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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (33 page)

BOOK: Entra en mi vida
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Carol se había puesto para la boda un modelo que le había dejado una firma de alta costura. No necesitaba comprarse muchos vestidos porque, como era actriz y salía en una serie de televisión muy famosa, le dejaban vestidos preciosos y luego ella los devolvía. Éste era rosa, hecho todo de pequeños capullos. Llevaba el pelo suelto y cuando daba alguna vuelta bailando formaba una cortina de seda alrededor de su cara. No había podido ir a la iglesia porque estaba grabando y todo el mundo lo entendió. Era la famosa de la familia y de la boda. Y hasta ahora no habíamos podido cruzar dos frases seguidas, así que cuando la vi venir hacia mí con dos copas de champán, como yo había hecho con Alberto I en el jardín, me hizo mucha ilusión.

Me dijo que estaba muy guapa, aunque a mí en la peluquería me habían hecho un recogido en el pelo y parecía una muñeca; sin embargo, ella incluso un vestido de capullos rosas, lo llevaba con desenvoltura y naturalidad. La admiraba profundamente.

—Hace mucho que no salimos juntas y que no hablamos —dijo.

Le recordé que la última vez fui a buscarla a televisión y que para mí supuso una aventura porque conocí a casi todos los actores de la serie y estuve charlando con ellos en el cátering. Le dije que era la más guapa de todas las actrices y la que mejor lo hacía. Me cogió la mano y me la apretó. Sentí que estábamos unidas y que por eso la vez que le ocurrió aquello que no se podía nombrar ni con el pensamiento, había recurrido a mí. Entonces me dijo que yo era la única persona de la familia que no era tan charlatana como el resto y que podría tener la boca cerrada. La acompañé a abortar cuando teníamos quince años en un piso donde había un cuarto con una camilla. Nunca había visto tanta sangre y nunca había tenido tanto miedo, pero le juré aguantar y aguanté hasta que pudieron cortarle la hemorragia. Estaba tan débil que no podíamos salir de allí. Tuve que llamar a su casa para decir que estaba conmigo en casa de unas amigas y que nos quedaríamos a dormir. Yo tenía fama de seria y de responsable, así que me creyeron. Al día siguiente, cuando volvió a casa, dijo que había dormido en un saco y que había cogido frío y pudo pasarse el día en la cama. Nunca volvimos a hablar de aquello, queríamos hacer como si no hubiese pasado.

Se tomó un sorbo de la copa y bajó la voz.

—Deja ya de preguntar por tu padre. Hoy todos nos hemos pasado bebiendo. Déjalo para otro día.

—¿Por qué?

—Hazme caso. Por favor, hazme caso. No entiendo qué manía te ha entrado con eso de tu padre.

—¿Por qué no lo entiendes?

—Hasta ahora nunca te había dado por eso.

—Si estuvieras en mi lugar harías lo mismo que yo.

Cuando se dio cuenta de que se le había puesto cara de enfadada, de muy enfadada, la cambió como si fuera de goma, que para eso era una de las actrices que más cobraban en la serie. Ahora estaba alegre y para los que nos veían parecería que estábamos hablando de chicos.

—Yo no sé nada, pero no soy tonta, y tú tampoco deberías serlo. Procura que no te vean venir. Lo primero que aprendí al llegar a la serie fue a esconder la curiosidad y las ganas de aprender. A nadie le gustan los listos.

Yo siempre había estado en la tienda, nunca había tenido que luchar con compañeros de trabajo, no había competido con nadie. No tenía mundo, lo más escalofriante que me había pasado había sido precisamente el desastroso aborto de Carol. Lo segundo más inquietante fue la aparición de Verónica en mi vida y el pozo de sospecha en que estaba cayendo. ¿A quién debía hacer caso? ¿A Verónica la desconocida o a mi querida Carol, a la que conocía desde pequeña? Carol quería mi bien, Verónica no sabía lo que quería de mí. Lo único que sabía es que hasta ahora mi familia era una familia normal.

