—Por Mary.
—Ah, sí, perdona, es que a veces no sé dónde tengo la cabeza. Mary, Mary, Mary… No se me olvidará más, te lo juro. Bien, pues como te iba diciendo, no es malo sentir pena por la situación porque tú la querías mucho, pero, y es algo que quiero que interiorices, a partir de ahora has de quererte a ti y a nadie más.
—¿A mi padre tampoco?
—Lo que te digo solo afecta en el caso de Mary.
—¿He de quererme a mí, solo a mí, para dejar de querer a Mary?
—Al principio sí, pero luego podrás volver a quererla, ya no te hará daño.
—¿Y cómo me quiero a mí mismo?
—Buena pregunta, veo que eres un chico inteligente.
—En el instituto dicen que soy un
pringao
.
—No hagas caso de lo que te digan los de tu instituto. Normalmente los chicos de tu edad solo tienen serrín en la cabeza y no saben actuar cuando se encuentran delante de una persona tan sensible como tú. Eres muy inteligente y seguramente serías un buen psicólogo.
—No quiero ser psicólogo.
—Vale, entonces ¿qué quieres ser?
Fui incapaz de contestar automáticamente a esa pregunta. Después de dos minutos en silencio, la psicóloga me pidió que contestara de una jodida vez la preguntita, utilizando la táctica femenina de decirme que me lo tomara con calma y que meditara mi respuesta antes de contestar. Así que para evitar que ella pensara que en realidad no era un chico inteligente, sino un
pringao
al que no dejarían entrar en la facultad de psicología, le dije lo primero que se me pasó por la cabeza: «Yo lo que quiero ser es pescador». La psicóloga me dijo que era extraño porque le acababa de decir que no me gustaban los peces. Entonces, sorprendiéndome a mí mismo, le dije: «Es que los odio tanto que los quiero matar a todos. Quiero vaciar los mares de esos putos bichos de mierda». Me di cuenta en ese momento de que debí de darle la impresión de que yo era una especie de psicópata acuático, pero me daba igual; yo lo único que quería era largarme de allí y, si podía ser, no volver nunca más. La psicóloga obvió el tema del exterminio y se centró en el maravilloso mundo de la pesca. Me recomendó que leyera
Mobby Dick
y que cuando lo hiciese pensase que esa ballena era Mary. Ni se dignó a contestarme nada cuando le dije que Mary no estaba gorda, simplemente señaló con el brazo la puerta de salida y me dijo que no volviera hasta que no me acabase el libro.
Fui esa misma tarde a la biblioteca del instituto a buscar
Mobby Dick
y al ver el grosor de la novela me di cuenta de que la psicóloga y yo habíamos conectado, los dos esperábamos no tener que volver a vernos en mucho tiempo. Sin embargo pensé que también cabía la posibilidad de que me hubiese recomendado leer ese libro por mi bien y decidí comenzar a leerlo allí mismo. La biblioteca estaba vacía. No vacía del todo porque estaba la bibliotecaria, pero ésta no contaba porque siempre estaba allí. Al abrir el libro vi que, aparte de ser monstruosamente extenso, la letra era diminuta y no había ilustraciones ni nada. O sea, que todo lo que había eran letras y más letras y más letras y algunos números sueltos por ahí, supongo que para disimular. Nunca me había gustado leer. Si me mandaban un trabajo sobre un libro buscaba algún resumen o intentaba ver la película. No sabía por qué a la gente le gustaba leer pudiendo ver o escuchar. Además estaba claro que un libro que no acababa en película, serie de televisión o videojuego carecía de cualquier interés. Aún no sabía si ese era el caso de
Mobby Dick
, pero de todas maneras había decidido no hacer trampa. No se trataba de un libro cualquiera, era una especie de medicina recetada por una psicóloga. A lo mejor con cuatro líneas ya me bastaba para quererme más y olvidar a Mary. Así que empecé a leer, pero no pude llegar a la segunda línea porque hicieron que me desconcentrase; lo peor que le puede pasar a uno que se acaba de concentrar para hacer algo que no quiere hacer.
