En junio de 1831, Farkas envió una copia del libro a su amigo Cari Friedrich Gauss (figura 44), que no sólo era el matemático más importante de su época, sino que está considerado por muchos como uno de los tres más grandes de la historia. Por desgracia, el libro se extravió en el caos provocado por una epidemia de cólera y Farkas tuvo que enviar una segunda copia. Gauss envió una respuesta el 6 de marzo de 1832, y sus comentarios no eran exactamente los que el joven Janos esperaba:
Si empezase por decir que no puedo elogiar este trabajo, quizá eso te sorprendiese momentáneamente. Pero no puedo decir otra cosa, porque elogiarlo supondría elogiarme a mí mismo. El contenido de la obra, el camino que ha tomado tu hijo, los resultados a los que ha llegado, coinciden de modo casi literal con las meditaciones que han ocupado mi mente durante los últimos treinta o treinta y cinco años. De modo que me he quedado anonadado. En lo que respecta a mi propio trabajo, que hasta ahora apenas he publicado en papel, mi intención era no permitir que se publicase mientra viviese.
Déjenme comentar entre paréntesis que, al parecer, Gauss temía que los filósofos kantianos, a los que Gauss llamaba «los boecios» (sinónimo de estúpidos en la antigua Grecia), considerasen esta geometría radicalmente nueva como una herejía filosófica. Gauss proseguía así:
Por otra parte, tenía pensado dejar escrito todo esto más adelante para que, como mínimo, no pereciese conmigo. Así, es para mí una agradable sorpresa poder ahorrarme la molestia, y me complace sobremanera que sea el hijo de mi viejo amigo quien se adelante a mí de este modo tan notable.
Mientras que Farkas quedó gratamente satisfecho por los elogios de Gauss, que le parecieron «espléndidos», para Janos supusieron un golpe devastador. Durante casi una década se negó a creer en la afirmación de Gauss sobre su supuesta «meditación previa» acerca de esta geometría, y la relación con su padre (de quien sospechaba que había comunicado con anterioridad sus resultados a Gauss) quedó gravemente afectada. Cuando finalmente se dio cuenta de que Gauss había empezado a trabajar en el problema nada menos que en 1799, el carácter de Janos se amargó, y su obra matemática posterior (a su muerte dejó unas veinte mil páginas manuscritas) quedó deslucida en comparación.
Sin embargo, apenas cabe duda de que Gauss había reflexionado en profundidad sobre la geometría no euclidiana.
[182]
En una anotación de su diario, en septiembre de 1799, escribía:
In principiis geometriae egregios progressus fecimus
(«Logramos avances maravillosos en los principios de la geometría»). Más adelante, en 1813, señalaba: «En la teoría de las líneas paralelas no estamos más allá de donde estaba Euclides. Esta es la
partie honteuse
(parte bochornosa) de la matemática, que antes o después tendrá que adquirir una forma muy distinta». Años después, en una carta fechada el 28 de abril de 1817, afirmaba: «Cada vez estoy más convencido de que no es posible demostrar la necesidad de nuestra geometría [euclidiana]». Finalmente, y de forma opuesta a las tesis de Kant, Gauss llegó a la conclusión de que la geometría euclidiana no podía considerarse una verdad universal, sino más bien que «habría que considerar la geometría [euclidiana], no como la aritmética, que es válida a priori, sino aproximadamente como la mecánica». Conclusiones similares fueron alcanzadas de forma independiente por Ferdinand Schweikart (1780-1859), profesor de jurisprudencia, que hizo llegar noticia de su trabajo a Gauss entre 1818 y 1819. No obstante, puesto que ni Gauss ni Schweikart publicaron sus resultados, el mérito de primera publicación se suele atribuir a Lo-bachevsky y Bolyai, aunque éstos no puedan considerarse como los únicos «creadores» de la geometría no euclidiana.
La geometría hiperbólica irrumpió como un relámpago en el mundo de la matemática y asestó un tremendo golpe a la percepción de la geometría euclidiana como la única e infalible descripción del espacio. Antes de los trabajos de Gauss, Lobachevsky y Bolyai, la geometría euclidiana era, a todos los efectos, el mundo natural. El hecho de que fuese posible seleccionar un conjunto de axiomas distinto y construir un nuevo tipo de geometría hizo surgir por primera vez la sospecha de que, después de todo, la matemática era una invención humana, en lugar de un descubrimiento de realidades que existían fuera del cerebro de las personas. Al mismo tiempo, el derrumbamiento de la conexión inmediata entre la geometría euclidiana y el espacio físico real puso de manifiesto lo que, al parecer, eran deficiencias fundamentales en la idea de que la matemática era el lenguaje del universo.
