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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (8 page)

BOOK: Entra en mi vida
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Se quedó observándome como si acabara de darse cuenta de cómo era yo en realidad.

—¿Desde cuán…?

Le interrumpí.

—Desde los diez años.

La mano que no sostenía la foto se la pasó por la cabeza. Era un hombre atrapado en una vida que no se parecía a él, pero a la que iba acercándose cada vez más deprisa.

—Lo siento —dijo—. No contaba con esto. Creía que el tiempo iría colocándolo todo en su lugar.

—Si no lo coloca el tiempo, tendremos que colocarlo nosotros. ¿Quién es esta niña?

Retiró una de las sillas que había alrededor de la mesa y se sentó en ella, luego la corrió hacia adentro y el borde de la mesa se le encajó en la cintura. La casa sin mi madre resultaba vacía, parecía que íbamos a mudarnos de un momento a otro. Sus pasos hasta que se quitaba los zapatos y después sus pasos sin zapatos, con peso pero sin ruido, la voz áspera de haber fumado mucho en su juventud, su olor al gel que se hacía ella misma echando esencia de rosas, que le había traído Ana de Estambul, en un jabón del supermercado, su manera de quitarse el sujetador vestida, desabrochándoselo por detrás y luego metiendo la mano por una manga, tirando de un tirante y haciéndolo salir por ahí como una tripa suelta, sin darle importancia. Todo esto faltaba.

Los dos miramos a la niña.

—En realidad no lo sé. Todo son suposiciones, aunque a Betty parece que le bastan.

La llamó Betty, no tu madre, que era lo habitual, lo que significaba que entrábamos en un terreno extraño o no recorrido hasta ahora.

—Aquí pone que se llama Laura.

Mi padre acababa de darse cuenta de que yo siempre había tenido ojos y oídos.

—¡Joder! Podrías haber dicho algo. No sé cómo has podido callarte.

—¿Y no habría sido peor?

—Seguramente. Así sólo habrás tenido sospechas.

—¿Sospechas de qué?

—¿No te lo imaginas?

—No.

—Si no lo imaginas es porque no quieres. Eres muy lista.

—Y si no me lo he imaginado antes, no voy a imaginarlo ahora —dije poniéndole delante de la cara la foto.

Mi padre bajó la cabeza.

—Me tomaría una cerveza.

Iba a decirle que se habían acabado las cervezas, no me gustaba que bebiera tanto, pero comprendí que era el momento de que mi padre y yo nos tomáramos una cerveza juntos.

Puse dos jarras de Heineken y abrí las cervezas con paciencia; antes comprobé que estaban bien frías, al fin y al cabo si llevaba con el peso de no saber nada varios años, podría soportar cinco minutos más. En cualquier otra situación habríamos brindado, ahora estábamos tristes. Bebimos un trago largo y luego otro. Mi madre estaba en la habitación 407 sin enterarse de nada.

—Betty cree que esa niña es su hija, tu hermana.

No digo que no se me hubiese pasado por la cabeza alguna vez, pero oírlo me mareó. No había cenado, me había tomado una cerveza y estaba sabiendo la verdad. Me levanté de la silla y me senté en el sofá, por lo menos de ahí no me caería.

—¿Y tú qué crees?

—Creo que hoy nos acostaremos tarde y dormiremos poco.

Fue a buscar otro par de cervezas, pero yo no abrí la mía.

—Perdona —dijo mi padre pegando un largo trago a la siguiente sin hacer caso de la jarra—, tengo mucha sed. Dos años antes de nacer tú tuvimos otra hija que nació muerta.

—Bueno —dije, pensando en ese perenne gesto distraído de mi madre que me ponía enferma—, sabía algo de eso, creía que había sido un aborto.

—No, la niña llegó a nacer en el mes que le correspondía, pero hubo alguna complicación de última hora y cuando nació no respiraba.