La biblioteca aparentaba estar vacía, pero al parecer no lo estaba. Se oían unos cuchicheos y unas risitas detrás de una de las estanterías que había a mi espalda. Curiosamente no los había oído hasta que empecé a leer, supongo que por la cosa esa de la concentración. Los cuchicheos y las risitas cesaron, pero fueron sustituidos por una especie de gemidos enmudecidos. Me levanté de la mesa y me acerqué a la estantería. Saqué uno de los libros de un anaquel, para que el hueco dejado por él me sirviera para mirar lo que había al otro lado, y al hacerlo vi a
Mobby Dick
morreándose con un tipo. No le pude ver bien la cara al chico ese porque el pelo de Mary, suelto en esta ocasión, me lo tapaba. Aplicando la lógica de Mary y viendo lo que le estaba haciendo a aquel chaval, no cabe duda de que le odiaba profundamente, ya que si a mí me había dejado para no hacerme daño, a ese tipo quería destruirlo totalmente. El tipo no se daba cuenta de que Mary realmente le estaba haciendo daño, y sospecho que cuando ella se arrodilló y le bajó la bragueta, él creyó que era por su bien. ¡Qué idiota! A mí, no sé por qué, me entraron unas ganas locas de largarme de allí y matar a todos lo puñeteros peces de todos los puñeteros mares. Volví a poner el libro en su sitio, pero no medí bien mi fuerza y se me cayó al otro lado de la estantería. Por desgracia, las cosas al caer al suelo hacen ruido, por eso los espías no suelen llevar libros en sus misiones. Cerré los ojos y me quedé totalmente inmóvil, esperando con ello evitar el drama que se avecinaba. No tuve suerte y, al abrir de nuevo los ojos, me encontré cara a cara con Mary, luciendo una sudadera en la que ponía
Go Tigers!
, y con su amigo, el señor Bragueta Bajada.
—Hola, Abel. ¿Qué tal? —preguntó Mary para romper el hielo o para congelar el infierno, para una de las dos cosas—. Éste es Harry…
—Howard —dijo Harry.
—Eso, Howard —prosiguió Mary—. ¿Sabes que Howard es una de las estrellas del equipo de fútbol americano del instituto?
—¿Tenemos un equipo? —pregunté despectivamente.
—Por supuesto. ¿De dónde sales tú? ¡Estás en el hogar de los
Tigers
! —me contestó exaltado Harry, no, perdón, Howard.
—¿Y cómo os va? —pregunté interesado para compensar mi pregunta anterior.
—Solamente hemos ganado un partido desde que empezó el campeonato —contestó Howard un poco avergonzado.
—Bueno, lo importante es participar —dijo Mary con un tono entre lascivo y maternal.
—Sí, eso es lo importante. Además desde que viene Mary a los partidos —dijo H. y abrazó a Mary—, se respira otro ambiente y seguro que no tardaremos en remontar.
—Genial, de veras, genial, espero que sea así —dije yo, aunque realmente lo que quería decir era: «¿Por qué no te subes la puta cremallera de una jodida vez, tonto del culo?».
Hubo unos instantes de silencio. Todos esperábamos que alguien dijera algo para acabar con aquella escena lamentable y largarnos de allí. Al final fue Mary la que lo hizo. No fue una despedida, pero para mí surtió ese efecto.
—¿Sabes una cosa increíble, Abel? No te lo vas a creer, pero me llamo igual que la inventora de la minifalda. Las dos nos llamamos Mary Quant. ¡Qué cosas! Estoy segura de que, a partir de ahora, cada vez que veas una minifalda te acordarás de mí.
