—Si usted cree que es lo mejor, tranquilo, no leeré
Werther
, aunque tenga que reprimirme porque Goethe es mucho Goethe y una edición bilingüe mucho más que mucho.
—Es que te podría explicar por qué no quiero que lo leas, pero al estar tan sensible puede que no consiguiera más que empeorar la situación. En serio, es por tu bien.
Ese ‹‹por tu bien›› me llevó a la escena de la ruptura con Mary, pero no sonaba igual, qué va, sonaba como tenía que sonar. ¡Sí señor, eso sí que era por mi bien y no que me dejaran por un deportista de un equipo perdedor! Dios nos dio las palabras y la capacidad de juntar unas con otras para comunicarnos, pero siempre con sentido, respetando el equilibrio del universo. Si utilizas mal las palabras, llamas a la puerta del caos, algo que yo había padecido en mis carnes. Aún estaba analizando las consecuencias positivas de no leer
Werther
por hacerle un favor a Higgins, cuando este se volvió al tema que nos había llevado allí.
—¿Y Poe? ¿Qué tal Poe? —preguntó Higgins para reanudar la charla.
—Poe creo que murió hace mucho tiempo.
—No, lo que quiero que me digas es qué te ha parecido. Estoy seguro de que ya lo habías leído, pero seguro que fue hace tiempo y no estabas en la situación anímica que estás ahora. ¿Qué has sentido ahora al leer a Poe?
—Bueno, es que Poe para mí es Poe y creo que con eso está todo dicho.
—Sí, es una reflexión interesante, pero estoy seguro de que habrá habido alguna lectura a la que habrás encontrado un nuevo sentido.
—Hombre, debería pensarlo un poco, no sé qué decirle. Bueno, si tuviera que elegir algo de lo que he leído, posiblemente me decantaría por
El Cuervo
—. Otra vez dije la verdad, qué sincero estaba, porque mi única preferencia posible era lo único que había leído.
—Es que
El cuervo
puede que sea una de la cimas de la literatura americana.
—Estoy totalmente de acuerdo. Si nos invadieran los nazis y se pusieran a quemar libros y solamente pudiera salvar una obra, sería
El cuervo
. —Me di cuenta de que la alegría de cargarme a Goethe me había desatado la verborrea y que eso podría acabar perjudicándome.
—¿Y en esta nueva incursión en
El cuervo
, ha habido algo que has leído con otros ojos? ¿Qué has sentido con otro corazón?
—La verdad es que en esta ocasión a lo que le he dado más vueltas es a lo del cuervo parlante.
—¿Qué es concretamente a lo que le has dado vueltas?
—Pues… Lo que me ha parecido chocante en esta ocasión es que con todas las cosas que ese pájaro podría haber dicho, simplemente dijera «nunca más».
—Claro, es que «nunca más» es la clave del poema.
—Eso, eso es precisamente de lo que me había dado cuenta. Fue una revelación.
No me lo podía creer, estaba saliendo airoso. Me había cargado a los alemanes, toreado la estupidez de
El cuervo
y ahora solamente faltaba librarse de lord Byron y con un poco de suerte no haría falta leerme su biografía en Internet. Como Higgins había hecho una pequeña pausa para volver a llenar su taza, pensé en aprovechar la situación para tomar yo las riendas de la conversación, de tal manera que solamente hablásemos de aquello que de la biografía de lord Byron había leído.
—De lord Byron, voy por la reunión aquella en Suiza.
—Ah, la noche de tormenta a orillas del lago de Ginebra— dijo Higgins mientras volvía a sentarse frente a mí con otro capuchino en las manos—. Fue una noche clave para la literatura. ¡Cuánto talento reunido bajo los techos de Villa Dionati!
—Byron,
Frankenstein
,
El vampiro
, los Shelley, Pomodoro…
—¿Pomodoro?
—El médico de lord Byron.
—Quieres decir Polidori.
—Eso, Polidori. Es que el italiano no es lo mío.
—Fue una noche para la historia. Habría vendido mi alma por haber estado allí— dijo Higgins, aparentemente apesadumbrado—. Te pasas la vida entre libros, leyendo lo que otros han hecho y con cada libro, con cada capítulo, con cada párrafo, con cada frase que lees te vas hundiendo irremediablemente al comprobar que jamás, aunque vivas mil vidas, podrás igualar ni una triste palabra garabateada por esos genios. Lo que amas te destruye y no puedes dejar de amarlo porque entonces dejarías de ser tú mismo.
Después de esa parrafada, no me atreví a decir nada. Cualquier cosa que dijera iba a ser una idiotez. Higgins me había parecido un remilgado, uno de esos profesores que caminan por el instituto mirando a los alumnos con cara de decir «aquí estoy perdiendo el tiempo con estos inútiles que no sirven para nada», como si fuera culpa nuestra que se sintiera un fracasado, pero puede que él no fuera de esos, puede que fuera como yo. Bueno, como yo no, un poco más raro. Yo al menos me destruía, como él decía, amando a una persona y estaba seguro de que todos los libros escritos por todos esos genios admirados por el profesor Higgins no le llegaban ni al dobladillo de la minifalda de Mary Quant, la mía, no la otra. Las palabras de Higgins me reconfortaron, pero al mismo tiempo me hicieron sentir pena por aquel hombre, así que se me ocurrió animarlo.
