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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (34 page)

BOOK: Entra en mi vida
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—Pasa si quieres —dije.

Estaba hecha un asco con un jersey gordo encima del pijama. Aún no había encendido la calefacción, la casa se estaba ventilando como hacía mi madre, que a veces la ventilaba hasta mediodía. Las flores blancas que un lejano día me regaló el profesor de filosofía en compensación por el mal rato que me hizo pasar se habían marchitado y arrugado completamente en el centro de la mesa de caoba y todavía caía una hoja de vez en cuando. No me peiné, no hice nada, el mundo había cambiado.

Mateo, sin embargo, era el mismo al cien por cien, sin fisura alguna. El pelo, la eterna incipiente barba, la gabardina de su padre, los pantalones pitillo, la profunda seriedad que le quedaba tan bien. No me había duchado y puede que oliese un poco mal cuando me besó. Metió la boca y la nariz entre mi cara y el pelo revuelto y noté que aspiraba algo de mí. Me molestó que me arrebatase sin permiso aunque fuese un poco de mal olor.

—¿Quieres un café? —dije haciéndole pasar a la cocina.

Era consciente de que el ambiente no era el más acogedor del mundo. Había un montón de ropa sucia que tendría que meter en la lavadora de un momento a otro, una sartén y platos en el fregadero y vasos por la encimera.

—No sabía si te iba a pillar en casa.

—Ni yo que madrugaras.

Sonrió por dentro, nunca se reía abiertamente porque perdía todo el misterio y se convertía en un chico bueno y alegre de lo más vulgar.

Cogí una taza al azar, no una de las bonitas, del armarito, y le serví café de la cafetera y leche del frigorífico y metí la taza con la mezcla en el microondas. Le señalé una silla, pero él prefirió un taburete. No se quitó la gabardina. Me encasqueté los guantes de goma y me puse a fregar la sartén.

Él soplaba el café con leche. Se lo tomaba a sorbos mientras me miraba a mí y a los árboles pelados detrás de la ventana.

—Parece un sitio muy tranquilo —dijo.

—Ya ves —dije yo.

—¿Y tu madre? ¿Trabaja fuera de casa?

—No está —dije quitándome los guantes de un tirón y soltándolos en el fregadero.

Me miraba hacer sin saber qué pensar o no pensando nada. Estaba demasiado acostumbrada a creer que la gente que me miraba pensaba en mí cuando a veces no había relación entre una cosa y otra.

Y no me equivocaba, él estaba a lo suyo. Se abrió la gabardina. Debajo llevaba un jersey negro, su color preferido, y del bolsillo interior sacó un sobre.

—Es la invitación de boda.

No moví un dedo para cogerlo. Estaba apoyada en la encimera y me incliné para meter la ropa en la lavadora. Él continuó tomándose el café. Después de poner el suavizante fui hacia la mesa y cogí el sobre, que era de un papel muy bueno, como de tela, y dentro igual. Querían salirse de lo clásico empalagoso, pero una invitación de boda era una invitación de boda. Me miraba un poco asustado.

—No creo que pueda ir, es muy lejos.

—Nos haría mucha ilusión. Patricia me ha insistido.

Me imaginaba a la Princesa realizando su sueño delante de mis narices.

—Voy a ducharme, espérame aquí.

Me duché, me vestí. Tiré las flores marchitas del salón a la basura, pasé un paño por la mesa de la cocina. Dejé la invitación sobre una repisa y le dije que debía hacer algo urgente y que él tenía que echarme una mano.

—Qué bien hueles —dijo cuando me abracé a él en la moto. Él se había puesto un grueso anorak sobre la gabardina.

• • •

En Alcalá Meco pregunté por Bea, la funcionaria amiga de la Vampiresa. Le dije que sabía que no era hora de visitas pero que necesitaba hablar con mi amiga de una nueva línea cosmética, todo un negocio que se nos podía escapar en cuestión de horas. El cutis de Bea llevaba la marca nacarada del suero perlado que le dejé en mi visita anterior. No mencioné el dinero que tendría que haberme transferido.