Capítulo 34

Laura, serénate

Me dijeron que estaba demasiado nerviosa y que tenía despistes en la tienda. Yo no recordaba ninguno, pero por eso son despistes, porque uno no se da cuenta de que los comete. Fue Ana quien dijo que en estos casos lo mejor es acudir a un especialista. Ella conocía a un psiquiatra de gran prestigio, el doctor Montalvo, que me ayudaría a asumir mi condición de hija de madre soltera.

Habría sido inútil protestar, eran tres contra una, y yo estaba acostumbrada a dejarme vencer por mi abuela, no tenía ningún sentido pelear con ella. Prefería mil veces perder a soportar sus caras largas. Todo el mundo opinaba de ella que era encantadora. Y lo era, podía serlo hasta límites insospechados, pero no siempre. También podía enfadarse hasta límites insospechados, y yo, desde que tenía uso de razón, había elegido su lado amable. Así que una de estas tardes llamé al conservatorio para disculparme y a la salida de la zapatería nos marchamos a ver al doctor Montalvo. Como no pude avisar a Verónica, la encontré esperándome en la acera con
Don
. Menos mal que comprendió la situación y no se dejó ver, pero nos estuvo siguiendo hasta la puerta de la consulta, lo que me puso más nerviosa todavía por si Lilí se daba cuenta. Fuese o no fuese mi hermana, no se lo perdonaría nunca. Cuando el doctor Montalvo me saludó me temblaban las manos. Retuvo una entre las suyas mientras me sonreía con una sonrisa que daba mucha tranquilidad. Me invitó a sentarme y acerqué la silla de Lilí a su mesa.

—Es muy fácil obsesionarse y entrar en el caracol, ¿comprendes? —dijo dirigiéndose a mí—. Has hecho muy bien en traerla ahora que aún estamos a tiempo de sacarla de ahí —añadió dirigiéndose a mi abuela—. No hay de qué preocuparse.

Luego pidió hablar a solas conmigo y el doctor Montalvo y yo nos marchamos a otro despacho en lugar de hacer salir a Lilí.

Me dijo que lo que importa es el presente y que aquel pasado que yo ya no podía corregir, ampliar o disfrutar no importaba, no era real. No podía volver a ser una niña y tener un padre, era algo imposible. Lo que realmente había tenido eran mi abuela y mi madre, y eso era lo que me había hecho feliz y la bella mujer que era ahora. Sus palabras en lugar de animarme me deprimían.

—Quítate esos fantasmas de la cabeza o acabarás loca. Vive la vida, ve hacia delante, el pasado no tiene remedio. Y ten cuidado con las amistades, porque alguien desequilibrado tiende a transferir a sus allegados o amigos sus perturbaciones.

Estuvo unos tres cuartos de hora taladrándome el cerebro con sus palabras, un cerebro en el que estaban Verónica, Ángel,
Don
y unos supuestos padres que aún no conocía. Pero es que ellos no eran el pasado, eran más bien el futuro.

Me recetó unas vitaminas y pastillas para dormir profundamente porque, aunque creyese que dormía bien, se me veía en los ojos que no llegaba a la fase REM. Lilí cogió las recetas y dijo que se encargaría de que me tomara la medicación.

Capítulo 35

Verónica te vigila

Laura tardó en salir bastante más de lo habitual y no venía sola. Empujaba la silla de ruedas mirando al frente, haciéndome comprender que hoy no podría acompañarla al conservatorio. Tuve que sujetar a
Don
para que no se lanzara sobre ella. Me volví a mirar los escaparates cuando ladró. Toda la fuerza que a Lilí le faltaba en las piernas la tenía en la cabeza y se daba cuenta de todo. Había tenido que sacar adelante a una hija viva la virgen y a una nieta robada o comprada. Y esto la habría obligado a no bajar la guardia y estar siempre alerta. Algunas personas se acercaban a saludarla y entonces ella ponía cara de bonachona y salía a relucir su voz aniñada y quejosa, cantarina. Las seguí a distancia.

