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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (31 page)

BOOK: Entra en mi vida
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—¿No había anoche aquí un bosque de pinos?

Le dije que también a mí me lo había parecido.

—El olor está, pero no los pinos —dijo.

Me subí a unas piedras.

—Mira, está ahí, un poco más abajo.

El olor a pino iba humedeciéndose: de un momento a otro empezaría a llover.

—Cuando llegamos vi los troncos con toda claridad. El coche no podía ir más allá precisamente por los árboles. ¿No los viste tú?

—Bueno, debió de ser un espejismo óptico, era de noche y nosotros estábamos como estábamos.

—Sí, no sé qué voy a hacer ahora —dijo.

Cogí mi botella y bebí. El agua estaba fresca, llena de vida. Ninguno de los dos intentamos despertar a Ángel: que durmiese todo lo que pudiera, mientras dormía no sufría.

Mi padre lo miró con una inmensa pena o amor. Estaba deshecho por dentro y todo lo que salía de él también salía deshecho.

—Ojalá hubiese esperado un poco.

—Papá —le dije—, mamá está en el aire que respiramos, no puede hablarnos, pero puede hacer otras cosas.

Me miró con la misma pena, tristeza, amor con que acababa de mirar a Ángel. Frunció los labios en señal de ya no se puede hacer nada, todo ha acabado, la desgracia ha caído sobre nosotros y me apretó el hombro con la mano.

—Me alegra que pienses así —dijo.

Jamás podría compartir con mi padre la gran señal que mi madre me había enviado trasladando el pinar de sitio; debió de poner toda la fuerza de su espíritu. Si se lo contase, pensaría que me había trastornado y no quería preocuparle más. Pero me fastidiaba que no pudiera recibir el alivio que recibía yo y saber que, aunque no pudiese verla ni tocarla, podría sentirla, pensar en ella, hablarle.

Tampoco se lo conté a Ángel porque él tenía su propia forma de ayudarse. No hablaba mucho, más bien poco, porque pensaba mucho. Poseía una extraña sabiduría que había ido desarrollando desde la vez que se perdió en la calle cuando tenía ocho años. No lloraría, se metería en su cuarto y ordenaría el armario, los libros, los calcetines, los rotuladores. Tiraría las revistas guarras. Metería las sábanas de su cama en la lavadora y la pondría. Luego las tendería y cuando estuviesen secas volvería a hacer con ellas la cama. Comprobaría en el frigorífico lo que faltaba e iría a comprarlo. Colocaría en su escritorio las cosas de la mesilla que mi padre necesitara y en la silla unos pantalones y una camisa para cambiarse al día siguiente y cuando llegara de trabajar por la noche le diría que durmiese en su cuarto. Él dormiría en el pequeño cuarto de invitados, hasta que nuestro padre empezara a regresar a su vida.

Capítulo 29

Laura, sé prudente

Llevaba las fotos arrancadas del álbum en el bolso cuando a los cinco días de la tarde de la revelación volví a encontrarme con Verónica.

El corazón me dio un salto. Había consumido estos días esperando que apareciera por la tienda o por el conservatorio. Para volver a la normalidad, necesitaba que me dijera que se había confundido y que me pedía disculpas. Me sentía fuera de sitio, incómoda, como si llevase una china en el zapato. Porque cuando aquella tarde, en el bar enfrente del conservatorio, una desconocida me hizo una revelación tan íntima, cuando se atrevió a tocar lo más sagrado, y yo lo oí y lo pensé con toda la fuerza de que fui capaz, me coloqué en un camino peligroso.

Nunca me consideré valiente, tampoco cobarde. Precavida era la palabra; prudente, quizá demasiado. No se me ocurría colgarme de una barandilla y balancearme sobre el vacío, como hacía mi amiga Hermi, que siempre buscaba matarse en cualquier momento y situación. Si íbamos a esquiar se salía de la pista reglamentaria. Con la bicicleta tomaba unas bajadas a tal velocidad que no comprendía cómo no se estrellaba contra algo. Si íbamos en coche, sacaba medio cuerpo por la ventanilla. Si íbamos a bañarnos a un pantano se tiraba de cabeza al agua sin saber lo que había allí. Si algún gamberro se metía con nosotras, ella le hacía frente. Se le encaraba de una manera que el otro salía corriendo. Me daba una profunda envidia. Si teníamos que cruzar un solar oscuro, ella decía que cuánta paz había allí, y las sombras no le impresionaban, esas sombras que aparecen de pronto y se arrastran por el suelo. Ni se fijaba en ellas. En esos momentos en que por una simple sombra o unas pisadas me daba un vuelco el corazón, renegaba de Lilí y mamá, que me habían hecho tan melindrosa. La valentía de Hermi nos ponía a salvo de cualquier cosa, con ella habría ido al fin de un mundo oscuro y helado si no me obligaba a hacer lo que ella hacía. Habría viajado tan feliz a la Luna con Hermi, porque la Luna para ella habría sido pan comido.