La cabeza me iba muy lentamente, me costaba relacionar una cosa con otra. Mi padre vino a sentarse en el sofá junto a mí. Se aseguró las gafas con un dedo.

—Aún no estábamos casados y a mí el parto me pilló de viaje.

Se quitó las gafas. Sin gafas sus ojos resultaban muy lejanos, perdidos en alguna parte.

—¿Con el taxi?

Se las volvió a poner y volvió a pegarle un largo trago a la lata. Movió negativamente la cabeza como si tuviese ocho años y hubiese roto algo.

—Mis padres insistieron en que les acompañara a Roma, querían ver el Vaticano. Les hacía mucha ilusión que lo viésemos los cuatro juntos, ellos, Rafa y yo.

Mi padre, que en cuanto salía de los límites de nuestra comunidad autónoma nos relataba los viajes con toda clase de detalles, nunca había hablado de éste; le traería el mal recuerdo de su hija muerta y también de su primo Rafael, un ser al parecer adorable que no pudo salir de la droga y que debía de andar malviviendo y enfermo en alguna parte del mundo.

—Fue un regalo que mis padres querían hacerme y llevaron también a Rafa para que me divirtiese más. Lamentablemente, no podían haber elegido peor fecha. Nos alojamos cerca de la Fontana di Trevi y comíamos y cenábamos en
trattorias
, y después siempre veíamos algún espectáculo, y después del espectáculo Rafa y yo nos íbamos a bailar. Casi me olvidé de Betty, no tenía tiempo ni de llamarla por teléfono. No quería usar el de la habitación porque en los hoteles te clavan con las llamadas y en cuanto estaba en la calle o no encontraba cabina o me distraía con cualquier cosa. No tenía miedo, ¿comprendes? No veía los peligros que no se veían. La vida era alegre, y cuando volviera de este viaje, una auténtica oportunidad de que mi padre se rascara el bolsillo a lo grande, de pegarme la vidorra, cuando regresara, Betty se pondría de parto y nacería la niña y nos casaríamos y todo seguiría su curso, ¿comprendes?

No contesté; entendía lo que me contaba, pero no entendía lo que había pasado. Según él, mi madre se puso de parto mientras él estaba en Roma. Con los dolores y la dilatación no sería fácil dedicarse a localizarle. Mis abuelos maternos vivían en Alicante y no llegaron a tiempo. Se encontró sola. Mi madre tuvo que resistir sola el golpe de que le dijeran que su hija había muerto. Ingresó en la clínica a las cuatro y media de la madrugada y dio a luz a las once de la mañana.

—Cuando llegué a los dos días ya había ocurrido todo. Estaba tan deprimida, tan derrotada que no quiso llamarme. Me dijo que ya daba todo igual. Insistí en que nos casáramos enseguida y a los dos años aproximadamente naciste tú. Esta vez estuve a su lado todo el tiempo, rezando para que no hubiese sorpresas de ningún tipo, para que sucediese lo que debía suceder.

• • •

Como mi padre predijo, apenas dormí. A las cuatro terminó de abrir latas de cerveza y de contarme la desgraciada historia de mi madre y su hija muerta. Mi madre, después de nacer yo, empezó a darle vueltas a la cabeza y a hacer preguntas a los médicos sobre las causas por las que un bebé puede morir en el parto, y no llegaba a entender por qué conmigo todo había salido perfecto y con Laura tan mal si los dos embarazos habían sido completamente normales y los análisis y las ecografías daban bien. Por lo visto, cuando me oía llorar le recordaba el llanto de Laura, lo que no parecía probable porque la sedaron en el último tramo del parto. Aun así, ella estaba segura de haberlo oído. Quizá en sueños, pero lo había oído. Además, nunca llegó a ver el cuerpo, no quisieron enseñárselo para no traumatizarla. Y decía que sólo tenía que mirarme a mí para saber que su otra hija estaba viva y que se la habían robado, como si fuera un coche, una cartera con dinero, una joya. Así que, según yo crecía, la certeza de que Laura no había muerto se fortalecía. El nacimiento de mi hermano fue como la seda. El doctor que atendió su parto y el mío dijo que mi madre estaba en condiciones óptimas de tener más hijos si quería, que sus embarazos eran muy buenos y que debió de ocurrir algún desgraciado accidente fuera de lo normal en el nacimiento de Laura.