Laura no se había entaconado, llevaba botas con suela de goma maciza como cuando tenía que andar media hora hasta el conservatorio, pero hoy parecía que se saltaba las clases de ballet. De vez en cuando se agachaba sobre el pelo azulado de la abuela para cruzar unas palabras con ella y a veces se detenían ante algún escaparate, generalmente peleterías, zapaterías que querrían comparar con su propia tienda. Más de una vez los de los establecimientos reconocieron a doña Lilí y salieron a saludarla. Y Lilí repetía sus quejas, sus mimos. Bajaron hasta Serrano y luego subieron hasta Juan Bravo. Estaba segura de que Laura nos sentía detrás, a unos cuantos metros. Oiría algún que otro ladrido de
Don
y de alguna manera mis pasos, mi presencia. Se tomaron un café, acompañado de un pastel para Lilí, y siguieron su camino hasta la calle General Díaz Porlier, hasta un portal que me sonaba. Laura nos vio de reojo.

Conocía bien el sitio, ahí estaba la consulta del doctor Montalvo, en el cuarto piso. No había duda. Podría ser casualidad y que vinieran a visitar a otra persona. Pero parecía imposible tanta casualidad. Estaban acudiendo a la misma consulta adonde había acudido mi madre. Me daba mala espina. ¿Quién era la paciente, doña Lilí o Laura? No sé por qué me estaba imaginando al doctor Montalvo echándole una charla a Laura sobre la conveniencia de no querer saber demasiado y que sospechar es malo, sobre todo de las personas que más te quieren, de las que te han cuidado y ayudado a ser quien eres. No me extrañaría que el doctor le dijera que estaba mostrando síntomas de trastorno.

No podía esperar hasta que salieran. Mi padre nos esperaba en la parada de taxis de Colón para llevar a casa a
Don
. Así que me encaminé hacia allí y yo también me marché con ellos. Esta vez
Don
tuvo que conformarse con ir detrás.

—Papá, ¿por qué fue mamá al psiquiatra?

—Tenía problemas. Ya sabes, su obsesión.

—Sí, lo sé, pero ¿por qué a ese psiquiatra, al doctor Montalvo?

—Es muy bueno, nos lo recomendaron. Pero era una cabezota, después de tres o cuatro sesiones no quiso volver más. Prefería seguir dándole vueltas a lo mismo.

—¿Quién os lo recomendó, el médico de cabecera?

Se subió las gafas y se las clavó sobre el puente de la nariz.

—Ahora ya nada de eso importa. Entonces importó demasiado. Me enfadé porque dejó de ir y aún estoy enfadado. Estoy seguro de que Betty enfermó de tanto pensar, de tanto angustiarse. El sufrimiento ataca al corazón. Si hubiese seguido con el doctor Montalvo, si le hubiese hecho caso, puede que…

Se estaba derrumbando, ni siquiera se dio cuenta de que tenía que apagar las largas.

—No lo creo, papá, y además mamá fue más libre que muchas personas, ni siquiera el doctor Montalvo ese de las narices pudo con ella.

Se me quedó mirando tanto rato que tuve que indicarle con la mano la carretera.

—Me parece que fue Ana quien la llevó. Había que intentarlo todo —dijo.

En algún momento tendría que ir a ver a María, la ayudante del detective Martunis, para decirle que creía que las piezas estaban empezando a atraerse como si tuvieran imán y que tenía razón, un día encajarían y cada estrella estaría en su sitio y cada planeta con sus lunas y cada padre y madre con sus hijos, y cada hijo con seres que le quisieran bien.

