había salido del hospital y me esperaba postrada en una silla de ruedas. Me recibió llorando. Las lágrimas le caían por su blanca cara, por su redonda cara. Yo no tenía ganas de llorar. Era un soldado que iba a cumplir con mi obligación. Los veinte días pasados en París fueron toda una vida que podría haber vivido.

Volví a hacerme cargo de la tienda, y mamá a los pocos días se marchó de viaje. Dijo que no podía más, que tenía que desconectar. Yo era joven, tenía más fuerza, lo comprendía, no podía hacer otra cosa, no podía ser tan irresponsable como ella.

Capítulo 19

Verónica lo descubre

Me levanté atontada. Me puse el café e hice mecánicamente lo que hacía por las mañanas. Mi padre se había marchado a trabajar con el taxi a las siete. Yo también me desperté a esa hora, pero cerré los ojos sin moverme y dejé que la cabeza pensara como si estuviera separada del cuerpo y de mi espíritu. Desde que María, la ayudante del detective Martunis, me dijo que un día las piezas encajarían solas y que yo sólo tenía que ocuparme de reunirlas, me despertaba con la ilusión de ver a la Laura de diecinueve años con claridad, su casa, su familia. Lástima que aún me faltaran piezas. Pero ¿y si yo no era tan inteligente como María daba por supuesto?, ¿y si las piezas no pudiesen combinarse correctamente en mi cerebro de chorlito? ¿Y cuáles eran esas piezas? Por lo menos ya había conocido a gente que había visto a Laura físicamente cuando era niña. Sabía que tenía una abuela, a la que llamaban doña Lilí, y una madre con nombre de actriz, y yo había tenido su foto en las manos. La foto. La foto era una pieza clave aunque por ella no sería capaz de reconocer a la Laura de ahora. No podría reconocerla por la calle simplemente por haber visto esa foto. Podría ser muy alta y muy gorda o muy delgada y el pelo podría habérsele oscurecido. No tenía nada característico en su cara que la identificara. Sin embargo ella, en caso de encontrarla, sí se reconocería en la foto. Y, sobre todo, era como tener algo de Laura, de su existencia, algo de su realidad.

Ya se había ventilado la casa lo suficiente y cerré las ventanas contra un pelotón de nubes bajas y grises que anunciaban el otoño. Primero las del salón, luego la de la cocina, después las de las habitaciones, la última la de mis padres. Mi padre tenía el detalle de dejar la cama hecha, desde que decidió afrontar la situación volviendo al dormitorio de matrimonio. No la hacía muy bien, pero según la dejaba era como tenía que estar, era el mundo de mis padres y sólo ellos debían tocarlo. El armario estaba entreabierto y fui a cerrarlo. Metí la mano en los bolsillos exteriores e interiores de la chaqueta azul marino de mi padre, la que se ponía en las ocasiones señaladas en el calendario de la cocina. Era un calendario grande que regalaba el banco por Navidad y donde se iban apuntando las citas del médico, del dentista, los vencimientos de las facturas, el día de la revisión del gas y también las salidas con la chaqueta azul: cenas con amigos de mi padre, teatro, algún musical, bodas.

Sin darme cuenta estaba buscando la foto de Laura que un día había desaparecido de la cartera de cocodrilo. Primero sospeché de Ana, pero luego empecé a recelar de mi padre, que, conociéndole, seguro que culpaba al turbio asunto de Laura de lo que le ocurría a su Betty. Seguramente no se atrevería a romper la foto, mi madre no se lo habría perdonado nunca, pero sí podría haberla escondido simbólicamente, podría haberla arrancado simbólicamente del camino de mi madre. Nunca me había atrevido a preguntarme si mi padre no querría a su hija Laura, una hija como yo al fin y al cabo. En su descargo, el hecho de que no había llegado a verla y que realmente creía que estaba muerta y que no quería que aquello que salió mal lo estropease todo. Pero lo había estropeado todo, por eso estaba rebuscando en los bolsillos de sus chaquetas (de la azul elegante había pasado a la marrón normal y a la gris de entretiempo) la foto de una niña que podría ser mi hermana. Las circunstancias no nos habían dejado ser una familia normal cuando no queríamos ser otra cosa. Yo no aspiraba a ser rara como la princesa punki, y mi madre podría haber sido una vendedora auténtica de productos dietéticos y de belleza, y mi padre quizá fuese dueño de una flota de taxis, y Ángel… Hay gente que se empeña en no ser normal y algunos daríamos lo que fuese por serlo. Aunque encontrase a Laura, y Laura fuese mi hermana y mi madre pudiera abrazarla, ya nos habíamos salido de lo normal. ¡Ay, Dios!, no encontraba la foto. Abrí el cajón de la cómoda y saqué las carpetas con documentos de su trabajo. Las abrí con aprensión: no quería que se me cayera al suelo ningún papel. No las examiné a fondo, pero a simple vista tampoco estaba allí. Quizá entre los pañuelos y calcetines. Tampoco. Faltaban por escudriñar otros lugares. No podía registrarlo absolutamente todo. Si la había escondido, sería difícil encontrarla. Así que desistí y decidí examinar una vez más la cartera de piel de cocodrilo. Desdoblé la manta, y allí estaba la cartera como el primer día en que la vi hacía años, la tarde en que empecé a comprender por qué no éramos una familia normal.

Me la llevé a la mesa del comedor. Desde que mi madre estaba en el hospital, a veces, sin darme cuenta, ponía allí la taza con el café y mi padre la lata de cerveza, y me preocupaba mucho cómo podría arreglar los cercos que habíamos dejado en la caoba. Mi madre quería que esta mesa y las sillas a juego fuesen unos de esos muebles buenos que heredan los hijos de los padres.

Desplegué la cartera y la sacudí para que cayera cualquier cosa que hubiera podido quedar escondida entre los pliegues. Nada. Luego la examiné a conciencia. El misterio de la foto de Laura era verdaderamente un misterio. Me sentía como una ciega. No la había visto desaparecer y si estaba en alguna parte tampoco sabía verla, y poco a poco se me iba borrando de la memoria hasta el punto de llegar a dudar de haber visto la cara de Laura alguna vez. Había mirado mil veces debajo de la mesa, del sofá, del aparador. Puede que el viento la llevase hasta el porche. También había mirado debajo de los sillones del porche. Puede que hubiese volado por la ventana. Me marché a la cocina a hacerme otro café y lavé despacio una de las tazas blancas en forma de tubo en las que me gustaba bebérmelo. No sabía por qué me sabía mejor en esa taza, era una manía a la que irían añadiéndose otras, como le pasaba a toda la gente mayor que había conocido. Con la taza en la mano llegué a la mesa del comedor y sin darme cuenta volví a ponerla encima. Otro cerco. Lo limpié rápidamente con la manga de la camiseta y fui a buscar un trapo. Esta vez el desastre no fue total. Sentía mucha angustia pensando en lo que le estábamos haciendo a la mesa de mi madre. Coloqué la taza sobre el trapo. Lo bueno qué delicado es. Tenía la cartera bajo la vista. Quizá podría contarle a Mateo lo que me ocurría y él me ayudaría. Cuatro ojos ven más que dos, él no se lo diría a nadie, ni siquiera conocía a mi madre. Pero entonces yo no tendría un respiro, no tendría otra vida.

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