Cuando me desperté a las nueve, los ronquidos de mi padre se oían desde el pasillo. A partir de las diez los médicos pasaban visita en las habitaciones. Procuraba estar allí para que me dijeran cómo iba la anemia de mi madre. A veces deseaba con todo mi ser que ya estuviera en condiciones de que la operaran y que acabara esta pesadilla, pero otras veces quería que continuara un poco más para que no la llevaran al quirófano porque así estaba bien, vigilada y sobre todo viva.

No le desperté. Se merecía descansar. Debía de haberle liberado el compartir conmigo el gran secreto de la familia o por lo menos no tener que ocultármelo. Ahora sabía que llevarse los secretos a la tumba destroza los nervios. La foto de Laura me había intrigado tanto que desde que la descubrí, el mundo se había vuelto más engañoso, menos de fiar, como si detrás de cualquier cosa siempre hubiese otra y otra y otra. Detrás de mis padres descubrí que había otra Betty y otro Daniel. Y puede que yo ocultase a otra Verónica que asomaría en cualquier momento. El mismo Ángel estaría ya creando esos otros Ángeles que le empujarían en la vida. Ahora podía hablar con mi padre de la hermana muerta, pero no me atrevía a decirle nada a mi madre. No sabía cómo se lo tomaría. Podría decirle: tranquila, papá me lo ha contado todo. ¿Y qué conseguiría con eso? Mi madre estaba acostumbrada a creer que no me enteraba de nada.

Desayuné observando la foto del fantasma de esta casa, encerrado en el mundo plano de la cartera de piel de cocodrilo. Si existía, si era real, ¿le habría afectado en algo la angustia que habían sentido mis padres y la que indirectamente había sentido yo y todavía más indirectamente Ángel? ¿Habría llegado a sentir nuestros corazones como una vibración remota en el universo?, ¿o no sabría nada? De parecerse a alguien, se parecía a mi padre aunque no se apreciaba si tenía los ojos marrones como mi madre, Ángel y yo o azules como mi padre. Laura, en la foto, los estaba guiñando hacia el sol. Parecía entre feliz y triste, como si estuviera decidiendo qué clase de persona sería en el futuro. El pelo era castaño claro y parecía fino y suave.

Por lo menos logré sacarle a mi padre que mi madre, en contra de su opinión, había contratado a un detective, que logró localizar el colegio al que iba Laura. La foto estaba hecha en el recreo, en el patio, pero la investigación se detuvo ahí porque mis padres no tenían dinero para seguir. Era una agencia de detectives del barrio. Estaba varias calles detrás de la nuestra y para descubrirla había que ir mirando la fachada a la altura del segundo piso. Ya sabía cuál era. Muchas veces me había fijado en ese cartel como algo completamente extraño a la calle y a la gente que pasábamos por allí. Y resulta que mi madre había entrado, había subido al segundo piso y podría haberse visto su cabeza desde abajo mientras contaba la historia más triste del mundo a un desconocido. Acababa de caer en la cuenta de que quizá había ahorrado el millón escondido en el bolsillo del abrigo de visón para dárselo al detective y que siguiera buscando. Con toda seguridad también habría tratado de buscarla ella misma cuando mi padre estaba trabajando y nosotros en el colegio, y después, con la venta puerta, a puerta habría tenido una oportunidad de oro para entrar en las casas. Lo que no sabía era hasta dónde había llegado, quizá mi padre tampoco lo sabía. Ahora me venían a la mente algunas situaciones extrañas.