—¿Usted no escribe?
—No, hijo, yo no he nacido para eso. De vez en cuando escribo alguna reseña en el periódico del condado, pero tengo demasiado respeto por aquellas personas que considero verdadero escritores para intentar ensuciar el oficio.
—Creo que si uno hace lo que siente que ha de hacer, no ensucia nada. —Olé la frase que acaba de soltar—. ¿Por qué no escribe un relato de terror, como si estuviéramos en el lago de Ginebra?
El rostro de Higgins se iluminó. Había leído en alguna ocasión esa frase de iluminación del rostro de alguien y siempre me había parecido muy ridícula, pero cuando vi cómo se abrieron los ojos de mi tutor al proponerle eso y la tímida sonrisa que esbozó al mismo tiempo, entendí de qué manera un rostro puede iluminarse. El problema es que debería haber supuesto que esa iluminación era como la calma antes de la tormenta, pero como no sabía ver las cosas venir, me metí sin saberlo en la boca del lobo.
—No, no voy a ser yo quien escriba ese relato. ¡Serás tú! Sé que puedes hacerlo, Abel. Saca de ti esa tristeza interior y conviértela en una obra de arte. Hazlo por mí.
¡Cagada y de las gordas! ¡Con lo bien que había salido todo, por Dios! Me había ventilado sin problemas a Poe, Goethe y lord Byron y, además, me había hecho casi colega de Higgins. Leyendo solamente tres páginas —una de
El cuervo
y dos de la biografía de Byron—, había conseguido caerle bien a mi tutor y puede que eso me beneficiase de alguna manera en el instituto. Podría haberle dicho que no, que no tenía ni idea de escribir, que apenas sabía leer, pero no dije nada de eso y acepté el reto. El hombre estaba entusiasmado por jugar a convertirme en un artista atormentado y yo no iba a quitarle el juguete, en parte porque me convenía, pero también porque no podía dejar de darme pena. Así que le dije que sí y al hacerlo me dio la sensación de que el hombre se sintió como si le acabase de regalar un Ferrari descapotable con Connie Nielsen sentada en el asiento del copiloto; bueno, con Connie Nielsen no, que al parecer no era de su agrado. Higgins me propuso que le entregase el relato la semana siguiente y me recomendó, porque al parecer él lo había hecho cuando de joven quería ser escritor, que escribiera escuchando una música que me inspirara y, si podía ser, que esta música fuera de la época de lord Byron y los Shelley. Le dije que escucharía música de esa época, pero en realidad no tenía ninguna intención de escuchar a Sinatra.
Tenía una semana para escribir un relato de terror, y como tenía una semana no me puse a ello hasta la última noche. Me senté frente al ordenador, me froté las manos, tomé aire, puse mis dos dedos índices sobre el teclado y… Nada, no se me ocurría qué escribir. Estuve dos horas así, mirando la página totalmente en blanco, hasta que decidí escribir lo primero que se me pasase por la cabeza, pensando que después de escribir la primera palabra, las otras irían saliendo sin problemas unas detrás de otras. Y lo primero que escribí fue «zapato». Ahora solamente hacía falta saber qué hacer con ese zapato asesino y el relato se titularía así:
El zapato asesino
. ¿Un solo zapato? ¿Y qué le había pasado al otro? El otro era la víctima. Genial, uno de los zapatos era normal, pero el otro estaba endemoniado y era asesino. Además, el zapato asesino hablaría y con eso Higgins vería que, al menos, el relato se le podría haber ocurrido a alguien como Poe.
Entonces al hacer esta reflexión sobre Poe, me di cuenta de que lo del zapato asesino era una estupidez. Volví a la página en blanco y esta me venció. No, no podía escribir nada, no había nacido para ello. Así de sencillo. Perdería parte de lo ganado con Higgins, pero era incapaz de crear un relato. Mi problema era que no tenía imaginación, no podía inventarme nada nuevo, y lo único que había hecho que se pareciese a escribir era bajarme trabajos de Internet y retocarlos un poco para que no se notara que se trataba de copias. Lo cierto es que podía ser una persona carente de inventiva, pero era un genio retocando trabajos ajenos, a tal punto que mi notas globales eran más que decentes, pese a suspender la mayoría de los exámenes.