Hasta que un día tuvo un accidente tonto, resbaló por las escaleras del colegio. Acababan de fregar y resbaló. Se hizo daño en la rabadilla, en una muñeca y se torció un pie. Como decía Lilí, nunca se sabe dónde está el peligro, aunque ella lo decía a veces para que no le creara preocupaciones y otras para que me quedara en casa y le hiciera compañía. Por supuesto, nunca le contaba las locuras de Hermi, era de cajón que me habría hecho la vida imposible para que no saliera con ella. El caso es que tuvieron que llevarla al hospital, y la Directora, Sor Esperanza, pidió que le hicieran un estudio completo para asegurarse de que no había males mayores y para que luego no pudiese meterles en un pleito, aunque el hecho de que se acabase de fregar la escalera les ponía en un aprieto, y nadie entendía cómo la empleada no había colocado el pivote de no pasar. ¿O lo había quitado Hermi para no esperar a que se secase el suelo?

En el hospital la tuvieron ingresada un día y medio. Le escayolaron el pie y la muñeca y le hicieron radiografías de las costillas, pero la directora insistió en que también le hicieran un escáner de la cabeza a pesar de que Hermi insistía en que no se había golpeado en la azotea, como ella decía. Las casualidades de la vida, por llamar casualidad a algo que seguramente provocó ella misma de forma inconsciente para que le descubrieran de una maldita vez lo que tenía dentro de esa azotea.

Tenía algo, una fisurita diminuta, casi imperceptible, en la amígdala que le impedía tener miedo. Los médicos dijeron que eso no se lo podía haber hecho al caer por las escaleras, sino tal vez en el parto o puede que fuese congénito. Le dijeron que de todos modos era fácil comprobarlo si les decía desde cuándo no sentía miedo. Pero Hermi no podía contestar porque no tenía ni idea de qué era eso del miedo. Y como tampoco sabía lo que era la vergüenza, se lo contó a todo el mundo en el colegio. Hasta ahora no se me había ocurrido que la vergüenza también es miedo, miedo a que no te quieran, a no gustar. La fisurita de Hermi había hecho de ella un potro salvaje, alguien completamente libre. Y ahora yo la miraba con otros ojos y me alegraba de no haber intentado ser como ella sin serlo.

—¿Qué sientes cuando tienes miedo? —me preguntó entre clase y clase.

—Hay cosas que me paralizan. Es como una mano que me empuja hacia atrás. Es como si tuviera gusanos en el estómago y es como si estuviera enferma y no tuviera fuerza para hablar con quien me da miedo o ir por un sitio que me da miedo.

—Parece muy difícil tener miedo —dijo con los ojos abiertos, como una absoluta heroína.

—No se puede aprender a tener miedo, o lo tienes o no lo tienes.

—El médico dice que el miedo es una forma de defensa, de protección, de supervivencia. Imagínate qué va a ser de mí si no logro tener miedo.

—También es parecido —dije— a cuando estás muy cansada. Cuando estás muy cansada no puedes levantarte de un salto aunque quieras y no puedes salir corriendo. Pero sobre todo se parece a cuando estás borracha. ¿Te acuerdas de cuando te emborrachaste en casa de Toni y te mareabas y no sabías dónde estaba la puerta? Pues es algo así. No piensas con claridad, es como estar borracha.

—Entonces, ¿cómo va a ser una forma de defensa?

—También sudas, te late el corazón muy deprisa.

—¿Pero eso no es el amor?

—Sí, uno se siente igual que cuando se enamora.

Qué más daba. Por mucho que se lo explicara, hasta que no la operasen no lo comprendería. ¿Cómo sería la Hermi sin fisurita? Nunca lo supe porque después de la intervención no volvió por el colegio ni tampoco cogía el teléfono. Puede que de repente no soportara su antigua personalidad o puede que se hubieran cambiado de casa o que la operación no saliera bien. No debía de ser fácil sentir algo que nunca antes había sentido.

Para mí también era nueva esta sensación de no saber quién podría ser en realidad, aunque si tuviese que explicársela a alguien le diría que era como el miedo. Miedo a mi vida.

—¿Y esta caja? —dijo Lilí con la caja de papel maché que me había dado Verónica en la mano—. Hacía siglos que no la veía. ¿No la hiciste para el día de la madre cuando tenías seis años?

¿Por qué estaría siempre husmeando en mi cuarto? Antes me parecía normal, pero ahora empezaba a molestarme. Seguro que Verónica no le consentiría a su abuela que le registrara sus cosas.

—La he encontrado en el trastero y me gusta tenerla en mi escritorio.

—Pero le correspondería tenerla a Greta. Se la regalaste a ella.

—Estaba en el trastero, abuela, no creo que la eche de menos.

—El trastero no puede abrirse, hemos perdido la llave. ¿Cómo es que has podido abrirlo tú?

La temible Lilí me miraba esperando respuesta. Quizá la gente quería caerle bien no por lo bondadosa, cariñosa y melosa que era, sino porque la temían.

—Abuela —volví a decir para molestarla—, no me refiero al trastero grande de abajo, sino al maletero de mi armario. Pongo allí todo lo que no uso, pero no quiero tirar.