Una tarde de invierno. Yo tenía diez años. Y a esa edad, menos cuando estaba distraída, lo veía todo, y todo lo que veía se me grababa en el cerebro como si el cerebro estuviese hecho de barro blando. Entonces no supe lo que estaba viendo, entonces ni siquiera me detuve a analizar la situación. Ahora, sí. Aunque lo normal era que volviese sola a casa con mi hermano porque el colegio estaba al final de la calle, a veces mi madre se ponía sombría y se empeñaba en ir a buscarnos. Decía que no quería cargarme con la responsabilidad de mi hermano, pero ahora comprendía que debía de ser difícil vencer la aprensión de que alguien se nos llevase a Ángel y a mí. Aquella tarde en concreto estaba esperándonos en la puerta cuando salimos. Dijo que íbamos a dar una vuelta. Tomamos el metro. Ángel estaba cansado y se sentó en el suelo encima de la mochila. A mí el metro me gustaba, un chico con coleta tocaba la guitarra junto a las escaleras metálicas y en un momento podía ver cómo iban vestidas unas doscientas chicas mayores. Lo que menos me importaba es lo que tuviese que hacer mi madre tan lejos de casa. Por entonces, en aquella larga infancia en que la situación cambiaba mucho de un año para otro, incluso de un mes para otro, siempre tenía miedo de que nos ocurriera algo.

Mi hermano llevaba un anorak azul marino con capucha y yo un abrigo de cuadros grandes blancos y negros. Nuestra madre iba envuelta en un plumas que le llegaba a las rodillas, por lo que parecía más gorda de lo que era. Iba de pie, cogida a la barra, su mano a unos milímetros de la de una mujer con un abrigo beis con cinturón marrón y las solapas subidas y guantes de piel tan fina que se le marcaban hasta las venas. Me habría gustado que fuese tan elegante como ella y que no se hubiese puesto ese gorro de lana de hacía cinco años que no llegaba a romperse nunca. Me habría gustado que mi madre atrajera el interés de alguien como la señora del abrigo beis atraía el mío. Dirigía la mirada a la oscuridad que pasaba pegada a las ventanas.

No sé dónde bajamos, en algún lugar frío y oscuro con árboles y luces en ventanas y en unas pocas farolas. Mi hermano dijo que tenía hambre y mi madre de pronto recordó que había echado dos bocadillos en el bolso. Mi hermano cogió uno y desenvolvió el papel de plata, pero yo no quería sacar las manos de los bolsillos, no tenía tanta hambre como para eso. Llegamos a lo que parecían las instalaciones de un colegio. Entramos y nos paramos ante una cancha de baloncesto donde jugaban unas niñas algo mayores que yo. Mi madre nos dijo que nos sentáramos en un banco porque ella tenía que darle un recado a alguien. Entró y salió del edificio y luego se dedicó a contemplar el partido. Como me la quedé mirando perpleja, me explicó que tenía que hablar con alguien de por allí. Ángel se terminó el bocadillo sentado en el banco y después se tiró en la tierra a jugar. Le encantaba andar revolcándose por el suelo, no le daba asco nada de lo que pudiera encontrarse por la tierra de este sitio ni por las sucias baldosas de un supermercado. O corría de un lado para otro o se tiraba al suelo.

—¿Qué estás mirando? —le pregunté a mi madre, un poco impaciente por marcharme de allí—. Tengo que hacer los deberes.

—Hazlos en el banco. Ahora nos vamos.

No me veía capaz de sacar allí los libros, sólo los sacaba encima de la mesa del roble magullado de la cocina. No soportaba hacer nada que no encajara con el sitio ni la situación, y esto no encajaba. Mi madre no encajaba entre el resto de la gente que contemplaba lo que ocurría en la cancha echándose vaho en las manos, pero no estaba dispuesta a despegarse de la barandilla de hierro.

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