Por suerte, mi ritual de iniciación a la edad adulta se limitó en escribir un estúpido relato de vampiros finolis, ya que al hacerlo descubrí quién era yo. Sí, la crítica positiva de Higgins me había enseñado quién era Abel. J. Young y este era un joven de Tennessee que ya no iba a trabajar toda su vida en una ferretería y a casarse con una tal Mary Quant, sino que se iba a convertir en el nuevo lord Byron, un ser admirado por millones de lectores y lectoras —sobre todo lectoras— que necesitarían sus escritos más que aquellos pardillos que seguían a Moisés por el desierto con un GPS.
La tontería esta de ser el nuevo lord Byron me duró un día.
Empecé ese primer y último día como escritor afamado comprándome una pipa. Si era escritor estaba obligado a fumar en pipa. Tardé hora y media en encender aquello y diez segundos en marearme después de la primera calada. Asqueroso, en serio, eso de fumar era asqueroso.
Descartada la pipa, me decanté por otros dos artículos de escritor: la bufanda y las gafas. No tenía bufanda, así que me las apañé con un
foulard
de mi madre, que en paz descanse, que encontré en una caja del sótano. Tampoco tenía gafas, pero le robe a mi padre las que utilizaba para leer. Por último, decidí despeinarme bien despeinado, para tener pinta de loco. Me miré en el espejo y, en serio, daba el pego, pero sabía que aún me faltaba algo para ser el nuevo Byron.
¿Escribir algo? No, no fastidiemos, era otra cosa más importante. Resulta que lord Byron había nacido con una extraña malformación en el pie derecho y tenía los dedos de ese pie vueltos hacia dentro. Se ve que no lo pasó muy bien de pequeño, pero a medida que iba creciendo pudo convertir su cojera en una especie de andar elegante que causaba sensación. Si quería ser como él, debería saber cojear con los dedos del pie vueltos hacia dentro. No pude darles la vuelta a los míos, aunque lo intenté con todas mis fuerzas, pero daba igual porque lo importante no era destrozarse el pie sino caminar como Byron, y supuse que él lo hacía apoyando solamente el talón derecho así que le imité. El resultado: tirón muscular, caída torpe y lamentable por la escalera y rotura —no muy grave, menos mal de no me acuerdo qué hueso del brazo izquierdo.
Cuando mi padre oyó el estruendo de la caída, fue enseguida a socorrerme. Puso una cara muy rara al verme tirado en el suelo, con el
foulard
de mi madre alrededor del cuello y sus gafas de leer medio rotas colgando de mi nariz.
—Hijo, ¿tú te drogas? —me preguntó preocupado.
—No, papá, esto no es por las drogas, es por culpa de una chica —le contesté.
—Una drogadicta, supongo —acabó sentenciando mi padre mientras me ayudaba a levantarme.
Aquella misma tarde me escayolaron el brazo. Pensé que cuando llegase al instituto con el brazo escayolado, se formarían largas colas de gente que querría firmarme la escayola para darme ánimos. Me equivoqué al pensar tal cosa. Solo hubo una persona que se dignó a firmarme la escayola. Mary formó en mi escayola con sus iniciales —M.Q.—, pero acompañándolo con tres equis y metiéndolas dentro de un corazón. También escribió una frase de apoyo, un simple «que te recuperes pronto», que me pareció más bonita que todos los poemas del mundo juntos.
Escribió en mi escayola cuando nos encontramos por casualidad en la puerta del instituto a primera hora de la mañana.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó ella, con un tono de voz y una expresión en la cara que me daban a entender que preguntaba con verdadero interés.
—Nada, un accidente tonto en casa —contesté yo, sin dar más explicaciones.
—La verdad que pese a lo del brazo, te veo bastante bien.
—Si tú lo dices…
—Sí, de verdad, está radiante.
—¿Radiante? Pues será radiante, pero escayolado.
—¿Puedo escribir algo en la escayola, Abel?
Le dije que sí, y ella sacó un rotulador de su bolso y escribió la frase de ánimo, sus iniciales y las equis y dibujó aquel corazón.
Mientras lo hacía pasó por allí Lucy Simmons, y Mary le preguntó si quería escribirme algo en la escayola y ella respondió que lo de escribir no era lo suyo, pero que si quería me podía romper el otro brazo para que ambos fueran a juego. Yo le levanté un dedo, ella me levantó dos y se largó refunfuñando, al tiempo que le pedía a Mary que se fuera con ella. Mary le hizo caso, pero antes de eso, me dio un beso en la mejilla y me dijo: «Quizá no me creas, pero yo te sigo queriendo igual que antes».
No supe que contestar, y visto que la conversación no iba a continuar, se fue corriendo tras Lucy y desapareció de mi vista. Tenía razón, no me creía que me siguiera queriendo igual que antes, pero me sorprendió darme cuenta de que yo sí, que sí la quería igual que antes y que, tal vez, no dejaría de quererla nunca. Además, sin la necesidad de tener que hacerlo llorando.