Dio media vuelta con la silla y se fue a su cuarto. Estaba esperándola Petre para ayudarla a bañarse.

Capítulo 30

Verónica, ya nada importa

Ahora sí debía hablar con la empresa y decirles que mi madre había muerto y que yo llevaba algún tiempo sustituyéndola y que me gustaría seguir haciéndolo. La empresa estaba situada en un polígono industrial al sudeste de Madrid y me costó dar con la nave. Era de acero y cristal y en ese momento un camión estaba descargando cajas. En la parte de arriba estaban las oficinas y una chica de mi edad me dijo que sentía mucho lo de mi madre porque era una mujer muy simpática y una comercial de primera, y que sería mejor que hablase con la encargada. Hasta ahora no me había oído hablar de mi madre a los extraños. No me había oído decir «mi madre ha muerto».

La encargada me hizo pasar a su despacho. Llevaba una bata blanca y una trenza que parecía una soga, y no sabía bien cómo tratarme. Ahora yo no era una persona normal, había cruzado la frontera de la tragedia y la encargada me miraba con los ojos muy abiertos intentando ver qué había en el otro lado.

—¿Y no interrumpirá este trabajo tus estudios? Betty decía que eres muy inteligente y que quería que tuvieses tu propia clínica. Decía que todo lo que sacaba de aquí era para eso. No sé si a ella le gustaría esto.

Podría haberle dicho que ni siquiera me había matriculado, pero habría sido como traicionar la imagen que mi madre quería dar de mí.

—Puedo compaginarlo, de verdad. Necesitamos el dinero.

—Okay, con las mismas condiciones que Betty. La echaremos de menos —dijo sin detener la mirada en ningún sitio, recordando—. Era tan fuerte…, no necesitaba que nadie la ayudara a bajar las cajas. Vendía lo que le daba la gana. Te pareces mucho a ella, aunque creía que eras más alta. Tu hermano se parece más a tu padre, ¿no? Cómo nos reímos cuando nos contó su desaparición y resulta que estaba escondido en la leñera.

Les dije que me llevaría los cosméticos y media docena de batidos. La encargada no sabía que aún no tenía carné de conducir y que tendría que cargar con la caja por todo el polígono y por el autobús y el metro. Más adelante le pediría a mi padre que me hiciera este servicio con el taxi; de momento me las arreglaría como pudiera.

Apenas podía abarcar la caja con los brazos y pesaba lo suyo. Me había colocado el bolso a la espalda, sobre los riñones, y el sol me atravesaba el cráneo, mientras pensaba que era sorprendente que esta gente supiese tanto de mi familia cuando nosotros ni siquiera sabíamos que ellos existían. Nunca nos había hablado de la encargada ni de la otra chica, ni siquiera de este sitio. Para mi madre no tenían importancia. ¿Qué tenía importancia? Nosotros la teníamos, de eso estaba segura, y por supuesto Laura. Me arrepentía de no haberla buscado cuando aún estábamos a tiempo. Me arrepentía de haber escuchado al doctor Montalvo, a Ana, a mi padre. Me arrepentía de haberme dejado convencer algunas veces de que mi madre no tenía razón, de que eran imaginaciones. Casi me desmorono al enterarme de que el millón de pesetas lo ahorraba para mi futura clínica.

• • •

Mi abuela Marita me dijo por teléfono que debía recoger la ropa de mi madre y entregarla en alguna parroquia. Pero no iba a hacerlo porque a lo mejor, cuando el tiempo pasara, sus cosas no me recordarían el trágico momento en que se había ido, sino todo el tiempo que estuvo conmigo. Algún día tendría hijos, puede que una hija, y querría tener las cosas de su abuela. Así que guardaría sus vestidos, zapatos, bolsos, abrigos, pañuelos, incluso la ropa interior. Envolvería en papel de seda prenda por prenda y las metería en cajas y las llevaría al trastero del garaje. También estaba pensando convertir la habitación grande de matrimonio en un estudio con dos mesas y estanterías para los libros donde pudiéramos estudiar Ángel y yo, con un sofá cama por si alguien se quedaba a dormir. Podríamos guardar allí todos los documentos, y los dormitorios se desahogarían. Papá se quedaría en el cuarto de Ángel, y Ángel pasaría al de invitados. Era la pieza de la casa menos abierta al exterior y que mi madre había decorado, para compensar, con papel de flores, colcha de flores, cortinas de flores y alfombra de margaritas. A todos nos gustaba tumbarnos allí a leer de vez en cuando porque era como estar en un prado o en un jardín. En verano era el lugar más fresco de la casa y el único sitio que no era de ninguno. Se sentía una inmensa paz. En verano el sol se quedaba temblando ante la ventana y un poco de aire abombaba la cortina hasta el centro de la habitación inundándolo todo de hojas verdes y amapolas rojas y campanillas azules. En invierno se nos olvidaba que existía, mamá incluso cerraba el radiador y la puerta, y si por casualidad la abrías recibías una bofetada de frío. En primavera empezábamos a abrir la ventana para que el pequeño jardín artificial se descongelara.

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