El estatus privilegiado de la geometría euclidiana aún empeoró más cuando uno de los alumnos de Gauss, Bernhard Riemann (1826-1866), demostró que la geometría hiperbólica no era la única geometría no euclidiana posible. El 10 de junio de 1854, Riemann dio en Göttingen una espléndida conferencia
[183]
(en la figura 45 se muestra la primera página de su versión editada) en la que presentaba sus puntos de vista: «Acerca de las hipótesis fundamentales de la geometría».
En ella empezaba diciendo: «La geometría da por supuesto el concepto de espacio y los principios básicos para construir en él. Sólo ofrece definiciones nominales de estos elementos, y sus especificaciones esenciales aparecen en forma de axiomas». Sin embargo, señalaba: «La relación entre estas suposiciones es borrosa; no es posible ver si existe alguna conexión necesaria entre ellos y, en caso afirmativo, hasta qué punto, ni saber a priori si es siquiera posible que exista una conexión entre ellas». Entre las posibles construcciones geométricas, Riemann comentó la
geometría elíptica,
como la que podría darse sobre la superficie de una esfera (figura 41c). Cabe destacar que, en esa geometría, la distancia más corta entre dos puntos no es una línea recta, sino un segmento de un círculo máximo cuyo centro coincide con el centro de la esfera. Las líneas aéreas sacan provecho de esta característica: los vuelos entre Europa y Estados Unidos no siguen una trayectoria que aparecería como una recta en un mapa, sino que siguen un círculo máximo orientado hacia el norte. Es fácil comprobar que cualquier pareja de círculos máximos se cortan en dos puntos opuestos. Por ejemplo, dos meridianos de la Tierra, que parecen paralelos en el Ecuador, se cortan en los dos polos. En consecuencia, a diferencia de lo que ocurre en la geometría euclidiana, en la que sólo pasa una paralela por un punto externo a una línea, y de la hiperbólica, en la que hay al menos dos paralelas, en la geometría elíptica sobre una esfera no hay paralelas en absoluto. Riemann llevó los conceptos no euclidianos un paso más allá y planteó geometrías en espacios curvos de tres, cuatro y más dimensiones. Uno de los conceptos fundamentales que Riemann amplió fue el de
curvatura,
el ritmo al que se curva una superficie o una línea curvada. Por ejemplo, la superficie de una cáscara de huevo se curva con más suavidad a lo ancho que a lo largo de una curva que pase por uno de sus más estrechos extremos. Riemann dio una definición matemática precisa de curvatura en espacios de cualquier número de dimensiones, y con ello intensificó la unión entre el álgebra y la geometría iniciada por Descartes. En la obra de Riemann, ecuaciones con un número arbitrario de variables hallaron su homólogo geométrico, y los nuevos conceptos de las geometrías avanzadas quedaron asociados a las ecuaciones.
No fue sólo el prestigio de la geometría euclidiana la víctima de los nuevos horizontes abiertos para la geometría en el siglo XIX. Las ideas de Kant acerca del espacio no tardaron mucho en seguir los mismos pasos. Recordemos que Kant afirmaba que la información de nuestros sentidos se organiza exclusivamente según modelos euclidianos antes de quedar registrada en nuestro consciente. Los geómetras del siglo XIX desarrollaron rápidamente su intuición en las geometrías no euclidianas y aprendieron a percibir el mundo a través de ellas. La percepción euclidiana del espacio resultó ser, después de todo, aprendida, no intuitiva. A la vista de estos espectaculares acontecimientos, el gran matemático francés Henri Poincaré (1854-1912) llegó a la conclusión de que los axiomas de la geometría «no son intuiciones sintéticas a priori ni datos experimentales. Se trata de
convenciones.
Nuestra elección entre todas las posibles convenciones, aunque guiada por los hechos experimentales, es libre». En otras palabras, Poincaré consideraba los axiomas como simples «definiciones disfrazadas». (La cursiva es mía.)