Cuando me quitaron la escayola, recorté el corazón de las tres equis y las iniciales de Mary Quant y lo guardé como el tesoro que era. Tenía pensado hacerme un medallón o algo así, para llevarlo siempre conmigo, para tener siempre a Mary presente.
Al final no me hice ningún medallón ni nada parecido, sino que lo acabé adhiriendo a la culata de mi ballesta cazavampiros. Arisa me preguntó entonces por qué había colocado eso en la culata y quién era M.Q. Yo le contesté la verdad, que M.Q. era la razón principal por la que había pasado de futuro propietario de una ferretería sin muchas pretensiones a cazador de vampiros novato.
Terminé el curso sin pena ni gloria, o sea, aprobando por los pelos, y empecé a trabajar de jornada completa en la ferretería, dando por fin sentido al cartel que mi padre cambió el día de mi nacimiento.
El nuestro era un establecimiento muy modesto, pero tenía de todo, cosa que nos había hecho muy conocidos en el condado. Además, mi padre había sabido ganarse como clientes a empresas en construcción de la zona, convirtiéndose en el proveedor principal de las constructoras del condado de Macon. Nuestra ferretería jamás sería un negocio para hacerse millonario, pero sí para permitirnos vivir cómodamente, sin apuros económicos y eso era así porque mi padre era un lince vendiendo cosas inútiles.
Cuando entraba un cliente en la tienda, sobre todo si era un hombre (es que las mujeres solo entraban allí por error), mi padre sabía que tendría muchas posibilidades de hacerle comprar cosas que no iba a necesitar. Había hombres que entraban en la ferretería a comprar una bombilla, un picaporte y un pestillo y se acababan llevando lo que mi padre solía llamar el «pack Noé», es decir, herramientas suficientes para construir dos o tres arcas bíblicas. El truco estaba en intentar convencer al cliente de que era un hombre como los que levantaron América y la pusieron a la cabeza de la civilización. Un hombre que sabía que las herramientas eran en realidad extensiones de su cuerpo. Un hombre que sabía que aunque ahora no necesitara un corta-césped porque no tenía jardín, debía reivindicar el derecho por el que lucharon nuestros padres fundadores a tener uno de esos magníficos aparatos —eléctrico o a gasoil— y la mejor manera de hacerlo era, precisamente, adquiriéndolo.
A veces algún cliente dudaba si comprar lo que mi padre intentaba colocarle, diciendo que a su mujer tal vez no le hiciera gracia. Entonces mi padre soltaba una de esas frases suyas que jamás supe de dónde sacaba: «En la Biblia se deja bien claro que Dios prohibió a los salunitas que dejaran que sus mujeres opinaran sobre herramientas, y cómo sé que usted es un buen cristiano, no creo que tenga que añadir nada mas, ¿verdad?». A veces cambiaba a los salunitas por los mandolitas, los casparitas y los tartufitas, pero el mensaje estaba claro, y no sé por qué, pero funcionaba. Este tipo de clientes pagó las facturas de mi dentista durante toda mi infancia.
Una tarde entró un hombre en la ferretería. Era un señor bajito, calvo, rechoncho, con gafas y que llevaba un maletín de piel.
Cuando mi padre le vio entrar, se apostó cincuenta dólares a que ese cliente se iba de la tienda con un juego completo de destornilladores, una alarma de incendios y tres aspersores.
Acepté la apuesta y me supo mal haberle estafado a mi padre cincuenta billetes, ya que el hombre que había entrado en la ferretería no era un futuro cliente, sino el bueno de Heathcliff Higgins.
—Papá, te presento al señor Higgins, mi tutor.
—Encantado de conocerle, señor Young —dijo el señor Higgins extendiéndole la manos a mi padre, quien la estrechó como si le fuera la vida en ello; otra táctica de ventas.
—Señor Higgins, mi padre dice que usted tiene cara de querer comprar nuestro fantástico juego de destornilladores que, precisamente, está de oferta.
—No solamente cara de eso, sino también de necesitar una buena alarma contra incendios —añadió mi padre, aprovechando que se lo había puesto en bandeja.
—No, no necesito ni destornilladores ni alarmas —dijo Higgins.
—¿No? ¿Seguro que no? ¿Y unos aspersores para el jardín? —preguntó mi padre.
—No tengo jardín, vivo en un piso —contestó Higgins.
—¡Y qué más da! —continuó mi padre—. Nuestros padres fundadores lucharon para que nosotros…
—Déjalo, papá, el señor Higgins es un hombre con las cosas muy claras —dije yo para que mi padre no siguiera insistiendo en una venta que no iba a producirse.
—¿No será usted uno de esos hombres que dejan que sus esposas opinen sobre herramientas, señor Higgins? —preguntó mi padre, como introducción a su cita bíblica inventada.