Capítulo 36

Laura en el cuarto azul

Desde que empecé a encontrarme mal, Lilí y mamá pensaron que lo mejor era trasladarme al cuarto azul, al fondo del piso. Aquí estaría más tranquila, no oiría la silla de ruedas ni la aspiradora ni los ruidos de la cocina. Le dirían a la asistenta que no se le ocurriera abrir ese cuarto. Mi abuela me dijo que llevaba una temporada muy rara, que me preocupaba demasiado por lo de mi padre y que esa preocupación podría volverse crónica. A mí me parecía muy normal y natural que sintiese curiosidad por saber quién era mi padre, pero también era cierto que no era sólo eso, también pesaba todo lo que me contaba Verónica sobre mi verdadero origen. Las dudas no me dejaban vivir, necesitaba saber la verdad y a veces había pensado coger el toro por los cuernos y preguntárselo directamente a Lilí y mamá, pero tampoco quería humillarlas. Si supiesen que yo sospechaba algo así, ya nada sería igual, y nunca podría recuperar su cariño. Me preguntarían qué me habían hecho para que yo creyese a una desconocida antes que a ellas que me habían criado, que habían apartado los peligros de mi camino y cuidado cuando tenía fiebre. Ellas no podían imaginar la carga emocional que estaba soportando queriéndolas como siempre las había querido y al mismo tiempo viéndolas como unas completas desconocidas.

Era el cuarto destinado a los invitados y el que Lilí usaba en verano para echarse la siesta porque era el más fresco de la casa. Estaba pintado de azul añil y las cortinas eran blancas, por lo que cuando las hinchaba el aire parecían nubes en el cielo. Era muy agradable y decidieron trasladar allí mi escritorio, la ropa, las sillas forradas de terciopelo rosa palo y los libros. Debía seguir el tratamiento recetado por el doctor Montalvo para recuperarme. El trabajo de la tienda, las clases del conservatorio, las preocupaciones me estaban destrozando los nervios. Lilí me dijo que hacía cosas raras, como llevar en el bolso fotos arrancadas del álbum. ¿Para qué quería esas fotos? Si estaban en el álbum era para que pudiéramos mirarlas siempre que quisiéramos, no para que anduviesen perdidas por ahí. Y debía de tener razón porque cada día me encontraba más atontada, más débil. No quería echarle la culpa a nadie, pero Verónica y sus suposiciones me habían roto los nervios.

Capítulo 37

Verónica y la vida perfecta

Ya no me acordaba del futuro que soñaba. ¿Cómo era?, ¿iba a ser médica?, ¿curaría a la gente?, ¿mi madre iba a estar orgullosa de mí? Y jamás imaginé que el pasado fuese tan maravilloso, siempre creí que no habíamos sido lo suficientemente felices por las cosas de mi madre, por la hermana fantasma, por faltarnos algo, por no ser como los demás, y ahora que ese pasado se había llevado a mi madre definitivamente sentía que no podría haber sido otro y que cualquier otro no habría sido mejor. Y me sentía muy afortunada por haber estado allí. El presente era el que estaba vacío, era frío y oscuro como la noche de invierno que veía desde la ventanilla del autobús mientras me dirigía a casa. Por eso cuando apareció el viejo Mateo en su moto, cuando salió del maravilloso pasado en que aún vivía mi madre como de entre una espesa polvareda, yo ya no era la misma. Ya no necesitaba olvidar ni evadirme ni fingir que no tenía una madre enferma, ya no jugaba a nada. Todo era absolutamente real.

Lo vi cuando cogí el telefonillo de la entrada. Al principio creí que era el cartero que traía un certificado. Estaba de lado y miraba hacia abajo. Sus greñas ocupaban la pequeña pantalla del videoportero.

—¿Puedes salir?

No dijo quién era, daba por sentado que estaba muy presente en mi retina. Eran las diez de la mañana. También daba por sentado que no madrugaba. Me estaba tomando un café mientras hacía las camas y pensaba en los pedidos que tenía que servir y en encontrar a Laura para no pensar en mi madre. A veces me hacía la ilusión de que seguía en el hospital, no llegaba a creérmelo del todo, y Ana me había aconsejado que pidiera hora con el doctor Montalvo. Le dije que tal vez, mientras la imaginaba recostada en los cojines étnicos del saloncito de Greta. De la misma forma que un día encontré a Ángel en la leñera, ahora debería encontrar a Laura. Aunque nadie me había impuesto esta obligación, ni siquiera mi madre, el destino me puso delante de las narices la dichosa cartera de cocodrilo y la foto de una niña y ya no podía volverme atrás, no podía dejarlo así, tampoco tenía otra cosa mejor en la cabeza.

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