Me metí en la cama y me puse a pensar en cómo iba a decirle a Higgins, sin parecer un vago o un inepto, que no había podido escribir nada. Pensé que era una pena que no hubiera una web en Internet dedicada a excusas creíbles para casos como el mío. Aunque, claro, más que una web de excusas, me habría venido mucho mejor una con relatos que plagiar… Entonces me di cuenta de que sí, que existían webs donde encontrar material que copiar y retocar. La literatura estaba al alcance de todos gracias a Internet. Me levanté de la cama, volvía a encender el ordenador y no tardé mucho tiempo en que se me ocurriese qué retocar. Me bajé de Internet
El vampiro
y el fragmento de
El entierro
y tomé notas sobre aquella velada en Villa Diodati y sobre lo que aparecía de lord Byron en la
Wikipedia
. Lo junté todo, le di algo de sentido y al día siguiente deslicé por debajo de la puerta del profesor Higgins un relato al que puse por título
El juramento
.
Hay muchos peces en el mar
Y
dejé de llorar. ¿Por qué? Pues no fue porque me liara con otra o porque decidiera emborracharme, y sé que va a sonar raro, me convertí de la noche a la mañana en una promesa de la literatura.
—Hacía tiempo que no leía lago tan bueno —dijo Higgins para empezar a comentarme su lectura de
El juramento
—. Es un relato lleno de ingenio, originalidad y que respeta los hechos históricos.
—Sí, supongo que sí, pero le seguro que lo hice sin pensar —contesté yo, aunque no especifiqué que lo hice sin pensar pero copiando.
—Hay cosas que has de pulir, por supuesto, y que me he permitido señalarte —me dijo mientras me devolvía mi relato lleno de anotaciones en rotulador rojo—. Por ejemplo, cuando lord Byron se encuentra con el vampiro en el cementerio, no es creíble que le llame «capullo chupasangre». Tampoco queda muy bien que definas al vampiro como «un bicho del demonio». Luego utilizas mucho el término
pringao
para referirte a los personajes. También le cambiaría el nombre a la hija del propietario del
magazine
. Doy por hecho que instintivamente te salió del alma llamarla Mary, pero como también aparece Mary Shelley sería mejor que le cambiases el nombre a ese personaje.
—¿Cuál le pongo? ¿Renée?
—No, es demasiado francés. ¿Qué te parece Helen? Así sería como un guiño al viaje que hace lord Byron a las ruinas de Troya. Además en el caso de tu relato, como en la epopeya de Homero, también hay una especie de guerra por culpa de una Helen.
—Helen me parece un nombre muy bonito —le dije, dejando el tema ahí porque lo de «epopeya de Homero» me había dejado descolocado y sabía que era poco recomendable volver a hablar de algo de lo que no tenía ni idea.
—Si te parece bien, Abel, querría corregir tu relato yo mismo. Respetaré la esencia y si puedo tu estilo, pero creo que dándole un par de retoques, podemos estar ante la obra de una joven promesa literaria.
No me reí de lo que acababa de decir Higgins por respeto, pero era la estupidez más grande que había oído en mi vida. Me sabía mal porque era evidente que Higgins me tenía aprecio, pero si le había colado aquella patraña de relato y el hombre pensaba que acababa de descubrir a un nuevo Byron o a alguien por el estilo, no era culpa mía, sino de su propia estupidez. Pobre hombre, un niñato que si había leído un libro en su vida había sido por error le había tomado el pelo con un plagio bien disimulado y un toque de
Wikipedia
.
Ahora bien, aquel día ocurrió algo extraño. No lloré. Lo solía hacer a la mínima oportunidad, cuando algo me recordaba a Mary, y que no fuera la propia Mary, se cruzaba en mi camino. A veces era capaz de aguantar casi todo el día sin llorar, pero siempre que llegaba a mi habitación no podía evitar hacerlo, ya que encima de mi mesita de noche tenía una foto de Mary enmarcada, con sus labios impresos en carmín en el ángulo inferior derecho de la instantánea. Cuando veía esa foto, solían pasar unos tres segundos y medio antes de que me pusiera a llorar. Era irremediable, pero lo más raro era que empezaba a gustarme hacerlo. No sé cómo explicarlo, pero sentía cierto placer en la melancolía. Si lo único que podía hacer con Mary era llorarla, eso era mejor que nada. (Sí, vale, qué nenaza, ¿no? Ya veremos si pensáis lo mismo de mí cuando aparezcan los vampiros. Es muy fácil juzgar a la gente a las primeras de cambio. Así va el país…)
Bueno, a lo que iba, llegué a la habitación, no lloré al ver la foto de Mary. Por si acaso, salí de la habitación y volví a entrar, pero nada, que no lloraba. Me tumbé en la cama a meditar sobre esto y llegué a la extraña conclusión de que si no lloraba era porque ya había dejado de ser un niñato y me había convertido en todo un hombre.
En algunas tribus africanas, jóvenes con mis mismos años son sometidos a rituales de iniciación a la edad adulta, consistente en colgar a la gente de sus genitales de algún árbol y cosas por el estilo. Si te duele lo que te hacen y cuando te descuelgan no matas al brujo de la tribu, eres un hombre. Tardarás en tener novia, ni te apetecerá que una chica se acerque a ti en mucho tiempo, pero ya serás todo un hombre.