Villa Idiota
Y
seguí llorando y ahora con más motivos. Mi chica estaba con un imbécil que formaba parte de un equipo de perdedores, y si Mary me había dejado por alguien que oficialmente era un perdedor, ¿qué era yo? ¿Qué hay por debajo de un perdedor en la escala humana? ¿Un muerto perdedor? Porque un muerto triunfador doy por hecho que no. La cosa ya no era, por lo tanto, que ella me hubiese dejado y que me hubiera roto el corazón en mil pedacitos, convirtiéndolo en confeti para lanzarlo al aire cada vez que los Tigres de mi instituto anotaran una canasta, un gol o lo que puñetas anotara esa gente, sino que yo era una mierda humana. Es decir, el problema no era ella, sino yo. Así que seguí llorando porque tenía más motivos para hacerlo que nunca. La pega fue que en esta nueva fase de mi crisis existencial sometí a mi nuez a una presión excesiva y la pobre no pudo hacer nada para evitar que un día me pusiera a llorar en clase. Sí, delante de Mary, mis compañeros y una profesora. Fue patético.
A aquella estúpida profesora se le ocurrió preguntar a mis compañeros cuáles eran sus libros favoritos, y Mary se levantó como un resorte para decir: «Mi libro favorito es
Mobby Dick
». Y empecé a llorar. Todos se me quedaron mirando durante unos segundos para después formar un corro a mi alrededor, pero dejando muchos metros de distancia entre mis lágrimas y ellos. Era como si yo llevara una bomba adherida al cuerpo y estuviera recitando algo del Corán. La profesora se fue del aula corriendo. Mary se acercó a mí y me preguntó qué me pasaba, pero en vez de decirle la verdad, me puse a llorar con más fuerza, y ella se asustó y volvió alejarse de mí. Alguien me tiró una bola de papel, al tiempo que me gritaba que era un «
pringao
cortacebollas». A esta primera bola de papel le siguieron otras treinta más, dos rotuladores, un diccionario, un zapato y unas tijeras abiertas (¡que hijos de puta!).
Mary se puso en medio del fuego cruzado para protegerme, y alguien le lazó una bola de papel, que ella cogió al vuelo, y se fue directa a por el que se la había lanzado y detrás de ella, con el puño en alto, Lucy Simmons, y comenzó una trifulca en la que habría participado encantado de no estar llorando. Volvió la profesora, pegó dos gritos y todos volvieron a sus pupitres. Luego la profesora me pidió que me levantase y me dijo que me fuera al pasillo, donde me esperaba mi tutor. De este modo tan bochornoso conocí a Hethcliff Higgins.
Fuimos a su despacho y lo primero que me preguntó es si quería tomar un café o un refresco; era un profesor muy bien preparado y tenía una neverita y una máquina de café exprés en el despacho. Le dije que no me apetecía nada y él se preparó un
capuccino
.
—Bien, Abel, por estas extrañas cosas del sistema educativo soy tu tutor, pese a no haberte dado nuca clase —empezó diciendo, después de darle el primer sorbo a su café para pijos—. No nos conocemos, así que siento mucho si lo que te voy a preguntar te molesta. Dime, Abel, ¿tomas drogas?
—No, que yo sepa.
—Muy bien. Entonces sino tomas drogas, significa que estás inmerso en unas crisis existencial producida por alguna jovencita o por algún jovencito.
—Sí, es por una chica… Mary Quant.
—¿Mary Quant? ¿Cómo la de la minifalda?
—Sí, eso parece. A lo mejor son familia lejana… Siento el espectáculo que he dado antes en clase, pero es que no puedo dejar de llorar.
Y, por supuesto, me puse a llorar de nuevo, pero además a lo grande. El pobre Higgins se volvió loco buscando pañuelos de papel por los cajones de su escritorio. Estoy seguro de que en su vida jamás había visto llorar a alguien hasta el extremo de empezar a deshidratarse. Higgins estaba cada vez más nervioso y no sabía qué hacer. Le dije que no se preocupara, que me encontraba bien, pero, claro, como se lo dije llorando como un loco, no se lo acabó de creer. Al final el hombre se rindió y se sentó en el borde de su mesa a la espera de que me calmara.