—Soy soltero —contestó Higgins—, y no he venido a comprar nada, sino a darles una buena noticia. Abel, sé que debí haberte pedido permiso, pero después de adecentar un poco tu relato, lo envié a un amigo mío que tiene un cargo importante en una editorial neoyorquina,
Circle Books
, y le ha encantado.
—¿Qué relato? —preguntó mi padre.
—¿No le has explicado a tu padre lo de
El juramento
? —me preguntó Higgins.
—Se me pasó —contesté, pero no se me pasó, es que me pareció que era una tontería decírselo a mi padre.
—Pues su hijo, señor Young, ha escrito un relato maravilloso, tanto que seguramente será publicado en breve en la revista
Circle
, si Abel quiere.
Circle
es una publicación de novedades editoriales de ese sello —empezó explicando Higgins—. Pero eso no es todo, resulta que esa editorial organiza cada verano un seminario dedicado a jóvenes con talento, futuros autores en potencia y, Abel, te han seleccionado para participar en ese seminario.
—¿Por qué? —pregunté preocupado, ya que eso de que me seleccionaran para algo que tenía que ver con libros me sonaba a reclutamiento forzoso.
—Pues porque eres un escritor en potencia y a esa editorial le interesa ficharte de cara al futuro —contestó Higgins—. El seminario durará un mes, todo el mes de julio, y te pagarán el viaje, la estancia y te darán una beca de mil doscientos dólares.
—No sé, lo veo un poco raro, señor Higgins —dije yo, aunque si me iban a dar 1.200 pavos por no hacer nada, la verdad era que me importaba bien poco que me sonara raro.
—A ver, es evidente que nadie regala el dinero, Abel —dijo Higgins—. Yo desconozco todos los términos del acuerdo, pero es de suponer que una vez allí, si ven que eres válido te harán una oferta o algo parecido y te harán firmar algún documento de compromiso exclusivo con ellos.
Estuve a punto de decirle la verdad, que no era escritor ni quería serlo, que
El juramento
fue una cosa hecha deprisa y corriendo, copiando e imitando, que no me gustaba leer y mucho menos escribir, pero no dije nada porque mi padre metió baza en la conversación.
—A ver si me entero del tema, señor Higgins —empezó a decir mi padre—. Mi hijo ha escrito un cuento que ha gustado a unos señores de Nueva York que son escritores y tienen una editorial. Estos señores consideran que mi hijo puede ser un buen escritor…
—Pero se equivocan, papá —interrumpí yo.
—Abel, si unos señores que saben de letras dicen que puedes ser un buen escritor, creo que, al menos, deberíamos pensarlo… y mil doscientos dólares es un capital interesante.
—Además hay otros aspectos interesante —dijo Higgins dándose cuenta de que mi padre se había puesto de su parte y tenía todas las de ganar—. El seminario lo dirige Elijah Shine, un autor que no publica nada desde hace veinte años, pero que en su tiempo se comía el mundo. Ahora dirige la editorial, y fue profesor de literatura en Columbia. Con él podrás aprender mucho y puede que te abra las puertas de su universidad. Es una buena oportunidad, Abel.
—Es que ahora estoy en la ferretería con mi padre —dije como última escusa.
—Pero en el mes de julio no tenemos mucho trabajo —replicó mi padre.
—No sé, papá, no acaba de convencerme.
Higgins sacó de su maletín una carpeta con documentos que habían enviado los de
Circle Books
y nos dijo que lo mejor sería que nos miráramos con detenimiento en casa la documentación y que si estábamos de acuerdo con todo le llevase aquellos papeles firmados a su despacho y él se encargaría de hacer los trámites.
Mi padre y yo repasamos los papeles de
Circle Books
después de la cena. La verdad es que todo tenía muy buena pinta, quizá demasiada buena pinta. El seminario iba a tener lugar en una gran cabaña de madera a orillas del lago Cayuga y a pocos kilómetros de Ithaca. Las fotos que acompañaban el dossier en el que se hablaba de este lugar eran espectaculares y mi padre dijo que solamente por pasarse una tarde contemplando el atardecer en aquel lago valía la pena ir allí.
A mí me desconcertaba un poco que mi padre quisiera que pasase el mes de julio en Nueva York, haciendo algo que se supone que, de ir bien, podría encaminarme a dejar de lado la ferretería y el futuro que él había pensado para mí. Era evidente que desde el día en que nací, él tenía muy claro que debía seguir sus pasos.
—¿Lo dices porque cambié el cartel el día que naciste? —me preguntó cuando le pregunté al respecto.
—Sí, por eso mismo, papá.
—Encargué el cartel el día en el que tu madre me dijo que esperaba un hijo y al nacer tú lo colgué para anunciar a todo el pueblo que habías nacido. No digo que al hacerlo no pensase que seguirías mis pasos, porque creo que muchos padres piensan eso, pero desde que murió tu madre todo cambió para mí. Decidí que era lo único que tenía y que debía conseguir que hicieses lo que realmente deseases hacer.