—A ver qué puedo hacer —dijo.

Pasé por los correspondientes controles y al cabo de una hora la vi aparecer en la sala de visitas. Tenía el pelo más largo y había engordado. Ya no parecía una modelo ni una actriz, tenía poco que ver con la mujer sofisticada, con gafas negras de Dior, que me esperaba en su Mercedes junto al colegio Esfera.

—¿Necesitas algo? —pregunté nada más verla—, ¿unas deportivas, algo de ropa?

—Cuanto más viejo sea lo que llevo, mejor —dijo—, así no levanto envidias. Aquí estoy aprendiendo mucho.

Le miraba las arrugas que le estaban saliendo, ella me preguntaba con los ojos qué hacía allí de nuevo.

—Veo que ya no usas las cremas.

—No las necesito para la cara, las necesito para vivir mejor.

—Ya —dije—, a Bea la funcionaria le sientan muy bien.

—Déjala que disfrute.

—El caso es que tenemos trescientas mil pesetas pendientes.

Abrió los ojos hasta recordar.

—Aquí se piensa en otras cosas, lo siento. Ahora comprendo por qué has vuelto. Estaba hecha un lío. No sé qué pensará Betty de mí. ¿Puedo confiar en ti?

El hueso de melocotón se me atravesó en la garganta y casi no podía hablar. Había hecho tantas cosas de las que mi madre no se había enterado…

—Mi madre ahora… es un espíritu.

La veía borrosa, como si ella o yo estuviéramos debajo del agua.

Me cogió la mano.

—Lo siento, lo siento mucho, pobre Betty.

Tenía la mano helada y roja.

Escondí la cara en la manga de la cazadora y lloré. Ella esperó sentada frente a mí con una mano sobre otra. Cuando levanté la cabeza y me sequé las lágrimas, me dijo en voz muy baja: recuerda estos números y ve a esta sucursal de correos, abre la taquilla, hay varios sobres, coge las trescientas mil pesetas de uno de ellos y vuelve a cerrarla. No se lo cuentes a nadie.

—Yo sí quiero contarte algo —dije secándome con las manos esa gran cantidad de lágrimas que salían solas como si hubiese abierto un grifo.

Era increíble que las cosas importantes de mi vida no se las contase a mi amiga Rosana, sino a una desconocida que había intentado asesinar a su amante.

• • •

Cuando salí, Mateo se había marchado, no me había esperado, pero no me importaba. Tenía mucho en que pensar. Anduve un rato hasta la estación y regresé en el tren repasando lo que me había dicho la Vampiresa. No le extrañó lo que le pasó a mi madre con Laura. Pobre Betty, dijo otra vez. No le parecía imposible que mi hermana fantasma hubiese aparecido, y se quedó pensativa cuando le dije que hacía varios días que no la veía, que era muy extraño que no hubiese acudido a una cita conmigo y que temía que su abuela y su madre hubiesen detectado mi presencia, que se hubiesen dado cuenta de que Laura sospechaba de ellas y que se las hubiesen ingeniado para mandarla de viaje o para retenerla en algún sitio. También podría haber enfermado ella o podría haber enfermado su abuela.

La Vampiresa movió la cabeza a derecha e izquierda. Todo dependía de lo que hubiese descubierto Laura. Podría estar en peligro. Si Laura se les rebelaba, no sólo la perdían sino que podría denunciarlas.

Nada más salir me apunté en la mano el número que me había dado la Vampiresa. La oficina de correos no estaba muy lejos del centro y fui andando desde la estación pensando en qué pasos dar con Laura. Sacaría el dinero y luego iría a la zapatería con la esperanza de verla atendiendo a los clientes y no verme forzada a hacer nada extraordinario.