—No te preocupes, era un alma atormentada, pero te curarás pronto —es lo primero que me dijo cuando vio que ya no me quedaban lágrimas—. ¿Sabes que dijo una vez Balzac sobre el amor? Pues dijo que el amor no era solo un sentimiento, sino también un arte. Puede que tú seas un gran artista, Abel.
—No, lo que soy es el futuro dueño de una ferretería.
—Se pueden ser muchas cosas a la vez. Dime, ¿te gusta leer?
—Sí, muchísimo, es lo que más me gusta —lo dije para no quedar mal.
—¿Estás leyendo algo ahora?
—Hace poco empecé
Mobby Dick
, pero no me acaba de convencer.
—Es un buen libro, pero una mala lectura en estos momentos. Creo que tengo lo que necesitas.
Higgins se levantó de la mesa, fue directo a una estantería con libros que había al otro lado del despacho y empecé a temerme lo peor. Debería haber intentado ser más sincero. La mentira es algo que utilizas para sacar provecho, pero siempre acaba trayéndote problemas. Bueno, problemas o muchos libros… Tres en el caso de Higgins. Me los dejó sobre el regazo, mientras me guiñaba un ojo. Eran libros que se llamaban
Werther
, una antología de un tal Edgar Allan Poe y la biografía de un inglés que deduje era inglés porque era un tal lord Byron.
—A lo mejor los has leído todos, pero son buenas ediciones —me dijo Higgins intentado halagarme y al mismo tiempo justificar su préstamo—. La de
Werther
es bilingüe y las obras de la antología de Poe las seleccioné yo mismo hace muchos años en colaboración con un antiguo compañero de facultad. Doy por hecho que habrás leído todo lo que seleccionamos, pero creo que Poe es una lectura que no cansa y que puedes volver a él siempre y no defrauda. ¿A ti te gusta Poe?
—Por supuesto —dije; era otra mentira, porque ni idea de qué había escrito este señor, aunque me sonaba que había bajado algún trabajo sobre él de Internet.
—¿Alguna cosa en especial?
—No, en especial no, todo en general.
—Eso está bien. Eso quiere decir que aprecias la buena literatura. Ah, y la de lord Byron es una buena biografía porque además hace un retrato interesante del romanticismo.
¿Entiendes por qué te dejo estos libros?
—¿Porque usted es una persona muy generosa?
—No, hombre, te los dejo porque creo que en estos momentos leer obras románticas puede irte bien, puedes coger esa tristeza y convertirla en algo bello. Sacarla de ti y plasmarla en un papel o en un lienzo o en lo que quieras.
¡Qué pesados con los jodidos libritos estaban todos últimamente! No le dije nada porque era mi tutor y porque, bueno, el hombre parecía que estaba preocupado por mí de verdad, pero no tenía ni la más mínima intención de leer aquellos libracos.
—Cuando acabes de leerlos, vienes de nuevo y si quieres los comentamos —me propuso Higgins, sabiendo que no tenía más remedio que decir que sí—. Y, tranquilo, hablaré con el profesorado y les pediré que sean comprensivos contigo.
Higgins me hizo un gesto para que me levantara y me acompañó hasta la puerta, la cual me abrió con un gesto elegante que seguro que le hacen sus lacayos todos los días a la reina de Inglaterra cuando le abren el armario de los sombreros. Antes de cerrar la puerta tras de mí, Higgins me preguntó, al parecer simplemente por curiosidad, si me gustaban las películas de gladiadores. Yo le dije que
Gladiator
era la única que había visto y que no estaba mal, aunque más que por las luchas de gladiadores, me gustaba porque salía Connie Nielsen que estaba como un queso. Por la cara que me puso Higgins, supuse que a él le gustaban otro tipo de mujeres.