El punto de vista de Poincaré no acusaba únicamente la influencia de las geometrías no euclidianas que hemos descrito,
[184]
sino también la proliferación de otras nuevas geometrías, que a finales del siglo XIX parecía casi fuera de control. Por ejemplo, en
geometría proyectiva
(como la que se obtiene al proyectar en una pantalla una imagen sobre una película de celuloide) se podía literalmente intercambiar el papel de los «puntos» y las «líneas», de modo que los teoremas sobre puntos y líneas (por este orden) se convertían en teoremas sobre líneas y puntos. En
geometría diferencial,
los matemáticos empleaban el cálculo para estudiar las propiedades geométricas locales de diversos espacios matemáticos, como la superficie de una esfera o la de un toro. A primera vista, estas y otras geometrías tenían el aspecto de ingeniosas invenciones de imaginativas mentes matemáticas, más que de descripciones precisas del espacio físico. ¿Acaso era posible seguir defendiendo el concepto de Dios como matemático? Después de todo, si «el propio Dios geometriza» (una frase atribuida a Platón por el historiador Plutarco), ¿cuál de estas geometrías posee la preferencia divina?
El reconocimiento cada vez más patente de las carencias de la geometría euclidiana clásica forzó a los matemáticos a examinar con rigor los propios fundamentos de la matemática en general, y en particular la relación entre matemática y lógica. Volveremos sobre este importante tema en el capítulo 7. Aquí mencionaré simplemente que la propia noción de la evidencia de los axiomas por sí mismos había quedado destruida. En consecuencia, aunque el siglo XIX fue testigo de otros importantes desarrollos en álgebra y en análisis, probablemente es la revolución de la geometría la que supuso la mayor influencia en la visión de la naturaleza de la matemática.
Sin embargo, antes de que los matemáticos pudiesen examinar el tema fundamental de las bases de la matemática, tuvieron que dedicar su atención a algunas cuestiones «menores». En primer lugar, el hecho de que se hubiesen formulado y publicado geometrías no euclidianas no implicaba necesariamente que se tratase de derivaciones legítimas de la matemática. Por ejemplo, el miedo a la incoherencia —la posibilidad de que, al llevar estas geometrías a sus últimas consecuencias lógicas se generasen contradicciones irresolubles— estaba presente de forma permanente. En la década de 1870, el italiano Eugenio Beltrami (1835-1900) y el alemán Felix Klein (1849-1925) habían demostrado que, dado que la geometría euclidiana era coherente, también lo eran las no euclidianas. Esto, no obstante, seguía dejando abierta la cuestión de la solidez de las bases de la geometría euclidiana. Y luego estaba el importante asunto de la relevancia. La mayoría de los matemáticos se tomaban las nuevas geometrías, en el mejor de los casos, como entretenidas curiosidades. Mientras que el peso histórico de la geometría euclidiana derivaba sobre todo de su consideración como descripción del espacio real, las geometrías no euclidianas no parecían, en principio, tener conexión alguna con la realidad física. Así, muchos matemáticos trataban estas nuevas geometrías como a los parientes pobres de la geometría de Euclides. Incluso Henri Poincaré, que era más complaciente que la mayoría, insistía en que, aunque los humanos nos viésemos transportados a un mundo en el que la geometría aceptada fuese no euclidiana, estaba «convencido de que no sería más práctico para nosotros cambiar» [de la geometría euclidiana a la no euclidiana]. Dos cuestiones dominaban, pues, el panorama: (i) ¿Podía la geometría (en particular) y otras ramas de la matemática (en general) establecerse sobre cimientos axiomáticos sólidos? (ii) ¿Cuál era la relación, si es que la había, entre la matemática y el mundo físico?
Algunos matemáticos adoptaron una postura pragmática con respecto a la validación de las bases de la geometría. Decepcionados tras comprender que aquello que consideraban verdades absolutas habían resultado estar basadas más en la experiencia que en el rigor, fijaron su atención en la aritmética, la matemática de los números. La geometría analítica de Descartes, en la que los puntos del plano se identificaban con pares ordenados de números; los círculos, con pares que satisfacían una determinada ecuación (véase el capítulo 4), etcétera, ofrecía las herramientas precisas para volver a edificar los fundamentos de la geometría sobre la base de los números. Posiblemente el matemático alemán Jacob Jacobi (1804-1851) pretendía expresar este cambio de paradigma cuando sustituyó la frase de Platón «el propio Dios geometriza» por su lema: «El propio Dios aritmetiza». Pero en cierto sentido, estos esfuerzos se limitaban a trasladar el problema a una rama distinta de la matemática. Aunque el gran matemático alemán David Hilbert (1862-1943) sí fue capaz de demostrar que la geometría euclidiana era coherente siempre que lo fuese la aritmética, la coherencia de esta última no estaba de ningún modo establecida sin ambigüedad en aquellos momentos.