Sentí un gran alivio al tener las trescientas mil pesetas en mi poder. Llegué a la caja número cincuenta y nueve, tecleé la clave, saqué uno de los sobres y me encerré en el baño del bar de al lado. Me guardé el dinero y al rato, cuando más jaleo había en la oficina de correos, volví a dejar el sobre. Ahora podría comprar más productos y seguir con el negocio hasta que me matriculase de verdad en la universidad el curso siguiente. Lo importante no era haber engañado a mi madre sino que acabaría haciendo lo que ella pensaba que estaba haciendo: estudiar. No perdí de vista el interior de la zapatería durante veinte minutos, pero Laura no asomaba por ninguna parte. Sólo estaban una dependienta y doña Lilí en la caja, toda ella de blanco roto, con jersey de cuello vuelto y pantalones. Greta estaría en el piso o con su amante. ¿Y Laura? Era raro que alguien tan joven estuviese enferma más de cuatro días a no ser por un accidente o algo realmente grave. Y de tanto buscar a Laura con la mirada no me di cuenta de algo sorprendente: la silla de ruedas estaba en un rincón, por lo que doña Lilí estaría sentada en una silla, pero lo que me dejó boquiabierta fue verla levantarse e ir andando con normalidad hasta una estantería para mirar el precio de un bolso. Era bastante alta y gruesa, aunque no contrahecha ni deformada. La dependienta fue corriendo a ponerle un chal por los hombros. Doña Lilí no era totalmente inválida, andaba.

No me hacía gracia estar paseándome por ahí con tanta pasta en los bolsillos y menos bordear el parque que llevaba al conservatorio donde daba clases Laura, así que regresé a casa y terminé de limpiar y recoger. Miré con más atención la invitación de boda de Mateo: era bonita, sobre todo el papel. Guardé el sobre para usarlo cuando quisiera impresionar a alguien, rompí la invitación y la tiré a la basura, ya había demasiadas cosas inútiles cogiendo polvo por la casa. Dejé el dinero en un cajón de mi escritorio, debajo de unos apuntes del año anterior. Luego entré en el cuarto de mis padres. Por fin no sentí el hueso de melocotón y unas ganas terribles de morirme. Por fin pude ver el abrigo de visón sin que el universo estallara en pedazos. Pasé la mano por aquel pelo sin igual, como decía mamá, y me lo puse. Sentí una inmensa paz, como si me abrazaran todas las nubes algodonosas del cielo. Saqué el dinero del bolsillo y lo guardé con las trescientas mil debajo de los apuntes y como si una mano me empujara caí en mi cama y dormí hasta que Ángel abrió la puerta y empezó a hacer ruidos como si se quebraran las patas de los muebles, como si se rompiera la vajilla. Se me había olvidado comer.

—¿Qué haces así vestida? —preguntó al verme aparecer con el abrigo.

—Creo que han secuestrado a Laura su madre y su abuela.

—Al principio me has parecido mamá.

—¿Y? ¿Me has oído?

—Esta tarde tengo baloncesto, no pienso ir a rescatarla contigo.

Ángel se había recuperado tan pronto de la muerte de nuestra madre que me tenía preocupada.

—¿Por qué eres así, Ángel?

Se encogió de hombros y abrió el frigorífico. Cogió el cartón de leche y se lo llevó a la boca. Se lo quité de un manotazo.

Creo que lo hizo para provocarme porque era una de las cosas que más rabia me daba. Creo que intentaba que viviésemos nuestra vida.

• • •

La recepcionista del conservatorio, como era natural, no me reconoció. Me miró de arriba abajo con satisfacción. De alguna manera, sin darse cuenta, le gustaba la gente de pasta.

—Busco a Laura Valero, la profesora de danza.

—¡Uf! Tenemos un problema con Laura. Hace unos días llamó diciendo que se había roto un pie y que no sabía cuándo volvería. Estamos reubicando a sus alumnos en otras clases.

—¡Ya! —dije—, sí que es un problema. ¿Y llamó ella personalmente?

Movió la cabeza desconcertada haciendo memoria.

—Creo que sí. Ella o su madre. Puede que fuese su madre.

Quizá Ángel no hubiese dicho ninguna tontería y tuviéramos que rescatar a Laura. Ojalá fuese verdad lo del pie. Sólo tenía que ir a su casa. Si me daba prisa, si tomaba el autobús, aún podía llegar antes de que cerrasen la zapatería. Siempre llevaba en la mochila muestras de cremas y podía decir que me mandaba la empresa para enseñarles los nuevos productos y obsequiarles con unas muestras.

No sabía si seguir esperando en la marquesina o echar a correr parque a través. Sudaba con el visón y me lo quité, no estaba acostumbrada a ir tan abrigada. No podía volver a casa con esa incertidumbre, no podría dormir, mientras a Laura Dios sabe lo que le estaría ocurriendo. Y todo por mi culpa. Desde luego, andando ya no llegaría. A lo lejos se veían dos luces altas que podrían ser del autobús, pero cómo arriesgarme. Paré un taxi que milagrosamente pasó por esta zona prácticamente despoblada. Los semáforos se fueron abriendo a nuestro paso. Llegué diez minutos antes de que cerraran la tienda.

Entré en el portal donde vivían y le dije al portero que venía al dentista. Aunque parezca increíble me pareció que me reconocía de la vez anterior porque me dio el paso con la mano. Me quité el abrigo y subí andando porque el ascensor era antiguo, con dos puertas, primero una verja de hierro forjado y luego otra de madera, y tardaba una eternidad en arrancar. Tenía hasta un pequeño banco para sentarse, no era la primera vez que tomaba uno de éstos. En la puerta me puse el visón para causar mejor impresión y llamé al timbre. Esperé. Volví a llamar. Nada. No se oía ningún ruido. Llamé otra vez. Si Laura estaba escayolada no podría moverse, pero podría oírse música, la televisión, algún signo de vida. Me atreví a agacharme y llamar por debajo de la puerta: ¡Laura! No tuve respuesta y no quería que me sorprendiera algún vecino haciendo esto, se lo dirían enseguida a doña Lilí, todo el mundo quería hacerle la pelota. Por lo que conocía del piso calculé más o menos dónde daba la habitación de Laura. Si me situaba enfrente del edificio, a lo mejor me veía.

Precisamente cuando iba a bajar, el ascensor subía ocupado por la masa blanca de su abuela, así que subí unos cuantos escalones sin apoyar los talones —malditas botas ruidosas— y me quedé escuchando junto a la barandilla. Abrir y cerrar las puertas del ascensor duraba lo suyo y sacar a doña Lilí en la silla más.

—Me deprime esto de la silla, ¿es necesario? —dijo Greta, la madre de Laura.

—Me duelen las rodillas, ya lo sabes. Deja de quejarte.

—No pienses que voy a quedarme en casa. Ceno con Larry.

—Eres imposible. Nunca te has responsabilizado de nada, ni de nadie. Si no hubiese sido por mí esa criatura no habría salido adelante.

—Tú te empeñaste. A mí no me hace falta —dijo Greta.

—¿Que no te hace falta? Espera a llegar a mi edad.

—Nunca seré como tú —dijo Greta con odio infantil mientras abría la puerta del piso y empujaba la silla—. Si no fueras tan cabezota… —añadió.

Cerraron la puerta y me desplomé sobre un peldaño. Me recogí el pelo con la mano y me di aire. Si bajaba a la calle no podría entrar de nuevo porque el portero me tenía fichada. Si lograba entrar en el piso, quizá sería peor para Laura. Tampoco se me ocurría hacer otra cosa. Bajé hasta su puerta. Alrededor del felpudo olía al perfume de Greta. Me colgué la mochila como si fuera un bolso. En la mano llevaba las muestras de esencia de seda, de caviar y varias más.

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